jueves, 27 de noviembre de 2014

UN ARTE PARA LA APOSTASÍA

En tren de atenernos a la novedosa y bergogliana sustitución del concepto de Iglesia como «Cuerpo Místico» por el más aséptico y anguloso símil del «poliedro», se podría abordar la desazonante crisis eclesial desde cualquiera de los múltiples costados del cuerpo geométrico, encontrando entre ellos una diáfana coherencia recíproca. Y es que las miasmas hallan copiosa vertiente en cualquiera de los múltiples planos a escrutar: en el de la fe, en el de las costumbres, en el público testimonio. Nada que no se sepa a suficiencia: apostasía por acá, mundanización acullá; lascivia agravada por el uso contranatural en enteros seminarios; rapiña de cargos y prebendas; nepotismo o amiguismo indisimulados en la curia; «creativismo litúrgico», etc. Era sazón como para entronizar a un Hildebrando, pero los cardenales eligieron a Bergoglio.

Una de las aristas implicadas en tan descomedido desorden, como no podía ser de otra manera, es la que trata de la representación de la belleza, tan necesaria ésta para el culto. Aludimos en concreto a las artes pictóricas, a la escultura, a la arquitectura, a todo aquel apéndice sensible del mensaje evangélico que en pasadas edades (cuando la lecto-escritura era de adquisición minoritaria) inspiró aquello que se dio en llamar la Biblia pauperum.

Paradójicamente, y pese al éxito de corrientes "teológicas" como la Teología de la Liberación y afines, a los pobres de nuestros días les fue quitada la belleza de los templos -a menudo único refrigerio accesible en medio de los habituales rigores de la pobreza- a manos de quienes se dicen su defensores. El caso es que para todos, pobres y ricos, se empezó sustituyendo hace ya unos cuantos años los antiguos altares, tan bellamente labrados, por esos fríos dólmenes de factura industrial, cortados a implacable escuadra, que hoy afean multitud de basílicas y catedrales y las gravan con una nota de incomprensible arbitrariedad. Y aunque allí no haya parado todo, ya que abyssus abyssum vocat y a una defección sigue por regla un tropiezo y otro y otro, y como para que nos sintamos más que librados a la buena de Dios en este árido desierto poliédrico en que devino la Prometida del Cordero, ahí lo tenemos al cardenal Scola, papabile como el que más en el último cónclave -quizás el más próximo en orientación teológica al renunciatario Benedicto y número casi puesto, de no haber prevalecido el zorruno equipo que cabildeó a Bergoglio-, helo, pues, al arzobispo de Milán inaugurar una esperpéntica imagen de bulto -3400 kilos de mármol- comisionada al escultor Tony Cragg para ser colocada bajo uno de los arcos ojivales del célebre Duomo con el fin de acoger a los fieles en su ingreso al templo.




La imagen está inspirada, dice el autor, en la célebre Madonnina, icono de la Sede ambrosiana, cuya similitud con el mamarracho en cuestión puede apreciarse a continuación:




Aunque con vana intención encomiástica y con la jerga al uso en estos deplorables casos, quizás no podía explicarse mejor el desaguisado que con las palabras de Angelo Caloia, presidente de la Fábrica del Duomo: «contemplando la gran obra de Cragg resulta librada a cada espectador la posibilidad de vivir la misma emoción del escultor, entrando en diálogo con la forma artística en busca de una clave de lectura personal. Las líneas se desvanecen, las formas se abren: la paradoja está también en la posibilidad de hacer diversas interpretaciones». [Puede leerse más sobre el particular aquí]

Lo dijo bien redondo Gómez Dávila: el diablo patrocina el arte abstracto, porque representar es someterse. El arte abstracto confirma de manera más que convincente la banalidad de los tiempos que corren, y en el aplauso que ese vulgo semiculto que acude a los museos de arte moderno dispensa a los adefesios insípidos que le ponen delante, hurgando virtud en la nulidad, en esto se refleja la tragedia soez del arte y de los gustos modernos.

Que la regulación maquinal de la existencia llevase a la postre a esto no debe sorprendernos: lo irritante es la amistosa recepción de la Iglesia a semejantes bodrios, que podrían considerarse blasfemias más o menos solapadas. Lejos, casi como en otra era geológica, queda la condena fulminada por el Santo Oficio en 1921, en tiempos de Benedicto XV, contra la Pasión del Señor representada en clave expresionista por el artista belga Albert Servaes, de la que se consideró oportuno «prohiberi ipso iure, ideoque statim removendas esse ab Ecclesiis, Oratoriis, etc.» por el simple e irrebatible motivo de que la nueva escuela pictórica desfiguraba esas realidades eminentes que son el rostro y el cuerpo humanos. Lejos, muy lejos queda toda indagación metafísica acerca de la belleza como trascendental del ser, y por lo tanto subsidiaria de la verdad y del bien, como así también de la forma como inscrita en las perfecciones limitadas de los entes.

Con mayor o menor éxito, el arte procuró siempre adunar el talento ejecutor con la riqueza simbólica (y esto consta en el mejor arte religioso, y lo vuelve elocuente, resonante a largo, capaz de instar a gozosa admiración). Si el arte moderno se caracteriza, en cambio, por su apelación a lo deforme, a lo informe, lo clamoroso del caso es que esta misma insensata rebelión ya se aposentó en el Lugar Santo. Allí donde, para sostén doctrinal de su rabiosa iconoclasia, el Papa del fin del mundo se atrevió a oponer dialécticamente «plenitud» a «límite» en el nº 222 de ese pastiche escrito que intentó colar en el Magisterio. Todo un programa para el moderno arte religioso, mudo como aquel endemoniado del Evangelio (Mc 9,14 ss.) pero de redención menos probable, ya que rehusó los medios aprontados por el propio Dios para su cura.