miércoles, 12 de marzo de 2014

EL SIGNO DE JONÁS

Es perceptible la analogía entre la primera ausencia del Señor, para resucitar al tercer día de su Pasión, y la segunda (visible) ausencia, que ya frisa en el tercer día milenario, si nos atenemos al testimonio del salmista («mil años en tu presencia son un ayer que pasó», Ps 89, 4), con ulterior referencia petrina («para el Señor, un día es como mil años y mil años como un día», II Pe 3,8). ¿Qué mirarán los ojos / que vieron de tu rostro la hermosura / que no les sea enojos?, le cantó el poeta a la Ascensión.

Los últimos tiempos, como llama el Apóstol a los sucesivos a la Redención, son -por fuerza, y a medida que van rodando los siglos- los de un acrecerse las ansias en unos, y en otros los de ir culpablemente deponiendo toda esperanza. Hace ya cuatrocientos años, aquel personaje de Quevedo sentado en una mesa de apuestas, reconociendo esquiva la fortuna, supo quejarse de que «nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las aguárdabamos siempre». Para unos y otros, en fin, y con muy distinto provecho, nuestros tiempos son como el signo de Jonás.

Como bóveda de tinieblas o al modo del vientre de un cetáceo, así de circumenvueltos se hallan los hombres, sabedores o no de su dolencia, hasta que del Oriente despunte la Aurora. Se come y se bebe, se compra y se vende sin apenas advertir la hosquedad de la atmósfera y la umbría que se cierne a manos llenas. El declinar seguro de la fe y de la razón contribuyó a desandar ese paso decidido -correlativo, a su manera y en la conciencia creada, al opus distinctionis por el que el Creador separó de una vez para siempre la luz de las tinieblas-, ese paso que no puede ensayarse sin evitar una penosa y repulsiva reintegración en el caos.

Lo peor es que los ministros de la Palabra, como aquel Buscón de nuestras letras, se han persuadido de que su Amo «tarda en llegar» (Lc 12, 45), y al modo de esos buhoneros que mercan docenas de once, empiezan por sisarle una iota y una tilde al Magisterio, y a retacearle luego sin el menor rubor algún entero artículo, hasta someter al Evangelio, con el pretexto de la "pastoral adecuada al contexto histórico", al caos en que devino el mundo, caos -por carácter propio, y valga la paradoja: el caos, por situarse en el dominio de lo informe, no puede tener "carácter"- sin distinciones ni contornos. Fue justamente Jonás quien se refirió a los ninivitas como a «hombres que no saben dónde está su izquierda y su derecha» (Jon 4,11).

El signo de Jonás, el de la ausencia de Dios y de la oscuridad impenetrable: ése es el que están abonando nuestros pastores, los que confraternizan con los lobos. Los que plebiscitan la moral evangélica con consultas a todo el orbe neo-católico, con miras al sínodo próximo de previsibles conclusiones. Los que, como Francisco, visiblemente obstinado en graficar para la Iglesia aquello de que «el pez se pudre por la cabeza», anuncian por boca del enésimo cardenal complaciente que se pretende «"estudiar" las uniones homosexuales para "entender" las razones que han llevado a algunos países a legalizarlas». Sí, no caben dudas: Jonás yace en lo hondo del sepulcro, custodiado por una cohorte de guardias copiosamente sobornados (con prebendas, con aplausos) para que, si esto fuera posible, no despierte.