martes, 3 de junio de 2014

HAY MÁRTIRES Y MÁRTIRES...

Si ya los Santos Padres preveían unos tiempos -los últimos- en que los mártires no serían reconocidos como tales, lo que quizás no aventuraban era la sustitución de los auténticos mártires por otros fraguados en quién sabe qué zafio caletre postconciliar. Este vergonzoso reemplazo, a decir verdad, entra previsiblemente en la más rigurosa lógica anticrística: si conforme a aquel adagio que presenta al demonio como "mono de Dios" debemos imaginar a un Anticristo más bien humanitario y pacifista, que no visiblemente cruel (y así lo entrevió, con gran acierto, un Soloviev), es comprensible que éste quiera ofrecer al lombricario de sus adictos el culto de unos santos de tan dudosa integridad religiosa como probado servicio a la causa del superhombre desligado. Pues era más que plausible que a la progresiva sustitución de la doctrina católica por otra ajena y prometeica le hubiera de seguir el cambio en las formas rituales, en la imaginería y, a la postre, en los ejemplares propuestos a la veneración.

En ese verdadero crisol de fatuidades y de embustes que ha venido a ser la enseñanza eclesial de hogaño, con efusión de iscariotismos y agachadas a cuál más ominoso, debía llegar este fatídico año de 2014 para que nos fuera dado presenciar una conjunción insospechada, suficiente a reclamar enseñanza y lumbre. Pero no: si la recordación de tres argentinos hombres de Iglesia, notorios por muy distintos títulos pero con la nota común de haber sido muertos con violencia hace cuarenta años, al tiempo en que el ministerio petrino es confiado a un su connacional (en inmejorable coincidencia de coordenadas espacio-temporales entre éste y aquéllos), si esta memoria, decimos, debía de ofrecer -en condiciones, digamos, normales- pasto para un magisterio límpido, del todo oportuno, es lo contrario justamente lo que ocurre, para mayor desazón de los que aún guardan la fe católica, cada vez más extranjeros en esta aturullada kermesse.

...de las drogas de la corrección política, de las complicidades envilecedoras,
de las innúmeras claudicaciones, de la búsqueda del aplauso de las turbas,
del temor servil a los poderosos, del fingimiento sin bozal ni freno...

Como glosando con la efemérides la lección del Apocalipsis (12, 4), en que la cola del dragón «arrastró a la tercera parte de las estrellas del cielo», sólo dos de los tres muertos a conmemorarse (precisamente los soterrados por la Jerarquía acomodaticia) pueden ser justamente llamados mártires, ultimados in odium fidei, mientras que el restante (el aclamado increíblemente como "testigo de Cristo" cuando en verdad lo fue de la Revolución mundial anticristiana), ése es el que nuestros pastores proponen como modelo a imitar.

No poliglosia en Poli: habla sólo lo que agrada al mundo
Ahí los tenemos a coincidir, el cardenal primado cuyo solo rostro constituye el más elocuente de los alegatos en su contra, y ese especimen yeguarizo que un destino asaz generoso puso en la presidencia de nuestra castigada nación. El uno, reincidiendo en sus átonas farfullas de rigor, se sirvió presentar a la muerte del padre Carlos Mugica como «un verdadero martirio por la causa de los pobres». La otra, en el clímax de la insensatez y la irreverencia blasfema, abundó -sin que ningún clérigo presente en el acto le diera la obligada lección de cristología- que «no fue casual que el padre Mugica le pusiera a su parroquia en la villa “Cristo Obrero”. No era solamente porque en la villa había obreros, sino porque él recordaba que en su época de antiperonista y cuando estaba enfrentado y dividido el país, se había utilizado la religión para dividir a los argentinos bajo el lema de “Cristo Rey”. Y Rey, Cristo nunca, Jesucristo nunca se sintió Rey. Jesucristo se sintió el más humilde, el más pecador». [Los subrayados son nuestros. Dos muy recomendables artículos que esclarecen lo relativo al malhadado padre Mugica, pueden consultarse aquí y aquí].

Hasta acá se llegó por esa exclusiva preocupación pastoral propia del cambio de rumbo que se le impuso a la Nave de Pedro desde el último concilio, que hizo de nuestros clérigos unos hombres meramente prácticos... en superfluidades. Cuando no en delitos contra la ley divina, y otrosí la civil. Curas de metralleta como el padre Mugica acabaron por servir de eslabón entre el sacerdote adscrito al púlpito y aquel adepto a la poltrona. Su sacrificio, infructuoso como el de Caín, dejó a los pobres más empobrecidos, faltos ahora tanto del pan material como del espiritual. Al paso que los errores más escandalosos iban a terminar por ser aprobados sin la menor resistencia, y aun propuestos por la Jerarquía hoy al mando (cuyos hombres resultan peores aún que el propio Mugica), Jordán Bruno Genta, mártir, supo prescribir poco antes de morir el remedio más eficaz a los males que hoy padecemos: «lo que necesita un pueblo es Teología y Metafísica, nada más». Es decir: el Unum necessarium, cuya penosísima falta ha hecho languidecer a nuestra patria al punto de gloriarse nada menos que de su postración, y de acabar rindiendo homenaje a quienes la empujaron al abismo.

Lo supo también Carlos Alberto Sacheri, mártir, quien, viendo cundir esa «herejía inmanente» del modernismo (ya bajo Pío XI devenida modernismo moral, jurídico y social, de lo que bajo san Pío X había sido un modernismo eminentemente dogmático), y notando la infestación creciente del mismo entre consagrados, señaló la aparición de un nuevo clericalismo: el de los sacerdotes que confunden su ministerio con veleidades sociológicas. Y propuso, para salir del atolladero, que el laicado tomara a su cargo «la misión providencial de mostrar a los clérigos debilitados en su Fe que la verdad cristiana que el laicado tiene por misión irradiar en todo el orden temporal es la única solución para los problemas humanos, naturales y sobrenaturales. Si se logra esto, son muchos los sacerdotes que retornarán al espíritu de auténtica fidelidad que nunca debieron abandonar». Esto es: al confesionario, al altar, que no a la barricada ni a la componenda con el enemigo.