sábado, 5 de abril de 2014

ESO QUE LLAMAN "EFECTO FRANCISCO"

Como cuando los observadores de los fenómenos de orden físico creen descubrir la posible causa de algún evento recurrente (llámense, por ejemplo, los procesos degenerativos en poblaciones sometidas a radiactividad, o bien la llamada "lluvia ácida", o la peste en los cultivos, o la roña o la diarrea en el ganado), así ahora parecen haber descubierto los periodistas la común adscripción de unos cuantos hechos eruptivos de inequívoca constatación a un así llamado «efecto Francisco». Entre estos cuéntase el uso -por parte de obispos de no siempre probado pundonor, aunque sí virtuosos de la mímesis- de pectorales de hierro (incluso de hierro corroído por el óxido), cuando no de aleaciones más "berretas", según la jerga rioplatense. Estos sucesores de los apóstoles tienen en tanto su ministerio, que comisionan sus ornatos no al orfebre sino a la zinguería o al chatarrero.

Arqueologismo litúrgico feroz:
la recuperación del altar precristiano, y más: prehistórico
Pero aunque este menoscabo de los signos visibles de la dignidad ministerial -parejo a la degradación de cuanto toca al culto- haya alcanzado con este pontificado cotas aún inexploradas, debe decirse, en honor a la verdad, que el proceso declinante lleva largos años y aun décadas. Un ejemplo entre otros mil, repetido en cuanta diócesis se traiga a cuento, es la sustitución de los bellamente labrados altares de antaño por esos toscos bloques que parecen inspirados en los dólmenes neolíticos, pero que son en verdad el parto de la más fría producción industrial. Se trata de una forma remozada de aquel odio a la belleza que motivó en su momento a los iconoclastas, tolerada esta vez y aun impulsada por la Jerarquía, y ésta debe explicarse como el fruto de una patología espiritual afín a la aversión maniquea a todo cuanto implique a los sentidos. Parece bastante claro que el idealismo moderno y su primado hipertrófico de la conciencia forzaron esta deriva, culminante (porque mayor consecuencia que la de impregnar el magisterio pontificio no podría suponerse) en aquel dolorosamente noto «el tiempo es superior al espacio» de la Evangelii gaudium (n. 222). Si este bable desatinado merece entenderse en alguna clave, es según aquel ya rancio delirio cartesiano que opone y separa irreductiblemente la res cogitans (cuya coordenada es temporal) a la res extensa (espacial), separación que sólo la muerte hace posible (y transitoriamente, hasta la resurrección), y para la que cabría también aquella perícopa evangélica: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».

En esa forzada disyunción entre espíritu y materia (pecado de angelismo) resulta sencillamente removido el misterio de la Encarnación con todas sus implicancias, entre ellas el carácter visible de la Iglesia y, con más razón, el esplendor del culto y el valor del signo. La advertencia de la Escritura sobre este punto es terminante, y fácil de aplicar al desconstructivismo en amplio auge: «todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y éste es el espíritu del anticristo» (I Jn 4,3).

Pero no queremos detenernos en este odioso pormenor, aunque se haya difundido al por mayor. Porque empiezan a cundir otras manifestaciones adscritas -según opinión de los observadores- al «efecto Francisco», y que resultan ya violentamente deletéreas. Es cierto que la desacralización en vigor reproduce, puertas adentro, al rabioso laicismo que avanzó en la sociedad civil en la última centuria y media, metido ya en la Iglesia con la complicidad de quienes debían velar. Ahora lo que sigue, sin apenas dar batalla y otra vez a remolque de la sociedad profana, es la embestida contra el orden natural en el mismísimo recinto sacro.

Fue muy clamoreado, y no podía ser de otra manera, el reciente bautizo de la hija adoptiva de una pareja de lesbianas en la catedral de Córdoba, Argentina (recomendamos las observaciones dadas aquí). No importó para el caso lo que aduce el derecho canónico, a saber: que para bautizar lícitamente a un niño se requiere, aparte del consentimiento de sus padres, «que haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión católica; si falta por completo esa esperanza debe diferirse el bautismo, según las disposiciones del derecho particular, haciendo saber la razón a sus padres» (868  § 1). Una Instrucción sobre el bautismo de los niños, emanada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en octubre de 1980, abunda en que, en caso de hallarse los sacerdotes «ante padres poco creyentes y practicantes ocasionales, o incluso ante padres no cristianos que, por motivos dignos de consideración, piden el bautismo para sus hijos (...), la Iglesia no puede acceder al deseo de esos padres, si antes ellos no aseguran que, una vez bautizado, el niño se podrá beneficiar de la educación católica, exigida por el sacramento; la Iglesia debe tener una fundada esperanza de que el bautismo dará sus frutos». Por colmo, y pasándose otra vez por los calzones la legislación eclesiástica, se le permitió ser la madrina a la mismísima Cristina Kirchner, ejemplo tal vez insuperable de mandataria anticristiana, cuando el ius canonicum pide expresamente que quien cumpla tan delicado oficio «sea católico, esté confirmado, haya recibido ya el santísimo sacramento de la Eucaristía y lleve, al mismo tiempo, una vida congruente con la fe y con la misión que va a asumir» (874 § 1). Al postre le faltó sólo la cereza de la confirmación ministrada en la misma instancia a ambas "madres", según varios medios se apresuraron a ventilar, obligando a la curia cordobesa a desmentir el rumor.

Spadaro y Bergoglio, dignos cachorros del padre Arrupe, s.j.
Todavía hay fieles que piden la cabeza del crápula arzobispo, apurándose a redactar una nota que elevarían a Francisco y suscrita por un número no desdeñable de gentes. Que la inocencia les valga. Pocos días antes del desaguisado, presentando un número de la revista geopolítica Limes dedicado a las «consecuencias de Francisco» (ver original italiano aquí), el padre Spadaro (el mismo jesuita director de Civiltà Cattolica a quien Bergoglio concedió dos luengas entrevistas llenas de afirmaciones provocativas, según su estilo compadrón) se permitía, a fuer de altavoz del pensamiento del Papa, señalar que para Bergoglio «el jesuita debe ser una persona de pensamiento incompleto, abierto», añadiendo que «el Papa tiene un horizonte, pero no un punto de llegada. Tiene el boceto de una experiencia espiritual vivida que se traduce en acción, no un proyecto con etapas claras y distintas. No entonces una visión a priori, sino una vivencia que hace referencia a tiempos, lugares, personas», en una visión «radicalmente anti-ideológica». Y habló del rechazo del Papa argentino a lo que éste llama la «lógica del miedo (...) una lógica que considera como de necesidad y de seguridad, ciertamente no fundada en la libertad que nos da el Espíritu».

Con un argot sinuoso, más apropiado al curador de una muestra de pintura contemporánea que no a un sacerdote que expone el pensamiento de un pontífice, Spadaro confirma lo ya sabido: Francisco rehúsa la certeza intelectual, haciendo de la fe -muy al modo de los modernistas- un impulso vital, un sentimiento en perenne fluctuación, sin un destino cierto, sin una aspiración concreta. Y estigmatiza a la fe de siempre con los soplamocos de rigor: apriorismo, ideología, lógica del miedo. Hay que creerlo: lo dice un intérprete cabal de sus pesadillas.

La "misericordina" del Papa, desgajada de la fe y envenenada con todas las novedades al uso, no hace sino remitir a aquel paso de la Segunda a Timoteo (3, 5): «hombres... que tendrán apariencia de piedad, pero que negarán aquello que constituye su eficacia». Nos lo confirma un solícito Spadaro: Francisco «está abriendo senderos, que no cierra», y lo hace «con el fin de agitar las aguas, de ofrecer la posibilidad de un debate, incluso -como está ocurriendo- con cardenales encolumnados en posiciones opuestas». El embotamiento, el infatuado afán de no perderle pisada al dialecticismo en boga, lo hace a Spadaro -y, por su intermedio, a Francisco- decir cosas cuya gravedad parece no medir, especialmente cuando se recuerda aquel aviso mariano de que, en hora horriblemente crítica para la Iglesia, se verán «obispos contra obispos y cardenales contra cardenales». Pero nos importa señalar una cínica y última afirmación, para corolario de toda esta nauseabunda monserga y remache de cuanto llevábamos dicho más arriba: «si no hubiese sido Francisco el Papa, no habría sido fácil bautizar a una niña nacida (sic) de una pareja de lesbianas».

Bergoglio-Periés: la fórmula presidencial para Gomorra
Ésta es, al día de hoy, la cifra y compendio del «efecto Francisco» contada por una fuente autorizada, si las hay. A mí, en lo personal, me bastó lo que me dijera unos meses atrás alguien muy cercano al padre Ignacio Periés, de quien tratáramos en anterior ocasión: «Ignacio empezó a ponderar públicamente la homosexualidad después de que volvió de su viaje a Roma. Antes era otro su discurso, y había tenido incluso polémicas con grupos homosexualistas». Sin disminuir la responsabilidad del execrable prete, cuyo ministerio no se ha visto estorbado por su público espaldarazo a la sodomía, lo dicho confirma el carácter del daño que, sin embozos, se ha venido a sembrar a título de «pensamiento abierto» y con el estereotipado pretexto de «abrir senderos». Babilonia era más virtuosa.