sábado, 8 de octubre de 2016

UNA CONVOCATORIA A LAS ARMAS

Uno de los efectos más disolventes del humanismo (aquella superchería de Protágoras abatida oportunamente por Sócrates y rediviva, para nuestro mayor daño, en los tiempos que apellidamos modernos) es la ceguera respecto de la maldad que puede caber en el ánimo y en las acciones del hombre. No hay convención moral -como lo pretendía el sofista-, no hay consenso artificial que pueda fundar la bondad de unas costumbres, que ésta depende enteramente de su conformidad con el ser de las cosas, de la adecuación de la inteligencia con el dato. Por detrás de la relamida bonhomie de toda esa fauna artificial que podríamos adscribir al progresismo, hecha de ademanes de benevolencia fácil y de sobrecivilizados pudores verbales, de estudiados gargarismos, sonrisas omnímodas e indulgente indiferencia para con la "vida privada" del prójimo, late a menudo una fauna mucho más real que reúne en un solo actor al lobo, al buitre, a la serpiente, al cerdo y a la raposa. Cruda constatación que no supone, ni mucho menos, el pesimismo antropológico: sabemos que la naturaleza herida no está absolutamente herida, ni esta caracterización pluribestial  se acomoda a todos los hombres de todos los tiempos. En todo caso, Aquel que nos recomendó que «sine Me nihil potestis facere» nos instó, con ello, a permitir que en aquel hondón todavía salubre del alma arraigue y se despliegue la vida sobrenatural, la que recupera nuestra semejanza divina sin irreales apelaciones a un bien de otra ralea. Esta es, precisamente, la dimensión personal que se amputan los que rechazan a Cristo.

Aquel afectado optimismo, entonces, que relega el mal -cuya existencia se ve forzado a su despecho a reconocer- en unos pocos grupúsculos perfectamente aislados, casi proscritos del consorcio humano y de sus derechos y garantías, lograría como consecuencia inmediata de sus dislates desarmar totalmente la conciencia moral del hombre si no fuera porque la realidad acaba siempre imponiéndose, y los hombres suelen indignarse los unos con los otros por cuestiones que tocan, en definitiva -y con o sin razón-, al sentimiento de justicia vulnerada. Lo que no quita que se siga apelando a una paz ominosa y a una inocencia postiza, como en aquellos terroristas veteranos e impenitentes que, a la vuelta de los años de sus crímenes, beneficiarios de inicuas indemnizaciones pagaderas con deuda externa por haber sufrido antaño justa cárcel, exponen en cualquier tertulia sus pacatos argumentos pro pace, seguros de hallarse ante conciencias pesadamente dormidas, incapaces ya de reclamarles la coherencia o el silencio. Y se los recicla en héroes o en honorables vecinos, como se pretendió hacerlo esta semana en Colombia por vía plebiscitaria -fallidamente, gracias a la Providencia. Se ignora aquel adagio que reza que "el criminal vuelve siempre al lugar del crimen" (aunque sea bajo la forma de la traición o del fraude legalizados), y que aquel que en sus mocedades concibió como praxis política el secuestro extorsivo o la voladura de edificios no puede ser trocado alquímicamente en un hombre de bien sólo por haberle salido canas.

No se tenga, entonces, al símil animal por riguroso, que es sabido que el hombre -llamado a ser «poco inferior a los ángeles»- suele caer, en su abyección, más hondo que las bestias. Los relatos tocantes a la licantropía, como anota Gueydan de Roussel, empiezan a expandirse con la paulatina liquidación de la Cristiandad, «cuando el hombre salió del Cuerpo de Cristo para entrar en el cuerpo del diablo» (digámoslo, por otro término, en el Leviatán de Hobbes, incipiente paradigma del Estado totalitario moderno. Recuérdese que fue justamente Hobbes quien retomó la antigua definición del hombre como «lobo del hombre»). En esta misma clave, no será desatinado comparar el canibalismo puerperal de las cerdas (una de las pocas especies animales capaces de comerse a sus crías al nacer) con la rabiosa proclama y práctica abortista de funestísima vigencia en nuestros días. Ni -en tren de ablandar conciencias por el recurso a una despreocupada y festiva solidaridad de grupo- será caprichoso hacer derivar esta perversión mortal de esa artera simulación que quiere hacer pasar el cobarde asesinato del niño en gestación como un derecho.

Justamente por estos días se desarrolla en Rosario (justo cuando la ciudad honra a su patrona vencedora en Lepanto) el trigésimo primer Encuentro Nacional de Posesas, aquelarre infecto que todos los años elige una sede para sus deposiciones de odio y horror, y que concluye invariablemente con un desfile callejero hasta la Catedral local, que cuando no fuera defendida por un buen número de jóvenes católicos terminaría profanada por estas malas bestias. Ahora bien: en este contubernio vergonzante de harpías, periodistas y funcionarios públicos, donde todos fingen ignorar la malicia enconada que bulle en tales sesiones, hoy se suma la Iglesia, la mismísima agredida, omitiendo la denuncia y el testimonio a cambio de reclamos de tolerancia. "¿Tolerancia? ¡Hay casas para eso!"- los desmiente Claudel, que no padeció el infortunio de contemplar a la Jerarquía de nuestros días. Y si da grima escuchar a un joven reportero reseñar con fingida objetividad la proclama del «derecho al aborto libre, gratuito y universal», midiendo cuidadosamente sus palabras para esquivar en este contexto cualquier alusión al dato obvio de la violencia y de la muerte, ¿cómo no atribuir ese desmayo en la recta estimación de las cosas al silencio de quienes debieran, por razón de su ministerio, "clamar desde las azoteas", rendidos aun antes de pelear? Para muestra de la pusilanimidad del clero formateado por el Concilio, basten las razones que un sacerdote local -de alzacuellos desabrochado para las cámaras- musitó a propósito del cura tucumano muerto hace unos días, presuntamente por sicarios del narco-negocio: «siempre que pasa algo con un referente social son barreras que se rompen a nivel social y moral. Y hacen que uno tome conciencia de hasta dónde se puede llegar con esto de la narcocriminalidad. Son luces rojas que se prenden, porque si pudieron atentar con tal o cual persona, ¿hasta dónde es capaz de llegar este sistema de delito que genera tanto malestar en la sociedad?». Nótese, en los términos subrayados, la noción del sacerdocio ínsita en las mientes de un ministro sacro, incapaz de testimoniar a Cristo ante los cagatintas (no otra cosa podía esperarse, en rigor, de la diócesis que saluda poco menos que como a santo a un delincuente de los quilates del padre Ignacio Peries). Enésima muestra de la emasculación prolija, sin rastro de cicatrices, operada por el triunfante modernismo en la conciencia de los clérigos, tal el plano inclinado que conduce, a través de la pusilanimidad consentida y avalada, a la mera irreligión.

Lo que es volviendo al tema de la defensa de la Catedral, y según trascendió por diversas fuentes no oficiales, el arzobispo local habría desautorizado la formación de cordones humanos para la custodia del templo, dejando esto último en manos de la potestad civil, comprometida a levantar un endeble vallado de fenólico y a disponer a sus soldaditos de plomo de la Guardia Urbana (las manos atadas por el garantismo jurídico) para hacer frente a estas hordas de demonios encarnados. ¡Imaginemos cuánto empeño podrá poner en la preservación de los bienes sagrados un Estado municipal y provincial fuertemente sospechado de narco-financiamiento! Que (por colmo, y como si los millones de Georges Soros no fueran suficientes para sostener estas monstruosas asambleas) aporta ingentes sumas del erario público para que las participantes gocen de techo, comida, transporte público y otros servicios durante los tres días que dura la pesadilla.

En otros tiempos la honra del Santo Sepulcro -donde Cristo no yacía- era capaz de inspirar una arriesgada empresa de armas en la que intervenían reyes y nobles de toda la Europa para librarlo de la profanación musulmana. Hoy la defensa del Sagrario -en el que Cristo yace en cuerpo, alma y divinidad- es irónicamente confiada por los obispos a gobiernos que incluyen en sus programas de salud pública la esterilización compulsiva de las mujeres pobres, el reparto de píldoras abortivas y la promoción de la ideología de género. Ni siquiera cabe presumir que estos forajidos al mando civil pudieran temer que su gestión se viera menoscabada en su fama en caso de que cundieran los previsibles destrozos: se ha visto, año tras año, cómo los medios de masificación ocultaron cuidadosamente toda referencia al desborde feminista. El año pasado, cuando luego de prolongadas provocaciones a los católicos allí apostados se intentó vulnerar la Catedral de Mar del Plata y la policía se dignó intervenir, el diario La Nación rindió fraudulenta cuenta de los hechos bajo la especie de "represión a manifestantes". Es que todos trabajan de consuno en la misma dirección: la de la civitas diaboli.

Catedral de Rosario
Quien firma estas líneas fue bautizado, a los catorce días de su edad, en esta iglesia Catedral. Fue según el rito antiguo, muy próximo entonces a ser sustituido por el nuevo, que no incluye el exorcismo ritual que se usaba en aquél ni emplea ya el latín, la lengua que pone en fuga a Satanás y a sus secuaces. Considera, pues, un deber de conciencia acudir a las puertas de nuestro templo mayor antes del paso de sus agresores, pese a que sus pedidos por coordinar una condigna reacción no fueron siquiera por gentileza respondidos (¡tan difícil es comunicarse en la era de la informática!). Con la «convocatoria a las armas» no se pretende significar el recurso a la pólvora, sino (para quienes estén allí presentes) el santo rosario, quizás un frasco con agua bendita. Y las propias manos, sí, que, de arreciar las escupidas y manoseos no creemos lícita ni cristiana una resistencia a lo Gandhi.

Ya Chesterton supo referirse al inopinado hallazgo de un par de cadáveres en el ropero de un filántropo. Es el caso de estas inocentes militantes, cargadas de muerte que nadie atina a desvelar. Quiera Dios que podamos vivar a Cristo Rey en los hocicos de estas infelices que, en su trotskista repudio de la propiedad privada, no reparan en la inconsecuencia en que incurren al afirmar nimiedades del estilo de «mi cuerpo es mío». Con un viejo autor francés afirmaremos lo que suena a escándalo en los oídos de estas egotistas desaforadas: el hombre no se pertenece a sí, sino a su familia, que es aquella comunión real de vida y amor que éstas no pueden siquiera barruntar. Pedimos por último, para honor de las palabras, que no se pretenda ya descalificarlas con términos de dudosa y reciente acuñación, como el de «feminazis». Cumple el de «feministas», no más, que es suficientemente oprobioso. Al nazismo no puede acusárselo, en verdad, de haber alentado el filicidio, la inversión sexual y la "muerte al macho".