viernes, 19 de junio de 2015

DE LO MALO, LO PEOR

El nuevo decálogo, o los diez consejos del papa Francisco para hacer feliz a la Madre Tierra


Es cierto: lo más grave de la reciente encíclica no reside en la adopción de una controvertida hipótesis científica que ni siquiera roza los contenidos de la fe y la moral cristiana, ni en el empleo -a todas luces abusivo- de un instrumento del Magisterio para convencer a los hombres que separen la basura orgánica de la inorgánica o que eviten derrochar electricidad, ni en la fatigosa transcripción de enteras páginas del manual escolar de ciencias naturales. Todo esto no es poco, y en todo caso señala el paroxismo de un «estilo» adoptado por los últimos pontífices, que ya se distingue netamente de lo que antaño se conocía como «carta encíclica». Ésta, que no significó sino la adaptación a los cambiantes tiempos de lo que otrora fueran las bulas pontificias, aparece después de la Ilustración como un instrumento para pertrechar a las conciencias cristianas -extendido ya el alfabetismo y la pública propaganda de opinión- de un bagaje con el que afrontar los ataques de las "Luces" y el racionalismo. Hemos leído por ahí que
las encíclicas del siglo XIX y el primer siglo XX son lúcidas y claras. Su propósito es exponer la doctrina católica y defenderla de los errores modernos, cosa que cumplieron admirablemente. Rememorando documentos como la Pascendi, Quas Primas, Casti Connubii y otros, se puede inmediatamente recordar la esencia de los mismos y la fuerza de sus argumentos. Pío XII enseñaba que la encíclica era el medio normativo por el cual el Romano pontífice ejercía su oficio de enseñar. No se puede decir lo mismo de las modernas encíclicas: ¿quién podría resumir fácilmente lo que tratan la Redemptor Hominis o la Populorum Progressio sino en los términos más vagos?
En esencia, la encíclica post-conciliar no sabe lo que quiere ser a medida que se va desenvolviendo. Los papas han continuado utilizándola como un medio de enseñanza, pero en vez de enseñar en qué consiste la doctrina católica, [las encíclicas] se han crecientemente convertido en la ocasión para que los papas expliquen porqué la doctrina católica es lo que es.
Esto no es enteramente malo: fides quaerens intellectum, ¿cierto? Pero en algún punto del camino parece que los papas dejaron perder el aspecto declarativo de la encíclica con la esperanza sobremanera optimista de que si pudiésemos solamente explicar nuestra doctrina al mundo -simplemente haciéndolos caminar a través de nuestros pensamientos, paso a paso- entonces quizás el mundo aceptaría el mensaje cristiano. Quizás si apenas "propusiéramos" humildemente nuestra razón para creer en vez de declarar que "poseemos" la verdad, ¿no nos mostraría el mundo su reciprocidad, no entraría en un "diálogo fructífero" con el cristianismo de manera de enriquecernos mutuamente?
Con cuánta razón exponía entonces Rafael Gambra que «la nebulosa dogmática de estos tiempos deja paso a una comunidad en el quehacer por el bien de la humanidad, pacífica y feliz, a cuya consecución la Iglesia parece dirigir todos sus esfuerzos y prédicas. Prédicas que dejan de ser exposición de las enseñanzas eternas que elevan a la contemplación de Dios para convertirse en informaciones sobre el estado del mundo y en llamamientos a la acción». Esto, evidente en los engendros firmados por las Conferencias Episcopales, no dejaba de serlo -aunque con algún decoro proporcionado a la investidura- en los documentos papales del post-concilio. Francisco hereda esta propensión verborreica y la lleva a su culmen -léase: al delirio de la beodez.

Pero entonces no: ya no es el consabido riesgo del errar por hablar de más, ni el de malbaratar los contenidos de la fe en un imposible diálogo con ese mundo que -testigo la Escritura- «yace bajo el poder del Maligno». No son ni siquiera los solecismos y los tropiezos argumentativos recurrentes en un pontífice que no nació para doctor: lo más grave de la eco-encíclica es esa igualación de todas las religiones sugerida por la doble oración final, una para uso de católicos y otra para el resto. Igualación anticipada en puntos como el 62 («no ignoro que,
en el campo de la política y del pensamiento, algunos rechazan con fuerza la idea de un Creador o la consideran irrelevante, hasta el punto de relegar al ámbito de lo irracional la riqueza que las religiones pueden ofrecer...»), en los que habla en defensa de todas las religiones en su conjunto, como abogado de todas ellas. O el 217, en el que insta a «algunos cristianos comprometidos y orantes» a una «conversión ecológica» que completaría las deficiencias del Evangelio. En fin, por toda síntesis de las bondades que deben reconocérsele a la doctrina de Jesús, brilla una cita lapidaria: «la espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida» (222).

Por supuesto que a todas estas naderías nos tiene acostumbrados a través de sus sermones diarios y las entrevistas que concede para escándalo de las conciencias católicas. Pero no bastaba con un pontífice que hablara como superior del Gran Oriente: era menester que -por aquello de que scripta manent- cifrara su mensaje por escrito. Así ha de placer a la Autoridad política mundial evocada en el punto 175 (a quien el autor de la Laudato sii arde en ganas de secundar como chamán), que sin dudas prefiere ver refrendado en el papel, convalidado por la imprenta vaticana, aquel viejo proyecto de la fusión de todas las creencias.