jueves, 4 de junio de 2015

NO SIRVEN PARA NADA

Siempre rápidos para respaldar consignas masificadas y engañosas, de esas que ofrecen una estudiada apariencia de justicia pero promueven exactamente lo contrario, los obispos argentinos y la Acción Católica, entre otros, «manifestaron su apoyo a la movilización contra la violencia de género» (fuente aquí) que se realizó en simultáneo en unas cuantas ciudades del país, extendiéndose a Uruguay y Chile.

Cavar, no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza, podrían argüir nuestros medrosos mitrados frente a las crecientes y universales dificultades por sobrevivir, creyendo justificar así este inverecundo apetito presencial en los mitines del enemigo. Habrá que atribuirlo a humana debilidad no provista del sobrehumano auxilio: al fin de cuentas, ya desde la conocida fábula platónica sabemos que Penía (la pobreza) fue a aparearse con Poros (el recurso, la oportunidad), y que de esta unión nacería Eros, aquel dios que, siempre pobre como su madre, comparte con su padre la aptitud de estar continuamente al acecho y urdiendo alguna trama. Así, la inclemencia de las circunstancias a las que la Iglesia ha sido arrojada tras el triunfo de la Revolución moderna parece apremiar a sus jerarcas en pos de las más ignobles coyundas -ignobles que arrastran siempre más bajo a sus actores (que bien puso Cervantes entre irónico paréntesis, al referirse al pobre honrado, aquella nota: «si es que puede ser honrado el pobre»). Y pese a que sus cálculos y maquinaciones le han permitido a la Iglesia de Laodicea poner a salvo el pellejo, e incluso llegar a afirmar que «yo soy rico, me he enriquecido y no tengo necesidad de nada» (Ap 3,17), consta que se ha quedado doblemente pobre por no querer ser rica en Dios -lo que, y siempre en referencia al ejemplo de Platón, nos ofrece alguna pista para entender el visible repudio de Agape por Eros de parte de nuestros prelados, cada vez menos honrados y más pobres a instancias de sus rebuscas y celestinazgos. Hubiera hecho falta reforzar la vigilancia y el compromiso con la Verdad para mantener alta la frente en lo más recio del temporal.

El caso es que la convocatoria constituye, a todas luces, la enésima engañifa de los amañadores de la opinión pública para alcanzar sus abominables objetivos: hacer cumplir a rajatabla la recientemente promulgada Ley 26.485, que -a juzgar por sus expresiones, reiteradas hasta el cansancio- se manifiesta rebosante de intenciones de eliminar toda distinción entre el hombre y la mujer, equiparando minuciosa y obsesivamente la actuación social de uno y otra -e instando así a una nivelación ontológica de ambos sexos, ahora "géneros", en una nueva embestida contra el orden natural. Ni decir que «vulnerar el derecho al aborto» se inscribe, para esta ley, entre los delitos de «violencia contra la libertad reproductiva». Para avanzar, pues, un poco más en el despropósito emprendido se recurre sin el menor escrúpulo a la figura de la "mujer golpeada" (drama dolorosamente real, pero no menos real, en nuestros días de locura colectiva, que aquel del hombre violentado psicológicamente por su cónyuge, para no referirnos a la violencia abrumadoramente superior que sufren los bebés abortados, por quienes no se orquesta ninguna marcha). Gracias a esta ley, la mujer que sufra una cachetada de parte de su marido puede dar con él en los tribunales, y aquellos conflictos que acaso pudieran sanarse con un poco de tiempo y paciencia y buena disposición de ambas partes quedan irremisiblemente abiertos, con jugoso lucro de los leguleyos intervinientes. Y la figura paterna y la institución familiar reciben un nuevo empellón hacia el abismo.

Cuando hace unos meses se quiso proyectar en los cines argentinos una película que exponía el drama de aquellos padres que no pueden ver a sus hijos a causa de la mala voluntad de sus ex-cónyuges, la misma acabó siendo censurada: se dio el sugestivo caso de que el mismo Instituto Nacional de Cine y Artes Ausiovisuales -que había subsidiado el filme quizá sin apercibirse del todo de su contenido- acabó por retirarlo de circulación al tiempo de su estreno. Que se alzan una multitud de intereses para que el caos social siga profundizándose resulta obvio al considerar la cruda arbitrariedad de la legislación que aborda estos asuntos. Así, frente a una falsa denuncia de la mujer no hay defensa posible: ni siquiera está prevista una pena para aquella que denuncia en falso. Y de las causas por "violencia de género" puede esperarse una celeridad que ninguna otra está en condiciones de activar. En el vídeo que reproducimos a continuación lo dice sin sonrojarse una psicóloga y columnista de televisión, una entre tantas beneficiarias de esta funesta industria: «al revés de lo que sucede habitualmente, que cualquier ciudadano es inocente hasta tanto no se demuestre lo contrario, yo creo que en las situaciones de violencia de género, por la dimensión del problema, debe invertirse la carga de la prueba. Es decir, si yo digo que él es culpable, él es culpable hasta que demuestre su inocencia».





Con esto nos basta para notar el tenor de las consignas que son capaces de defender los obispos olvidados de sus deberes de estado, hundidos todos en el viscoso escenario de la pública confesión. Confusión, si no, alentada desde el primer momento con ese indefectible don que tienen los medios propagandísticos hodiernos de componer mal sus neologismos más convocantes («femicidio», tan semánticamente manco como «homofobia»), y de agitar a las turbas solicitando la adhesión de los famosos a unas causas de las que ni unos ni otros reconocen las connotaciones más inmediatas. En esta infame bacanal colectiva contra la "violencia de género" faltaba sólo la extraviada de la presidenta bregando por la abolición del piropo, que a su generalizante y flaco seso sólo puede resultar «grosero, soez y bajo» sin excepción, así a la cortejada se le compare la sonrisa con el fulgor de la luna o, saqueándole el numen a Bécquer, se la apostrofe: «¡poesía eres tú!». El calibre del desquicio nos autoriza a temer que en el futuro próximo las cabezas de nuestros prójimos se lancen a rodar hombros abajo, y que éstos continúen su marcha sin advertir el menoscabo.

«Ni una menos»: tal el slogan elegido para azuzar a los tontos, pasible de parafrasearse en el no menos utópico «ni uno más» que aplicaríamos a los obispos: ni un prelado más que abra la boca en público sin haber estudiado su catecismo, ni un obispo más que corra a hacerse el simpático con los amos del mundo, ni uno más que desampare a sus ovejas y corderos para integrarse al coro de los aduladores del Anticristo. Queremos verlos blandir el báculo contra los lobos, para que ni uno más entre los consagrados a esta sí oportuna violencia "degénere" en esa universal degeneración del juicio y de los hábitos que ha esparcido sobre la faz del mundo una multitud de hombres feminoides y de hembras machorras, de curas laicos y de laicos doblemente tales. Que no repartan la lana y las carnes de su rebaño con el enemigo. Que no deba seguir diciéndose de ellos, como el Señor lo advierte a propósito de aquella «sal que no sala» (Mt 5,13), que ya no sirven para nada.