sábado, 18 de octubre de 2014

EL INMINENTE POST-SÍNODO

Salvo sorpresas no previstas, no parece que haya que esperar otra cosa, concluido el Sínodo, que una continuidad en la indisciplina bogante en lo relativo a la práctica sacramental. Bautismo y comunión para todos y todas, sin requisitos, con profusión de escándalos y fandangos, según el estilo impuesto por la mugrienta política local e increíblemente exportado cabe el Tíber. Y es que bajo el auspicio del Papa que no cree en un Dios católico pero sí en un Dios peronista (es más: que considera incompatible la profesión de fe trinitaria con la proposición «Dios existe»), bajo la mirada del pontífice que confunde a la Iglesia con una Unidad Básica, hoy se firmó, luego de encendidas disputas en el aula sinodal tras el matorral de despropósitos consumados en los últimos días, una especie de «alto el fuego» entre los obispos. Fórmula de compromiso si las hay, incapaz de convencer a quien aún conserve un hálito de sensu fidei, fue la carta blandida después de barajar y dar de nuevo a expensas de la pestilencial Relatio post disceptationem del pasado lunes, que urgió la lima por razones obvias.

Pero acá no era cuestión de limas ni de emplastos. A la Relatio, definida con razón  por algunos -aun en su condición de "borrador" exhibido con sospechosa generosidad- como el documento más desgraciado emitido por la Iglesia en los dos mil años de sus existencia, en lugar de repudiarla con inequívoco rigor se le dio lo que entre nosotros y prosaicamente suele llamarse el "baño del polaco", esto es: un lavaje somero, sin mayores exigencias, como para hacerla apenas presentable a la vista de todos. Constan, en el así titulado Mensaje de la Asamblea del Sínodo sobre los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización, pasajes tan inquietantes como los que siguen (las cursivas y los paréntesis son nuestros):

- Los fracasos [matrimoniales] dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana.
- Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie. (Ni la menor alusión a la parábola de los invitados a la boda (Mt 22, 1 ss), en la que el que asistió sin el vestido de fiesta fue atado de pies y manos y arrojado afuera, a las tinieblas)
- ...en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.
La propuesta que debía ser definitivamente aventada, a lo que indica este último pasaje, sigue en pie. Y las inexactitudes en los términos (cosa que empece gravemente a la misión docente de la Iglesia), por supuesto que también. Caemos en la cuenta de que, pese a la resistencia que provocó la inverecunda Relatio en la mayoría de los obispos presentes (que se muestran aún moderadamente capaces de distinguir el gato de la liebre y no se dejan imponer un escabeche adulterado así no más), la lucha sigue siendo favorable a los más malos, porque no sirve oponerse al modernismo con armas liberales -esto es, con pólvora mojada.

Menos mal que salieron al ruedo algunos de los participantes laicos en la magna asamblea, como la pediatra argentina Zelmira Bottini de Rey, a reconocer que en la malparida Relatio «no fue muy feliz» la redacción de párrafos como el que sostiene (n. 50) que «las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana» porque, asegún la doctora, «en primer lugar (...) se habla de personas homosexuales y, en realidad, la homosexualidad no es algo ontológico en una persona, sino que se tendría que haber dicho personas con tendencia homosexual», siendo «muy importante dejar en claro (...) que todas las personas con orientación homosexual tienen la misma dignidad que todas las personas, porque la dignidad no pasa por la orientación sexual». Era menester, para hablar claro de una buena vez, que la dignidad es, en principio, común a todos los hombres, pero que ésta se pierde, o al menos se vulnera, a instancias del pecado. Y que no hay una irrestricta admisión de todas las "tendencias" en el seno de la sociedad de los elegidos. Para no abundar en que la fumosa categoría de "personas homosexuales" empleada maliciosamente por los autores del pérfido texto está tomada literalmente del Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2359) promulgado bajo Juan Pablo II, que usa de notoria discriminación cuando en los parágrafos pertinentes no aplica la misma deferencia para con las "personas homicidas" o las "personas idólatras".


Con razón cierto político italiano se quejó últimamente de las reticencias que su partido encontraba para tratar el asunto de los "matrimonios" homosexuales: «el debate que se está sosteniendo es más bien humillante, y ciertamente no podemos permanecer un paso atrás respecto del Sínodo y el Papa». A la vanguardia de las proclamas más aberrantes: así la han dejado a la Iglesia ante la opinión pública. Capitanes de este cambio abrupto de fachada, una recua de obispos perversos con nombre y apellido; lansquenetes de los mismos sin acaso saberlo, los prelados emasculados por el post-concilio.

Cundirá ahora, a no ser que Dios nos depare un insospechado giro en los acontecimientos, un adensarse los más fétidos abusos, el desbocamiento de una demencia inclusivista sin reparos. Y el ascenso imparable de aquellos mismos prelados a los que debiera penarse con la portación del sambenito. Una agonía, en fin, que sigue prolongándose, justo cuando esperábamos del Sínodo -pese a toda la impostura de su convocatoria- la criba purificadora. Aunque ellos se quedaran con los templos.

Y es increíble el camino que hizo, como ariete de la entronización del hombre, el remozado concepto de misericordia, desde aquella vidriosa devoción de sor Faustina Kowalska hasta la manipulación definitivamente soez que  Francisco procuró del término, refundiéndolo. Si la monja polaca sentó una disonancia doctrinal, haciendo de la misericordia el principal de los atributos de Dios, lo que hace a su vez a Dios ontológicamente dependiente de su criatura, que es el objeto de su misericordia (Dios debió crear necesariamente al hombre para actuación de ese atributo «principal»), la Iglesia post-conciliar, junto con la rehabilitación de este mensaje que Pío XII y el propio Juan XXIII habían colocado en el Índex, vio en la misericordia el más eficaz salvoconducto de todos los desmanes pastorales y, por ello, doctrinales, mirantes todos a la mayor gloria del hombre. Lo explica inmejorablemente Thibaud Collin: «este concepto de la misericordia se asemeja extrañamente a la tolerancia en cuyo nombre la mayoría de las sociedades civiles de Occidente han roto el amarre, en las últimas décadas, de la ley política con la ley moral. En buena lógica, la legitimación de la excepción arruina simplemente toda norma. La norma, rebautizada "ideal", ya no estorba más a la persona desde el mismo momento en que aparece como reservada para una élite. El llamado universal a la santidad proclamado por el Concilio Vaticano II se convierte en una opción entre otras. Este texto, que introduce un nuevo método, desestabiliza la doctrina cambiando su estatuto. La doctrina pastoral desconectada de la doctrina se identifica con el arte de hacer excepciones a una ley vista como impedimento de la misericordia.»