martes, 8 de abril de 2014

ALGO MÁS SOBRE EL "EFECTO FRANCISCO"



A través de un cambio de facto en la disciplina de los sacramentos (con tensión creciente para obtener su confirmación de iure), la Iglesia, urgida a una difícil supervivencia entre las olas y hecha reversible como un suéter, se esmera con Francisco en re-semantizar su nota de «catolicidad», amagando asumir un universalismo informe, indeterminado. Inclusivo, como gustan decir. Casi como situada más allá del bien y del mal, o bien aplicando sin restricciones, en clave crudamente indiferentista, aquel motivo del Génesis: «vio [Dios] que todo era bueno». Todo, todo, a no ser por la terca persistencia del depositum y de sus memoriosos.

Mutación genética obrada a brusco golpe de timón, se diría el advenimiento del Reino Milenario de la fraternidad humana sin distinción de credos. Y si para participar del banquete eucarístico ya se admite a los pecadores públicos que viven en patente y permanente infracción contra el sexto mandamiento, también se concede el bautismo a niños adoptados por yuntas de invertidos, en un festival de abominaciones progresivas que deja en el más fumoso olvido no ya al recio «foris canes» del Apocalipsis (22, 15), sino incluso al más módico «cavete canem» de las villae romanas, que era en todo caso una apelación a la cautela, a no meter el pie en donde pudiese sufrirse mordedura. Traducido en cristiano: a evitar las ocasiones de pecar. La nueva Iglesia, por el contrario, profesa no tener ningún cuidado con las compañas, un tan bonachón como banal laissez-faire que acaba por ceder a los perros el pan de los hijos.

Pero es menester preguntarse, en esta fantasmagórica euforia común a prelados y a pervertidos, qué significa todo esto. Cómo es posible que aquellos que ayer nomás odiaban visceralmente a la Iglesia, que la hacían objeto de las más acerbas acusaciones -incluso de las acusaciones más infundadas y falaces, malintencionadas también, y desleales- hoy se sientan tan a su gusto entre cirios. Y será necesario advertir el drama psicológico latente en estos eternos y desdichados adversarios de la obra de Dios, cuya animadversión hacia la Iglesia se explica por el rechazo despechado de la excelencia, por no ser capaces de deponer su envilecedor orgullo, por trágicos malentendidos de los que no quieren verse libres. Ellos encarnan lo que Max Scheler llamó la «envidia existencial», fruto del resentimiento, cuyo íntimo balbuceo el alemán sintetiza así: «todo te lo puedo perdonar, pero no te puedo perdonar que tú existas y seas quien eres, que yo no sea lo que tú eres».

Una vez que estos enemigos vieron la posibilidad de abordar a la Iglesia sin coste alguno, sin renuncias de ningún tipo, simplemente porque la brecha se agrandó sin remedio y los centinelas que debían velar se echaron a dormir, entonces lo hicieron presurosamente, revelando la falsedad de su anterior desdén con la falsedad de su acogida. Como aquellos burgueses que, después del triunfo de la Revolución en 1789, corrieron a comprar o a fraguar títulos nobiliarios.

¡Que entren todos! Sí, pero no sin advertir a los convidados que deben llevar el vestido nupcial (Mt. 22, 11 ss.), sin el cual serán arrojados afuera («donde habrá llanto y crujir de dientes») sin remilgos.

Juanita o catanga (calosoma argentinensis)
De nosotros (época de los barbechos, a comienzos del otoño), cuando las huertas exhalan el feliz aroma de la albahaca todavía en pie o la floración tardía de los nísperos embalsama el aire con el suyo propio, cuando el heno recién segado aporta su delicia bienoliente y aun ciertas especies semi-silvestres, como el poleo, responden al roce del calcañar humano con su suave y agradable olor, entonces suele cundir la juanita o catanga, también conocida como "boticario", insecto que, al ser tocado, despide un repugnantísimo y penetrante hedor que haría olvidar todas las bondades previamente asumidas por el olfato. ¿A quién se le ocurriría asociar unas notas con las otras, tan irreductiblemente contrarias? ¿Quién le agrega una juanita a un ramo de rosas? Eso mismo es lo que se está haciendo en la Iglesia, aparejándole a la santidad que le es inherente (y al buen olor de las virtudes de sus santos: los que ya se cuentan en la Iglesia Triunfante y los que aún trajinan en la Militante) la pestilencia de los vicios que se ufanan de tales, cuyos cultores suponen (y aquí el fariseísmo de nuevo cuño, peor que el antiguo) que no necesitan convertirse. Por eso, cada vez que -empezando por el Papa- escuchamos a nuestros pastores pronunciar en sus sermones el dulcísimo Nombre de Jesús, tememos que puedan estar refiriéndose a cualquier cosa, menos al Redentor de los hombres. «Jesús», en sus labios, ha venido a adquirir una multivocidad tal que acaso no excluye ni siquiera la críptica alusión a la bragueta.

Si sólo midiéramos como un hecho histórico -y no ya como un sacrilegio consumado y continuo- esto que ocurre ante nuestra azorada vista, seguramente habría que tenerlo por más relevante que el descubrimiento de la pólvora, que la revolución industrial y la caída de las monarquías, y veríamos sus proyecciones próximas como capaces de augurar una única salida, y metahistórica. Y nos pondrían el honorable remoquete de "profetas de desventuras", contra todo aquello que el mundo, embriagado por el «efecto Francisco», concibe paradójicamente como "esperanza".