lunes, 18 de julio de 2016

EL ALZAMIENTO

Los ochenta años del alzamiento del General Franco traen a la memoria aquel que resultó hasta la fecha -circunscrito a una sola nación para ejemplo de muchas- el último gran capítulo del aplazamiento temporal del triunfo del Anticristo. Sin omitir (como cabría decir también de Lepanto) la eficacia del auxilio sobrenatural en una contienda que, nomás al empezar, podía decirse ampliamente favorable al enemigo (que poseía el control casi total de las armas y los recursos materiales), cabe observar una circunstancia que debió hacer terciar entonces la adhesión del común a la causa del Generalísimo, que era la de España: la inhumana implacable crueldad de los marxistas, dispuestos a triturar e incinerar, a masacrar sin remilgos, ciegamente, lo que se les pusiera delante -nota ésta común, desde la francesa de 1789, a la «Revolución» a secas que, ávida de sangre, suele prolongarse en matanzas entre las mismas facciones revolucionarias.

Hoy la Revolución triunfa mucho más incontrastablemente sin carnicerías, atacando con la propaganda más insidiosa los fundamentos del orden civil. Patrimonio y matrimonio, en concreto: el primero, por la cíclica -y a menudo endémica- crisis económica; el segundo, por la introducción de la «guerra de los sexos» y la sugestión del feminismo, cuyas falaces premisas terminaron siendo más o menos acatadas por la totalidad de la población. Porque si bien sabemos que la guerra, consecuencia del pecado, es inextirpable del cuerpo de la historia (y devino en los tiempos modernos "institución permanente de la humanidad", en recordadas palabras del papa Benedicto XV al término de la Granguerra), hoy se ha llegado a cultivarla en laboratorio, como un bacilo, haciéndola incluso un producto de exportación e introduciéndola en lo más menudo y medular de la comunidad humana. Se trata de un descuaje paciente y controlado del amor, de la amistad en cualquiera de sus formas, y del consiguiente emplazamiento del odio, esa pasión que no es menester atizar demasiado para que cunda el caos. «Theofobia» llamó De Maistre al nervio más íntimo de la Revolución, que cuando cunde -como hoy- en su modalidad incruenta, se contenta con atacar a Dios en sus obras, en el ser de las cosas, en el meollo de la sociedad humana.

El que sentenció que «el hombre es lobo del hombre», más que expresar la amarga constatación de las costumbres de época o de la vigencia inalterable del fomes peccati bajo la frecuente especie del egoísmo, entendía ofrecer una definición antropológica, una síntesis condensatoria de ese pesimismo ontológico de cuño protestante que hace radicalmente incapaz de cualquier bien a la naturaleza humana herida por el pecado original. Esta concepción sombría del hombre, que sostiene la corrupción total de la naturaleza, fue la que motivó primero el absolutismo y, andando los siglos, la colmena socialista como salvaguarda -dicen- de la equidad que el hombre no puede sino ofender cuando no se le aten las manos. Lo que nunca aclaró la Revolución es cómo, ateniéndonos a esta premisa, un Estado constituido por hombres podía evadir esta fatalidad de la injusticia -injusticia que la Revolución, de hecho, allí donde triunfó, no hizo sino multiplicar. Porque donde se proclama la primacía insuperable del pecado, donde se le otorga omnipotencia al mal, se sigue ineludiblemente la glorificación de este mismo mal.

Éste es el humo infernal (Ap. 9, 2ss.) que, ascendiendo desde el abismo como de un horno, oscurece el sol y el aire y amenaza opacar las mentes, incluyendo las de los eclesiásticos dados hoy a la tarea de cohonestar las culpas que han ingresado a título de costumbres colectivas en la depravada sociedad occidental. La gran página histórica del 18 de julio de 1936 nos recuerda los derechos del honor contra la villanía desbocada, la impelente reacción de la parte sana de la comunidad contra la gangrena que amenaza extenderse hasta aniquilar toda huella de cultura y tradición, la oposición entre vitalidad y purulencia. En estos tiempos de parlamentarismo inane y de banal apelación a síntesis imposibles haremos bien en recordar la condición dramática de la existencia, que no está en nuestras manos aligerar. Hablamos, al fin de cuentas, de dos estirpes inconciliables, como se desprende del cotejo entre Antonio Rivera Martínez, «el Ángel del Alcázar», que arengaba a los suyos con el célebre «camaradas, tirad, pero tirad sin odio», y el Che Guevara, que propugnaba un demoníaco «odio como factor de lucha, [...] odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar».