viernes, 25 de julio de 2014

SANTIAGO Y EL ECUMENISMO

Santiago Matamoros, al frente de los nuestros
El nombre de Santiago evoca la virtuosa resistencia al invasor, la delimitación de campos con el hereje, la repulsa del enemigo del nombre cristiano. Música para los oídos de las huestes de la Cruz, aquel «¡Santiago y cierra, España!» acabó por asociarse indisolublemente a Las Navas de Tolosa, cuando el moro era victoriosamente enfrentado por los reyes de Castilla, Aragón y Navarra, doscientos y más años antes de que España volviera a constituirse en unidad política. El santo nombre del Apóstol cifra entonces varias de las certezas entrañadas en nuestra fe, a saber: la eficacia recíproca que se entabla entre plegaria impetratoria e intercesión, adscritas ambas al misterio de la communio sanctorum; la afirmación de la guerra justa; la necesaria fundación de la nacionalidad sobre un común principio religioso.

Por renunciar a la acometividad que exigían las circunstancias, el reino godo se vio despojado en un tris por los secuaces de la medialuna. Si el romancero supo reprochárselo a aquel rey indolente:

si duermes, rey don Rodrigo,
despierta por cortesía
y verás tus malos hados,
tu peor postrimería,
y verás tus gentes muertas
y tu batalla rompida,
y tus villas y ciudades
destruidas en un día,

¿qué versos merecerían hoy aquellos obispos desertores que, como el francés Michel Dubost, presidente del Consejo para las Relaciones Interreligiosas, saludan a los muslimes con ocasión de una de sus fiestas religiosas señalando que «los trágicos acontecimientos de Nigeria, de África Central, de Siria, de Irak, e incluso quizás más aquellos de Gaza conturban profundamente a todos los ciudadanos de nuestro país», pues «estas tragedias implican a menudo a los musulmanes, y aquellas personas excluidas, heridas, asesinadas, desplazadas, exiliadas, son mayoritariamente musulmanas»?

Es sabida, por cuestiones atinentes a la psicología del pecado, la facilidad del tránsito de un vicio al suyo más contiguo, y de éste al consecuente, en una cadena más férrea e inflexible que las que sujetan a los prisioneros luego vendibles como esclavos. Qui facit peccatum, servus est. En el caso que nos ocupa, y habida cuenta de que son éstos precisamente los días de una ofensiva sanguinaria del Islam -armado ¿paradójicamente? por Occidente- con el saldo de millares de víctimas cristianas en Medio Oriente y norte de África y la desaparición abrupta de comunidades cristianas milenarias, salutaciones como las del obispillo ilustran el vergonzante  paso del irenismo en auge -y de ya tan prolongado como fatigoso cultivo- al más descarado de los cinismos, única nota de audacia que parece informar a esta clerecía digna de asco. Mujeres embarazadas condenadas a lapidación por el delito de confesar a Cristo; iglesias detonadas en el momento de la Misa, con sacerdote y fieles en su interior; hogares cristianos bombardeados sin piedad: he aquí las víctimas "mayoritariamente musulmanas" de nuestro distraído prelado, que por desgracia no está solo en sus desvaríos.

Como muestra del grado que puede alcanzar el delirio iconoclasta de estas bestias, basten las imágenes de la reciente voladura de la tumba de Jonás en Mosul, muy próxima a la localización histórica de aquella ciudad de Nínive en la que el profeta predicara la necesidad de la penitencia. El odio y la represalia contra toda forma de representación de lo sagrado hizo posible la ruina de este lugar, del que no se tuvo en cuenta ni siquiera la riqueza arqueológica (tres mil años de antigüedad) al momento de cumplir su sentencia.




Nunca más actuales aquellas palabras de Manuel II Paleólogo citadas por Benedicto XVI en su discurso en Ratisbona en setiembre de 2006, hipócritamente cuestionadas por toda la hez intra y extra-eclesial: «muéstrame aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba». Esto lo dijo un emperador bizantino poco proclive a bizantinismos pacifistas: Tolstoi hubiera resultado anacrónico y risible en aquella sazón, dadas las evidencias.

Muchos recurren al previsible y cómodo expediente de que "el recurso a la violencia no es el más usual entre los musulmanes", y es obvio que no lo sea: en ninguna latitud preponderan temperamentos agresivos -lo que, de suyo, impide concluir que los mahometanos sean en general violentos-, y la civilización islámica también conoció fases de repliegue y de ablandamiento en su ardor conquistador. Lo imposible de escatimar es la lección del mismísimo Corán, cuando dice, entre otras lindezas, que «si encontráis a los infieles combatidlos hasta que hayáis matado a un gran número» (XXVII, 4); «si la suerte de las armas permite que alguno caiga en tus manos, aterroriza con suplicios a los que lo sigan» (VII, 59); «no tengas escrúpulos con aquellos de quienes temes el fraude. Trátalos como ellos te traten» (VII, 60); «transcurridos los meses sagrados, matad a los idólatras en dondequiera que los halléis, hacedlos prisioneros, sitiad sus ciudades, tendedles embocadas por todas partes» (IX, 5). El Corán -puede certificarlo cualquiera que se haya asomado a sus suras- es un libro que rezuma cólera casi a cada vuelta de página, y la carnicería que despliegan sus seguidores no es atribuible, como suponen cándidamente los papanatas, a las malas interpretaciones que aquéllos hacen del mismo.

Precisa -por contraste- el abismo que media entre las concepciones cristiana y musulmana de la guerra, ese retoño espiritual de la causa de Santiago, Antonio Rivera Ramírez (el "Ángel del Alcázar de Toledo"), que arengaba a los suyos con aquel célebre: camaradas, tirad, pero tirad sin odio.