jueves, 12 de enero de 2017

FÁTIMA Y NOSOTROS

Sabe Dios qué nos deparará este año de gracia de 2017 en el que cursarán aniversarios tan luctuosos como el de la ruptura protestante (1517) y la revolución bolchevique (1917) -el primero, próximo a ser festejado con pompa por la más alta Jerarquía de la Iglesia, que no se ruboriza de encomiar a Lutero como a «testigo del Evangelio»; el segundo, alabado al menos en sus premisas ideológicas y en sus retoños tardíos, con un Bergoglio que no se cansa de estrechar las tiránicas ensangrentadas manos de Fidel Castro y continuadores, a la par que vocea aquí y allá consignas impropias de un sucesor de Pedro, más bien aptas para agitadores de turbas y voceros de la lucha de clases. Promediando históricamente estas dos catástrofes, se recuerda la fecha de 1717 como correspondiente a la fundación de la Gran Logia de Londres, de tanta eficacia en la expansión del morbo moderno. [En todo caso, la pertenencia de unos cuantos mitrados a los cuadros de la masonería parece cosa ya connatural a la Iglesia al menos desde los tiempos de la difusión de la lista Pecorelli, que no inhibió a Juan Pablo II de hacer Secretario de Estado del Vaticano al cardenal Casaroli, uno de los nombres más rutilantes de la lista y tripunte encaramado en lo más alto de esa contra-jerarquía satánica.]

Que las apariciones marianas en Fátima -con los portentos incluso cósmicos concitados a su vera, y con la secuela de especulaciones esjatológicas ligadas a su saboteado mensaje- no gocen en los manuales de historia de la atención que sí se prodiga a aquellas otras dos vastas calamidades (no contamos la fundación de la masonería, cuyo secretismo la hace esquiva a la heurística historiográfica) no hace sino confirmar la profunda e irremontable discontinuidad de nuestros tiempos con las edades precedentes. En aquéllas, el testimonio profético (inclúyase provisoriamente a aquel que se tenía por tal en los pueblos ajenos a la órbita de la Revelación) resultaba celosamente recogido y guardado en la memoria de las generaciones, deduciéndose de ello -aparte de la debida atención que solía dársele a todo dato sobrenatural- una actitud ante la propia existencia y la del mundo que resulta, respecto de la nuestra, disímil hasta su misma raíz. Supremo realismo aquel, en todo caso, que tenía muy en cuenta todo cuanto de admirable viniera a irrumpir en el radio de los sentidos y la inteligencia, no dados aún a los hábitos de la crisálida. Ya lo dijo dom Guéranger, por lo demás, que el historiador cristiano que omitiera la alusión a los milagros dejaría de dar cuenta de toda una categoría de hechos (miraculi: los hechos ad-mirables, de aquí el realismo de reconocerlos) que entran en la historia como otras tantas causalidades eficientes. Covadonga explica los siete siglos de Reconquista.

Y aunque la lección no se dirige sólo a quienes ejercen el oficio de historiar, el Señor lo precisó al cabo de esa notable parábola (Lc 16. 31): si no atienden a Moisés y a los profetas, ni siquiera si resucitara un muerto creerían. Se ha dicho que el «milagro del sol» obrado en Fátima en la última de las apariciones de la Virgen, ante una asistencia de setenta mil o más testigos (varios de los cuales eran incrédulos hasta ese momento), ha sido el mayor de los portentos conocido en la historia de la Iglesia, exceptuada la resurrección de Jesús. Ni siquiera este milagro que tuvo por objeto al mayor de los cuerpos celestes (para no mentar el mucho más módico testimonio de los videntes, dos de los cuales muertos en plena niñez dando muestras de un grado heroico de conformidad con la voluntad de Dios) sirvió, al parecer, para torcer el rumbo declinante de la historia contemporánea en el sentido del arrepentimiento y la penitencia requeridos. Y las calamidades de la Segunda Guerra Mundial (anunciada por Nuestra Señora en aquella portuguesa sazón, cuando aún no había concluido la Primera) no hicieron sino prolongar indefinidamente el curso de la política mundial comenzado en los días de la Ilustración: esa absurda síntesis de agnosticismo metafísico y optimismo moral -fundado éste en meras corazonadas, en delirantes apriorismos- que, desde Rousseau y Kant, viene impregnando a la cosmovisión occidental hasta vaciarla completamente de sí misma para obsequio de los demonios que aguardan detrás de toda vacancia.

Ni la ley perenne, pues -no la mosaica, sino la natural, implícita en la evangélica-, ni la profecía, eminentísimo don capaz de inspirarle un sentido al devenir histórico, lanzando irresistiblemente al presente a la consecución de su culminación prevista: ningún género de monición, inmanente o trascendente a la conciencia, sirvió para que nuestros contemporáneos se hicieran dignos de alguna semejanza con aquellos ninivitas convertidos por la predicación de Jonás. Y eso que aquí -en la fundación misma de nuestra ya agonizante civilización- hay Alguien que es más que Jonás. Lo que nos obliga a concluir que el misterio de Fátima, el misterio desatendido y despreciado de Fátima, no es otro que el misterio de la paciencia de un Dios que permite que esta raza de prevaricadores complete la medida de sus iniquidades. De un Dios que concede a las tinieblas celebrar su aparente triunfo, como en el Gólgota, para que Su triunfo -que es el real, que es el que cuenta- se destaque con más fuerza, subitáneo e incontestable, asociando al mismo a sus fieles, derrotados según la lógica intrahistórica.

Fátima goza, en nuestros días de oscurantismo integral, de esa propiedad que la Escritura le atribuye a la profecía, el de ser aquella «antorcha que resplandece en lugar oscuro» (II Pe 1, 19). Nadie recurra, entonces, a la objeción fácil de que sólo estamos obligados a prestar asentimiento a las profecías canónicas: si las apariciones de la Virgen en Fátima fueron reconocidas oficialmente por la Iglesia ya desde varias décadas antes de su actual infestación modernista, y si éstas fueron acreditadas por un milagro en el que perfectamente podría reconocerse aquella «gran señal [que] apareció en el cielo» (Ap 12, 1), asociado inmediatamente a «una Mujer», ¿a qué recusarla, con sorna no exenta de snobismo, llamándola una «segunda Revelación» como en oposición a la de Cristo? Más bien cabría pensar que, análogamente a la función de la teología, que supone la reflexión y el desenvolvimiento de las verdades reveladas, o al modo de las definiciones dogmáticas posteriores a la muerte del último Apóstol, la misión profética de María viene a precisar -cuando más cerca están los hechos de su cumplimiento y más necesidad tienen los hombres de ser urgidos en su atención a los mismos- aquel desenlace que se palpita desde antiguo y que, según la visión del de Patmos, mantiene en vilo a los mártires en el seno mismo de la Gloria, preguntándose «¿hasta cuándo?». Se trata, en todo caso, de una especificación o aplicación de los datos proféticos revelados al caso que más les concierne -a su antitypon, presumiblemente próximo, y con razón. Del mismo modo, cuando en La Salette la Virgen advierte que «Roma perderá la fe y se convertirá en la sede del Anticristo», no dice nada que no conste en la Escritura, sino que alumbra pasajes como II Tess 2,3, en los que consta que «el adversario [...] se levantará contra todo lo que se llama Dios o envuelve carácter religioso hasta llegar a sentarse en el santuario mismo de Dios», o aquel de Mt 24,15 que retoma el conocido pasaje de Daniel sobre «la abominación de la desolación en el lugar santo».

Sin dudas fue en atención a la historicidad de esta su criatura falible que quiso Dios que el tiempo -incluso el tiempo posterior a la Redención- se viera en ocasiones visitado por testigos celestiales, especialmente por su Santísima Madre. «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo», y ésta vuelve a ser pronunciada como un eco toda vez que el Padre lo dispone, pues la auténtica profecía no puede sino repetir esta Palabra -a lo más con el timbre y el tono del profeta. Si bajo pretexto y escrúpulo de rigor canónico se rechazaran estas delicadas atenciones de lo Alto (insistimos, como es obvio, en el juicio de su autenticidad a cargo de la Iglesia), se incurriría, volens nolens, en una especie de angelismo como el de los protestantes, que niegan todo valor a la experiencia histórica de la Iglesia, pretendiendo repristinar los usos cristianos con total prescindencia del depósito adquirido a lo largo de los siglos bajo la guarda del Espíritu Santo. En veinte siglos no hubiera ocurrido nada, literalmente, digno de significación. El huir fuera el tiempo y de la historia, en todo caso, ha sido una nota típica del gnosticismo, que no de nuestra fe.

Valga lo mismo para la aversión al carácter dramático de nuestra existencia -del dasein, que le dicen. Es muy de sospechar que la parte escamoteada del Tercer Secreto haga alusión a la apostasía en masa de la Jerarquía y los fieles, empezando desde lo más alto. O a «una mala misa y un mal concilio», según presunta confesión de Ratzinger filtrada por su amigo el padre Dollingen, pronto y con apuro desmentida por algún vocero del Emérito, veraz o no. O al poder de Satanás sobre aquel que sería el último papa, según confidencia que le arrancaron entre balbuceos a Malachi Martin. O a todo esto junto, que al fin de cuentas se trata de piezas asaz concordes. Lo cierto es que un mismo y denso velo se ha venido extendiendo sobre esta dura advertencia mariana que nos fue birlada desde Juan XXIII con su célebre befa, en el discurso inaugural del Concilio, a los "profetas de desventuras" (alusión elíptica, si tanto, al aún ignoto mensaje, transcrito entonces por Lucía de Fátima de parte de la Virgen para su lectura y difusión pública de parte del papa) hasta un reciente sermón de Francisco en la fiesta de la Epifanía, en el que éste precisó, fiel a su estilo, que «la santa nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura», abundando que esa nostalgia «nos saca de nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar [...] que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometerse por ese cambio que anhelamos y necesitamos», a despecho del «desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la vida». Es el siempre tintineante homenaje al ser como tránsito, al devenir como sustancia de todo lo real, expresado con la consabida vulgaridad periodística en la elección de esos pares de conceptos opuestos, con el grasiento plebeyismo de un zote al que el cargo le huelga por todos los flancos. Traduce, en definitiva, modelada la parla en los más estrechos clisés, la abominación intelectual sobre la que se funda el progresismo, que está llevando a la Iglesia y al mundo a «días como los de Noé» (Mt 24, 37) y que, en un insensato alarde de poderío, sigue echando tierra sobre aquellos malos agoreros que son los buenos cristianos.

Los papas conciliares olvidan que el Señor nos mandó guardarnos de los malos profetas, que no de los "profetas de desventuras", y que, en todo caso, ha sido precisamente el distintivo de los falsos profetas el anuncio halagüeño, la inmotivada previsión de días fastos -todo lo que constituye el objeto, en suma, del progresismo, que es un determinismo del «happy end», el mito del progreso indefinido. De acuerdo con esta lógica, debiera tenerse como el primero de los profetas de calamidades al propio Cristo Jesús quien, en una aparición a sor Lucía en el curso de una estadía en Rianjo, España, se lamentaba de que sus ministros demorasen la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, petición hecha por la Virgen en Fátima el 13 de junio de 1929. «Participa a Mis ministros que, en vista de que siguen el ejemplo del Rey de Francia en la dilación de la ejecución de mi petición, también lo han de seguir en la aflicción», le dijo, en alusión al desdén de Luis XIV y sus sucesores en consagrar el reino de Francia al Sagrado Corazón, según pedido del Señor que santa Margarita María Alacocque se había apresurado a llevar al rey.

A despecho de que Dios no se deja encorsetar por las cifras numéricas -cosa que olvidan los cabalistas y los pitagóricos-, y que para Él «mil años son como un día y un día como mil años», en indescifrable reversibilidad, no deja de ser sugestivo (a la par que apremiante, para nosotros, que nos aproximamos al centenario de las apariciones de Fátima) que la Revolución Francesa estallara a cien años justos de aquel pedido de consagración jamás consumado. Y que este demencial hecho político, que puede leerse como el suicidio de todo un pueblo y de una monarquía milenaria que regía a la nación entonces más opulenta de Occidente, y que señala el paso a una nueva edad histórica bajo el auspicio férreamente impuesto de la democracia (nombre que encubre el ejercicio orbital de la usura, que es la que gobierna a los gobiernos y, a la postre, el imperio del Leviatán, tal como Hobbes lo formulara con antelación), podría verse finalmente vencido, «aplastada su cabeza» por Aquella cuya transfixión nos mereció, en unión con la de su Hijo, todos aquellos bienes sobrenaturales inalcanzables para nuestras solas fuerzas, y que meta-históricamente podrían condensarse en Su Triunfo. No parece azaroso, en la economía salvífica de los tiempos, que el culto de ambos Corazones, siempre unidos en una sola voluntad, abra y cierre aquel período de acelerada apostasía de las naciones por cuya conclusión suspiramos.

No deja de llamar la atención la coincidencia del centenario de Fátima con la fecha que consigna la estigmatizada Teresa Neumann (†1962) como término de aquellos por ella llamados «tiempos de Caín», los dieciocho años que corren entre 1999 y 2017: «he visto derramarse sobre la tierra canastos llenos de serpientes que se arrastraban sobre las ciudades y los campos destruyéndolo todo [...] La ignorancia, el desprecio por la cultura, la violencia, el laxismo, el materialismo serán las patas del estrado sobre el cual se sentará la serpiente de las serpientes. Veréis entonces al asno dictar leyes al león. Veréis a los alumnos insultar a sus maestros; veréis la cultura quemada en la plaza pública en nombre de la cultura. Muchos leones tendrán el corazón del asno, y se dejarán inducir a engaño. He visto al mundo entregado a bestias horrendas, con la cabeza de asno y el cuerpo de serpiente. He visto la horrible masacre de los hombres piadosos y de los hombres de inteligencia», descripción que no desmerece una iota del panorama hoy en vigor, con un derecho procesal a menudo inspirado en Nüremberg y una pedagogía moderna que concluye en parejas insolencias, aparte de la reconocible nota de la falsificación de la cultura. Y aunque en tratando de los males del mundo podamos siempre retrotraernos hasta Adán, no puede negarse, sin hacer cuestión de cifras, que esos dieciocho años así previstos coinciden con el daño hoy precipitadamente extendido en todos los órdenes -con énfasis en el ataque denodado a la inocencia de los niños, la demolición completa de la familia, la «guerra de los sexos» y la promoción del feminismo radical, el terrorismo a gran escala, el exterminio del nombre cristiano en Medio Oriente -con decapitaciones colectivas filmadas y difundidas con fines propagandísticos-, la invasión musulmana de Europa favorecida por magnates sin escrúpulos y la apostasía completa de los clérigos, todo con la velocidad del huracán: motus in fine velocior.

Lo que sigue, en la visión de la mística alemana, parece un comentario a las siete redomas del Apocalipsis: «cuando la epidemia haya entonces contaminado cada hogar, será necesaria una purificación general. El agua tendrá que lavar cada grano de arena que cubre la tierra [...] He visto bajar del cielo una enorme cantidad de hojas secas, y sobre cada hoja una chispa de fuego. Un hombre que estaba a mi flanco gritó con gran voz: corred, porque llueve la pestilencia estelar. Muchos buscaron escapar, pero fueron igualmente alcanzados por estas hojas secas. Y cuando una de éstas tocaba la piel, se formaba una mancha negra, y de la mancha negra salía un chorro de sangre [...] He visto ríos enormes romper los diques, arrastrando cosas, hombres y caballos. He visto la tierra abrirse como una vieja herida, y de ésta brotar sangre marchita [...] He visto abrirse la tierra, aferrar casas y hombres y luego cerrarse».

Nosotros, a quienes la Providencia nos concede vivir en esta fecha, tendremos próxima ocasión de verificar o desmentir que en el año en curso estén por moverse los cimientos mismos del mundo y de la historia. Los avisos celestiales a este respecto pueden ser el signo de la amable condescendencia del Señor a quienes sufren los dolores de la Pasión de la Iglesia: un generoso refuerzo para la esperanza. Fátima, queda claro, con la visión del infierno ofrecida a los tres pastorcitos y con la invitación -heroicamente acogida por ellos- a sufrir en reparación por los pecados del mundo, es el gran enemigo de la Revolución intra y extraeclesial, la que persigue la divinización del hombre a sus propias expensas. Sobran los indicios en la Iglesia, en la política y en la naturaleza, de que un tiempo (¿el tiempo?) toca a su fin, y que éste no llegará sin convulsiones.