martes, 12 de agosto de 2014

EL ZORRINO Y LOS PERROS

Se nos perdonará el delito de adobar este espacio con un relato personal que involucra, en todo caso, a seres irracionales, y no a lo que habitualmente acá tratamos. Sirva al menos como recreo, en la convicción de que las realidades naturales suelen subordinarse a modo de símbolos eficaces a las sobrenaturales, reflejando por una lejana analogía su fisonomía y sus recíprocas relaciones. San Buenaventura y fray Luis de Granada, entre otros, supieron señalar ese tránsito del nivel sensible y patente a una ulterior instancia de significación latente, lo que los hizo advertir en cada criatura -y en sus hábitos, y en sus intercambios- una como propedéutica a las realidades supremas. Auxíliennos ellos, pues, en este cometido de contar un caso en el que los protagonistas son animales, no menos que en la tarea de suscitar una correspondencia admisible en ámbito no ya humano, sino incluso sacro.

No es tan raro que alguien vea su sueño interrumpido por algún ruido, o bien por un dolor que lo asalta: cualquiera conoce de esto. Quien suscribe estas líneas -que, como algunos lectores saben, vive en un medio rural, en la dilatada pampa- se despertó sobresaltado hace una noche, a instancias de un desagradable y fuerte olor que intentó vanamente reconocer. Los insistentes ladridos le dieron la pista: un zorrino (en otras latitudes llamado mofeta, y por los cronistas de Indias «zorrilla hedionda») había sido acorralado por los perros, justo en la galería exterior de la casa. La bestia se había defendido usando de su proverbial recurso, del que nuestro olfato tenía suficiente y desagradable experiencia mediando una distancia de ciento o más metros, pero que no había percibido aún tan de cerca, con todo su apremiante rigor, digno de tenerse (en su penetrante, flamígera acritud) por una de las penas de sentido que aquejarán a los réprobos después de la resurrección.

Esto ocurrió una larga hora antes de amanecer, tiempo columpiado entre laudes y mates, con el telón sonoro de los ladridos, la agitación perruna. Habiendo ya clareado bastante y contando entonces con mejor vista, la decisión de retirar una a una las tablas de madera que ocultaban al intruso agazapado dio lugar (después de mover la última y de haber soportado el olfato varios sucesivos latigazos, suficientes a replegarlo a uno una y otra vez en busca de mejores aires) al intento de fuga de éste, detenido por los atentos canes que fueron otros tantos rayos.

El resto lo hizo el hombre y la vara de su diestra mano. No deja de ser admirable en esta historia la fidelidad y la perseverancia de los perros, que aun corriendo momentáneamente enloquecidos con cada fétido saetazo recibido en pleno rostro, volvían a la carga, convencidos de su misión.

¿Hace falta señalar que el símil no se ajusta a lo que vemos hoy en la Iglesia, a la que más bien le cabe la irónica invitación de Isaías (56, 9ss): «¡Bestias del campo, fieras de la selva, venid todas a devorar! / Sus guardianes son todos ciegos, ninguno de ellos sabe nada. Todos ellos son perros mudos, incapaces de ladrar»? ¿Hace falta recurrir a ejemplos, indecorosamente prolíficos en todas las católicas modernas latitudes? ¿En qué lejana edad geológica quedaron calificaciones como la de «pestilencial», tan atinadas para los errores que afectan a la fe y tan felizmente recurrentes en el Magisterio cuando éste todavía hablaba claro? ¿Acaso los centinelas pretenden hibernar todas las cuatro estaciones? ¿Quién ladrará, el zorrino?

A decir verdad, la Iglesia ya no puede cumplir el mandato de «amar a los enemigos y orar por los perseguidores»: el irenismo (doblado en sincretismo) y la infiltración cada vez más desembozada de fieras cerriles en sus propias filas se encargaron de anular la noción misma de «enemigo». Ahí está el caso del dizque obispo anglicano, a quien el entonces cardenal Bergoglio disuadió de entrar a la Iglesia, y que hoy recibe sepultura junto a obispos católicos. Para no hablar del obispo canario que bendijo el matrimonio sodomítico de un profesor de religión. 

Christi bonus odor sumus Deo, podía decir el Apóstol (II Cor 2,15). A instancias de tantísimos clérigos que han hecho de su ministerio un mero metiére, una renta segura, se prefiere hoy incensar el altar con el hedor del más plácido cretinismo, de los vicios más viles, de la cobardía de quienes debieran ladrar. La "retroalimentación" obra eficazmente, y la lex credendi ya se ha hecho una con la lex orandi de Caín.