jueves, 9 de abril de 2015

UN CANTOR PARA LAS MISAS DE FRANCISCO

No tendría que sorprender a nadie si ahora mismo, transcurridos los rigores (¡!) cuaresmales y vueltos a sonar el Aleluya y el Gloria in excelsis en nuestros templos, las misas dominicales en San Pedro se vieran aderezadas con el canto de aquel andrógino barbado premiado hace poco en cierto festival televisivo del occidente Occidente. Es sin dudas el cantante más idóneo para las misas de Francisco después de que éste, en su escalada de sorpresas sin respiro, llegara a proponer a los transexuales como viri probati pasibles del lavatorio de los pies del Jueves Santo.

Al fin de cuentas, Bergoglio no es ningún príncipe renacentista, motivo por el que puede permitirse desairar olímpicamente al coro y a la orquesta dispuestos a agasajarlo con un concierto programado meses antes en la Capilla Sixtina (en aquella memorable ocasión, a poco de su inopinada elevación al Solio, la imagen del sitial vacío debió servir para poner de acuerdo por fin a los propugnadores y a los adversarios de la tesis de la sedevacancia, que al menos esta vez no podía sensatamente discutirse). Pero a lo que el Santo Padre y el poderoso lobby que lo secunda no le hurtarán jamás el bulto, vistas las cosas en su cruda evidencia, es a prodigar toda suerte de atenciones a los reos del vicio nefando, tal como lo dejaba entender el inaudito mamarracho redactado en el pasado Sínodo de la Familia (¡!): «las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana», etc., etc.

La eventual presencia  en una misa pontificia de Conchita Wurst (tal el alias del depravado cantor aludido más arriba) no revistiría, en rigor, mayor gravedad que el lavado de los pies de un pervertido contumaz concretado por el propio pontífice, al que luego -pese a la prescripción que hace de las Sagradas Especies aquel eminentísimo bien non mittendus canibus- se le dio la sacrílega comunión para regocijo de las cámaras. No faltará un Paco Pepe de la Pecunia que sepa valorar a su debido tiempo la osadía de un Wurst refregándose contra las columnas de Bernini, tal como valoró positivamente el reciente caso del transexual.

Lo cierto es que, si hay que atender a las galopantes pruebas que así lo indican, ese magma de herejías que genéricamente denominamos «modernismo» ha revelado al fin su inspiración bajoventral, agravada por los usos contra natura. Si no menos evidente resulta la difusión del fenómeno en todos los ámbitos (el legislativo, las finanzas, la política, el espectáculo), su irrupción ostensible y ostentosa en la nueva Iglesia parece estar sellándole a ésta la frente con aquel nombre que leyó el Apokaleta (17, 5): Mysterium: Babylon magna). Símbolo elocuente de este estado de cosas -el de la sustitución arquetípica de la santidad por la sodomía- es la probable remoción de la estatua del padre Junípero Serra, evangelizador de los indios de California, por una de la lésbica astronauta Sally Ride en el Capitolio de los Estados Unidos.

La consagración oficial -aún en ciernes- del más vergonzoso de los desafueros en la misma Iglesia, sazón última en la espiral descendente de los tiempos, no puede sino atraer plagas y calamidades sobre todo el mundo, aparte de las ya en vigor. Motivo por el que la ciudadanía, incluso la honorable turba de los ateos y antinomistas varios, debería evitar congraciarse con tanto prelado apóstata, acarreador seguro del mayor de los daños para la muelle esperanza terrena. Y serrucharse las manos antes de aplaudir la futura presencia de travestidos en el presbiterio de San Pedro.