miércoles, 23 de abril de 2014

UNA IGLESIA QUE MENDIGA EL PERDÓN DE SUS ENEMIGOS

Los hospitales, con ser ámbitos para la cura de las enfermedades, lo son también -cruel ironía, y despiadada- de su propagación. ¿Quién no escuchó hablar de esos temibles "virus intrahospitalarios" que a menudo acaban con la salud y aun con la vida de pacientes internados por un cuadro menor? Que la Iglesia, en palabras ya bastante celebradas de Francisco, deba asimilarse a un "hospital de campaña", reclama la atención sobre este indeseable aspecto que, no por secundario, es menos apropiado a la realidad de todo nosocomio.

Juan Pablo II en el muro de los lamentos
Cunden virosis de todas las cepas y calibres en este "hospital" que no acude a las defensas, y que ha visto declinar precipitadamente la disciplina del personal. Y aunque no sea el caso de ensayar un inventario de morbosidades en imparable auge, valga señalar una de reciente erupción y que se anuncia demoledora en lo sucesivo. Se trata del «pedido público de perdón» (morbo cuya nomenclatura, en lo sucesivo, abreviaremos con la sigla PPP), ocurrencia de Juan Pablo II que, en marzo del rotundo año de 2000, con la proclamación de la llamada Jornada de Perdón, manó un documento encomendado a la Comisión Teológica Internacional con el bombástico título de Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado, y que fuera saludado en nuestra arquidiócesis de Rosario, con obsecuencia ejemplar y locuela desenfadadamente insulsa, como a documento con el que «se ha abierto una nueva etapa en la forma católica de releer la historia de la Iglesia» (P. Hernán J. Pereda, cpcr. 2000 años de Cristianismo. Historiograma del camino de la Iglesia, 11ª edición, Fecom, Madrid, 2007). Sería la ocasión de comprobar cuánto, en la Iglesia post-conciliar establecida y a expensas del llamado neo-conservadurismo eclesial, las pestes se reclamen unas a otras: cuánto el mimetismo haga yunta con la memez y el entusiasmo inane vocee los encomios más arrebatados. Pero no queremos desviarnos tan impunemente del tema.

Aquel documento, mirante a propiciar una así llamada «purificación de la memoria» con ocasión del Jubileo, abunda en consideraciones, en rigor, bien ponderadas. Distinguiendo el perdón sacramental y las indulgencias -que revisten siempre un carácter personal- de este reconocimiento de culpas históricas de la Iglesia en la persona de sus hijos, no elude la necesidad para ello de un
«correcto juicio histórico, que sea también en su raíz una valoración teológica. Es necesario preguntarse: ¿qué es lo que realmente ha sucedido?, ¿qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho? Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso, podrá preguntarse si eso que ha sucedido, que se ha dicho o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme con el Evangelio, y, en este último caso, si los hijos de la Iglesia que han actuado de tal modo habrían podido darse cuenta a partir del contexto en el que estaban actuando.»
Nada, pues, de ofrecerse en bocado a los escualos así nomás. Incluso, y luego de reiterar la necesaria correlación de juicio histórico y juicio teológico, y de señalar los principios ineludibles en la consideración de los hechos del pasado pasibles de revisión y disculpa (principios de conciencia, de historicidad, de "cambio de paradigma", que impiden trasponer indebidamente sucesos de unos a otros contextos, afectando así su significación), se recuerda que
«el destinatario de toda posible petición de perdón es Dios, y que eventuales destinatarios humanos, sobre todo si son colectivos, en el interior o fuera de la comunidad eclesial, deben ser identificados con adecuado discernimiento histórico y teológico, sea para realizar actos de reparación convenientes, sea para testimoniar ante ellos la buena voluntad y el amor a la verdad por parte de los hijos de la Iglesia»,
evitando que «actos semejantes sean interpretados equivocadamente, como confirmaciones de posibles prejuicios respecto al cristianismo», y rehuyendo asimismo «la puesta en marcha de procesos de autoculpabilización indebida».


Hasta aquí, parecería no haber nada que objetar. Baste sólo atender que quienes en su momento lamentaron la publicación de este documento no lo hicieron tanto en función de su contenido (que aun sus partes más discutibles podían soslayarse, con un poco de paciencia, al abrigo de pasajes como los precedentes, que podían ofrecer su más correcta pauta hermenéutica), sino de su oportunidad. La sazón elegida era, huelga decirlo, la de una rabiosa ofensiva laicista aún hoy en pleno vigor, con una multiplicación extenuante de los intentos de desacreditar a la Iglesia. Era demasiado previsible que el documento fuese acogido por los medios de masas tal como se lo hizo: como un disculparse la Iglesia por la Inquisición y las Cruzadas, por la evangelización de América y por el poder temporal del Papado. Y esto, aparte de los pérfidos intereses en juego, debe imputarse a ese carácter liberal que lo impregna y lo tiñe todo en la Iglesia desde hace decenios, carácter que les da a los mismos pontífices una fisonomía bifronte, una desconcertante aptitud para decir una cosa y sugerir a un mismo tiempo la contraria. La impresión que deja la lectura de «Memoria y reconciliación...» es (a la postre, y pese al señalado recaudo de evitar una innecesaria autoflagelación ritual) que la Iglesia abjura de una parte importante de su pasado, asumiendo las falaces imputaciones que sobre el mismo volcara el Iluminismo. En fin: podrá admitirse que el juicio acerca de la validez del documento -que carece de valor propiamente magisterial- varíe un más o un menos por un quítame de allí esas motas; son los reparos a su conveniencia los que finalmente se imponen, y lo hacen con el más fundado de los realismos.

No fue el primer episodio de PPP en la historia de la Iglesia. Como lo recuerda el documento, ya
«en el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, el Papa [Paulo VI] pide perdón a Dios [...] y a los hermanos separados de Oriente que se sientan ofendidos por nosotros», 
ejemplo -como se ha visto- imitado y extendido con la máxima latitud posible por Juan Pablo II en la ocasión que reseñamos. La brecha que se abrió entonces, tal como era de esperar, tenía todo a favor para ensancharse.

Lugones, hacia los años treinta del pasado siglo y horrorizado ante los frutos de la escolaridad "normalista" impulsada por Sarmiento, afirmaba que la degradación de la inteligencia de los argentinos era mensurable década tras década. En la Iglesia de nuestros días, aplicando el símil y viendo precipitado el ritmo hasta la exasperación, habrá que decir que se alcanza una nueva cota descendente no ya cada diez eternos años, sino a cada bienio transcurrido. A trueque de aquella Comisión Teológica presidida por el entonces cardenal Ratzinger, hoy tenemos documentos pontificios como la Evangelii Gaudium, firmada por Bergoglio pero salida en buena parte -según dicen- de la vulgar sesera de un Tucho Fernández, a quien por colmo no le repugnó autorreferenciarse en uno de los párrafos. Así ahora Francisco, urgido por la apremiante situación creada por los clérigos pedófilos y pisando el pedal aparejado otrora por Wojtyla, salió a pedir público perdón por los abusos de sacerdotes contra menores. Lo que ya no consta, en estos convites de prensa tan mundanos -y tan impropios de la dignidad del cargo-, es lo que todavía podía afirmarse catorce años atrás: que «el destinatario de toda posible petición de perdón es Dios». Hoy se habla a interlocutores meramente humanos, prevaleciendo para con ellos la más indecorosa prudentia carnis, el mal disimulado afán de congeniar a cualquier precio.

Entiéndase: es menester que el pontífice se pronuncie sobre estos casos, y no podría hacerlo sin pedir, en nombre de la Iglesia, el debido perdón a los afectados. Lo que debe cuestionársele es no haber extendido la petición de perdón a la apostasía reinante entre los ministros sacros, que es el hontanar del que manan estos delitos. El no haber solicitado la colaboración de las autoridades civiles en la lucha contra este flagelo, instándolos a acabar de una vez con la promoción de la perversión sexual. El no habérsele ocurrido invitar a los líderes de otras religiones a imitar su gesto, especialmente en las filas de su tan mimado judaísmo, en que han cundido numerosos casos de rabinos dados al abuso de menores sin que los medios de prensa les dedicasen tan subida atención.

Que monseñor Sturla ceda los confesionarios 
a sus amigos feminoides, para que éstos 
absuelvan a los reos del pecado de "homofobia"
Un largo paso más lo dieron, envalentonados, los obispos uruguayos, y lo hicieron apenas transcurridos tres días del PPP de Francisco, como para que después no se hable de contagio ni de effectus Francisci sive letalis magnovirus bergogliensis. Según reza la noticia, monseñor Sturla, el flamante arzobispo de Montevideo nombrado recientemente por el Santo Padre, se reunió «con dirigentes de los colectivos gays y transexuales del país» para pedirles «disculpas en nombre de la Iglesia Católica» por las continuas agresiones verbales recibidas desde la Iglesia. Queda trágicamente claro qué de vendavales prorrumpieron a través de la rendija abierta otrora por Montini y agrandada luego por Wojtyla.

Lo que no se sabe es de dónde sacará esta maldita jerarquía, tan dispuesta a pedir perdón a quienes no debe por lo que no debiera, las palabras para impetrar sí el perdón de ese divino Rostro que se obstina en escupir. De dónde obtendrá la moción, una vez enterrado el carisma ministerial bajo varios estratos de estiércol, para sentir verdadera compunción por sus vilísimas traiciones.