jueves, 2 de julio de 2015

APOCALYPSE NOW

Si los cristianos que vivan para asistir a la Parusía, por un especial privilegio, habrán de verse libres de las penas del purgatorio -ya que la venida en gloria del Señor será para el Juicio y la separación definitiva de «corderos» y «cabritos», sin mayor prolongación de las penas temporales, que sólo las eternas quedarán para el lote de los réprobos-, es admisible, por lo mismo, que las pruebas y penalidades por las que tendrán que pasar acá abajo antes de su reunión con Cristo serán especialmente arduas, tales como para remover de ellos ese reato que debiera pagarse en el lugar de la purificación. De πῦρ (pyr = «fuego», y también «fiebre elevada») se derivan «purificar» y «purgar»; de allí también «pira». Tal el purgatorio en vida, tal la hoguera que el Señor ha de encender en las almas de quienes lo esperen de veras, los corazones ardiendo por la instauración de esa justicia que el mundo desconoce y se complace en afrentar.

La misma fe constituirá entonces, en sí misma, una dolorosa prueba, y el confesar a Cristo sin tropiezos ni trampas será como un imán de infamias, causal de la muerte civil y de una proscripción sin atenuantes, porque quizás nunca como entonces vaya a verificarse la profecía de Simeón: «Éste será una bandera discutida» (Lc 2, 34), con una abrumadora mayoría de impugnadores en todos los cuatro puntos cardinales y una opinión pública prolijamente desafecta a las promesas de la Cruz.

Esto que expresamos en tiempo futuro casi como por un prurito estilístico -y así lo hicieron no por pruritos sino por razones cronológicas tantos autores eclesiásticos que abordaron el capítulo esjatológico desde el tiempo de los Apóstoles hasta ayer nomás- hoy ya goza de rigurosa actualidad, como que también la gran apostasía anunciada por el Apóstol se halla tan ante las retinas que no necesita demostrarse. El carácter desolador de la gran tribulación en ciernes ya nos había sido advertido a suficiencia: el padre entregará al hijo a la muerte y el hijo al padre. Porque ni siquiera cuentan ya, para salvaguarda de los fieles, los poderosos vínculos naturales -los mismos que, elevados por la gracia, pudieron subordinarse dócilmente al bien común sobrenatural durante aquel milenio que vio realizarse aquel orden social que llamamos cristiandad.

Tomando de ella un rasgo parcial de elevado valor simbólico, la modernidad podría definirse como aquel período en el que los judíos -esa minoría religiosa hostil a Cristo- salieron del ghetto para que ingresaran al mismo los cristianos, cada vez menos influyentes en los asuntos temporales, en contraste con el poder creciente de los del Talmud. Y aun por poco ni ghetto queda ya para los católicos, pues a causa de los rigores del asedio aquellos que salieron a firmar una tregua con los sitiadores nunca volvieron, una multitud desertó con ciega prisa, o bien las puertas de la espelunca fueron abiertas de par en par al enemigo. Hoy ser católico es ser un paria, y quizás como nunca antes la imitación de Cristo se cifra en aquel «no tener dónde posar la cabeza». La communio sanctorum se vuelve tanto más un artículo de fe cuanto deja de hacerse accesible a los sentidos, y contemplar el estado de la Iglesia para luego volver a afirmar sus cuatro notas, el credo «in unam sanctam catholicam et apostolicam...», obliga a adjuntarle al Símbolo un a modo de estrambote, un exabrupto a lo Tertuliano con gusto a sobrenatural porfía: «credo quia absurdum».

Patentes las nuevas circunstancias -digamos, "culturales"- resulta un horror indescifrable que la Iglesia que otrora supo oponerse a las glorias que el mundo antiguo podía ostentar como propias, la misma Iglesia que pudo refutar las ingeniosas calumnias de un orgulloso pagano como Celso, o que logró aguantar la embestida repaganizante de Juliano el Apóstata, capitule hoy ante un mundo semibárbaro y decrépito, cría bastarda de esa pelandusca llamada Revolución. ¿Cuál es el vigor que asiste a este enemigo hodierno como para que los cristianos deban adoptar medrosamente sus modismos y sus flacos paradigmas? Dotados de un lenguaje hoy irreconocible, aquellos obispos ecuatorianos de tiempos poco posteriores a García Moreno sabían señalar el tumor sin miramientos: «el liberalismo [...] forma una atmósfera infecta que envuelve por todas partes el mundo político y religioso [...] Falsea las ideas, corrompe los juicios, adultera las conciencias, debilita los caracteres, enciende las pasiones, somete a los  gobernantes, subleva a los gobernados y, no contento de apagar (si eso le fuera posible) la llama de la Revelación, se lanza inconsciente y audaz para apagar la luz de la razón natural» (Carta pastoral de los obispos del Ecuador a sus diocesanos, 15/7/1885. Citado por monseñor Marcel Lefebvre en «Le destronaron»). Muerto el perro, muerta la rabia: sin uso de razón no habrá fe, pues a ésta le faltarían sus preambula. 

La impotencia de la voluntad y la corrupción de la inteligencia, fruto de aquella siembra, ha llevado recientemente a afirmar que «entre un 90 y un 95 % de la población mundial no es capaz de pensar» (fuente aquí). Y aunque las nuevas camadas de científicos, obnubilados ante los pliegues y repliegues de la corteza cerebral, se caractericen por poseer lo contrario de la ciencia -que es el conocimiento de las cosas por sus causas, y éstas permanecen obstinadamente en la penumbra-, y aunque atribuyan la debacle racional-cognitiva a la escuela, sin especificar que de la escuela liberal se trata, la descripción fenoménica es del todo veraz, y hace más deplorable la defección de la inteligencia católica ante un oponente tan endeble. Porque la difusión del liberalismo tres o cuatro generaciones atrás produjo la estirpe humana que hoy campea: ludópatas, sexópatas, adictos a las drogas, cautivos del magnetismo de la pantalla ubicua (que ahora cabe en un bolsillo), giróvagos, flojos y militantes de izquierda. Antes de reinar por su vicario, Satanás se habrá esmerado en estupidizar a los hombres.

Esto que es pura debilidad vino inopinadamente a trocarse en fuerza a causa de la apostasía, que es el mayor de todos los males, al punto de otorgar acrecido ímpetu a los cadáveres si éstos osaran combatirnos. A no ser por la advertencia de La Salette, era todavía muy osado hacia mitad del pasado siglo predecir lo que Castellani puso en el Benjamín Benavides, ya sintetizado por el mismo en una copla de «La muerte de Martín Fierro»:

"Hacia aquí -me dijo un día-
(mirando a Roma me atristo)
volvió su faz Jesucristo
cuando iba a subir al cielo,
y es en este mismo suelo
que reinará el Anticristo".


Pero el Concilio adogmático; la misa amputada y semiprotestante; las nuevas doctrinas sobre libertad religiosa y "sana laicidad"; las oraciones interreligiosas convocadas por los mismos pontífices, con cesión de basílicas para ritos animistas; los pedidos públicos de perdón por las Cruzadas y la evangelización de América; la promoción constante de elementos heréticos a las sedes episcopales, a las universidades católicas, a los dicasterios romanos... todo esto que sesenta o setenta años atrás hubiera podido creerse digno de figurar en los planes de acción de una remozada Alta Vendita, hoy se ha visto con creces confirmado. ¿Quién iba a creer, verbigracia, que aquel célebre verso de Virgilio que recordaba al romano el mandato de regir a los pueblos, luego mejor explicitado y llevado a su plenitud de sentido en el imperio espiritual de los papas, viniera a rendirse al nuevo principio de la colegialidad por el que Roma se disuelve en el parlamentarismo moderno, cuando no acata servilmente los programas de la ONU, que suponen más que política, una religiosidad pervertida? ¿Quién iba a imaginar a una Jerarquía emasculada en bloque con la guillotina de la Revolución, cuyos sujetos trocaran la predicación del Evangelio por la de ese fetiche que llaman «diálogo»? ¿Y quién, por ebrio que estuviese, hubiera aventurado que, a medida que aumentara para los discípulos de Cristo el dramatismo ínsito en la profesión de la fe a causa del adensarse las tinieblas en torno de la escasa luz, los obispos, vejetes impudorosos, se mostrarían dando pasitos de baile en saraos masivos y el pontífice descubriría su tardía vocación de bufón, exhibiendo sus carcajadas con despreocupación digna del mármol?

Espanta notar con cuánto esmero corren a adoptar el papel del traidor y lo ajustado que les sienta el protagonismo esjatológico. Como monseñor Vicenzo Paglia, presidente nada menos que del Consejo Pontificio para la Familia, quien, interrogado sobre la presencia de yuntas de homosexuales en el venidero Encuentro Mundial de las Familias (Filadelfia, EEUU, 22 al 27 de setiembre), respondió como quien cuenta con ancho respaldo a sus bravatas: «estamos siguiendo el Instrumentum laboris del Sínodo al pie de la letra. Todos pueden venir, nadie está excluido. Y si alguien se siente excluido, dejaré los noventa y nueve corderos e iré a buscarlo». No se detienen ante nada estos malditos, ni siquiera ante la exposición sacrílega de las palabras de Cristo.

Notable resulta entonces, en este acelerarse de los tiempos y en esta muy presumible proximidad del desenlace, aquello que escribía Federico Mihura Seeber muy pocos meses antes de la renuncia de Benedicto XVI. Después de señalar cuánto el espíritu del Anticristo impregna visiblemente ya las costumbres y la legislación civil, no menos que el culto católico pervertido y cada vez más dirigido al hombre, lo único que faltaría es que ese espíritu "cuajara" en las dos Bestias retratadas en el capítulo XIII del Apocalipsis (entendiéndose por ambas dos personas individuales, que no dos "cuerpos sociales") debiendo aguardarse en primer término la manifestación de la Bestia de la Tierra, el pontífice de Satanás, como precursor de la otra Bestia, el emperador de todo el mundo. «Y ello porque el Anticristo mismo, para manifestarse como Supremo, debe hacer valer el principio de la arkhé, o de la primacía ostensible, que nuestra cultura política todavía rechaza, porque vigen aún en ella los principios del igualitarismo democrático. Y, en cambio, para su ministro religioso, no. Porque éste no necesita, para ejercer el poder, apelar a ninguna "superioridad". La hipocresía de los nuevos fariseos sabe algo de esto. Ya que los modos clericales en el ejercicio de la autoridad, amparados en el título de "servidores de los siervos de Dios", pueden acompañar, con modos untuosos y condescendientes, la más despiadada arbitrariedad en el gobierno de los feligreses y de sus pares» (El anticristo, Samizdat, Buenos Aires, 2012).

Capirote para el incógnito.
Ningún milagro
A lo que agrega (luego de reconocer que «en el ámbito de la Jerarquía católica [...] ya podría espigarse más de un candidato al cargo»), un muy lúcido pronóstico -veremos si corroborado o no al salir Ratzinger de escena, a cuyo respecto quede implícita la oportuna matización del juicio que sigue-: «esta Bestia Segunda tiene, pues, expedito el camino para su manifestación. ¿Será un obispo católico legítimo, como aventuran Castellani y Soloviev, un cardenal en funciones, o un nuevo Papa o Antipapa? No anticipo, por mi parte, nada. Pero, ¡atención al próximo Cónclave! Porque si del anterior surgió imprevistamente un papa refractario a la "línea general", y que supo retrasarla bastante, su elección fue, a mi entender, un milagro. Y no creo que se le pueda pedir al Espíritu Santo que repita el milagro».