viernes, 2 de mayo de 2014

AL TRASTE CON LAS FORMAS

Todo es de una impudicia asombrosa en esta versión irreconocible de la Iglesia católica. Irreconocible a quien no hubiese sufrido con ánimo inmutable la declinante gradualidad de los tiempos: pensemos en un alma pía del 1914 que, en entrando a la parroquia a rezar unos minutos ante el sagrario, hallase en su interior el tugurio en que devino en nuestros días la otrora casa de Dios. El altar reemplazado por una mesa de manicura, el sagrario corrido a un costado, los afiches manuscritos al pie del ambón, el cotillón y las guitarras, la sensiblería de los feligreses y el cretinismo del celebrante, que ahora les da a aquéllos la cara (y la espalda al Señor) y les habla de fútbol y de valores cívicos... Esta azorada alma habría creído, sin dudas, que el templo estaba siendo profanado con un culto ajeno y desconocido.

Y es que la nota de catolicidad (universalidad) de la Iglesia reconoce al unum como principio formal: unus Dominus, una fides, unum baptisma. La pluralidad (entiéndase la pluralidad admisible: los demonios y los réprobos no integran el Cuerpo Místico) corresponde, en todo caso, a los sujetos y a las comunidades locales. Y más: esa universalidad abraza las coordenadas espacio-temporales, y no sólo las espaciales, como podría presumir quien no viese en la Iglesia mucho más que un vasto organismo político abocado a un ingente y sostenido esfuerzo centralizador. La universalidad de la Iglesia, no menos que al espacio, abarca al tiempo y las generaciones: de ahí la conocida fórmula de Lérins, «quod semper, quod ubique, quod ab omnibus». Sustrayéndole esta nota a la Iglesia, se le quitan todas las otras (a saber: unidad, santidad y apostolicidad), ya que todas se suponen recíprocamente.

Lo que se ha hecho con la Iglesia (merced a la consagración de un cierto método diacrónico con ínfulas de ciencia que se empleó para su vivisección) es volverla contra sí misma, erigida ella misma en tribunal contra su propia Tradición. A la historicidad inherente al hombre (y que, por tanto, afecta a la Iglesia) se la quiso traer por garante del más obtuso historicismo, y entonces se acabó por negar la presencia irradiante de lo eterno (irrevocable) en lo presente. Reino dividido, dislocado, reino tomado por asalto y entregado a la rapiña de los viles, de los mercaderes de lo sagrado en especies; viña pisoteada por los jabalíes; jardín otrora cercado, hoy presa de la agresiva apetencia de las cabras montaraces. Labrantío refinado con sucesivas labranzas, malogrado finalmente por la fiebre excavadora de legiones de vizcachas, de peludos.
El peludo, bestia capaz de abrirse un sendero
 subterráneo a fuerza de garfios, en minutos

Mesa en que se ponen los pies que acaban de hollar los corrales; casa tiznada por dentro y por fuera con el moho, el hollín y las deyecciones de moscas y cucarachas. Casa agrietada en toda su extensión, siniestrada por voraz incendio, y apagado éste a su vez por una riada incontenible de fango, con el mobiliario remanente patas arriba, chamuscado, y el hedor asociado del lodo y la ceniza. Lodo y ceniza que debieran evocar la penitencia («el polvo y el lodo han de servir de despertadores que me traigan a la memoria mi origen y la materia de que fui formado, imaginando cuando los viere, que me dan voces y me dicen: acuérdate de que eres polvo», padre Luis de la Puente), y en cambio, incomprensiblemente, suscitan en esta hora la hilaridad y los festejos.

Porque es la hora en que coinciden los daños más hondos y las estrepitosas risas, la persecución de la Iglesia a los mejores de sus hijos y la promoción de los depravados a los mayores cargos. Se han tocado lamentaciones (y lo ha hecho Nuestra Señora en las reiteradas apariciones reconocidas oficialmente) y no se ha llorado, y en cambio se ha reído a mandíbula batiente, como en las recientes turbo-canonizaciones en las que se llegó, por la lógica misma de las circunstancias, a canonizar en tiempo récord al pontífice responsable de simplificar al colmo los procesos, haciendo increíblemente innecesaria la certificación de la heroicidad de las virtudes del candidato a los altares por la eliminación de la figura del «advocatus diaboli». Pues cualquiera sabe que un milagro puede fraguarse, o bien puede admitir una causa ajena a la intercesión del sujeto en cuestión, pero el ser señalado como irreprensible: ¡esto es lo difícil, y lo que hace a la santidad tan preciosa y rara, y digna de rendida admiración! Y conste que ya lo había dicho el propio Juan Pablo II, y se lo repitió por estos días con irrisoria solemnidad: se canoniza a la persona, y no al pontificado, como si el pontificado no fuese el fruto probatorio de la virtud que se espera reconocer en el pontífice. ¿O acaso la piedad personal y la bondad de carácter de Luis XVI lo absuelven de la gravísima responsabilidad de haber permitido, por debilidad, el avance de la funesta revolución? Aunque rece el rosario todos los días y socorra con limosnas a las Damas de Caridad, un rey feble, ¿puede ser un prócer?

Digan lo que digan, lo que cualquiera advierte es que se canoniza al pontificado, y aun más: se canoniza al Concilio. Sin el menor asomo de rubor por lo burdo de la engañifa, que ahora resulta que a la misma Iglesia que tuvo sólo cuatro papas santos en los mil años previos al Vaticano II, de los cuatro difuntos papas postconciliares ya le hicieron dos, y un tercero con fecha próxima de beatificación, pese a las hirientes evidencias que debieran paralizar la causa. Y por si quedaran dudas de que la voluntad es ley, ahí está el neosanto Juan XXIII, que ni siquiera necesitó de un segundo milagro para treparse a los altares.

Viene a comprobarse, de pasada, una de las más ominosas facetas de la protestantización de la Iglesia: la que haría oportuna la aplicación, en la hora actual, de aquel lamentable principio de Cuius regio, eius religio, el mismo que se impuso en la paz de Augsburgo como una salida pragmática a la amenaza de un rebrote crónico de las guerras de religión en los dominios imperiales de Carlos V. Esto supuso sancionar, para los países protestantes, el finiquito de la catolicidad y la definitiva subordinación de lo religioso a lo político: la rápida subdivisión del cisma en iglesias nacionales es la prueba más tangible de ello. Para ruina de la Iglesia, los patológicos antojos de Bergoglio y la ñoñez del neo-católico medio hicieron posible la importación de la vieja fórmula, que puede traducirse en nuestro caso como «según lo piense Francisco, así habrá de creerse», incluyendo la más paladina revisión de la doctrina del pecado original, haciendo ahora a la desigualdad «la raíz de los males sociales» (ver aquí). Queda clara la escisión, la quiebra del vínculo con todas las generaciones que nos precedieron en la fe, el abandono de la catolicidad. Con razón el blogue angloparlante de Mundabor, con justo fastidio, después de asentarle al pontífice el remoquete de Destroyer ("Destructor"), se sirve recordar la enseñanza genuinamente católica acerca del origen de los males sociales: «la rebelión a la ley de Dios de parte de nuestros primeros padres -una rebelión que todos arrastramos con nosotros, y que está en la raíz misma de la pecaminosidad del hombre- es la que ha causado al mundo el ser afectado por guerra, hambre, peste, pobreza, pervertidos, comunistas, curas del Vaticano II y Jorge Bergoglios. El mensaje cristiano ha sido siempre claro».

Se impone a la vista: la Iglesia ya no sólo se ha dejado invadir por el virus mortal, sino que incluso ha dado al traste con las formas. La desvergüenza lo invade todo. No bastaba que la deriva postconciliar hubiera visto decaer dramáticamente las vocaciones religiosas, hubiese olvidado el decoro de las celebraciones y la pureza de la doctrina: ahora debemos tragarnos las veleidades de las monjas pop-stars y las coreografías con obispos bailando el ula-ula. Para coronar la obra, un triunfalismo tan impúdico como canallesco viene a encubrir a los responsables últimos, ofreciéndolos como modelos a imitar.

¡Dejen respirar!
Pasa como en el transporte público de pasajeros en las "horas pico", con la unidad atiborrada de gentes que viajan como sardinas enlatadas, y el aire falta, y los pulmones gimen por una bocanada de aire fresco. No va que en esas circunstancias opresivas, paroxísticas, no falta el gracioso oculto que se pone a pedorrear, como quien quisiera hacer sucumbir con crueles bromas a los agonizantes.

Algo así nos resulta el pontificado de Destroyer y sus socios en la empresa de demoliciones. Que si continúan dispuestos a contrapuntearle a la crisis con jaranas, habrá que temer les repliquen desde arriba con nuevos signos de advertencia, en una santa porfía que involucra a las causas segundas como actores. Algo muy grave debe estar exigiendo que el acostumbrado silencio de Dios ceda el paso a la elocuencia de los signos, desde aquel rayo sobre la cúpula de san Pedro el día de la renuncia de Benedicto, a la gaviota (larus argentatus) posada en la chimenea de la Sixtina momentos antes de la fumata blanca -misma ave que, acompañada de un cuervo, atacó a una paloma soltada desde la ventana de la Loggia posteriormente por Francisco. Para no aludir a la desgraciada muerte de un joven residente en la calle Juan XXIII de Bérgamo, dos días antes de la canonización conjunta de Wojtyla y Roncalli, aplastado por un crucifijo erigido en 1998 en honor de Juan Pablo II con ocasión de su visita a Brescia (cuna del próximo beato Paulo VI). La última, un día antes de la doble canonización, fue la mutilación de una mano de la Madonnina de Civitavecchia (otrora honrada por el papa polaco) por la caída inopinada de la corona de oro que llevaba sobre su cabeza.

El valor de estas curiosas evidencias, se descuenta, es persuasivo más que probatorio. La escalada, con todo, se anuncia imparable. Dios también parece decidido a dar al traste con las formas, es decir, con la serena disposición habitual de las cosas. Huelga decir que el Señor apuntaba al creciente dramatismo esjatológico cuando previno, para nuestro mayor consuelo, aquello de maiora videbitis.