lunes, 13 de abril de 2015

LA ORACIÓN DE FRANCISCO

A nosotros no nos incumbe meternos en la intimidad de nadies, y menos que menos en su intimidad más íntima: la de la oración, la del trato silente y recogido del alma con Dios. Los dardos los aprontamos, en todo caso, para la actuación pública y manifiesta de aquellos sujetos cuya relevancia personal y cuyos yerros, por la amplitud de sus consecuencias, piden probar la puntería. Y esto sin que la conciencia nos lo demande -es más: espoleándonos a ello. Pero a veces se presenta la ocasión de hacer una excepción inevitable y de tratar un aspecto siempre delicado de abordar, como lo es la oración de un tercero, y nada menos que del pontífice reinante.

¿Y por qué hacer tal excepción? Porque -sin poder precisar ahora la fuente- hemos leído varias veces de boca de quienes tienen algún acceso a sus recámaras, que el papa Francisco dedica un tiempo prolongado -prolongado en virtud de su actividad- a la oración meditativa, todas las mañanas por espacio de un buen par de horas, o quizás más. Últimamente lo ha sugerido monseñor Gänswein, en un reportaje del que nos hemos servido para abordar otros asuntos (el reportaje original al prelado alemán, aquí). Junto con la capacidad de trabajo de Francisco, a Gänswein lo sorprende «su vida espiritual de oración. Como es sabido, se levanta muy temprano para meditar y prepararse para la santa misa. Impacta la coherencia entre una vida muy activa y el tiempo que le dedica a la oración, es decir, a la vida contemplativa».

A nosotros lo que nos sorprende, en cambio, es esta confidencia porque, a decir verdad, Francisco luce en sus hechos y en sus palabras como un hombre espiritualmente insípido -sino insipiente a secas. Ciñéndonos sólo a sus palabras, que suelen entrañar alguna invariable omisión o injuria de las verdades siempre predicadas por la Iglesia, Francisco aparenta -como mínimo- lo que a todas luces revela ser, según lo han retratado otros que lo conocieron de cerca: un hombre de maquinaciones, de intrigas, de astucia y cálculo para granjearse siempre mayores cuotas de poder, poco preocupado en profundizar en la inteligencia de la fe, en dejarse deslumbrar por la serena luz de la verdad que es testimonio del supremo bien. En fin: uno que encarna distinguidamente aquello que Santo Tomás refiere como «necedad espiritual» (S. Th. II-II q.46 a.2), es decir, un cierto «embotamiento espiritual» causado «por la absorción del hombre en las cosas terrenas, por lo que su sentido queda incapacitado para captar lo divino». Acá se aplican también las palabras del Señor que suelen citarse en el principio de la Cuaresma: aquellos que persiguen incansablemente el reconocimiento y la preeminencia entre los hombres, aquellos que viven engolfados en las cosas terrenas «ya han recibido aquí su recompensa», por lo que quedan desposeídos de ese gusto sapiencial de los bienes últimos que Dios concede a los que buscan el Unum Necessarium. Cosa que resulta patente en el fraseo de estos tales, que no revela la menor baquía celeste, y más cuando de ellos se espera la suprema docencia. Esto consta, para traer un ejemplo de estos últimos días, en el tratamiento que le dio Francisco al caso de los 148 mártires de Kenia, víctimas -según el telegrama enviado desde la Santa Sede al arzobispo de Nairobi- de un «acto de brutalidad sin sentido». No hace falta acumular otras muchísimas citas, a cual más desgraciada.

E insistimos sobre este punto antes de llegar a donde queremos llegar: el contraste violento e insoluble entre la sequedad personal para con el misterio y la eminentísima dignidad espiritual que se le confiere puede bien concitar en el sujeto el fenómeno erupcional de lo demoníaco, la aversión sorda y angustiante a Dios, notoria en el uso mismo de la lengua. Porque detrás del culto idolátrico del hombre (de su arbitrio, de sus gustos, de sus vicios, polo al que invariablemente tienden quienes niegan a Dios el culto a Él solo debido) quedan los intereses por pagarle a Satanás, que es cobrador sañudo e insalvable y a quien acaba por entregársele el rosquete, según sentencia el vulgo, siempre malhablado. De aquí lo terrible del carrerismo con proa enderezada a Roma.

Por eso andábamos preguntándonos, perplejos ante el testimonio Gänswein, a quién le rezará Francisco y qué le pedirá. Y la respuesta la obtuvimos del recordado Blog di Baronio, que debió contar con algún espía avezado en esto de meterse donde tantos aduladores no logran llegar pese a sus desvelos. Y ¡oh, Papa de las sorpresas!, resulta que Bergoglio nos deparaba la mayor de las tales. Con todo lo que parece impulsar las veleidades progresistas en la Iglesia, pese a sus guiños incesantes para con los enemigos de la Cruz, resulta que Francisco ¡reza en latín!, y que lo hace valiéndose de una jaculatoria atribuida a un santo del largo invierno pre-conciliar y constantiniano (aunque, urge decirlo, la fórmula está ligeramente retocada en sus términos).




En adelante, fundados en esta sorprendente novedad, nuestra percepción de este pontificado -y la de muchos, a no dudarlo- exigirá una necesaria revisión.