jueves, 9 de marzo de 2017

CENA ANGLICANA EN SAN PEDRO


Francisco Octavo, o la esperpéntica síntesis
del fundador de la iglesia anglicana
y el demoledor -si fuera posible demolerla- de la Iglesia católica

Cuando dentro de unos pocos días, en rigurosa consonancia con los festejos por el cuarto aniversario de la elección de Francisco, la basílica de San Pedro se vea en el trance de soportar la celebración, en su altar mayor, de las vísperas anglicanas de manos de celebrantes exentos de auténtica dignidad sacerdotal, se estará cumpliendo un nuevo hito en aquel otro hito que ya constituye este impar pontificado. Concretamente, se volverá a tentar a Dios en el interior mismo del templo mayor de nuestra fe, como hace ya más de un año se lo hizo en su fachada exterior, al proyectar sobre la misma imágenes ecológico-simiescas el mismo día de la Inmaculada Concepción. Ambos hechos merecen un sitio en el terno que bien podría completarse con la misa satánica celebrada en 1963 en la capilla paulina en el Vaticano, según conocido testimonio de Malachi Martin en su novela Windswept house.

Se trata de un sacrilegio, hasta la fecha, único en su género. Pues si las visitas a edificios luteranos de parte de Benedicto XVI y del propio Francisco afectaban a la potestad, una tan factible como estrábica interpretación de las mismas (en tiempos, como los nuestros, de fe desfalleciente) podía creer infligida la mancha a la sola persona, falible como todas, que no al cargo; pero la concesión del altar mayor de la Iglesia, con la sagrada hostia oculta en el tabernáculo siendo ipso facto vilipendiada, ya comporta una profanación inequívoca.

Como ya no cuenta para nada el Magisterio, la bula Apostolicae curae de León XIII podrá ser entregada a las llamas sin escrúpulos, toda vez que aquel papa define allí que «con el íntimo defecto de forma» del ritual de ordenaciones anglicano, reformado en 1552 tras varios años de ruptura con Roma, «está unida la falta de intención que se requiere igualmente de necesidad para que haya sacramento», motivo por el cual, de conformidad con los decretos emanados por los pontífices precedentes acerca del asunto, «pronunciamos y declaramos que las ordenaciones hechas en rito anglicano han sido y son absolutamente inválidas y totalmente nulas» (Dz. 1966). De nada vale, pues, el posterior intento anglicano de recuperar el viejo formulario, más de cien años después del cercenamiento del primitivo: para entonces ya se había perdido la sucesión apostólica, lo que confiere a las vísperas anglicanas en Roma un valor intrínseco no mayor que si se les cediera San Pedro para el five o'clock tea, no sin el obvio efecto sacrílego.

De este modo, lo que se llamó la «evolución homogénea del dogma», esto es, la explicitación progresiva en el tiempo del contenido implícito en la Revelación, vino a ser sustituido por la «contra-afirmación heterogénea de la doxa», de la mera opinión humana, fluctuante y reversible, como para sumergir definitivamente toda claridad doctrinal en la niebla de la ignorancia o en la tiniebla de las inteligencias ofuscadas por el orgullo. Porque -valga tenerlo siempre presente- la herejía pertenece al ámbito de las opiniones, de las reservas mentales para con una verdad propuesta a nuestro asentimiento fiel. Lo que el «libre examen» consagra es la disposición seleccionadora del contenido de la fe, desnaturalizándola en su misma raíz al pretender arraigarla en la voluntad, siendo la fe -como lo es- una virtud intelectual. Todo lo que provenga de esta primera defección perpetuará, pues, el error y el daño.

La exaltación de la variedad anárquica, de la pluralidad desbocada y el caos que el protestantismo exhibe desde su cuna, será carácter pronto extendido al pensamiento y a la acción -a la historia moderna, digamos, dimanada de aquella violenta ruptura religiosa. El trágico olvido de que sólo del uno procede lo múltiple gravó así toda la realidad humana, terminando con la institución monárquica, con las tradiciones locales y aun con la familia y el matrimonio, ámbito privilegiado de la unidad y principio de su consolidación civil. Es el horror que el caos suscita en la conciencia humana quien inspiró finalmente a los ideólogos la recurrencia a una unidad espuria a través del totalitarismo, producto típicamente moderno capaz de rendir acabada cuenta de este desdichado proceso de atomización y reintegración falaz de cuño voluntarista. De la desintegración extrema a la leviatanización: con tal fórmula podrían sintetizarse cinco siglos de historia moderna.

Unus Dominus, una fides, unum baptisma: en la Iglesia modernizada o modernista, de la precisa fórmula paulina vino, pues, a escamotearse el término del medio, a los fines de propiciar una nueva unidad fundada sobre otros principios, otras opiniones, heterodoxias. «Tenemos el mismo bautismo, tenemos que caminar juntos», es el requiebro susurrado en los oídos de los protestantes, con crasa omisión de que no tenemos la misma fe. La nueva unidad, prohijada por la «diversidad reconciliada», es un magma en el que las necesarias distinciones ontológicas se disuelven, donde la virtud y el vicio valen lo mismo, donde las nociones del bien y el mal son baladíes, donde la ortodoxia equivale a la herejía y donde -muy a diferencia de la parábola de las bodas reales (Mt 22, 1-14)- todos pueden ser admitidos a la cena sin vestir el traje correspondiente. Se proclama, en rigor, un nuevo y demencial evangelio.

Si por sus gustos se conoce al hombre, en el caso de Bergoglio conoceremos por los mismos también su programa. El locuaz profeta de la nueva misericordia supo clamorear su afición por la Crucifixión blanca de Chagall (cuadro en el que el propio autor señaló su intención de asociar el sacrificio de Cristo con el infecto mito de la «Shoah», subordinando incluso aquél a éste), del mismo modo que no le ha faltado ocasión de reivindicar a El almuerzo de Babette como su película favorita. Así lo expresa en su controvertida Amoris laetitia: 

Las alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo. Cabe recordar la feliz escena del film La fiesta de Babette, donde la generosa cocinera recibe un abrazo agradecido y un elogio: «¡Cómo deleitarás a los ángeles!» Es dulce y consoladora la alegría que resulta de procurarle el bien a los otros, de verlos gozar (§129)
Carecíamos de referencias a la obra y, por lo tanto, no colegíamos en toda su plenitud lo que Bergoglio pretendía traficarnos con semejante alusión. Vino en nuestro auxilio un reciente artículo de Il blog di Baronio, donde se nos anoticia de la infausta fisonomía de la autora del libro en el que se inspira la película, Karen Blixen, una escritora danesa convencida de que el bien y el mal son intercambiables: «somos nosotros mismos quienes juzgamos bueno o malo algo que de por sí es ambivalente, y que deviene bueno o malo según nuestro juicio, según nuestro discernimiento personal. Caso por caso. Y recordaremos también que la Blixen -allí cuando descubrió haber contraído la sífilis a expensas de su primer marido, durante su estadía en África- cedió su propia alma al diablo, de modo que toda la experiencia vivida pudiese ser volcada en sus cuentos». El animismo y la brujería, según parece, fueron la oscura religión de esta desnortada nórdica cuyas fantasías pluguieron tantísimo a Bergoglio.

En rigor de verdad, lo que Francisco pondera es la película, que del libro original resulta una interpretación un tanto abusiva. En resumidísimas cuentas, la historia trata de una espléndida comida ofrecida por una cocinera francesa a un grupo de comensales noruegos pertenecientes a una comunidad luterana, doce en total, que honran con este agape la memoria del fundador. Lo que la película no recoge es que, en la historia original, la cocinera es una terrorista prófuga de su nación que, empleada en un villorrio noruego por las hijas de un pastor luterano local como ama de llaves, ofrece este banquete con el dinero obtenido al ganar la lotería para demostrar su gratitud a sus protectores y, al mismo tiempo, lucir su habilidad en las artes culinarias. Su condición de francesa podría sugerir su adscripción católica, si el libro no explicitara su pasado anarquista y criminal.

Arguye Baronio:
Babette, por tanto, no es un personaje positivo, no es el ángel que deja entrar un haz de luz católica en la oscuridad en la que se encuentran los miembros de la secta. Ella es más bien un personaje se diría casi infernal, que después de haberse beneficiado de la generosa hospitalidad de una pequeña comunidad y de haber merecido su confianza, seduce las mentes y los corazones persuadiéndolos de que las diferencias doctrinales e ideológicas -mantenidas siempre en silencio- pueden ser superadas en el encuentro en aquello que creemos compartir: la mesa [...]
La cena de Babette es el ámbito de la venganza hedonista por sobre los sacrificios dolorosos del pasado [...] que son reabsorbidos en un presente dionisíaco, ante la memoria ridiculizada del Decano, casi obligado a asistir a la traición de su comunidad. Tampoco hay que olvidar la reprobación de la severidad formalista del difunto, al que se atribuyen las renuncias de las hijas Martina y Philippa, frustradas en sus aspiraciones por una visión beata y esclerotizada de la fe. 
Aquello que quedaba de la unión con el sacrificio de Cristo en la empero distorsionada visión luterana, se disuelve toda vez que Cristo es desterrado del convivium. De esta manera la cena, que hasta entonces congregaba en torno a la pobre mesa a los fieles de la secta para conmemorar a su fundador, con Babette se convierte en una celebración de la comunidad devenida un fin en sí misma.
A tal punto resulta superflua la figura del sacerdote, que Babette puede permanecer en la cocina. Ella es el deus ex machina que prepara todo, así como Bergoglio prepara una nueva religión, dejando que los acontecimientos hablen en primera persona.

Así, a puro golpe de acontecimientos, con la inexorabilidad de los hechos consumados, se va acelerando aquello que la Escritura designa como la «abominación de la desolación» y la «supresión del sacrificio cotidiano», conforme a la estrategia revolucionaria de pegar primero y, si es posible, otra y otra vez antes de que se produzca la tardía reacción: tal es la confianza (audacia) que los malos tienen en la confianza (inercia) de los buenos. Primero la ruptura litúrgica, con su secuela imparable y creciente de abusos que al cabo de unas décadas vuelven irreconocible el mismo ritual romano reformado; luego, la dispensa para comulgar en pecado mortal según la teoría del discernimiento, otrora condenada como "moral de situación". Inmediatamente después, la apertura de sendas brechas por las que colar la discusión del diaconado femenino y el celibato sacerdotal, luego de una praxis ya holgadamente impuesta de "ministros extraordinarios" del culto. ¿Qué mucho que a las liturgias interreligiosas y a la cena anglicana en San Pedro les suceda una inminente modificación en la fórmula de la consagración, para evitar que la inoportuna Víctima sacrificial se haga presente siquiera entre los degradados paramentos del Novus Ordo?

Ubi corpus, ibi aquilae. Unas, las águilas congregadas para alimentarse, que «siguen al Cordero dondequiera éste vaya» (Ap 14, 4); otras, las que bajan a pique para proscribir a Dios de nuestros altares. El sacrosanto Cuerpo de Cristo está en el centro de la guerra esjatológica.