jueves, 16 de abril de 2015

UNA PAVOROSA CRUZ ECUMÉNICA

«Ése no es el estrumento de nuestra redención», clamó un paisano al paso de la informe cruz, al tiempo que una bandada de siriríes hacía sentir su rechifla y las fisgonas lechuzas chistaban. Si el periplo hubiese incluido nuestro altiplano, la «Cruz ecuménica de la resurrección» (tal su sesquipedal alias) no se hubiera librado del esputo de los guanacos.

La bendición solemne
Se trata de una cruz de caños cromados rematada por un vidrio de colores. Vino de Alemania, como Hegel y como Marx, acarreada por una comitiva de la diócesis de Rottenburg-Stuttgart, y fue entregada a las Comunidades Eclesiales de Base y organizaciones ecuménicas de la Argentina en una parroquia de la diócesis de Quilmes con el fin de que «peregrine por las comunidades, barrios y parajes». Había sido bendecida por Francisco en el pasado mes de febrero, poco tiempo después de lo cual su autor murió, víctima de una extraña y fulminante infección (más información e imágenes aquí).

El secreto (si tiene alguno) del arte contemporáneo es su cinismo. Una vez deshecha la figura y burlada la representación, lo que queda es poner descaradamente en su lugar lo que el arbitrio mande. El siguiente paso ha sido, con frecuencia, la risa del "artista" en las barbas del público y la crítica, reprochándoles su candor. Así ocurrió repetidas veces con varios de los capitostes del llamado pop art, que se desenmascararon ellos mismos ante la prensa luego de ofrecer en salas de exposición las etiquetas de latas de conservas o de productos de limpieza; así lo hizo Picasso, quien no temió afirmar en un reportaje, a propósito de sus lucrativas imposturas, que «a fuerza de divertirme con todos estos juegos, con todas esas paparruchas, con todos estos rompecabezas, jeroglíficos y arabescos, me he hecho célebre, y muy rápidamente. Y la celebridad significa para un pintor: ventas, ganancias, fortuna, riqueza [...] Pero cuando estoy a solas conmigo mismo, no tengo valor de considerarme como un artista [...] Yo soy solamente un entretenedor público que ha comprendido a su tiempo y se ha aprovechado lo mejor que ha podido de la imbecilidad, la vanidad, la avidez de sus contemporáneos».

Al fondo, a la izquierda, el cardenal Ravasi,
babeante admirador del arte moderno
Lo notable -y aún no previsto en tiempos de Picasso- es que los receptores de estas deposiciones de arte sean ya no los snobs de antaño sino los católicos de hogaño, comenzando por el propio pontífice, cuya función acaba por ser la de un sol frío y húmedo a coronar la lúgubre explanada de los tiempos. Pues no se trata ya de confirmar a los hermanos en la fe sino de confirmar a los que yerran en su error. Y que esta desdichada pantomima tiene por actores a papas que precedieron a Francisco, lo comprueba el que la misma cruz y su propio autor fueran ya recibidos por Benedicto XVI en noviembre de 2010. Lo que se dice toda una «hermenéutica de la continuidad».

Si la fealdad en la mujer es más horrible que en los demonios, según proverbial expresión de Shakespeare, qué habrá que decir de la fealdad y de la calculada nimiedad emplazadas en el templo, bendecidas y honradas allí donde el pulchrum debiera reflejar la gratitud de los hombres por la obra de la Redención. No puede ser esto sino un signo -y de veras elocuente- de una presencia abominable invitada a demorarse allí donde no debe.