sábado, 13 de junio de 2015

LA IGLESIA FRENTE A LOS CONSENSOS ARTIFICIALES

Si hubiera que elegir una fórmula, entre tantas posibles, que sirviese a precisar la fisonomía del hombre moderno, podría decírselo «aquel dispuesto a contentarse con menos, mucho menos que el cielo» o «aquel cuya certeza de lo espiritual, aunque persuadido del mito del progreso y la evolución, ha involucionado a grados muy inferiores a los del hombre del paleolítico, a juzgar por lo que nos sugiere la voz de los túmulos». Y es que este manojo de miembros desnervados que es el hombre de nuestros días -aquel a quien, a despecho de sus veleidades libertarias, zarandean muchos simultáneos carceleros- sufre un género de atrofia cuyo diagnóstico los especialistas se obstinan en ocultarle. Pues es todo menos feliz la vida de aquellos que no conciben la esperanza ultramundana, y constituye una canallada del mayor calibre, cuando se tiene el mandato justamente contrario, el andar confirmándolos en su despreocupado naturalismo, naturalismo que ni siquiera aparece instado (si es por atenuar su culpa) por una vitalidad desbordante. Porque no es éste el naturalismo de los que nacen (ex nascor, natura) sino el de los que decaen y mueren, una nostalgia senil de perpetuarse en el mundo aun al modo de las larvas.


En la célebre alegoría de la caverna, el que volvía de ver el mundo ajeno a la espelunca no se guardaba el testimonio, porque el conocimiento de la idea de bien, como lo señala Jaeger, se constituye para él en la «medida de las medidas», y este metro lo dota de un pathos característico que no le sella precisamente los labios. Este nuevo hombre configurado a una trama de relaciones subsidiarias de una causalidad ejemplar, al imperio del arquetipo, urgido por la intelección del eterno principio que gobierna todas las cosas, no puede por esto mismo suscribir sin reservas aquellas provisorias máximas que pueblan el mundo de la doxa. Es inevitable que su testimonio escandalice, pero es necesario que ponga su voz al servicio del rescate siquiera de algunos. ¡Con cuánta mayor evidencia esta misión le compete a aquél llamado a la misma por Cristo mismo, Verdad encarnada y por ello mismo insoslayable! La salus animarum debe ser la suprema preocupación de aquel que, atraído por Cristo a su servicio, conserva la facultad física del habla.


Consta acabadamente que el moderno reino de la opinión ya no versa sólo sobre espejismos o ilusiones provistas por las cosas mismas en tanto que desligadas de su origen, conocidas apenas por sus sombras. Hoy, por el contrario, y pese al ancestral decurso empirista, pese a la bicentenaria infestación de positivismo, a pesar de la presunta incognoscibilidad del noúmeno y de las cabriolas verbales con las que se decretó el fin de la metafísica clásica para poner en su lugar a las matemáticas, se incurre de continuo en la increíble inconsecuencia de imponer principios indemostrables y aun falaces para la orientación de la ética pública. Ahí está la intocable democracia -por poner el ejemplo más craso- ofrecida como sinónimo de "vida civil" y como la más eminente forma de gobierno. O el indisimulable desmedro del principio de igualdad ante la ley al resaltar el llamado "femicidio" como un homicidio que resultaría más grave y más calificado por la sola razón del "género".

En este fatal trasiego de contenidos mentales, en este juego de deposición del dogma para emplazar en su lugar a los dogmatismos (lo que no es sino la principalía postiza conferida a cosas segundas, o a vaguedades sin sustento, y, en todos los casos, a ídolos que no pueden salvar), la obra de misericordia más apremiante para un católico estribaría en romper con su palabra este cerco de infundios. «Vendrá un día en el que, para la Iglesia, la tinta de sus escritores tendrá casi el valor de la sangre de sus mártires», dijo Tertuliano, y ese día ya es el nuestro, a juzgar por la defección en masa de aquellos a quienes compete defender con la dignidad de su cargo y su saliva los derechos de la Verdad. Porque es cosa ciertamente de admirar cómo, a la vacancia de una sede episcopal por el engendro conciliar de la jubilación emérita -o por la promoción del ordinario para su remoción-, infaliblemente asume el cargo uno peor, en una carrera al pozo que sabe Dios cuándo acabará. Como esas muñecas con que juegan las niñas, que al apretarles la panza repiten siempre y sólo «ma-má», «ca-ca» y poco más, así estos obispos con su locuela insulsa y semper ídem: «el desafío que tienen las autoridades y toda la sociedad es que haya sobre todo condiciones de trabajo, porque la pobreza se supera si hay trabajo digno para todos, para que la persona gaste sus energías y reciba una retribución justa para poder mantener su familia, para poder tener su casa, y después poder progresar mínimamente», o bien, en un documento que requirió el penoso esfuerzo mental de varios prelados para acertar con una fórmula sapiencial sin precedentes: «el proceso electoral es una preciosa oportunidad para un debate cívico acerca del presente y del futuro que deseamos para la Argentina. La calidad de vida de las personas está fuertemente vinculada a la salud de las instituciones de la Constitución» (fuentes: aquí y aquí).

El carnaval democrático sigue su curso a expensas de la sangre de toda una nación, y en nuestros pueblos de provincia puede advertirse con la mayor crudeza la magnitud de la apotasía con sólo comparar la exigua asistencia a Misa en cualquier domingo con el revoloteo de paisanos en torno de las mesas eleccionarias el triste domingo de elecciones. Al menos, y para que no se sientan tan seguros de su triunfo, a la hedionda caterva de los ideólogos y de sus personeros políticos que cuentan para sus crímenes con la bendición de nuestros pastores, habría que repetirles aquellas mismas palabras con que san Basilio Magno replicó a las amenazas del prefecto enviado por el emperador Valente para amedrentarlo: hasta ahora no te has topado con un obispo.