Entre la pequeña grey dispersa que poco antes se escondía apocada y temerosa y el grupo unido, compacto, ávido de conquistas, se advierten varias divergencias: hay una transformación, un heroico vuelco de sentimientos sobre el que viene a fundarse ahora su voluntad. Anticipándose en algunos años a la palabra más tarde acuñada, puede decirse que de ahora en más ellos son cristianos, vale decir, hombres para los cuales Cristo es la vida y que lo subordinan todo a su servicio: que no oscilan ni ceden en ninguna cosa al mundo -salvo, sólo por algún breve instante, a su antiguo sueño carnal. Entonces, el secreto de tan admirable mutación es la así llamada Fe del día de Pascua: ¡verdaderamente Cristo ha resucitado! Este hombre abandonado por ellos, y que habían visto desamparado por el Padre celeste, y que había sido por sus enemigos desafiado -en vano- a salvarse; este condenado, este ajusticiado en el patíbulo vive, Él ha resucitado, Él es el Señor. Él está sentado a la derecha del Padre. Esta persuasión indomable no puede ser fruto de una prolongada incubación mental, el término en el que desemboca una elaboración doctrinal, la revancha y la reacción imaginaria por las persecuciones padecidas, la proyección de las antiguas Profecías. No es ésta una consecuencia, sino al contrario: una causa que subsiste por sí y todo lo sostiene, todo lo explica desde su aparición: no es un desenvolverse y un desarrollarse, sino el sostén inicial y el primer estremecimiento de la vida cristiana»
L. de Grandmaison, Jésus-Christ, son message, ses preuves.