jueves, 6 de marzo de 2014

¿HACIA LA RABINIZACIÓN DE LA IGLESIA?

«Y si el ministerio de muerte, grabado en letras sobre piedras, fue glorioso hasta no poder mirar los israelitas al rostro de Moisés a causa del resplandor que era pasajero, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del espíritu! Si, pues, glorioso fue el ministerio de condenación, ¡cuánto lo superará en gloria el ministerio de justicia! Más aún: lo que bajo este aspecto fue glorioso en aquel ministerio, ni siquiera merece tenerse en cuenta comparado con la gloria supereminente» (II Cor 3,7 ss.)

¡Cuánta razón tuvo san Pío X al llamar al modernismo «síntesis de todas las herejías»! En palabras de aquel santo pontífice, «si alguno se hubiera propuesto concentrar el jugo y la sangre de todos los errores que fueron expresados hasta el día de hoy acerca de la fe, no hubiera podido de veras hacerlo mejor que como lo hicieron los modernistas». Tan es así que, si bien resulta fácil rastrear los antecedentes inmediatos del modernismo en el agnosticismo de matriz kantiana, o en el racionalismo, o incluso en el vitalismo filosófico y la exaltación del élan vital, mucho menos evidente a primera vista resulta reconocer el estímulo brindado por las tesis modernistas a las tenues brasas de aquellos viejos errores que, a su solo soplo, volvieron sorprendentemente a encenderse para chamuscar las inteligencias.

No sabemos si el papa Sarto habrá tenido en mente, en esa concentración alquímica de todos los errores que supo denunciar en la Pascendi, a una de estas remotas soterradas herejías, hoy resurgida al modo como los prestidigitadores sacan conejos de sus galeras: la de los judaizantes, la primera que azotó a la Iglesia y -según algunas voces proféticas- la última que hará su aparición, a los fines de arrastrar a los bautizados al servicio del «Otro». Debió ser especialmente virulento aquel peligro como para urgir la convocatoria del primer Concilio (según consta en el capítulo 15 de los Hechos) y para impeler a Pablo a reprender en público a Pedro por sus ambigüedades en el tratamiento de la cuestión (Ga 2,11 ss.). Los apóstoles pronto debieron comprender, a despecho de su propio natural y de sus hábitos incluso mentales, que alentar una reducción judaica del cristianismo equivale a cambiar lo más por lo menos, y que esto constituye una injuria gravísima para con la Redención obrada sólo por Cristo según los misteriosos designios de Dios. Como no menos debieron entender el peligro real de infiltración judía, según es patente en Ga 2, 4, cuando el Apóstol se refiere a «los falsos hermanos intrusos, los cuales secretamente se habían introducido para espiar nuestra libertad que tenemos en Cristo Jesús, con el fin de esclavizarnos».

La Sinagoga, de entrada no más, no conoció otros modos para con la Iglesia que el espionaje y la persecución, y no deja de sorprender el paralelismo entre aquel primer Vicario que, reincidiendo en la triple negación de su Maestro, se apartó de su trato inicial con los gentiles «por temor a los de la circuncisión» (Ga 2, 12) y las más recientes efusiones de ese indecoroso melindre con que los papas postconciliares -motivados posiblemente por una cobardía inicial mal combatida- agasajaron ya sin pudor alguno a la perfidia rabínica. Huelga aclarar que ambas cobardías cumplieron muy distintos derroteros: la una hacia el llanto amargo de la contrición, culminante al término de la vida en testimonio de sangre, y la otra elevada esta vez a sistema, vuelta motor y nervio del más indecoroso irenismo, convertida al fin en intrepidez desacratoria.

Entre la variación de la doctrina perenne cristalizada en la Nostra Aetate (variación irreconocible para el común de los fieles, poco ejercitados en la reflexión de su propia fe), entre el ephod vestido furtivamente por Paulo VI y la hoy frecuente y ostentosa cesión de nuestros templos a los judíos para celebrar "liturgias interreligiosas" o el otorgamiento, en universidades católicas, de doctorados honoris causa a rabinos reincidentes en el atávico desprecio de los suyos al Crucificado, entre uno y otro jalón, decimos, se advierte el tránsito del cripto-judaísmo a la más descarada y pública contaminación sincrética. Y se comprueba, en sus trágicos efectos, cuánto hayan convergido la conocida agresividad de la Sinagoga por neutralizar toda presencia de Cristo en el mundo y, a instancias del virus modernista, aquello que De Mattei llama la «des-helenización del cristianismo», esto es, la remoción de los fundamentos metafísicos expresados en su teología y en la filosofía escolástica, de derivación platónica y aristotélica. Este último vaciamiento debió favorecer grandemente aquel funesto trasiego.

Un botón de muestra desde Milán, donde otrora brilló aquel mismo san Ambrosio que supo definir a la Sinagoga como «una casa de impiedad, un receptáculo de maldades condenado por Dios»: allí el desmadre judaizante de nuestros días queda gráficamente atestiguado por Andrea Cavallieri, quien, respondiendo a una invitación a visitar una librería de Ediciones Paulinas en su ciudad, comprueba que una de las dos vidrieras del local exhibe al menos 50 (cincuenta) títulos sobre la Shoa. «No doy el nombre del informador, para ahorrarle el proceso inquisitorial que -infaltablemente en esta sazón- golpea a quien defiende la ortodoxia católica» (Ver original aquí).



De lo que se trata es del avance fatal del colonialismo espiritual talmúdico ante la desbandada de nuestros pastores. Aquel mismo enemigo que, ufanándose antaño de su exclusivismo -y despreciando la nota de catolicidad de la Iglesia- viró táctica, tras luenga y pesarosa diáspora, y ahora apuesta a judaizarlo todo. El programa ya lo expuso hace casi cien años Vladimir Rabinovich (a) Rabi: «los judíos son el único pueblo cosmopolita, y, como tales, deben –y en realidad lo hacen- actuar como un disolvente de toda raza y nacionalidad. El gran ideal del judaísmo no es que algún día todos los judíos se reúnan en una esquina del mundo para separarse, sino que el mundo entero esté imbuido de enseñanzas judías, y que entonces en una hermandad universal de naciones –en realidad un judaísmo difuso- todas las razas y religiones separadas desaparezcan. Van más allá. Con sus actividades científicas y literarias, con su supremacía en todos los sectores de la vida pública, están preparando para fundir pensamientos y sistemas que no son judíos o que no corresponden a modelos judíos». A éstos también los increpa el Señor, como bien consta: «¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de la Gehenna dos veces más que vosotros!» (Mt 23,14)

Francisco, inclinándose como un junco ante Shimon Peres
El pontificado de Francisco, también en esto, no hace sino profundizar en el descamino emprendido hace cincuenta años. La estrenua búsqueda de un difuso «denominador común» con los de la Sinagoga (llámese Antigua Alianza, valores éticos, monoteísmo de cuño semítico, etc.) podrá servir como ardid diplomático, como momentánea pipa (del opio) de la paz, pero constituye una grave afrenta a la Verdad. En estos tráficos, quien medra a la postre es el Talmud. La «Iglesia pobre para los pobres» (pobre en la manifestación del culto, pobre en disciplina eclesiástica, pobre en coherencia con los principios de la fe, pobre en vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, incapaz de alentar el menor motivo de credibilidad en quienes pudieran sentirse llamados a la conversión) y el adulterio público y reiterado con los sanhedritas, han logrado prodigiosamente revivir aquella -es expresión de san Jerónimo- haeresis sceleratissima herida de muerte hace quince siglos: la de los ebionitas, impulsores -entre los cristianos- del pauperismo al par que de la no-caducidad de los ritos y leyes judías. Así de asombrosa es la persistencia del error, nunca completamente vencido en este valle de suspiros.

A este paso, la menorah sustituirá pronto al crucifijo en nuestros altares. Y asistiremos acaso a misas celebradas bajo tierra.