lunes, 10 de febrero de 2014

LA MEDIDA DE LA INDIGNACIÓN

Como complemento a la anterior entrada, reproducimos aquí otro testimonio que, en los días casi iniciales de la ¿reforma? litúrgica, debió impactar por el tono fuertemente polémico contra el Ordo motiniano y por la pluma de la que manaba. Se trata de un artículo aparecido en la revista Vigilia Romana en noviembre de 1971 y firmado por monseñor Domenico Celada, teólogo y liturgista, y profesor de Música e Historia del canto gregoriano en la Universidad lateranense. El autor, que colaboró con el «Breve examen crítico del Novus Ordo» firmado por los cardenales Ottaviani y Bacci, se cuenta entre los más fervientes impugnadores de las excrecencias introducidas en la liturgia a partir de 1969.

Nótese la afinidad del tono con el usado por el Señor en su Elenchus contra pharisaeos (Mt. 23, 13 ss.), o en las imprecaciones no menos incisivas que dirige a los judíos en Juan 8, 21 ss. En este caso, los destinatarios son los ideólogos y fautores de la ruptura en la tradición litúrgica, que una propaganda tan dolosa como eficaz logró presentar como “apertura”.


Paulo VI con el concejo de pastores protestantes
que intervinieron en la elaboración de la misa nueva
♦♦♦ 
Hace tiempo que deseaba escribiros, ilustres asesinos de nuestra santa Liturgia. No ya porque suponga que mis palabras pudieran tener algún efecto en vosotros, caídos hace ya mucho tiempo en las garras de Satanás y devenidos sus obedientísimos siervos, sino para que todos aquellos que sufren por los innumerables delitos cometidos por vosotros puedan reconocer su propia voz. No os ilusionéis, señores. Las llagas atroces que habéis abierto en el cuerpo de la Iglesia claman venganza ante el rostro de Dios, justo vengador. Vuestro plan de subversión de la Iglesia a través de la liturgia es antiquísimo. Intentaron realizarlo muchos predecesores vuestros mucho más inteligentes que vosotros, que el Padre de las Tinieblas ha acogido ya en su reino. Y yo recuerdo vuestro resentimiento, vuestra risa maliciosa y burlona, cuando le augurabais la muerte, una quincena de años atrás, a aquel gran Pontífice que fue el siervo de Dios Eugenio Pacelli, luego de que éste comprendiera vuestros designios y se os hubiera opuesto con la autoridad de la Tiara. Después de aquel famoso convenio de “liturgia pastoral”, sobre el cual cayeron como una espada las clarísimas palabras del papa Pío XII, vosotros abandonasteis el místico concejo espumando enojo y veneno.

Ahora os salisteis con vuestro propósito. Por el momento, al menos. Habéis creado vuestra “obra maestra”: la nueva liturgia. Que esta no sea obra de Dios se demuestra sobre todo (prescindiendo de las implicaciones dogmáticas) por un hecho muy simple: es de una fealdad espantosa. Es el culto de la ambigüedad y del equívoco, y no pocas veces el culto de la indecencia. Bastaría esto para entender que vuestra “obra maestra” no proviene de Dios, fuente de toda belleza, sino del antiguo escarnecedor de las obras de Dios.

Sí, habéis quitado a los fieles católicos las emociones más puras, derivadas de las cosas sublimes de las que se ha nutrido la liturgia por milenios: la belleza de las palabras, de los gestos, de las músicas. ¿Qué les habéis otorgado en cambio? Un certamen de fealdades, de “traducciones” grotescas (como es sabido, vuestro padre que está allá abajo no posee el sentido del humorismo), de emociones gástricas suscitadas por los maullidos de las guitarras eléctricas, por gestos y actitudes –y es poco decir- equívocos.

Pero, si no fuese suficiente, hay otro signo que demuestra cómo vuestra “obra maestra” no viene de Dios. Y son los instrumentos de los que os habéis servido para realizarlo: el fraude y la mentira. Habéis logrado hacer creer que un Concilio habría decretado la desaparición de la lengua latina, el archivado del patrimonio de la música sacra, la abolición del tabernáculo, el revesamiento de los altares, la prohibición de doblar las rodillas ante Nuestro Señor presente en la Eucaristía, y todas vuestras otras progresivas etapas, que toman parte (dirían los juristas) de un “único designio criminoso”.

Vosotros sabíais muy bien que la “lex orandi” es también la “lex credendi”, y por tanto que, mudando una, habríais mudado la otra. Vosotros sabéis que, apuntando vuestras lanzas envenenadas contra la lengua viva de la Iglesia, habréis prácticamente ultimado la unidad de la fe. Vosotros sabíais que, decretando el acta de muerte del canto gregoriano y de la polifonía sacra, habríais podido introducir a vuestro antojo todas las indecencias pseudomusicales que desacralizan el culto divino y echan una sombra equívoca sobre las celebraciones litúrgicas. Vosotros sabíais que, destruyendo tabernáculos, sustituyendo los altares por las “mesas para la refección eucarística”, negándole al fiel que doble las rodillas delante del Hijo de Dios, en breve habríais extinguido la fe en la real Presencia divina. Habéis trabajado muy atentamente. Os habéis ensañado contra un monumento en el que habían puesto manos Cielo y tierra, porque sabíais que con esto destruiríais a la Iglesia. Habéis llegado a quitarnos la Santa Misa, arrancando nada menos que el corazón de la liturgia católica (esa Santa Misa a cuya vista nosotros fuimos ordenados sacerdotes, y que nadie en el mundo nos podrá jamás prohibir, porque nadie puede pisotear el derecho natural).

Lo sé, ahora podréis reir por cuanto estoy por decir. Y reíd nomás.

Habéis llegado a quitar de las Letanías de los santos la invocación “a flagello terremotus, libera nos Domine”, y nunca como ahora la tierra ha temblado en cualquier latitud.

Habéis quitado la invocación “a spiritu fornicationis, libera nos Domine”, y nunca como ahora nos hemos encontrado tapados por el fango de la inmoralidad y de la pornografía en sus formas más repelentes y degradantes.

Habéis abolido la invocación “ut inimicos sanctae Ecclesiae umiliare digneris”, y nunca como ahora los enemigos de la Iglesia prosperan en todas las instituciones eclesiásticas, a todo nivel.

Reíd, reíd. Vuestras risotadas son groseras y sin alegría. Es bien cierto que ninguno de vosotros conoce, como nosotros las conocemos, las lágrimas de la alegría y del dolor. Vosotros no sois ni siquiera capaces de llorar. Vuestros ojos bovinos, ténganse por bolas de vidrio o de metal, miran las cosas sin verlas. Sois similares a las vacas que miran el tren.

Antes que a vosotros, prefiero al ladrón que arranca la cadenita de oro al niño, prefiero al carterista, prefiero al atracador a mano armada, prefiero incluso al profanador de tumbas. Gente mucho menos sucia que vosotros, que le habéis rapiñado al pueblo de Dios todos sus tesoros.

En espera de que vuestro padre que está allá abajo os acoja también a vosotros en su reino, “allá donde habrá llanto y rechinar de dientes”, quiero que sepáis de nuestra invencible certeza: que aquellos tesoros nos serán restituidos. Y será una “restitutio in integrum”. Vosotros habéis olvidado que Satanás es el eterno vencido.

Monseñor Domenico Celada