jueves, 18 de mayo de 2017

FÁTIMA EXCLUSA, o bien BREVE HISTORIA DE LA GRAN APOSTASÍA

A nuestros contemporáneos, devorados hasta el meollo por un subjetivismo tan ramplón como el que destilan a toda hora los órganos de propaganda, máximas como la de que contra hechos no valen argumentos los tienen sin el menor cuidado, felices de anteponer siempre las vaguedades factibles del «percipi» a las fácticas definiciones del «esse», los argumentos -y aun los rodeos, los circunloquios- a las evidencias de primer orden. Éste fue sin dudas el mayor y más lato triunfo que se reportó la Revolución, mayor que la caída de los viejos regímenes políticos: el de la extensión orbital de una conciencia caótica que toma a la indeterminación como principio, capaz de mirar sin ver y oír sin entender, roto el vínculo natural entre los sentidos y la inteligencia. No se requiere clarividencia para advertir que esta disposición, hecha habitual, es la que explica la inestabilidad de las instituciones primarias, de los compromisos, de los propósitos mismos del hombre.

Tan lejos se llega en este extravío que incluso los profesionales cuya incumbencia sería la de escuchar la ajena exposición de hechos que se aspira a conocer, oponen con frecuencia de muletilla a la mera presentación objetiva de esos hechos reparos del tenor de «ésta es su interpretación, ¿no?». No se soporta el habla asertiva, no se admite la posibilidad de la nuda descripción de cosas ocurridas: todo debe adscribirse a una hermenéutica al fin de cuentas intransferible, ya que si no hay lugar para afirmaciones elementales y comunes, no la habrá sino para la opacidad insalvable de lo real.

Y lo más desasosegante es el olvido de que toda hermenéutica, así como remite a Hermes, así supone por lo mismo la alusión a un mensaje que irrumpe -que no a humo o gas. Más aún: exige la primacía del mensaje por sobre sus glosas, por muy obligadas que éstas pudieran ser cuando aquél no fuera del todo unívoco u ofreciera dificultades para su comprensión. Cosa tresdobladamente cierta cuando el mensaje recibiera la apoyatura de signos, como ocurrió en los inicios de la predicación evangélica: los milagros de Nuestro Señor y, luego, los de los Apóstoles, fueron a título de auxilios concedidos por la misericordia divina para que la enseñanza, de obligadísimo primer orden, no se escurriera por oídos fácilmente proclives a la distracción, como lo son los oídos humanos. Y como una enseñanza tan prioritaria fue acompañada de señales tan inauditas como el devolver la vista a ciegonatos, la marcha a paralíticos y la vida a muertos, así en Fátima plugo a Dios infundir el más admirable de los heroísmos en tres niños que no pasaban los diez años y hacer bailar al sol en el firmamento, de modo que la importancia del mensaje a transmitir resultara rotundamente manifiesta.

A ello alude quien fuera el archivero oficial de Fátima, el padre Joaquín María Alonso, al referirse a la historia salutis tal como resulta jalonada en los extraordinarios eventos transcritos en las Sacras Escrituras: «se trata de hechos históricos que conllevan una intención divina, porque están movidos por el mismo Dios que dirige la historia de la humanidad [...] Para nosotros, tales hechos, hasta en su realización misma histórica, son auténticos gesta Dei. Están cargados de intención teológica. Hay, sí, en ellos sin duda una doctrina clara; hay un logos, una palabra dicha que se dirige a la inteligencia, suprema facultad del hombre; pero esta palabra está corroborada por los hechos, y éstos superan su contextura puramente natural». De ahí que, por la relevancia del mensaje y de sus hechos concomitantes, la conclusión no se haga esperar: «Fátima posee hechos que se presentan en un contexto religioso de historia de la salvación. Los pequeños videntes dan al mundo mensajes que no pertenecen a la vida terrenal, sino que orientan al hombre hacia su destino supremo en Dios». Los desgraciados hechos contemporáneos adquieren entonces «un sentido teológico profundo cuando, en Fátima, son presentados como efectos de los crímenes de los hombres; y cuando el Cielo propone la poderosa intercesión de Nuestra Señora como único remedio» (Fátima, escuela de oración, Editorial Sol de Fátima, Madrid, 1980). En Fátima se nos advierte acerca de la proyección eterna de nuestros actos y de la irrevocabilidad de la voluntad in puncto mortis; se nos recuerda el carácter a la vez dramático y épico de nuestra vida y de la historia, y se nos ofrece el auxilio más eficaz para alcanzar la victoria: nada que no constara en la conciencia habitual de los cristianos de todos los siglos, pero que estaba a punto de ser archivado en el arcón de los añosos objetos perimidos.

Cien años son casi como una edad geológica para medir los cambios operados en las conciencias, cumplido al fin el exponencial despliegue de la Revolución. En Fátima, en el tiempo de las Apariciones, todavía prevalecía un sentido realista de la existencia, y los escépticos y curiosos que se concitaron para saludar con burlas la última aparición, la del 13 de octubre (entre éstos no faltaban redactores de periódicos adscritos a la masonería), supieron rendirse a la evidencia del milagro cósmico. Éste último no fue ofrecido a la retina de nuestros estrictos contemporáneos, como tampoco a las de los contemporáneos de los tres pastorcitos residentes en latitudes ajenas a las de éstos, pero la noticia de setenta mil testigos simultáneos del milagro, con añadidura de testimonios gráficos, tendría que ser asaz convincente para una generación siempre pagada de cifras y llena de fiducial apego al juicio de la prensa. Vale para ella la terrible conclusión de aquella parábola: si no atienden a Moisés y los profetas, ni aunque resucitara un muerto creerían.

Luego, a la zaga de estas clamorosas apariciones de la Virgen muy pronto reconocidas por la Iglesia, acudirían nuevos asombrosos hechos para compulsar, siendo el móvil de todos ellos la común resistencia a Dios: la Segunda Guerra Mundial, profetizada en Fátima como paga a la prevaricación universal, lo demuestra con creces. Pero lo que más horroriza es la negligencia de los sucesivos pontífices en atender un pedido celestial tan notorio, ora prefiriendo sujetarse a la Ostpolitik que contentar a a la Madre de Dios con la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón, ora echando el texto del zarandeado Tercer Secreto «en uno de esos archivos que son como un profundo pozo negro, negro, al fondo del cual los papeles caen sin que se pueda ver más nada», según lo precisó en su momento el cardenal Ottaviani a propósito del escritorio de Juan XXIII, ergástula que fue de aquel manuscrito de sor Lucía que debía ser dado a conocer «a lo más en 1960, porque entonces se vería más claro». Ya lo dijo la propia sor Lucía: desdeñar la voluntad expresa de la Virgen supone pecar contra el Espíritu Santo. Resulta cuanto menos una paradoja colosal que quienes se avengan a vestir este sayo sean precisamente los mismos papas que anunciaron el advenimiento de un «nuevo Pentecostés».

Los años siguieron transcurriendo y, al paso que los pontífices omitían revelar aquel mensaje que les fuera confiado al oído para que lo repitieran desde las azoteas, la Iglesia iba dejando caer en el olvido el contenido eminente de las Apariciones, aquello que la Virgen había venido a recordar previendo su inminente preterición: los novísimos del hombre y de la historia, la urgencia de la conversión y la penitencia, la reparación por los pecados propios y ajenos. Esta coincidencia en la omisión de un mandato tan primario, al mismo tiempo que ilustra una como causalidad recíproca (el silencio de los papas en estricta coincidencia con el de la Iglesia toda, informándolo y fundiéndose con éste), permite atisbar el más que presumible contenido del secreto escamoteado, que no sería otro que el de la apostasía «empezando desde el vértice». ¿Qué otra cosa revela el naturalismo en crudo vigor entre bautizados, sino la desidia culpable de los pastores en comunicar la fe y sus contenidos?

Ya conocemos el tobogán de despropósitos que se fueron prorrumpiendo desde Roma en torno a esta auténtica piedra de tropiezo para el credo modernista, desde la implícita alusión a los videntes (¿y a la Virgen misma?) como a «profetas de desgracias» en el mismísimo discurso de apertura del último concilio, hasta la presentación tardía del presunto tercer secreto por Juan Pablo II en el año 2000, asfixiado el texto (si real o fraguado, queda sin saber) por una hermenéutica desopilante a todas luces. El centenario no podía dejar de ser sazón para avanzar un poco más en la espiral del fraude, y Francisco hizo lo previsible para neutralizar el hecho: lo reinterpretó en su clave más dilecta. Así, la sociología tomó el lugar de la teología moral y el optimismo más estulto sustituyó el contenido profético. Fátima ya no trata de los pecadores como de los seres más urgidos de misericordia, sino más bien de los excluidos, de los jubilados, de los que no pueden pagarse los medicamentos. Y más, siempre más, hasta que Dios disponga el fin de tan insultante banalidad: «el mensaje de Fátima fue llevado a la humanidad por tres grandes comunicadores que tenían menos de 13 años. Lo cual es interesante. ¿Qué puede esperar el mundo? Paz. ¿Y de qué voy a hablar yo de aquí en adelante con quien sea? De la paz».

Resulta consolador, en todo caso, oír a un rabino que dice lo que toda la Jerarquía junta no osa hoy decir, y que a los bergoglismos de rigor opone verdades como estocadas.





«Es muy importante para la humanidad que la Iglesia se tome en serio los hechos de Fátima». «El fracaso de la consagración de Rusia simboliza una Iglesia impotente que no quiere hacer la guerra, que no quiere enseñar a una humanidad que ha desertado de Dios. Se trata de una Iglesia cobarde». «Creo que Fátima se ofrece como un escándalo para la Iglesia conciliar porque asume muy seriamente la fe y la moral». «Si se tomaran aquellos errores reseñados en los varios syllabi de Pío Nono y Pío Décimo, quizás la Iglesia contemporánea y sus jefes creerían en muchos de ellos». «La consagración de Rusia es parte del simbolismo del mensaje de Fátima, por lo que creo que la Iglesia conciliar, infestada como lo está de relativismo, subjetivismo y pluralismo religioso, querría sacarse a Fátima de encima y esconderla, o bien ignorarla y decir que su mensaje ya tuvo cumplimiento».

lunes, 8 de mayo de 2017

FÁTIMA ES UN HECHO, NO UNA HERMENÉUTICA

Editorial de Radicati nella fede, año X, mayo 2017, n. 5
(traducción del original por F.I.)


Fátima es un hecho. Punto y aparte.

Si hay algo que todos deben reconocer en el centenario de las apariciones de la Virgen en tierras de Portugal es que no se puede prescindir de Fátima. Sea que las reconozcas como verdaderas, sea que permanezcas un poco en suspenso, de Fátima no puede uno desertar: ella señala una como "bofetada" de cristiandad en el siglo más laico que la historia haya jamás conocido; señala una emergencia de la conciencia católica, la más puramente católica que se pueda imaginar en la vigilia de la Segunda Guerra Mundial y de aquella que muchos llaman la Tercera -es decir, el Concilio Vaticano II y su turbulento post-concilio. 

El hecho mismo de que la Iglesia no las haya desmentido, sino incluso reconocido repetidamente, aun con la peregrinación de tres Papas (el cuarto, el actual, está en vísperas de ir) pone a las apariciones en el centro de la historia de la Catolicidad entre el 1900 y el 2000.

Y no es ni siquiera necesario aclarar el misterio del tercer o del cuarto secreto, aún sin desvelar, para entender que Fátima acierta de lleno en aquella falsificación de la vida de la Iglesia que fue dramáticamente obrándose a instancias del «aggiornamento». Alcanza con repasar los dos primeros secretos, aquellos conocidos con claridad, para entender que el Cielo intervino a los fines de corregir aquel desastre que los hombres de Iglesia irían a construir poco después. La visión del infierno, el anuncio del final de la Primera Guerra Mundial y luego el anuncio de la Segunda si los hombres no se hubieran arrepentido y enmendado son la más solemne declaración de que el nuevo catolicismo, horneado en los años '60, no tiene nada que ver con la Revelación, nada que ver con el Evangelio de Cristo.

Es fuerza decirlo: ¡bastan los dos primeros secretos para escandalizarse si se cuenta uno entre los católicos modernizados!

Sí, porque Fátima es la solemne reafirmación de que la historia depende de Dios, justamente de Dios. Que las guerras no son el inicio del mal sino el fruto del pecado de los hombres. Fátima nos recuerda que nuestras acciones nos suceden; que la traición en relación a Dios se paga, tanto en la vida personal como en aquella pública, a no ser que intervenga un salutífero arrepentimiento. Fátima, la Virgen en Fátima, habla por los pastores de la Iglesia que ya no hablan; advierte a sus hijos que es menester reparar la ofensa infligida a Dios y que de esto dependerá la historia del mundo, de las naciones y de los pueblos, y no sólo la vida personal.

Fátima reafirma la existencia del infierno y su dramática posibilidad, al paso que poco tiempo después toda la pastoral de la Iglesia prohibiría tocar el tema. En una palabra: Fátima es tan diáfana en su contenido como para ser tenida como una página evangélica; pero justamente del Evangelio en su contenido más simple de conversión, de condenación y salvación, la Iglesia se estaba preparando a no decir más nada.

Ciertamente se hablará mucho de Fátima en estos meses, pero se hará mucho para traicionarla. Se la reducirá a la experiencia espiritual de tres niños, subrayando en todo caso que Dios es providencia y no abandona a los hombres. Se la reducirá a una especie de "escuela de oración", como aquellas que estaban tan en boga en los años '80, pero se tendrá especial cuidado en recordar en profundidad lo que la Virgen dijo en referencia a la historia de la humanidad y de la Iglesia. Se anulará a Fátima dentro de la gran hermenéutica de la Iglesia de hoy: todo es releído de acuerdo con el "espíritu del Concilio", incluso Fátima, aun siendo tan evidentemente lejana.

Los católicos de hoy están tan inmersos en el Naturalismo (para el cual Dios permanece más allá de la historia sin determinar su curso) que no soportan el hecho de que estalle una guerra porque los cristianos ya no observan los mandamientos. Para los católicos reprogramados merced a los distintos sínodos diocesanos, la historia tiene razones económicas y sociales, jamás religiosas.

En cambio Fátima, eco del Evangelio, dice lo contrario: las causas son siempre religiosas. De la obediencia -o de su falta- a Dios, a Jesucristo, depende todo.

El tercer secreto, sea el que sea, no será de una naturaleza distinta de aquella de los dos primeros: confirmará que la historia de la humanidad e incluso aquella de la Iglesia dependen de la santidad -o de su merma- de los cristianos. El tercer secreto reafirmará que incluso la Iglesia puede renovarse, mas no según los obtusos análisis humanos sino en la observancia de la voluntad de Dios, cosa sólo posible por la gracia de los sacramentos.

Preparémonos entonces a vivir con la simplicidad de los niños -de los niños de Fátima- este centenario, conscientes de que no se trata de la celebración de un hecho pasado sino de una poderosa admonición actual: si los hombres continúan ofendiendo a Dios, estallará una guerra peor... Y que sea guerra militar o guerra moral importa poco, sabido de que en ambas las almas están expuestas al peligro de la condenación eterna, de la cual la Virgen quiere sustraernos.

Preparémonos a vivir el centenario de Fátima acogiendo la gran llamada de la devoción al Inmaculado Corazón de María, verdadero y propio "puñetazo en el estómago" para el cristianismo modernizado: la comunión reparadora que cambia el curso de la historia.

miércoles, 3 de mayo de 2017

EL PROTESTANTISMO EN EL CORAZÓN DE LA SUBVERSIÓN MODERNA

Editorial de Le Sel de la Terre nº 99, invierno 2016-2017
(Original en pdf aquí. Traducción por F.I.)


Puede parecer que el protestantismo sea cosa del pasado. ¿Vale la pena entonces que se insista sobre él en tiempos en que ideologías mucho más avanzadas devastan el mundo contemporáneo? En realidad, esta insistencia proviene de los papas. Durante más de un siglo ellos repitieron sin pausa que la Revolución es hija del protestantismo. Monseñor Delassus se hizo eco de ello al designar a la pseudo-Reforma como una etapa capital de la conjuración anticristiana[1]. Y el simple buen sentido comprueba con facilidad que el protestantismo fue quien expandió por todo el mundo cristiano el virus del liberalismo, que es el corazón de la Revolución.
                                      

El juicio de los papas

Desde 1793, luego del asesinato del rey Luis XVI, Pío VI afirmó que la Revolución que hacía estragos en Francia tenía su origen en el calvinismo. Él no dudó en hablar de conjura, de conspiración y de complot:

hacía tiempo ya que los calvinistas habían comenzado a conjurar en Francia para la ruina de la religión católica. Pero para alcanzar el término había que preparar los espíritus [...] Es en vista de esto que se vincularon con los filósofos perversos. La Asamblea General del clero de Francia de 1745 había descubierto y denunciado los abominables complots de todos estos artesanos de impiedad. Y Nosotros mismos, desde el comienzo de Nuestro pontificado[...] anunciamos el peligro inminente que amenazaba a Europa [...] Si se hubieran escuchado Nuestras descripciones y Nuestros consejos, no tendríamos que lamentar ahora el progreso de esta vasta conspiración tramada contra los reyes y contra los imperios[2].

León XIII, en su encíclica Diuturnum sobre el origen del poder civil, hace remontar al protestantismo los errores políticos de las sociedades modernas, señaladamente la soberanía del pueblo y la falsa noción de libertad:

De aquella herejía nacieron en el siglo pasado una filosofía falsa, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular y una descontrolada licencia que muchos consideran como la única libertad. De aquí se ha llegado a esos errores recientes que se llaman comunismo, socialismo y nihilismo, peste vergonzosa y amenaza de muerte para la sociedad civil[3].

León XIII insiste y precisa en su encíclica Immortale Dei que el protestantismo está en el origen de las libertades modernas y de aquello que los papas llaman el «derecho nuevo», aquel de la sociedad moderna que destrona a Cristo Rey:

Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada a la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural[4].

Monseñor Lefebvre sacaba esta conclusión:

Ved entonces cómo todo resulta lógico, cómo los papas han previsto todas estas cosas, lo han dicho con firmeza desde Pío VI en el tiempo de la Revolución hasta León XIII a fines del siglo pasado [...] Si tomáis todas las declaraciones de san Pío X en el momento del Sillon, veréis que tratan de lo mismo, siempre de lo mismo: ellos condenaron, condenaron, condenaron. Entonces nosotros debemos impregnarnos de esta doctrina para comprender también nosotros la nocividad de estos principios en los cuales, como sabéis, estamos como inmersos. Inmersos, infestados, desde el momento en que todas nuestra instituciones están infestadas de este espíritu de libertad: la libertad religiosa, la libertad de conciencia, la libertad del pensamiento, la libertad de prensa, la libertad de enseñanza[5].


El testimonio de monseñor Delassus

En su libro magistral La conjura anticristiana, monseñor Delassus resume las tres etapas de esta conjura según la fórmula de las tres «R»: bajo la influencia de la Cábala se recae en el naturalismo pagano en las artes (Renacimiento); luego, en la religión (Reforma); finalmente, en la política (Revolución).

La pretendida Reforma ha jugado el papel de una etapa en este proceso, pero de una etapa indispensable, como lo subraya Jacques Maritain, el Maritain de 1925 -vale decir, antes de su cambio de actitud luego de la condena de la Acción Francesa:

La revolución luterana, por el mismo motivo por el que pertenece a la religión, a todo a aquello que domina la actividad del hombre, debía cambiar de la manera más profunda la actitud del alma humana y del pensamiento especulativo de cara a la realidad. La Reforma ha desencadenado el yo humano en el orden espiritual y religioso, del mismo modo que el Renacimiento ha desencadenado el yo humano en el orden de las actividades naturales y sensibles[6].

Al comienzo del capítulo sobre «la Reforma, hija del Renacimiento», monseñor Delassus cita a Paulin Paris, un erudito ocupado en la Edad Media:

La Edad Media no era tan diferente a los tiempos modernos como se cree: las leyes eran diferentes, así como los usos y las costumbres, pero las pasiones humanas eran las mismas. Si uno de nosotros fuera transportado a la Edad Media, vería en torno de sí labriegos, soldados, sacerdotes, financieros, desigualdades sociales, ambiciones, traiciones. Lo que cambió es el fin al cual estaba dirigida la actividad humana[7].

Monseñor Delassus comenta:

No se podría decir mejor. Los hombres de la Edad Media eran de la misma naturaleza que nosotros, naturaleza inferior a la de los ángeles y, para más abundar, naturaleza caída. Tenían nuestras mismas pasiones y se dejaban llevar por ellas, a menudo a excesos los más violentos. Pero el fin era la vida eterna: los usos, las leyes y las costumbres estaban inspirados por ese fin; las instituciones religiosas y civiles dirigían a los hombres hacia su fin último, y la actividad humana estaba dirigida, en primer lugar, al perfeccionamiento del hombre interior.

En nuestros días –y aquí está el fruto del Renacimiento, la Reforma y la Revolución– el punto de vista cambió, el fin ya no es el mismo; lo que se quiere, lo que se busca, no por los individuos aislados sino por el impulso dado a toda la actividad social, es la mejora de las condiciones de la vida presente para alcanzar un mayor y más universal disfrute de la vida. Lo que hoy cuenta como «progreso» no es más aquello que contribuye a una mayor perfección moral del hombre, sino lo que aumente su dominio sobre la materia y la naturaleza, con el fin de ponerlas más completa y dócilmente al servicio del bienestar temporal.

La reforma de Lutero es protesta contra la civilización cristiana, protesta contra la Iglesia que la había fundado, protesta contra Dios de quien ésta dimanaba. El protestantismo de Lutero es el eco sobre la tierra del Non serviam de Lucifer. Éste proclama la libertad, la de los rebeldes, la de Satanás: el liberalismo [...] Todo lo que la Reforma había recibido del Renacimiento y que ella debía transmitir a la Revolución está en esta palabra: protestantismo[8].

Éste es, pues, un hecho constatado tanto por los papas como por los observadores del movimiento revolucionario: el protestantismo preparó la Revolución. Falta aún explicar la causa profunda.


Lutero pacta con Satanás, Leipzig, ca. 1535
El protestantismo es el padre del liberalismo

La razón es, en el fondo, muy simple: el luteranismo difunde el liberalismo, vale decir, el corazón de la Revolución.

Lutero sufrió una doble influencia: el nominalismo y el agustinismo, los cuales, unidos al orgullo de Lutero, lo llevaron a constituirse en el padre del liberalismo.

El nominalismo es una deformación de la filosofía que tuvo comienzo poco después de santo Tomás de Aquino, señaladamente bajo la influencia de Guillermo de Occam (1281-1347). No existe una naturaleza universal, sino simplemente individuos. Si hablamos de naturaleza humana, es un simple nombre que no corresponde a realidad alguna. No existen sino individuos humanos.

Por consiguiente, no existe una ley natural. La única ley es la voluntad superior. Una voluntad arbitraria, ya que para Occam Dios es dueño de darnos los mandamientos que Él quiere: extremando el argumento, ¡podría darnos el mandato de odiar![9]

Tal concepción de la ley la desvaloriza y, finalmente, la vuelve despreciable. Para Lutero ésta deviene incluso insoportable.

Después de que Lutero se determinó a negar obediencia al Papa y a romper con la comunión de la Iglesia, su yo, a pesar de las angustias internas que aumentaron progresivamente hasta su muerte, estará desde entonces por encima de todo. Toda regla «exterior», toda «heteronomía», como dirá Kant, se convierte desde aquel momento en una ofensa intolerable para su «libertad cristiana». «No admito, escribe en junio de 1522, que mi doctrina pueda ser juzgada por nadie, ni siquiera por los ángeles. Quien no reciba mi doctrina no puede llegar a salvarse». «El yo de Lutero, escribía Moehler, era según él el centro en torno al cual debía gravitar la humanidad entera; se convirtió a sí mismo en el hombre universal en quien todos debían encontrar su modelo. En resumidas cuentas, se colocó en lugar de Jesucristo»[10].

Pero Lutero sufrió también la influencia del agustinismo. Él era monje agustino. La universidad de Wittemberg tiene por patrono a san Agustín. San Agustín es un converso que tuvo sus problemas para vencer sus pasiones. Esta es la razón por la que siempre tuvo la tendencia a describir con vigor las consecuencias del pecado original. Esta tendencia pesimista se va a acentuar en algunos de sus discípulos. Lutero exagerará aún más este pesimismo hasta pretender que no podemos evitar el ceder a nuestras pasiones. No tenemos más libertad; el libre arbitrio se transforma en siervo arbitrio. «El libre arbitrio ha muerto», «la concupiscencia es invencible», en el sentido de que ésta resulta siempre victoriosa.

¿Cómo salir de este pesimismo? Es en esta instancia que se pone el «evento de la Torre». Lutero recibió la revelación en la letrina del convento. «El Espíritu Santo me dio esta intuición en esta letrina»[11]. La solución es la «fe que justifica».

Nuestras obras son malas, ellas no tienen ningún mérito ante Dios, ellas más bien nos enorgullecen y así nos alejan de Dios. Pero Dios nos imputará la justicia de Jesucristo, y es por la «fe» que esta justicia nos será imputada:

Por encima de nuestra corrupción, Dios puede extender una capa, quiero decir los méritos de Jesucristo. Ésta será una justificación toda exterior, un revestimiento de mármol sobre la madera podrida de una cabaña. En el trabajo por alcanzar nuestra salvación está activo Jesucristo, y sólo Jesucristo; nosotros no tenemos que ser más que nosotros mismos. Querer cooperar con nuestras obras con aquello que está sobreabundantemente cumplido equivale a injuriarlo. ¿Y cómo obtendrá el hombre esta capa de parte de Dios, quiero decir esta atribución exterior de los méritos de Jesucristo? Por la fe o, para hablar con más exactitud, por la confianza en Dios y en Jesucristo. El hombre continuará produciendo frutos de muerte, pero por la confianza que estará en su corazón, merecerá que Dios le atribuya los méritos de Jesucristo. En definitiva: cuando sienta en sí mismo esta confianza, entonces tendrá la certeza de su salvación[12].

Lo mismo que nuestras buenas obras no sirven de nada para alcanzar nuestra justificación, así nuestras malas obras no la impiden. Justificación y pecado pueden coexistir en nosotros. No sirve de nada obrar el bien; el pecado no impide la salvación. En consecuencia, la ley moral resulta inútil y es abrogada.

Ella ha sido abrogada del todo y sin reservas, de manera que ya no podrá más ni acusar ni atormentar al fiel; doctrina de la mayor importancia que debe proclamarse desde los tejados, «ya que ella lleva el consuelo a las conciencias, sobre todo a aquellas oprimidas por el temor. Lo he dicho a menudo y lo repito una vez más, porque nunca será repetido a suficiencia: el cristiano que alcanza por la fe el beneficio de Jesucristo se encuentra absolutamente por encima de toda ley, está eximido de toda obligación relativa a la ley...».

Cuando San Pablo dice que por medio de Jesucristo somos libres de la maldición de la ley, evidentemente él entiende de toda ley, y ante todo de la ley moral, ya que es ésta sola (y no las otras dos categorías, la judiciaria y la ceremonial) la que acusa, maldice y condena a la conciencia. Decimos entonces que, allí donde Cristo reina por su gracia, el Decálogo no tiene ya el derecho de acusar y atormentar a la conciencia»[13].

De esta manera, entonces, el nominalismo de Lutero impulsó a éste a no reconocer la ley natural, y su teoría de la justificación por la fe lo impele a suprimir toda obligación de la ley moral. Así, a pesar de su pesimismo acerca de la libertad psíquica del hombre, Lutero instala el principio del liberalismo: cada cual hace lo que quiere.

Una Iglesia queriendo encuadrarlo, estrecharlo con coerciones intelectuales y legales, una regla moral que quiere dirigir, atar su voluntad: todo esto lo restringe, lo limita en sus actos. Todo esto es inútil y odioso.

He aquí la gran novedad, el gran descubrimiento que llevaba a Lutero al colmo de la alegría. Para celebrar este descubrimiento, él tiene páginas de un extraño lirismo. En lo sucesivo, él habrá acabado con el yugo de la ley y los tormentos de la conciencia. He aquí el Evangelio, es decir, la Buena Nueva que él venía a anunciar en nombre de Dios. Por espacio de siglos esta verdad había quedado escondida; la pobre humanidad había sido doblegada por la Iglesia romana bajo el yugo inútil y pesado de la penitencia, con la obligación de tender a la perfección a través de las obras personales. Lutero, por el contrario, venía a aprender a esconderse bajo el ala de Jesucristo, a elevarse -por la confianza, por el sentimiento, merced a un dulce ensueño- hasta el pie del trono de Dios.

Así es como resulta afirmada la independencia del nuevo profeta para con toda moral: al modo como un niño desnudo entregado a sus alegres retozos sobre una muelle alfombra despliega cándidamente todo su impudor[14].


Fátima para salvarnos de Lutero

Es fuerza constatar que el espíritu  del protestantismo ha penetrado por todos lados en nuestra sociedad posmoderna. El liberalismo ha entrado incluso a la Iglesia, y la Revolución conciliar, comenzada en 1962, se desarrolla sin vergüenza ante nuestros ojos, haciendo tabla rasa de los principios más elementales de la moral. El mismo papa ha ido a Suecia para dar inicio oficialmente, junto con los luteranos, a un «año de Lutero».

Más bien que el «año de Lutero», nosotros sugerimos festejar otro centenario: aquel de Fátima, donde la santa Virgen se apareció seis veces en 1917.

La santa Virgen es el «anti-Lutero», si vale expresarnos así. El monje pretendió que era imposible obedecer a  Dios, que la ley de Dios estaba por encima de nuestras fuerzas y que, hagamos lo que hagamos, no podemos salir del pecado  La santa Virgen, en cambio, obedeció a Dios; fiat: ésta es su divisa. Ella nos dice que obedezcamos a Nuestro Señor: «haced todo lo que Él os diga» (Jn 2, 5). En Fátima, la santa Virgen mostró que se puede salir del pecado desde el mismo momento en que exhortó a las almas a convertirse y a cambiar de vida:

- Tendría muchas cosas para pediros, dijo Lucía: curar algunos enfermos y convertir pecadores, etc. - Algunos sí, respondió Nuestra Señora, otros no. Deben corregirse y pedir perdón por sus pecados.Y tomando un aire más triste: que no ofendan más a Dios, Nuestro Señor, que ya está bastante ofendido.

Fátima recuerda la necesidad de rezarle a la santa Virgen: el de notar que el rosario es mencionado en cada aparición; y la mediación de María es implícitamente recordada en el hecho de que la conversión de Rusia está ligada a la consagración al Corazón Inmaculado de María.

Todo esto está en los antípodas de la doctrina de Lutero, según la cual no es necesario rezarle a la santa Virgen, bajo pretexto de que no hay sino un mediador entre Dios y los hombres. Lo que implica olvidar que Jesús, el nuevo Adán, ha querido tener a su lado a una nueva Eva, María, a la que constituyó medianera de todas sus gracias. Por esto mismo, no rezarle supone dejar de honrar a Jesús y a su Madre.

No se puede menos que temblar al constatar que el papa Francisco instaló la estatua de Lutero en el Vaticano el pasado 13 de octubre, día en que se conmemora el gran milagro del sol. ¿No es esto, objetivamente hablando, una afrenta a la Madre de Dios?

Dios reclamó la práctica de los cinco primeros sábados de mes para reparar las cinco principales ofensas contra el Inmaculado Corazón. Entre estas ofensas se encuentran «las blasfemias de aquellos que se rehúsan a reconocerla como Madre de los hombres» y «las blasfemias de aquellos que buscan públicamente instalar en el corazón de los niños la indiferencia, el desprecio o incluso el odio respecto a esta Madre Inmaculada». Ahora bien, ¿no es esto aquello a lo que conduce la doctrina de Lutero y los protestantes?[15]

Felizmente, la Virgen María cuenta a menudo con «represalias» de madre, principalmente convertir a aquellos que la han ofendido, más bien que castigarlos. Así, durante la «vuelta al mundo», aquel viaje triunfal de la estatua de Fátima a través del mundo entero a partir de 1947, se han visto muy numerosas conversiones de protestantes.

Tratemos de replicar al año de Lutero con un año de Fátima, en el curso del cual recitaremos mejor nuestro rosario meditando los misterios, practicaremos la devoción de los cinco primeros sábados del mes y, sobre todo, aumentaremos nuestra devoción al Corazón Inmaculado de María pidiéndole especialmente el retorno de las autoridades conciliares a la Tradición y la conversión de los protestantes.



[1] DELASSUS Mgr Henri, La Conjuration antichrétienne – Le Temple maçonnique voulant s’élever sur les ruines de l’Église catholique, Lille, 1910.
[2] PÍO VI, Alocución al consistorio, 17 de junio de 1793.
[3] LEÓN XIII, Diuturnum illud, 29 de junio de 1881.
[4]  LEÓN XIII, Immortale Dei, sobre la constitución cristiana de los Estados, 1 de noviembre de 1885.
[5] Conferencia de monseñor Lefebvre, diciembre de 1973.
[6] Jacques MARITAIN, Trois Réformateurs, Plon-Nourrit, 1925, pp. 19-20
[7] Paulin PARIS, citado por mons. Henri DELASSUS, La Conjuration antichrétienne, p. 42.
[8] Mgr Henri DELASSUS, La Conjuration antichrétienne, pp. 42-45.
[9] Guillaume D’OCCAM, Commentaire sur les Sentences, II, q.15 et IV, q. 16 (Opera philosophica et theologica, t. 5, Saint-Bonaventure [N.Y.], 1981, p. 342 et 352, et t. 7, Saint-Bonaventure [N.Y.], 1984, p. 352).
[10]  Jacques MARITAIN, Trois Réformateurs, p. 20.
[11] Propos de table de Luther, citados en DTC « Luther », col 1207. Este artículo de DTC es del canónigo Jules PAQUIER (1864-1932), quien fuera el traductor de la obra maestra del padre DENIFLE, Luther et le luthéranisme.
[12] DTC « Luther », col 1229.
[13] DTC « Luther », col 1242.
[14] DTC « Luther », col 1246-47.
[15] Ver Philippe LEGRAND, Merveilles opérées par le Cœur Immaculé de Marie, éditions du Sel, 2006.