martes, 18 de febrero de 2014

CAMBIO CLIMÁTICO Y ESPERANZA CRISTIANA

Robert Hugh Benson
Un artículo publicado recientemente en un sitio creado en honor de R.H. Benson (http://bensonians.blogspot.com.ar/2014/01/el-cambio-climatico-en-el-senor-del.html) llama la atención sobre cierto pasaje en los capítulos finales de «Señor del mundo», pasaje que corre el riesgo de ser soslayado como mero aditamento descriptivo en la trama esjatológica de la novela, cuando en verdad no hace sino predecir el revolverse de los elementos en el embudo de la declinación última de los tiempos. Después de referirse a una desconocida Londres, con césped que amarilleaba y copas de árboles ya mustias bajo el azote de calores extremos (citaremos según la versión Castellani),
«lo que desconcertaba era el aspecto del aire, como lo que los libros viejos describían de los tiempos del reinado del humo. No había ni la frescura ni la transparencia de la mañana; era imposible apuntar en ninguna dirección el origen del pesado nublo, porque era parejo en todas partes. Incluso en el cenit faltaba el azul; parecía pintado con una brocha fangosa, y el color mostraba apenas una opaca aureola roja. Sí, pensó, esto parece uno de esos cuadros modernos; no había el tinte del misterio de una ciudad nublada, sino más bien inverosimilitud, irrealidad. Las sombras parecían carecer de límites, las figuras y los conjuntos de coherencia, como en la obra de un paisajista chabacano. Hace falta una buena tormenta, pensó; o bien, podía ser, un terremoto más en otra parte del mundo podía, en sarcástica demostración de la unidad del globo, aliviar la tensión en esta parte. Bueno, la jornada valía la pena de emprenderse, más no fuera que por el fresco y por el interés de observar los cambios climáticos...»
Tal la impresión que la naturaleza desquiciada suscita en Oliver Brand, parlamentario al servicio del tirano orbital Juliano Felsenburgh, el Anticristo. Pocas páginas después, en el asediado campamento de los santos, en Galilea, en el que hacen mora el último papa (de incógnito) y una mermadísima jerarquía y algunos monjes y fieles,
«el cielo era como un averno, negro y vacuo; no había un rayo de luz, aunque la luna seguramente había salido. Él la había visto cuatro horas antes trasponer lentamente el Tabor, una hoz roja. A través del valle, mirando desde el parapeto no había nada; pues por unas pocas yardas yacía sobre la tierra irregular un alanza quebrada de luz de un postigo mal cerrado; y debajo de ella, nada. Hacia el norte, nada tampoco; hacia el oeste un fulgor, pálido como ala de polilla, de los techados de Nazareth...»
Y aun:
«le pareció que el amanecer había llegado, pues aquel horroroso cielo era visible al fin. Una enorme bóveda, opaca y color humo, parecía curvarse hacia los espectrales horizontes a los dos lados donde las lejanas sierras alzaban sus agudos filos como recortadas en papel (...) Parecía todo irreal, como una sombría y fantástica pintura hecha por un ciegonato que nunca hubiese visto la luz. El silencio era hondo y total.»
Se advierte en estos pasajes la atención que el buen converso y novelista inglés vuelca sobre uno de los aspectos más gravosos del mundo distópico propiciado por los febriles sueños utópicos. No decimos que esta alteración de las coordenadas cósmicas sea inmediato efecto de la acción del hombre, cosa por lo demás hipotética y de comprobación acaso imposible: la tierra conoció cíclicas convulsiones mucho antes de que el hombre talara los bosques y contaminara la atmósfera. Simplemente asertamos que el cambio en los usos y costumbres, en la valoración y en los paradigmas morales de estos últimos lustros ha sido tan drástico y radical, que el «cambio climático» no hace sino y casi irónicamente acompañarlo, como un lazarillo que a su vez cojeara. Porque el hombre agrede a la naturaleza no sólo por la polución industrial, sino por la promoción de la contra-natura en todas sus repulsivas formas en vigor. Arcades ambo, y bien contemporáneos que son, resulta cuanto menos estúpido constatar la gravedad de los trastornos naturales sin siquiera reparar en la aniquilación del ethos -o en su falsificación, a expensas de una principalía del consenso.

De entre los varios signos que Jesús ofrece a los suyos como indicadores del fin de los tiempos, agrupados habitualmente bajo el membrete de Apocalypsis synoptica (a saber: aparición de falsos mesías y falsos profetas, guerras y rumores de guerra, persecución a los cristianos, fin de la ocupación gentílica de Jerusalem, señales sidéreas y telúricas varias), hay una que despunta sólo en Lucas (21, 25 ss.), y que merece especial atención en nuestros días. Dice la Vulgata:
et erunt signa in sole et luna et stellis, et in terris pressura gentium prae confusione sonitus maris et fluctuum, arescentibus hominibus prae timore et exspectatione, quae supervenient universo orbi; nam virtutes caelorum movebuntur.
La destacamos en negrita: Mateo y Marcos también hablan del oscurecimiento del sol, de la luna y las estrellas, y de la «conmoción de las columnas celestes»; no así del «estruendo del mar y de las olas», que es dato que aporta sólo Lucas. Acá también cabe reconocer correspondencias bastante estrechas entre trastornos naturales y hechos espirituales de pareja gravedad, de los que aquellos podrían ser un a modo de signos subsecuentes. El sol podrá, en efecto, oscurecerse; pero antes lo hizo el papado, con la imparable devaluación de sus signos de hito en hito (al menos desde la deposición de la tiara por Paulo VI, pasando por la renuncia de Benedicto XVI hasta alcanzar la licuefacción diaria de la dignidad pontificia en Francisco). Pulchra ut luna llamó Orígenes a la Iglesia, belleza que en nuestros días parece estribar en lo oculto, como en el novilunio. Que la luna deje de dar su esplendor no es más inadmisible que el entenebrecimiento -¡ay! ya constatado- de la misma Iglesia, llamada a reproducir la luz de Cristo. Que las estrellas caigan como fruta sobremadurada no hará sino reflejar la defección casi universal de los sacerdotes, prevista en todo su dramatismo al menos desde La Salette. Y el estruendo de las aguas y su asalto a la tierra firme no será sino paralelo a la mundanización creciente de la Iglesia, mimetismo el de ésta que no sirve a saciar la sed del mar embravecido: que lo diga la ONU si no, que ya parece lanzada a un decidido ataque a fondo contra todo lo que recuerde la soberanía del Creador sobre su entera Creación.

A la zaga de tan penoso desquicio en el orden del espíritu, la natura parece plegarse al descompás. Ya son muchas las latitudes que podrían decir, con Lucrecio y con Leopardi, que la naturaleza es más una madrastra
Olas gigantes en las costas de Albión
que una madre. Si hasta un concejal británico se animó a sugerir que las recientes inundaciones en su país se debieron a la aprobación de la ley de "matrimonio" homosexual, razón por la que fue suspendido de su partido. Causalidad no pasible de positiva comprobación, lo cierto es que en diversas partes de Europa se vivió un invierno altamente inusual, con lluvias copiosas donde correspondían nevadas, con temperaturas primaverales en la alta montaña. Estados Unidos vivió su propio destierro siberiano, con temperaturas de hasta 50º bajo cero. En nuestra pampa húmeda y en otras regiones de la Argentina, a cuarenta y cinco días sucesivos de calores agobiantes les siguió un duradero temporal, del todo impensable para el pleno verano, con inundaciones incluso en provincias de secano, como Catamarca, Mendoza y San Juan. El autor de este blogue vio hincharse el río que pasa a treinta metros de su casa, con amenaza de inundación finalmente fallida. En un área rural que conocía fenómenos semejantes con una frecuencia de 20 a 25 años, a éste le tocó sortear tres anegamientos en sólo cinco años.

Como para evidenciar la más cruda fisonomía del hombre moderno, no faltan quienes aprovechan estos castigos para salir a excursionar por las zonas siniestradas, cámara fotográfica en mano, captando ávidos el retrato de lo inverosímil que se regala a sus retinas: casas como barcos, copas de árboles peinando la corriente. Ni falta el tonto audaz que sale a montar la cresta de las olas gigantes, erguido en equilibrio sobre su leño. Es la conversión del drama en espectáculo, la garantía de que esta raza de tele-espectadores está negada al escarmiento. Tal como se lee en Apocalipsis 9, 20 ss: «los hombres que no fueron exterminados por estas plagas no se arrepintieron de las obras de sus manos, ni cesaron de adorar a los demonios (...), ni se arrepintieron de sus homicidios, de sus maleficios, de sus fornicaciones ni de sus robos».

En medio de la amenaza creciente de las fuerzas naturales y políticas desbocadas, así como el pequeño y perseverante contingente de la novela de Benson esperaba el fulmíneo bombardeo del enemigo entonando gregorianos, pluguiera a Dios que aprendamos a salmodiar con toda el alma aquello de
   no tememos aunque tiemble la tierra,
y los montes se desplomen en el mar.
Que hiervan y bramen sus olas,
que sacudan a los montes con su furia:
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.