lunes, 25 de mayo de 2015

PARODIA Y DESDORO EN LO DE ROMERO

El desaforado personalismo que aqueja a la Iglesia de nuestros días no ahorra recursos, y a las canonizaciones-express le suma la inclusión en el martirologio de hombres que no consta hayan muerto in odium fidei, por muy conmovedoras que hayan sido las circunstancias de su muerte (notándose, consecuentemente, el desconocimiento oficial de aquellos que sí debieran ser ofrecidos a la pública veneración como testigos). La beatificación de monseñor Romero es ejemplar sólo en este sentido, y se presenta llena de aditamentos que ilustran a suficiencia el caos doctrinal que cunde del Papa para abajo. Baste indicar, para botón de muestra, que un alto dignatario de la secta luterana salvadoreña presente en los festejos de la beatificación se sirvió precisar con ecuménica convicción que «monseñor Romero es de todos, también de los luteranos», abundando que «ya se ha firmado un comunicado conjunto de la Iglesia Católica y la Iglesia Luterana sobre la justificación por la fe que tanto nos había dividido en la historia de la Iglesia».

Pero mejor que estos parleros hablan los pastiches, la grotesca iconografía que acompañó a la apoteosis de Romero, que hizo olvidar -a no ser por la nota paródica presente en algunos de ellos, referida a motivos cristianos tergiversados, salvajemente deformados- que se estaba celebrando la memoria de un obispo católico -de alguien que, al fin de cuentas, había sido consagrado a Cristo. Ángeles trocados por helicópteros; antorchas olímpicas parejas en dignidad al copón, del que asoman hostias hinchadas como huevos; una especie de "sagrado corazón" de Romero; la corona de laurel que una rolliza ninfa flotante le deposita en la cabeza al obispo, etc. Una galería elocuente de aquella fe que hoy triunfa en el mundo.





domingo, 24 de mayo de 2015

PENTECOSTÉS Y "NUEVO PENTECOSTÉS"

La efusión de gracias extraordinarias en Pentecostés (y a posteriori, con los prodigios obrados por los Apóstoles desde el inicio de su predicación) era necesaria para el triunfo de la Iglesia. El ánthropos psychikós -es decir, el muy común de los mortales- no hubiera podido admitir el contenido arcano de esa enseñanza a no ser por los milagros que acompañaban el insondable anuncio. Un solo Dios en Tres Personas, el Hijo de Dios encarnado y muerto para redimir al género humano, la resurrección universal (para no hablar de las consecuencias morales de esta religión que proclamaba dichosos a los perseguidos y calumniados y mandaba amar a los enemigos): todo constituía un reto para la razón, y ésta podía tenerse tal vez por agraviada, según consta, v.g., en las querellas que Celso o Porfirio le movieron a la fe cristiana. Pues pese a las flaquezas de su voluntad, el hombre goza de su razón como de un poder y, conociendo la eminencia de la misma, se huelga en contar con ella para reconducirlo todo a ella. La irrupción de un mensaje suprarracional impone una humillación inicial a la que no se está dispuesto muy de grado: la aceptación de la excentricidad del Logos divino respecto de la presunta centralidad del logos humano. El anuncio del Evangelio requirió, pues, de señales, de una ostensible prorrumpción de gracias gratis datae que conmovieran la conciencia del hombre antiguo para impulsarlo a aceptar un depósito de verdades invisibles que podían implicarle muy probablemente la ulterior persecución e incluso la muerte: la pérdida, en suma, de todo bien temporal.

La Iglesia triunfó por la sangre de sus mártires y se cumplió el prodigio de la conversión del más relevante imperio que la historia conozca, justo a tiempo para consagrar sus inmediatos despojos: los reinos surgidos a su sombra, informados en sus costumbres y en su legislación por el Evangelio. Con sus luces y sombras, los mil años de Edad Media serán el tiempo en que la enseñanza de la Iglesia ilumine todos los rincones de la vida personal y civil. Salvo contadas y peculiarísimas circunstancias en que Dios dispuso fortalecer a su Iglesia o corregir algún desvío con la acción de santos taumaturgos cuyos prodigios servirían para garantizar su misión, el Espíritu Santo obró en todo este período, como siempre, según los medios ordinarios: a través de la gracia habitual, suficiente a elevar a las almas a la santidad y a mantener la cohesión sobrenatural del Cuerpo Místico.

Roto aquel orden social impregnado por el Evangelio, llevamos al menos quinientos años de repliegue, con un asedio siempre creciente de la Iglesia por el mundo y una sociedad civil que reitera el grito del Viernes Santo: «no queremos que Éste reine sobre nosotros», habiendo devenido el grueso de las naciones otrora cristianas otros tantos territorios de misión. El testimonio del Evangelio ahora debe llevarse no sólo a hombres que profesan el non plus ultra de la razón, sino incluso a aquellos que -hijos y nietos de bautizados, cuando no incluso bautizados ellos mismos- creen saber lo suficiente sobre la doctrina cristiana como para tratarla con desdén. Y, para colmo y según las evidencias, Dios no entiende proveer los medios extraordinarios de persuasión con que dotó a los primeros cristianos para argüir más eficazmente al mundo -conforme a las prerrogativas del Paráclito- «en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio», lo que hace que ya casi nadie se convenza de la verdad del Evangelio: los prodigios -aunque engañosos- son ahora el recurso de la Segunda Bestia (Ap 13,13 ss., cfr. II Thess 2,9). Este panorama desolador, que hace del católico cabal poco menos que un paria (un excluido de la vida política, incapaz de influir positivamente en los destinos de la sociedad), se agrava con la apostasía de una enorme porción de los bautizados, muchos de los cuales conservan el alias de «cristianos» sin poseer la fe que otorga tal título. Entre distraídos y simuladores -o sencillamente entre adscritos a una nueva religión, la del Hombre- los viejos templos católicos y las añejas instituciones eclesiásticas han logrado mantener el mínimo de adeptos suficiente para que la disolución no se haga patente, para que el tránsito de la religión verdadera a una adulterada -que le parasita a aquélla sus estructuras temporales- pase del todo desapercibido.

Típica imaginería del "nuevo Pentecostés"
En este contexto, hablar de "nuevo Pentecostés" (como lo hizo reiteradas veces Juan Pablo II y lo siguió haciendo viciosamente el episcopado de todas las latitudes, impulsado por un como reflejo condicionado de optimismo) parece una broma cruel, a no ser que se quiera aludir de modo elíptico a un inminente reino post-parusíaco, como según una hermenéutica bastante disputada lo retrataría el capítulo xx del Apocalipsis. Pero nunca se aclaró que era esta expectativa la que se invocaba al hablar de "nuevo Pentecostés", lo que no impidió que la figura gustara y se siguiera explotando como un tópico.

En realidad, lo específico de los hechos de Pentecostés no fue la acción santificante del Espíritu Santo -cosa verificada en toda la edad cristiana, e incluso antes, según consta por la Escritura en el episodio de la Visitación, o en la Presentación de Jesús en el Templo, donde, exceptuados obviamente el Señor y su Madre, los otros protagonistas de los hechos aparecen «llenos del Espíritu Santo» (Lc 1,21; 2, 25). Lo específico de Pentecostés es una acción sensible y aleccionadora de la Tercera Persona divina para edificación de la Iglesia y conquista espiritual de las naciones: de ahí la efusión inicial del don de lenguas. Ahora bien: ni la Escritura ni la Tradición nos autorizan a pensar que un tal suceso vaya a repetirse -antes se diría que sugieren lo contrario. Que, alcanzado el máximo de su expansión temporal -como el arbusto de la mostaza o la masa hinchada por la levadura-, tuviera que sobrevenir una retracción tal que justificara aquella pregunta retórica del Señor: «cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?», no menos que las advertencias sobre el enfriarse de la caridad en aquellos tiempos. Es la Pasión de la Iglesia y no su apogeo temporal lo que cabe esperar antes de la Venida justiciera del Señor.

El "nuevo Pentecostés" de los discursos, al exhibir un triunfalismo ramplón y sin el menor anclaje en la realidad (como ocurre con el utopismo de ciertos slogans de Cáritas S.A.: recuérdese, entre nosotros, aquel risible «pobreza cero»), termina siendo desarmante para aquellos creyentes que, debiendo disponerse a librar el combate a que la hora insta, se abandonan al canto de las sirenas. No nos atrevemos a juzgar las intenciones del acuñador de la fórmula ni de su múltiples desperdigadores: nos consta, en cambio, que esto del "nuevo Pentecostés" mana un fétido olor, de fraternidad universal en la nuda condición humana, sin nada que remita al destino último del hombre. Se diría, de hecho, que algunos parecen valerse sacrílegamente del término para aludir, en osada antífrasis, a la Gran Apostasía.

martes, 19 de mayo de 2015

LA CATÁSTROFE QUE CONVOCAN

Haría falta un cronista-poeta anónimo (como el que cantó el «saco de Roma» con los luctuosos hechos grabados en sus retinas) para dar cuenta del saqueo hoy espiritual, acometido por colmo no ya por lansquenetes desorbitados sino por los mismos que tienen por cometido defender la Ciudad,

pues la nave de San Pedro     quebrada lleva la entena, 
el gobernalle quitado    la aguja se desordena,
gran agua coge la bomba        menester tiene carena
por la culpa del piloto      que la rige y la gobierna. 

Uno que nos vaticine el fin próximo de esta pesadilla, en el que ya cunden incluso obispos que hablan como hace sólo diez o quince años lo hubiera hecho el más enconado de los enemigos de la fe católica, insultando públicamente a los apóstoles o a la Magdalena sin recibir el menor apercibimiento desde Roma. Ni la basura de Charlie Hebdo suscita tanta repugnancia, pues acá al agravio a la fe se juntan la cobardía y la traición.

Hasta los fariseos de los tiempos de Jesús resultan dignos de honor en comparación con éstos: al menos de aquéllos pudo el Señor decir: «haced lo que dicen, pero no lo que hacen»: hoy no cabe imitarlos ni siquiera en lo que dicen, que

por la culpa del pastor     el ganado se condena.

Y qué fin podría esperarse de quienes, in virtute obedientia, se fían de pastores que tienen al falo por objeto de la visión beatífica, de bufarrones que recibieron las sagradas órdenes por un mal disimulado equívoco y que han hecho del sacerdocio una pantomima, y a los que sucesivos lances de bragueta les rindieron sedes episcopales, peleles a los que la apostasía, luego de matarles el alma, los arrastra por lugares infamantes y mil veces sórdidos, todos confirmados en sus extravíos por un jefe de verba inane e inmutable sonrisa, amigo de los enemigos de Cristo. Es la demolición invisible, la que por ahora deja incólumes los edificios, pero que -en virtud de esa estrecha solidaridad que suele haber entre las realidades espirituales y las de bulto- presagia una catástrofe próxima y bien tangible.

En ciertos países expuestos a los rigores de la guerra, los arquitectos y diseñadores de interiores que ofrecen sus servicios a las clases más pudientes idearon una así llamada panic room para esconderse ante la posible metralla, un cubículo fortificado en el que pasar lo peor de los bombardeos. Parece que en el Vaticano se ha solicitado a estos urbanistas para hacer frente a los rigores de la Parusía. Y que éstos, buscando una eficaz defensa, estarían facilitándoles a sus clientes sin saberlo el tránsito a su lugar de destino definitivo por medio de un profundo embudo que -se supone- llegaría hasta el centro de la tierra.



viernes, 15 de mayo de 2015

ICONOGRAFÍA NEOCATÓLICA PARA UN TIEMPO DE PAZ

Abrazo cósmico. Respuesta a la tragedia del 11 de setiembre de 2001
(tapiz) por Emanuel Demetrescu. Vaticano, Domus Sanctae Martae

Si, según la socorrida fórmula, a la lex orandi le corresponde su propia lex credendi determinándose ambas en causalidad recíproca, no será mucho suponer la incidencia de una lex intuendi, un cierto talante representativo, una impronta valorativa manifiesta en formas y figuras, capaz de ingresar con eficacia en la órbita de la fe y la oración, y siendo al cabo por éstas visiblemente informada.

De lo que se cree, así se pinta: que lo diga, si no, un fra Angelico. Lo mismo vale decir -sin la menor atenuación y como para dar una idea de la misérrima medida de la fe de nuestros pastores- de los disparates pseudoartísticos que, con profusión insensata, tiznan en nuestros días las iglesias, cuando no son estas mismas -en sus propias y opresivas líneas, en su deliberada frialdad e insipidez- las que profanan todo cuanto contengan. Como la capilla del albergue de Santa Marta, no sin algún acierto elegida por el papa Francisco para escenario de sus diarias homilías.

En aquella época de crisis que fue el inmediato pre-concilio, sesenta o setenta años atrás, no faltaron católicos indulgentes con el arte moderno (un Maritain allende el océano, o un monseñor Derisi entre nosotros) que argumentaban que, siéndole inherente al mismo arte moderno un cierto desasimiento de la materia en atención a la pura forma -y habida cuenta de que por la materia ingresa la imperfección al mundo-, cabía entonces esperar el tiempo de un arte depurado de excrecencias, simple con la simplicidad del espíritu, elevado a instancias de su humildad. Como si dijéramos: un promisorio inicio, una respuesta a flor de piel (es decir, "estética") a las aporías irresueltas de la hora. Es curioso que esta gente formada en el tomismo no supiera advertir el peligro de angelismo ínsito en tales intentos. La cosecha que los años arrojaron y la insobornable perspectiva temporal acusan al arte moderno de haber liquidado junto con la materia también la forma, de haber propiciado lo informe, de haber engendrado (luego de rechazar la vis representativa del arte) todo un aluvión de impostores y parásitos que medran del increíble prestigio que la nulidad alcanza entre nuestros contemporáneos. Acá también vale lo de «un abismo llama a otro abismo»: el abismo del no-ser solicitando a la industria y los desvelos humanos para una obra de aniquilación consensuada, la tradición o «acto de la entrega» trocada por el juego estéril de dilapidarlo todo. Se trata de que en las próximas generaciones no quede ni memoria de la baquía y el mérito de aquellos que, merced a esa peculiar ascesis que exige la creación de arte, se rinden a la belleza hallada y -en una operación irrenunciable para el bien común temporal-  la ofrecen a la pública ostensión.

Al neocatolicismo (es decir, a la religión del Hombre) ese carácter informe del arte moderno le es connatural, como lo es el que el simbolismo cristiano se vea sustituido por uno enteramente ajeno, a menudo conservando algún elemento de aquél para someterlo a una reinterpretación abusiva. Valgan los ángeles girando esas manivelas en el tapiz que reproducimos arriba para dar fe de esta irónica intención resignificante: los seres espirituales como garantes del mecanicismo universal. Los dos androides fundidos en un abrazo en medio de una atmósfera irreal grabada con los signos del zodíaco son el meollo del mensaje: el de una solidaridad meramente humana, sin nada en absoluto que remita a la obra de la Redención.

Y no esperemos ya otra cosa, que éste es todo el programa de Francisco, el hombre designado para apurar la torsión antropocéntrica de la religión conciliar. El mismo que enseñó recientemente a siete mil niños congregados en el aula Paulo VI, pujantes todos por sonsacarle alguna máxima sapiencial acerca de la receta para alcanzar la paz, que «todas las religiones tienen un mandamiento común: “amar al prójimo”. Y este amar “nos ayuda a la paz”, a “ir adelante en la paz"», con la oportuna especificación de que «todos somos iguales pero no nos reconocen esta verdad, esta igualdad», lo que motiva a menudo que cundan las injusticias: éstas y sólo éstas son, a la postre, las que impiden la paz.

La sala de audiencias, presidida no ya por la Cruz
sino por el engendro cósmico
Es cierto que la virtud de la religión entra en la órbita de la virtud cardinal de la justicia, incluso como su expresión más eminente: el primer mandamiento acentúa esta relación. Vulnerado este deber de justicia primordial, no es extraño que cunda toda suerte de atropellos entre los hombres.  Pero es claro que acá no se insinúa nada de esto, y que al igualitarismo civil como garante de la paz mundana se le adjunta el igualitarismo de las religiones, poseedoras -presuntamente todas- de un mandamiento común. Al modo de los gorgojos que atacan la harina, pronto llegará la exposición oficial de la eucaristía a su recepción sacrílega -allí donde todavía se la celebre válidamente. De lo que se trata es de promover la «igualdad» revolucionaria, cuyo auténtico y solapado nombre es individualismo crudo y descarnado.

Para esto hacía falta un demiurgo orbital ceñido de una imaginería que actuara a modo de corifante de su programa. La horrible y novedosa iconografía que adorna las estancias papales le ofrece el marco más adecuado a este programa, que ya va siendo el más grande desafuero de la historia.

lunes, 11 de mayo de 2015

LOS CASTRO, EN EL REDIL NEOCATÓLICO

Si la flamante reanudación de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba sirvió para demostrar que no era tan irreductible la enemistad entre ambas naciones, que las ideologías que sustentan a uno y otro régimen son pasibles de reencontrar aquel cauce común que abrió la Revolución de 1789 («izquierda» y «derecha», se sabe, son categorías dimanadas de la ubicación de los diputados en los escaños de la Convención francesa), lo que faltaba, para soldar la síntesis, era el bitumen espiritual que aportara un líder religioso mundial, uno que consagrara la coyunda política con la misma indulgencia con la que hoy, en otro plano del descarrío, se bendicen las uniones concubinarias, incluso entre maricas. Era demasiado obvio colegir quién desempeñaría ese papel, toda vez que los astros -o las maquinaciones de la alta política, incluida la política clerical-  han querido concurrir todos a este desenlace de las tensiones seculares con miras a instaurar de una buena vez el paraíso en la tierra. Francisco lo hizo, y ¿quién si no?

- ¿Mi sabiduría, mi modestia y mis virtudes?
¿Cómo, Raúl? ¿Sos lisonjero, o acaso irónico?
«El Papa está haciendo que vuelva a ser católico [...] Salí impresionado por su sabiduría, por su modestia y todas las virtudes que sabemos que tiene. Yo, y el círculo dirigente de mi país, leo todos los días los discursos del Papa. Y le dije que si sigue hablando así volveré a rezar y volveré a la Iglesia católica y no es broma»: tales las petardistas razones de Raúl Castro ante los cagatintas, que hacen pensar en la definitiva suplantación del concepto de lo «católico» por otro de nuevo y paródico cuño que remite en todo caso a la universalidad del egotismo, a la minuciosa corrupción del mayor número de gentes según la ley del orgullo, donde cada minúsculo ácaro humano se erige en impugnador de la ley divina sin el menor aviso de la conciencia. Porque -convengamos en lo obvio- acá no se trata de la clamorosa conversión in articulo mortis del viejo tiranuelo arrepentido de sus crímenes, sino todo lo contrario: en la "conversión" de la Iglesia a la buena nueva del materialismo dialéctico, o al ateísmo sin más, y todo en el marco de una exasperante mediocridad de palabras y acciones de la que nadie parece percatarse, tal el letargo. "Si [Francisco] sigue hablando así..." añoraremos las ciegas embestidas de un Nietzsche o un Baroja, enemigos al menos más talentosos.

En esta confusa sazón, aparte de los consabidos favores del capital financiero para con la propaganda cultural marxista, caben otras paradojas aún más chirriantes: «soy comunista y como saben en el pasado uno no podía ser miembro del Partido Comunista si era católico», según Castro, haciendo implícitamente notar que en el presente sí se puede ser comunista y católico. En el pasado, ciertamente, León XIII podía calificar al comunismo como «mortal enfermedad que se infiltra por las articulaciones más íntimas de la sociedad humana, poniéndola en peligro de muerte», y Pío XI no atendía a respetos humanos al referirse al bolchevismo como a «satánico azote» portador de «una idea aparente de redención» al que «un pseudo ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad en el trabajo satura toda su doctrina y toda su actividad con un misticismo falso que halaga a las masas». Ni el elocuente magisterio de sus predecesores ni el saldo histórico de cien millones de muertos a instancias del marxismo bastaron para que Bergoglio dejara de encontrar a éste llevadero e incluso benéfico, ni hicieron temblar su mano al momento de quemar su acostumbrado grano de incienso a la corrección política.

Como aquel flautista del cuento, que con sus melodías conducía engañadas a las ratas que infestaban el pueblo para que se lanzasen al río a morir, era menester arrastrar las multitudes al puente que se yergue sobre la Gehenna, término de su ilusión antropolátrica. Nada mejor que un pontifex para tal cometido, un flautista bien compenetrado con su labor, dispuesto a lanzarse él también a las aguas letales: el mismo que últimamente estuvo telefoneando a una conocida activista italiana pro-aborto, enferma de cáncer, para alentarla en "su lucha".

Los carbonarios del siglo XIX podrán al fin jactarse de que sus desvelos alcanzaron fruto. El naturalismo, largamente abonado desde los días de la Ilustración, ya logró abatir los últimos bastiones. Sobrada razón tenía Donoso Cortés al proyectar las falaces doctrinas bogantes en su tiempo, con sus consecuencias harto multiplicadas, en un presente cada vez más parecido al nuestro: «es imposible no echar de ver en ellas el signo misterioso, pero visible, que los errores han de lle­var en los tiempos apocalíp­ticos. Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formida­bles, no me sería difícil apo­yar en poderosas razones de analogía la opinión de que el gran imperio anticristiano será un colosal imperio de­magógico, regido por un ple­beyo de satánica grandeza, que será el hombre de pecado».

martes, 5 de mayo de 2015

POSTA PARA EL PAPA

Cuando se supo, hace ya un tiempo, que la estrategia de mercadeo de la imagen pontificia alentada por la propia Santa Sede incluía una invitación universal a escribirle a Francisco por correo postal, las papeletas empezaron a irrumpir como nunca en los Sacros Palacios, para zozobra de los barrenderos. Y no era para menos en un mundo de atormentados: «cada vez son más los fieles y los infieles que sienten el deseo de confiarle al Santo Padre las propias preocupaciones y pedirle una oración. Pero no sólo esto: hay muchísimos que envían al papa Francisco poesías, cartas y otros objetos para demostrarle al Obispo de Roma su afecto», decía hace más de un año un medio italiano, para luego alentar a los interesados a dirigirse a Sua Santità Francesco, Casa Santa Marta, 00120 Città del Vaticano. No hace falta detallar cuántos y cuán sensibleros comentarios y mensajes de apoyo a Bergoglio llovieron también sobre el medio digital que ofrecía tamaña bagatela. Ni es menester recordar los resultados de tal iniciativa, a juzgar por las clamorosas ocasiones en que Francisco se sirvió alzar el teléfono para invitar a alguno de sus remitentes a comulgar sin parar mientes en las disposiciones requeridas.

Hartos de verificar la latitudinaria vocación a tragarse sapos -y no sin ánimo de revancha-, nos hemos sorprendido en el mester de enviar nuestra epístola a Francisco pero no al modo acostumbrado, insertando mansamente el sobre en el buzón, sino haciendo un diminuto bollo con la misma y tratando de embocarlo en alguno de los orificios del conocido «juego del sapo». Es más: hacíamos de cuenta que la boquiabierta «vieja» que ocupa el fondo del tablero era el propio pontífice, y nos esmerábamos en hacer blanco en esa gruta de proferir desatinos y blasfemias. Es poco probable que la certera puntería alcanzada en alguna ocasión haya sido premiada con el despacho de la carta hasta la Santa Sede a través de conductos invisibles, o llevada por alguno de los cuervos que frustran de sólito el lanzamiento de palomas desde el balcón papal. Su contenido, es cosa casi segura, no alcanzará nunca las retinas de Francisco.

La carta que sí esperamos haya llegado a las manos del Papa es aquella que reproduce Castigat ridendo mores, tomada a su vez de una publicación italiana del pasado mes de enero. Y dice, con filial reverencia:

Santidad:
           Mi madre decía siempre a sus siete hijos:
“...el demonio existe realmente sobre la tierra para inducir a los hombres en tentación.
Lo probó también con el mismo Jesús mientras estaba en el desierto para hacer penitencia. Pero ustedes no deberían nunca tenerle miedo, si se acercara demasiado, aunque bajo la falsa apariencia de un ángel; ustedes pueden usar siempre contra él un arma fácil e infalible: hagan inmediatamente la señal de la Cruz y aquél desaparecerá e irá a refugiarse en lo más profundo del infierno donde ha sido condenado a permanecer eternamente”.
          Yo estoy convencida que el haber puesto en práctica el consejo de mi madre, me ha                  
          salvado de las insidias del maligno.
Pero ahora, un extraño fenómeno me embaraza: cada vez que veo avanzar sobre la pantalla televisiva su figura sin adornos – pero inmersa en un mar de exaltada humildad-, será por vieja costumbre -pues sí, lo confieso-, yo un bello signo de la Cruz me lo hago (“io un bel segno della Croce me lo faccio”).
          Pero siempre en Dios Nuestro.
Vuestra devota. M. G. Bo.