martes, 21 de febrero de 2017

EL SAGRARIO, LISTO PARA LA DESOLACIÓN

Si hacían falta novedades para confirmarnos en la espera de mayores horrores, ahora circula la noticia de una inminente revisión del nuevo misal a los fines de promulgar un Novissimus Ordo Bergoglii para su imposición a sangre y fuego en todas las diócesis. La excusa es, otra vez, el muy sobado ecumenismo. No bastó la supervisión protestante en la refundición del Misal Romano en los ya lejanos días de Bugnini: se entiende que hay todavía algunos trozos que podarle a la maltrecha función litúrgica para que los secuaces de Lutero puedan sentirse a gusto en el culto católico, contestes todos en el carácter meramente conmemorativo de la Misa y en hacerle pito catalán a Trento por el recurso a la "impanación" y la "con- (que no trans-) substanciación".

Lo que está a punto de ser echado al estercolero es la instrucción emanada por Juan Pablo II en 2001, Liturgiam authenticam, para la correcta aplicación de la Constitución litúrgica del Vaticano II. Alarmado por la vastedad y la variedad de los abusos litúrgicos -inseparables del rito de la Nueva Misa, según lo confirma la extenuada experiencia-, el polaco pontífice decidió poner algún coto a la desenfrenada "inculturación" y a la fatua "creatividad" del celebrante por el recurso a la recognitio de los textos aprobados por las conferencias episcopales. Dice, en efecto, la instrucción en su párrafo 80:


La praxis de pedir la "recognitio" de la Sede Apostólica, para todas las traducciones de los textos litúrgicos, ofrece la necesaria seguridad de que la traducción es auténtica y conforme con los textos originales; y expresa y realiza el verdadero vínculo de comunión entre el Sucesor de San Pedro y sus hermanos en el Episcopado. Así pues, esta "recognitio" no es simplemente una formalidad, sino un acto de potestad de régimen, absolutamente necesario (sin el cual un acto de la Conferencia de Obispos carece de fuerza legal) y mediante el que se pueden introducir modificaciones, incluso sustanciales. Por esto no se pueden imprimir textos litúrgicos traducidos o de nueva composición, para uso de los celebrantes o del pueblo en general, si falta la "recognitio". Puesto que es preciso que la "lex orandi" sea conforme con la "lex credendi", y manifieste y corrobore la fe del pueblo cristiano, las traducciones litúrgicas no pueden ser dignas de Dios si no traducen fielmente a la lengua vernácula la abundancia de doctrina católica del texto original, de tal modo que el lenguaje sagrado sea conforme a su contenido dogmático. Hay que observar, además, el principio según el cual cada una de las Iglesias particulares debe estar de acuerdo con la Iglesia universal, no sólo en la doctrina de la fe y en los signos sacramentales, sino también en los usos recibidos de forma universal y continua, desde la tradición apostólica; por lo tanto, la "recognitio" de la Sede Apostólica se dirige a vigilar que las traducciones, así como las variaciones legítimas introducidas en ellas, no dañen la unidad del pueblo de Dios, sino que sean siempre una ayuda para la misma.
No hace falta decir que la iniciativa de Wojtyla no pasó de un tímido emplasto para una situación siempre tendiente a desmadrarse desde el mismo momento en que la bomba de relojería activada por Paulo VI concedía implícitas libertades en las rúbricas (el «a no ser que...» como frecuente excepción a lo prescrito). Sin detenernos en que el nuevo rito ya constituye un abuso por sí mismo, con su arbitraria amputación de las oraciones al pie del altar, del ofertorio, de gran parte del canon y del último evangelio, más el corrimiento de las palabras «mysterium fidei» al término de la fórmula consecratoria. Se había perpetrado, de hecho, una osadísima sustitución, pasando a ser la Misa «de celebración del Sacrificio de la Cruz a celebración de la Gloria de la Resurrección en la comunión constituida por el sagrado banquete memorial. Y esto gracias al empleo del nuevo concepto de "misterio pascual", que hizo su aparición en los textos del Vaticano II, conteniendo bajo el mismo título la pasión, la muerte, la resurrección del Señor (constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada Liturgia, arts. 61, 106, 109). En la Eucaristía (o sea, en la Nueva Misa) se daría, por lo tanto, la celebración del íntegro misterio pascual, lo que le imprimiría al rito un dinamismo caracterizado por la espera comunitaria del regreso del Resucitado, por la tensión esjatológica hacia la Parusía. El significado sacrificial de la Misa no resulta abolido, obviamente, pero se lo encuadra en una perspectiva más amplia -aquella esjatológica de la Venida del Señor, que parece superarlo y ponerlo en segundo plano. De esta relevante mutación de sentido dan fe, en particular, las modificaciones introducidas en la fórmula de la Consagración, con la distinta colocación de la expresión Mysterium fidei, conectada, en aparente repetición del versículo 11, 26 de la Primera Carta a los Corintios, no ya a la "remisión de los pecados" (como en el Ordo Vetus) sino a la "proclamación" de la Resurrección de Cristo, en espera de su Venida» (Paolo Pasqualucci, La nuova dottrina di Ecclesia de Eucharistia, ultima enciclica di Giovanni Paolo II, che proponeva la Messa “cosmica” ed “escatologica”, vid. aquí). 

Cumplida la revolución, para mitigar el vértigo resultante quedaba sólo poner algunas rémoras a la plena aplicación de las novedades conciliares -y ésta, en lo tocante a la liturgia, fue la obra de Juan Pablo II con la citada instrucción, como lo fue la corrección del pro omnibus por el pro multis de parte de Benedicto XVI, o la liberalización del rito gregoriano-tridentino, revestido ahora con el eufemismo de "forma extraordinaria" del rito romano. Francisco ya dijo repetidas veces (en elíptico reproche a la lentitud de sus inmediatos predecesores) que era su intención llevar a término la aplicación del Concilio, y no se ve porqué no quiera posar sus garras sobre los despojos de la Misa. Si ya la Amoris Laetitia supuso el empeño de allegar «lo sagrado a los perros», según su consuetudinaria estrategia populista, el lógico paso siguiente, en este torbellino descendente, no podría ser otro que el de la abolición de lo sagrado -quizás con el pretexto de su presunto carácter ofensivo, "discriminador", reo de leso ecumenismo.

Como lo observa Luisella Scrosati en un reciente artículo, era menester otorgar más libertades a las conferencias episcopales para quitar de en medio la ingrata recognitio impuesta por Juan Pablo II, y fue justamente la inefable Amoris Laetitia quien enseñó cómo lograrlo, con su explosiva teoría de la «descentralización del discernimiento»:
No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable «descentralización». [§ 16]
Lo que se persigue, a través de la aceleración del caos cultual, es el establecimiento final de una "eucaristía ecuménica" apta para todas las "confesiones" cristianas. Se trata del viejo y condenado empeño de alcanzar la unidad sin la Verdad, valiéndose del instrumento de una Misa espuria reducida a sólo uno de sus cuatro fines -el del hacimiento de gracias, «eucaristía», pero al modo del fariseo de la parábola (Lc 18,9-14). Porque consta que el fariseísmo de hoy es humanista y que, habiendo sustituido el Evangelio por Protágoras, se agradece a sí mismo por la autodivinización alcanzada, que lo hace tan diferente de aquellos cristianos de antaño, "abatidos, cariacontecidos, cristianos tristes, profetas de desventuras, momias de museo", etc...

Lo que es tratando del vehículo para convalidar el funesto propósito de una liturgia sin víctima, sin Cristo, parece que lo han ido a buscar a los primeros siglos de nuestra era, con la anáfora nestoriana de Addai y Mari, que no contiene la fórmula de la consagración -al menos en el texto que de ella se conserva, lo que ha hecho suponer a algunos estudiosos que era el temor de que se profanaran las palabras consecratorias lo que obligaba a omitirlas por escrito (disciplina del arcano), pronunciándose sin embargo las mismas en el Santo Sacrificio. [La anámnesis que sí consta en el texto conservado, que concluye con las palabras «...celebramos y realizamos este misterio grande y tremendo, de la pasión y muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo», obliga a pensar en la previa consagración.] Ya en un documento de Orientación para la admisión a la Eucaristía entre la Iglesia caldea [católica] y la Iglesia asiria de Oriente [nestoriana], firmado por el cardenal Kasper en 2001 y aprobado por el entonces prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, cardenal Joseph Ratzinger, se alude a esta anáfora dando por sentado que correspondía a una Misa que prescindía de la consagración (¡!), y deduciéndose de este dato falaz que podría intentarse una liturgia común con los herejes y cismáticos, evitando precisamente el punctum dolens de la consagración. Al fin de cuentas, entre los serios y eruditos colaboradores de Kasper en la redacción de este engendro no faltó un jesuita, entonces profesor del Instituto Oriental de Roma, según el cual «la afirmación de que Jesús no está sacramentalmente presente hasta que el sacerdote dice las palabras mágicas (sic) de la institución “este es mi Cuerpo..." no sucedió hasta la publicación de Adorabile Eucharistiae en 1822», y de que basta la mera intención (sin la concurrencia de la materia y de la forma) para validar el sacramento. (Más datos sobre el escandaloso documento de 2001, aquí).

De consumarse este horrible despropósito, no sería de extrañar que se declarara abolida la auténtica Misa, persiguiendo en consecuencia a sacerdotes y laicos congregados en torno a ella. Quien puede lo más puede lo menos: aquel que se arroga el poder de expulsar a Dios de los altares no se detendrá ante unos pocos hombres obstinados en unas prácticas perimidas.

Estremece comprobar la solicitud con la que los protagonistas de la Gran Apostasía corren a cumplir sus roles, proféticamente previstos. ¡Cuántas veces en sus años de formación habrán leído las palabras de la Escritura acerca de la "cesación del Sacrificio cotidiano" y la "abominación de la desolación en el Lugar santo", para hoy darse ciegamente a la consecución de este plan, el más criminal de la historia! «El Anticristo -escribía dom Guéranger- pondrá en práctica todos los medios posibles para impedir la celebración de la Santa Misa, de modo que este gran contrapeso resulte abatido y Dios ponga fin a todas las cosas, no habiendo razón ya para que éstas subsistan».