martes, 13 de septiembre de 2016

LA GRAN APOSTASÍA EN FOTOGRAMAS

En las últimas décadas se han escrito varias novelas en torno al tema del «Papa revolucionario»; no faltó una, poco antes de la elección de Bergoglio, que predijera la elevación de un tal Francisco I munido de un programa pauperista y demoledor de la constitución jerárquica de la Iglesia. Más atrás en el tiempo, Papini había ofrecido una ficción referida a un recién electo Papa que, enemigo secreto de Dios, tramó proferir sonoras blasfemias en la mismísima ceremonia de su coronación. Con el advenimiento de Francisco, las peores pesadillas premonitorias se revelaron obsoletas: ahora se filman ficciones papales en tiempo real, en estrecha sincronía con el ruinoso pontificado que las alienta. Se diría que la novela anticipatoria le cedió el paso a la novela de (malas) costumbres: basta sólo reflejar con ligeras adaptaciones lo que se tiene ante la vista para alcanzar con creces el objetivo desacralizante y perturbador.

Y aunque Bergoglio sea más senil que las diez plagas de Egipto, a los mercaderes de la pantalla no les costó ningún esfuerzo tomar algunos significativos rasgos de este Viejo Vizcacha en solideo para acomodarlos a su reciente creación del «Papa joven», con aditamentos que no desentonarían con Su Vulgarísima Santidad: fumar compulsivamente y calzar ojotas, entre otros.





Se trata de una serie televisiva en diez capítulos que comenzará a transmitirse en octubre próximo en el Viejo Mundo y que ya fue presentada oficialmente en el festival de cine de Venecia. Refiriéndose al director Paolo Sorrentino, la escritora Cristina Siccardi señala que éste «se limitó a recoger todo lo que ofrece la secularizada y materializada civilización occidental», superando con esta obra provocadora «tanto en fealdad como en vulgaridad y blasfemia al satírico Habemus Papam de Nanni Moretti; en ésta el Papa, que de cualquier modo había ya perdido su rol como Vicario de Cristo, era un hombre inseguro, necesitado del psicoanalista. Aquí, en cambio, estamos frente a un hombre diabólico». Se diría el consabido tránsito del liberal-catolicismo (con sus irresoluciones y su complejo de inferioridad frente al mundo) a la apostasía más cruda y manifiesta. Era sabido que el padre liberal criaba hijos bolcheviques, porque «hay flaquezas tiránicas, debilidades perversas y vencidos dignos de serlo» (Maurras).

Muy en consonancia con la machacona y universal recusación de toda autoridad dimanada de lo Alto, prosigue Siccardi, «la Iglesia es representada como un contenedor de vanidades, de poder, de fobias y de manías de grandeza [...] Miasmas de una edad en la cual el papado, de cincuenta años acá, ha renunciado siempre más a asumir su tarea fundamental: confirmar a los fieles en la fe y evangelizar a las gentes para la salvación eterna de las almas». De allí que sus enemigos, no contentos con aquella capitulación que la Jerarquía habrá reputado como signo de buena disposición para con el mundo, ahora se lancen a hacer befa de tanta política de «mano tendida». Ni más ni menos que los jihadistas, a quienes el pacifismo ajeno no hace más que excitar sus atropellos.

«No creo en Dios», dice en la serie el joven papa, para añadir de inmediato: «estoy bromeando». ¿No hemos presenciado parecidas humoradas respecto del Dios católico que «no existe», tal como no existe el «Dios spray»? Piedras lanzadas y atajadas en pleno vuelo, en un certamen de insensateces sólo igualadas por el Papa del filme, que también -como el de la acongojante realidad- insta al prójimo a pecar sin cultivar el menor sentido de culpa.

Coincidencias nada fortuitas, en fin, que alientan la opresiva sensación de espejeo, de un tête à tête entre el horror y su fantasma, de un juego orbital de tenazas entre la apostasía y la blasfemia, de un contrapunto entre el cáncer y la peste. Es hora de levantar bien alto la cabeza: nuestro auxilio no admite soluciones inmanentes.