jueves, 28 de julio de 2016

NADAR ENTRE LAS HECES

«Los atletas nadarán literalmente en mierda humana», asevera sin medias tintas el New York Times a propósito de los venideros Juegos Olímpicos a celebrarse en Río de Janeiro, en cuya bahía las aguas residuales vierten sin la suficiente depuración, para grave riesgo de la salud de los participantes en las disciplinas acuáticas. Es una postal altamente simbólica de los tiempos que corren, en que la avidez de lucro y de diversiones no admite rémoras, aunque éstas versen sobre las garantías necesarias para que un beneficio sea gozado en toda regla. Es que, como lo supo el Aquinate, «la concupiscencia del fin siempre es infinita», lo que, aplicado a la apostasía de las naciones, nos ilustra cuánto la sustitución del fin último sobrenatural por un fin inmanente de bajo calibre puede enloquecer el ánimo de los hombres en su consecución, consintiéndoles atropellos y torpezas de otro modo inexplicables, que acaban conspirando contra el mismo fin que se persigue.

El caso recuerda aquel breve fragmento que Dante dedica a los lisonjeros (Inf. XVIII, 100 ss.), que asoman a duras penas sus jadeantes hocicos entre un mar de estiércol:
vidi gente attuffata in uno sterco
que dalli uman privadi parea mosso
con un viejo conocido del poeta que erguía la calva tan nimbada de mierda que no se sabía si no se trataba de un tonsurado.

Admitamos pues, a instancias del numen dantesco, un simbolismo más profundo para el fétido escenario olímpico de Río, recordando para ello que -al menos desde Aristófanes y Tucídides- democracia significa «lisonja», esto es, condescendencia interesada para con las masas que aportan el sufragio y, por lo mismo, mentira y cálculo en la cosa pública. Pues nadie negará que la democracia, blasonada a diestra y siniestra, invocada de consuno por el capitalismo y el marxismo, constituye algo así como la palabra clave en la cosmovisión política del último siglo, aquel ídolo destinado en los discursos oficiosos a ser "consolidado", "fortalecido", o bien "instaurado" cuando no estuviera en vigencia. Ni hay flechas que la atraviesen -intocable por decreto- más que su propio elocuente fracaso, que junto con el dialecticismo más inane y la retórica de enanos le son tan estrechamente familiares.

Esta lisonja programática, este culto sacrílego del hombre condensado en el demencial dogma de la soberanía popular, no ha servido al cabo sino para abrir las compuertas de todas las letrinas, arrollando la vida moral de individuos y comunidades con todos los detritus que la humana estirpe podía ser capaz de producir y poner a fermentar. No es menester abundar en ejemplos, que a ojos vista se nos imponen. Tal la caída en picada de la dignidad humana, y a despecho de la temática elegida -que puede ser de lo más variopinta-, no hay casi palabra impresa que no se adscriba en espíritu a la escatografía ni discurso político o episcopal que no ronde la coprolalia según su valor intrínseco, según su flaco mérito. Ni era dable esperar que la degradación consentida condujera a las naciones más alto que esto, que es lo más bajo que pueda concebirse en este mundo -a excepción de los ínferos, ultraterrenos por definición.

La lengua griega supo distinguir sin dificultad el skatós de lo ésjaton como términos pertenecientes a campos semánticos muy distintos. Nuestro castellano, a diferencia de otras lenguas modernas, descuidó esta obvia distinción, dotando al término «escatología» de una valencia ambigua. A veces, contemplando y sufriendo el horror de un mundo dejado de la mano de Dios, nos parece providencial esta confusión. Si los cielos y la tierra actuales «están guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los impíos» (II Pe 3, 7: tales, en rigor, sus «ultimidades»), nada obsta para que las «penultimidades» supongan el incontrastable imperio de lo vil y lo abyecto, como se deduce del exasperante magisterio de Francisco y de la deriva ciega de la barca de la Iglesia. Que, a la hora gloriosa de sumar un nuevo mártir en sus filas, como en el caso del sacerdote francés degollado por yihadistas, no se sabe si murió in odium fidei o en simple paga a su confusión ecuménica, viniendo a saberse que en el año 2000 había donado una parcela perteneciente a su parroquia para la construcción de una mezquita.

lunes, 18 de julio de 2016

EL ALZAMIENTO

Los ochenta años del alzamiento del General Franco traen a la memoria aquel que resultó hasta la fecha -circunscrito a una sola nación para ejemplo de muchas- el último gran capítulo del aplazamiento temporal del triunfo del Anticristo. Sin omitir (como cabría decir también de Lepanto) la eficacia del auxilio sobrenatural en una contienda que, nomás al empezar, podía decirse ampliamente favorable al enemigo (que poseía el control casi total de las armas y los recursos materiales), cabe observar una circunstancia que debió hacer terciar entonces la adhesión del común a la causa del Generalísimo, que era la de España: la inhumana implacable crueldad de los marxistas, dispuestos a triturar e incinerar, a masacrar sin remilgos, ciegamente, lo que se les pusiera delante -nota ésta común, desde la francesa de 1789, a la «Revolución» a secas que, ávida de sangre, suele prolongarse en matanzas entre las mismas facciones revolucionarias.

Hoy la Revolución triunfa mucho más incontrastablemente sin carnicerías, atacando con la propaganda más insidiosa los fundamentos del orden civil. Patrimonio y matrimonio, en concreto: el primero, por la cíclica -y a menudo endémica- crisis económica; el segundo, por la introducción de la «guerra de los sexos» y la sugestión del feminismo, cuyas falaces premisas terminaron siendo más o menos acatadas por la totalidad de la población. Porque si bien sabemos que la guerra, consecuencia del pecado, es inextirpable del cuerpo de la historia (y devino en los tiempos modernos "institución permanente de la humanidad", en recordadas palabras del papa Benedicto XV al término de la Granguerra), hoy se ha llegado a cultivarla en laboratorio, como un bacilo, haciéndola incluso un producto de exportación e introduciéndola en lo más menudo y medular de la comunidad humana. Se trata de un descuaje paciente y controlado del amor, de la amistad en cualquiera de sus formas, y del consiguiente emplazamiento del odio, esa pasión que no es menester atizar demasiado para que cunda el caos. «Theofobia» llamó De Maistre al nervio más íntimo de la Revolución, que cuando cunde -como hoy- en su modalidad incruenta, se contenta con atacar a Dios en sus obras, en el ser de las cosas, en el meollo de la sociedad humana.

El que sentenció que «el hombre es lobo del hombre», más que expresar la amarga constatación de las costumbres de época o de la vigencia inalterable del fomes peccati bajo la frecuente especie del egoísmo, entendía ofrecer una definición antropológica, una síntesis condensatoria de ese pesimismo ontológico de cuño protestante que hace radicalmente incapaz de cualquier bien a la naturaleza humana herida por el pecado original. Esta concepción sombría del hombre, que sostiene la corrupción total de la naturaleza, fue la que motivó primero el absolutismo y, andando los siglos, la colmena socialista como salvaguarda -dicen- de la equidad que el hombre no puede sino ofender cuando no se le aten las manos. Lo que nunca aclaró la Revolución es cómo, ateniéndonos a esta premisa, un Estado constituido por hombres podía evadir esta fatalidad de la injusticia -injusticia que la Revolución, de hecho, allí donde triunfó, no hizo sino multiplicar. Porque donde se proclama la primacía insuperable del pecado, donde se le otorga omnipotencia al mal, se sigue ineludiblemente la glorificación de este mismo mal.

Éste es el humo infernal (Ap. 9, 2ss.) que, ascendiendo desde el abismo como de un horno, oscurece el sol y el aire y amenaza opacar las mentes, incluyendo las de los eclesiásticos dados hoy a la tarea de cohonestar las culpas que han ingresado a título de costumbres colectivas en la depravada sociedad occidental. La gran página histórica del 18 de julio de 1936 nos recuerda los derechos del honor contra la villanía desbocada, la impelente reacción de la parte sana de la comunidad contra la gangrena que amenaza extenderse hasta aniquilar toda huella de cultura y tradición, la oposición entre vitalidad y purulencia. En estos tiempos de parlamentarismo inane y de banal apelación a síntesis imposibles haremos bien en recordar la condición dramática de la existencia, que no está en nuestras manos aligerar. Hablamos, al fin de cuentas, de dos estirpes inconciliables, como se desprende del cotejo entre Antonio Rivera Martínez, «el Ángel del Alcázar», que arengaba a los suyos con el célebre «camaradas, tirad, pero tirad sin odio», y el Che Guevara, que propugnaba un demoníaco «odio como factor de lucha, [...] odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar».