sábado, 4 de junio de 2016

EL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA EN NUESTRA HORA

Cuando las pasadas generaciones de cristianos remitían a la Madre Celestial sus súplicas, hechas en tanto «gementes et flentes, in hac lacrymarum valle», lo hacían conscientes de la guerra sin cuartel que debía librar todo bautizado contra la triple concupiscencia. La dolencia de ser en el mundo después de que el hogar de nuestros primeros padres quedó resguardado de toda incursión humana por el ángel armado con espada de fuego no cesó ni siquiera con la exultante noticia de la Redención, bien que ésta proveyera a sus destinatarios con aquella realísima esperanza que Pandora le negara a la estirpe en pleno. «Laeti triumphantes» a los flancos del Salvador pero, en tanto no confirmado nadie en gracia, aguijados por una pena ineludible que se deriva de la posibilidad real de tropezar en el umbral mismo de la victoria. Y aunque la embriaguez del divino amor supliera de momento la imposible certeza de la salvación personal, entregando a las almas santas un trasunto de esa unión plena aún no poseída, el dolor del terrestre destierro no dejaba por eso de ser menos vivo («que muero porque no muero»). Por lo demás, todas las importunidades adosadas a la naturaleza caída, por mucho que la paciencia las trocara en otros tantos méritos, bastan a comprobar que no hay plenitud cierta bajo el sol. La plenitud es la Patria; vivimos, pues, en un ubicuo exilio.

Con un más o un menos de conciencia, ésta fue certeza que informó la vida de enteras naciones bajo el régimen de Cristiandad y aun después, con la revolución ya suficientemente aviada entre los príncipes. Debieron ser, por eso mismo, tiempos de júbilos discretos y de penas ordenadas -subordinadas a una felicidad final y ultramundana-, muy en disonancia con unos días, los nuestros, en que la alegría suele rimar con bellaquería y el sufrimiento es tenido por absurdo, listo a combatirse con la mayor presteza, con todas las estratagemas analgésicas convenientemente desplegadas. De modo que decir que los hombres se han vuelto bestias resulta un halago inmerecido por estos seres erráticos cuyas existencias, como el vuelo desacompasado de las golondrinas, resultan inescrutables en función de un fin, cualquiera éste sea. Átomos aislados, sin ligamen, sin historia, y por colmo satisfechos de una vacuidad que se sirven decorar con frases hechas -o más bien contrahechas, puro producto de la perversión de la lengua y del lenguaje y del derrumbe atónito de todas las facultades.

El veneno está en los hábitos, en el aire. Cuando Nuestra Señora, en Fátima, se sirvió ofrecerles a los pastorcitos una visión del infierno, estaba ciertamente desvelando a su vista el mayor de los secretos de Fátima, aquel arcano inasible para nuestro tiempo: hay justicia retributiva, hay un salario -una salazón implacable- que aguarda a quienes obran el mal, «los perros, los hechiceros, los impuros, los homicidas, los idólatras y todos los que aman y practican la mentira» (Ap 22,15). Las ideologías perversas que tiranizan el mundo se obstinan en adscribir a esta clasificación moral a todos los hombres en bloque, al género humano refundado. Entre tantas otras embestidas desembozadas, acá estriba uno de los ataques implícitos contra el matrimonio: en la parodia de su fin, que parece ser -cuando el fastidio de la generación no pudiera ser convenientemente evitado- en traer al mundo nuevos comulgantes con las tinieblas.

¿Qué otra cosa sino el triste espectáculo de la demencia generalizada ofrecen convocatorias orbitales como las que se han visto por estos días, que mientras vociferan por la igualdad de derechos de ambos sexos promueven de hecho la desigualdad más cruda, obteniéndole a las mujeres una multitud de privilegios legales negados al varón -entre otros igualmente grotescos, la aplicación de la mitad de la pena para los mismos delitos, como ocurre, v.g., en el caso de homicidio, considerado mucho menos grave que el "femicidio" (sic)? Esta de la adhesión entusiasta de las masas a las consignas más falaces y el consiguiente pacato silencio de los facultados para corregirlas constituye todo un cuadro de desolación, pronto a extender su veneno mortal a las relaciones humanas más inmediatas. Es así de estúpida la sazón alcanzada: para concebir horror, el hombre contemporáneo acude al cine, al género de películas llamadas "de terror", siendo que no necesita mirarse más que a sí mismo y al entorno. Hace mucho, por colmo, que la idea de «náusea» dejó de remitir a un mero trastorno gástrico.

Contra toda la marea disolvente del mundo y de la contraiglesia presidida por Bergoglio en comunión colegial con sus obispos, ávida de consagrar las premisas falsas de aquel mismo mundo en ruinas, nosotros conservamos, junto con la fe, el dictamen de la sindéresis. Y aquella su consecuencia invariable: el desertor no toma parte en el botín. Al celestial botín aspiramos, gimiendo y llorando ante el trono de nuestra Madre cuyo Corazón Inmaculado, atravesado con siete espadas, refleja más eficazmente  que ninguna realidad creada la gloria eminentísima de Dios. Que Ella se sirva combatir siempre a nuestro lado -o mejor, a nuestra cabeza-, plantándole cara al enemigo. Que Ella nos conforte y nos mantenga en pie en las crecientes dificultades que nos aguardan, y que a la postre nos conduzca al reino de su Hijo.

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