jueves, 18 de septiembre de 2014

¡CRISTO VENCE! o bien LA REHABILITACIÓN DE LA VERDAD

Caída de Babilonia, tapiz de Angers (siglo XIV)
Ya se está volviendo inequívoca la identificación de la Babilonia del Apocalipsis con la Roma actual. Y aquellas «siete cabezas que son siete montes sobre los que se asienta» (delicia de la exégesis de Lutero, que veía en estos rasgos los inconfundibles rasgos orográficos de la Ciudad Eterna) bien podrían enumerarse como apostasía, laxitud, ambición, impureza, falsía, cobardía y traición, cuando no más resueltamente como los siete pecados capitales colándose en cuanto dicasterio y congregación les hiciese lugar.

La infiltración capilar de porquerías más o menos menudas (es decir: más o menos grandes) le ha dejado el paso, en los últimos dieciocho meses, a un abultado alud de fango y nequicia capaz de petrificar a los hombres en sus vicios, tal como la lava que otrora cubriera a Pompeya y Herculano. Si no pueden augurarse buenos frutos del mal árbol, acá están, puestos en triste y definitiva evidencia, los frutos del modernismo y sus alias y refritos (teología de la liberación, "cristianismo adulto", Escuela de Bolonia, etc.). Nadie, ni aun el más badulaque entre los memos podrá negar la asociación (siquier de coincidencia temporal, ya que no se la quiera admitir causal) entre el progresismo en vigorosa epidemia y la vigencia y promoción de los más repugnantes delitos que podían afligir a clérigos: pederastia, desfalco, mundanidad soez. Y ahora, como guinda del postre, el caso de narcotráfico que salpica a un cardenal argentino de mala trayectoria, muy cercano a Francisco, por lo demás.

A este paso ya no queda sino seguir asistiendo al doble ritmo del despiece tal como se lo ha emprendido con la mayor resolución: por un lado, la máxima permisibilidad en la praxis sacramental, con misas-cambalache, con parodias de bodas homosexuales ante el altar, admisión de los adúlteros a la comunión, etc., junto con la ostensible degradación de la dignidad religiosa de la Jerarquía, cada vez más dada a departir ante las cámaras con la hez de la farándula. Es la parte que toca al espectáculo, por muy mal gusto que se le reconozca. Por el otro lado, la remoción paciente de todo lo que represente algún resabio de integridad doctrinal y de decoro cultual. Para engrosar aún más el tendal de misericordiados, si no bastaba con el fundado rumor de la inminente salida del cardenal Burke del Tribunal de la Signatura Apostólica, ahora Tosatti filtra la especie según la cual Bergoglio «habría pedido el elenco de los obispos que incardinan en sus diócesis a los frailes Franciscanos de la Inmaculada que quieren abandonar la Orden después del comisariamiento y la re-educación obligatoria», y no seguramente para felicitarlos.

Pero para no quedarnos en nudas descripciones ni lamentos de los horrorosos hechos en cascada, queremos (y para alivio de la conciencia y exigencia de simplicidad) remontarnos al menos a una de las principalísimas causas de este desastre. Pues comprender el proceso de apostasía en su mismo origen ha de servir eficazmente a prevenirnos, según aquella exhortación paulina (Ef 5,11): «no toméis parte con ellos en las obras infructuosas de las tinieblas; por el contrario, condenadlas abiertamente, porque las cosas que ellos hacen en secreto da vergüenza decirlas», aunque cumple al fin alumbrarlas por su nombre propio, pues «todo lo que es manifiesto es luz».

Y notamos que la voluntaria liquidación de las certezas está en la base de la decidida deriva hacia el abismo. Romano Amerio había llamado "la dislocación de la Monotríada" a aquella contestación de la doctrina de las procesiones divinas según la cual el Espíritu Santo «procede del Padre y del Hijo», y no sólo del Padre, como lo pretendieron los cismáticos seguidores de Focio. La consecuencia que esta omisión proyecta en la misma concepción de las cosas humanas se funda en la remota analogía existente entre las recíprocas relaciones personales en la Santísima Trinidad y las potencias superiores del alma humana (memoria, inteligencia y voluntad), e incluso en la estructura metafísica de lo real, según el símil felizmente esbozado por san Agustín en su tratado De Trinitate. Al remover al Verbum (Sapientia Dei) para hacer proceder la Charitas exclusivamente del Esse, la repercusión en la esfera de la religión no podía ser mayor. Pues si  la causalidad que cursa del ser a la verdad y al bien ya no es admitida, el bien ya no se busca en tanto que conocido, sino que se hace objeto de ciega adhesión.

Sabemos que, al menos desde el nominalismo, esta afección, con carácter creciente, ha ido removiendo los cimientos de nuestra civilización hasta propiciar la perversión del espíritu, y en un grado que se diría irremontable. Mil consecuencias se le reconocen, desde aquella urdimbre de «ideas cristianas que se volvieron locas», de que Chesterton decía estar conformado el mundo moderno, hasta el abandono del principio del operari sequitur esse a trueque de aquella que Pío XII llamó la "herejía de la acción". El último bastión a demoler era la Iglesia, inficionada desde hace décadas por esta calamidad.

Es harto comprensible que el más remoto de los curitas rurales ose sermonear la baladita baladí de que la fe «no es adhesión a unas fórmulas verbales, sino sólo confianza», indefinida confianza nada más, si es el propio pontífice quien propala sin pausa este género de dislates. Ejemplos tomados de esa obra diaria de socavación que son sus homilías podrían citarse hasta el cansancio. Baste lo que declaró hace casi un año, en la entrevista concedida a Civiltà Cattolica: «buscar y encontrar a Dios en todas las cosas deja siempre un margen a la incertidumbre. Debe dejarlo [...] Si uno tiene respuestas a todas las preguntas, estamos ante una prueba de que Dios no está con él». Sencillamente pavoroso, aparte de inicuo.

De resultas de lo cual, alguien se refirió a Bergoglio como al campeón de una cierta "teología de la inquietud", pero no precisamente en el sentido del irrequietum cor del de Hipona, sino más bien en el de una jactanciosa exposición actoral de las propias dudas y vacilaciones doctrinales, tan inadecuadas al munus petrino, consistente ante todo en el «confirmar en la fe» a los hermanos. Más bien se destaca el método asistemático que el Obispo de Roma se gloría aconsejar para la formación de los jóvenes, a quienes no hay que decirles «cosas demasiado ordenadas y estructuradas como un tratado». Ya se sabe que la lógica no es más que un lujo superfluo para eruditos.

Por eso que la violencia en el ejercicio del mando, descomedida hasta la exasperación, se deba explicar por la inaudita situación de que al gobierno de la Iglesia hayan sido puestos hombres que ya no son ¡qué digo católicos!, ni siquiera sensatos. Es la indistinción la que se busca, el volver a ese Χάος que Hesíodo situaba en los orígenes, cuando el todo informe no había aún cobrado sus atributos diferenciales. Se pretende desmontar el orden querido por Dios, que separó las tinieblas de la luz, y para ello se atribuye a la realidad un sustrato onírico, en el que (como es propio de los sueños) cualquier cosa es posible, y un hombre puede ser mujer y un momento después puede ser rata. Son las consecuencias prácticas del rechazar el primado del Logos sobre la realidad, por lo que no debe extrañar que sacerdotes formados en esta atmósfera de gnosticismo y bitumen acaben por bendecir el amancebamiento de maricas.

Acá tenemos una clave interpretativa de aquel pasaje (I Io 2,23) en el que san Juan Apóstol revela la identidad del Anticristo: el que niega al Hijo no posee ya al Padre. Negar al Hijo no supone sólo el rechazar su condición divina y su mesianidad, cosa bastante obvia. También supone rehusar el orden pensado y querido por Dios y puesto bajo los pies de su Hijo, que también se llama su Inteligencia. Porque la convertibilidad del bonum y el verum no puede fundarse en la confusión de los seres, sino en la debida disposición ontológica tal como ésta salió de la mente y las manos del Creador. Asoma también aquí la clave de esa rotunda afirmación del Señor: ¡bienaventurado aquel que no se escandaliza de mí! (Lc 7, 23).

Abierta ya la caja de Pandora y sueltos y campantes los males derivados de la apostasía, conservemos nosotros esa esperanza que se quedó cautiva, ajena a tan espantoso cuadro. A la tiranía de Satanás, pergeñada en oscuros habitáculos con la complicidad de clérigos mercenarios que el Señor está por vomitar de su boca (Ap 3,16), opongámosle la certeza de un triunfo cósmico a plena luz: el de la Creación renovada a instancias del Cordero. Será la hora de proclamar, ante las fauces de una Jerarquía que se escandaliza del suave yugo de Cristo, el ¡Cristo vence! con valor adversativo. ¡Cristo vence! y desbarata los planes de sus adversarios. ¡Cristo vence! y revela el juicio de Dios ante el atónito desengaño de sus opugnadores.