sábado, 30 de agosto de 2014

ALGUNAS MATIZADAS PONDERACIONES SOBRE EL ISLAM

En la anterior entrada, un comentarista nos recomienda amablemente "matizar el juicio" en relación al Islam. Aceptamos el consejo, aunque no sin sujetarlo también a oportunos matices y distinciones. La matización corresponde, al fin de cuentas, al arte intelectual del análisis, y a éste debe seguirle (por razón de la propia naturaleza de la actividad mental) la síntesis, la reconducción de las partes al todo, a su principio común. No de otra guisa un católico desnortado como Maritain supo recordar en sus mejores momentos la necesidad de "distinguir para unir", y hasta el agnóstico Aldous Huxley, exudante modernidad por todos los poros, reclamaba para las universidades la creación de «cátedras de síntesis», que suficientes había ya de análisis. Por ahí consta, para más abundar, la lección pascaliana acerca del esprit de finesse, capaz de contemplar de un vistazo la consecuencia que se deriva de los principios, y el «espíritu geométrico», dado más bien a la cuidadosa distinción de esos mismos principios. Ambos se complementan y son necesarios, aunque habitualmente no encarnen en el mismo sujeto.

Si se debe a la invención del microscopio este afán de distinción a menudo inmoderado, incapaz de recapitular en la unidad lo contemplado, que lo responda quien lo sepa. Lo que no podemos dejar de reconocer es que ya se ha vuelto sintomática, de tan recurrente, esta exigencia constante o voz de mando: matizar, matizar. Si es cierto que no deben nunca propiciarse síntesis groseras, que acaban por conspirar contra la verdad, no lo es menos que hoy el vicio inherente a nuestro mundo occidental (o, al menos, a sus minorías ilustradas, consecuencia del hábito vicioso del racionalismo) es el dialecticismo estéril, la metódica bifurcación de la atención y el moroso desdoblamiento de la realidad escrutada. Actitud que conduce en forma irremediable y por razón de sus propias disposiciones a la atomización indefinida del datum y a la capitulación intelectual. Fue por el abuso de la argucia que decayó la Escolástica.

Obispado de Mosul, en llamas
Hecha esta necesaria advertencia, volvemos sobre el tema Islam. ¿De qué sirve rehabilitar la distinción obvia entre musulmanes violentos y pacíficos, si esta distinción responde, en todo caso, más a las disposiciones de los sujetos que a las enseñanzas explícitas del Corán? El problema del Islam es el Islam, tituló con acierto el blogue Ex Orbe una de sus recientes entradas, en la que se recuerda cuánto el Corán sea «el código político primario, la inspiración que articula el Estado, la fuente en la que la violencia islamista seguirá catalizando cualquier proyecto político que surja en su medio». Insistir en esta sazón con la engañosa dualidad entre "buenos y malos muslimes" para concluir que los buenos son los verdaderos observantes del Islam remite a aquella ilusoria cooperación cristiano-comunista que se alentaba en los días de la posguerra. Entonces también muchos católicos vendados abogaban por los "marxistas-con-don-de-gentes", por aquellos rojos que no demostraban aversión sangrienta hacia la Iglesia:se creía poder trabajar con ellos para el bien común. Esta es la tesis implícita también en el clamoreado ecumenismo, extensivo a los no cristianos: éste comporta por fuerza una remoción de los principios, que serán siempre un estorbo en la consecución de un "común denominador" con los infieles. Pero una cosa es la tolerancia con los errados, y aun con los malos (como lo enseña la parábola del trigo y la cizaña), y otra esta asociación imposible que se nos propone. La experiencia demuestra cuánto en tales componendas la dirección tuerza bien pronto no en el sentido querido por aquellos a quienes cabe in altum ducere, sino más bien hacia el contrario.

¿Y qué otra cosa cumple esperar de una religión surgida después de Cristo (después de que, al encarnarse, Dios cumpliera su definitiva autorrevelación), de una religión que, surgida en un ámbito semi-cristianizado, aprovechara la autoridad del Antiguo y del Nuevo Testamento para traerla en socorro de sus novedades, tan "nuevas" como el error? Una religión que surge -pese a sus vaivenes, a sus aparentes y parciales condescendencias con el cristianismo- como una impugnación frontal de la fe cristiana («no digáis que hay una Trinidad en Dios. Él es único» IV, 169; «los que sostienen la trinidad de Dios son blasfemos» V, 77; «el Mesías, hijo de María, no es más que un ministro del Altísimo» V, 79; «Dios no puede haber tenido un hijo» XIX, 36. Citamos según nuestra vieja edición del Corán, versión castellana por A. Hernández Catá, París, Garnier Hermanos, sin fecha de edición). Una religión con un afán de universalidad parejo al del cristianismo, pero perfectamente opuesto en sus medios: si éste se expandió por la sangre de sus propios mártires, el Islam lo hizo por la sangre ajena.

Se podrá ciertamente matizar:

- ¡P...p...pero el Corán les admite a cristianos y judíos la posibilidad de salvarse! ¡No es siempre tan feroz con ellos! Advierta aquel versículo 41 del capítulo XXII: «si Dios no hubiera opuesto una parte de los hombres a la otra, los monasterios y las iglesias de los cristianos, las sinagogas, y el Templo de La Meca y todos los lugares santos donde se invoca el nombre de Dios habrían sido destruidos». Y aquel otro (V, 73): «los fieles, los judíos y los cristianos que creen en Dios y en el Juicio Final, y los que hayan practicado la virtud, estarán a salvo de todo temor y de todo tormento». Admitamos que esto suena mucho más civilizado y potable que aquel terrible «extra Ecclesiam nulla salus».

- Sí: a juzgar por estos pasajes, se diría que Mahoma fue el primer cultor de la equivalencia de todas las religiones, un ecumenista ante litteram, el camellero portador de la Nostra Aetate. Pero no más recular unos pocos versos, en la misma sura a que usted alude, vea (V, 56): «¡oh creyentes! No constituyáis cruzamientos con los judíos y con los cristianos. Dejadlos que se unan entre sí. Aquel que los tome por amigos, concluirá siendo semejante a ellos, y Dios no guía a los perversos». Para rematar, en varios pasajes, fórmulas del estilo de: «¡oh creyentes! Combatid a vuestros vecinos, los infieles, Que encuentren en vosotros enemigos implacables» (IX, 124). Es el problema de las ambivalencias: no pueden sostenerse a largo, y quien así lo pretenda acabará por volcarse hacia uno de los dos opuestos invocados, con total olvido del otro. No se puede servir a dos señores.

Es así como en el Corán las frecuentes invocaciones a la guerra, a la venganza, a la persecución sañuda de los infieles, por su mayor fuerza persuasiva, invalidan todas las otras relativas a la paz. El clima de terror que exudan esas páginas es punto menos que inocultable, y ya se sabe que el belicismo extremo obra en la conciencia un embotamiento y una excitación parejos al efecto de una droga. No deja de ser significativo, al momento de asociar violencia y alucinación, que el origen del término «asesino» se remonte a una secta árabe que sembraba la muerte en nombre de Allah bajo los efectos del hachís, los Hashsha-shin. Ni parece fácil de rastrear en otros medios que no sean los de la medialuna extravíos tan furiosos como los del actual Ejército Islámico, que llega a adiestrar a los niños en las artes de la decapitación empleando muñecos.

No, no hay mucho que matizar en esta impostura religiosa de Mahoma, manadero perenne de odio y sangre ajena. Por eso, a continuación de los célebres «cinco pilares» de la religiosidad mahometana (confesión de la fe, oración, ayuno, limosna y peregrinación a La Meca), muchos interpretes incluyen un «sexto pilar», cual es la guerra santa o yihad, y la insistencia misma del Corán les da la razón. Esta compulsión a las armas que el mundo islámico lleva en las entrañas explica el fenómeno del imperialismo, adscrito al Islam desde sus inicios, siendo que semejante afán de expansión territorial y de dominio debió esperar, para su advenimiento en el mundo occidental, a la ruptura protestante. Aquella proposición que se intentó arrancarle sin éxito al Concilio Vaticano I, si quis bellum incipiat, anathema sit, pudo colarse en las aulas conciliares -pese a los equívocos que pudiera atraer- justamente a causa de la añeja teología católica de la guerra, que nunca vio con buenos ojos la guerra de agresión. La misma que, bajo modalidades tan dispares pero tan sanguinarias, cultivan hoy anglosajones y muslimes.

El libro de Daniel (XI, 38) habla de un extraño dios llamado Maozim, que sería venerado en las postrimerías. Se lo ha asociado con el "dios de las fortalezas", con el culto del poder. De uno y otro lado de la balacera vemos hoy fielmente honrado a este ídolo cruel, sin que sea de descartar la posibilidad de una entente impía de ambos mundos -y del sionismo- contra los seguidores del verdadero Dios. Al fin de cuentas, son las potencias occidentales las que han armado a los yihadistas, y quienes mueren son predominantemente cristianos, como ovejas enviadas al matadero.

Doblemente sacrificadas tales ovejas si, a cien años de su muerte, contrastamos el caso de san Pío X (de quien se dice que la profunda aflicción provocada por el estallido de la Gran Guerra aceleró el fin de sus días terrenos) con la inmutable sonrisa de Francisco, que parece sujeta con ganchos, mientras avanza y se ceba a raudales en nuestros hermanos de Oriente esta trucidación demoníaca, con pronósticos nada alentadores para las tierras de poniente. El mundo parece querer dividirse en dos bien definidos campos donde de un lado medran banalidad y truculencia y del otro, sin más, el martirio.

miércoles, 27 de agosto de 2014

LOS FRUTOS DEL RAMADAM (Y DEL ECUMENISMO)

Cuando hace unos meses Francisco saludó a los musulmanes con otra de sus acostumbradas muestras públicas de bonhomie augurándoles copiosa cosecha de frutos espirituales del Ramadam, al punto pensamos: «¡que la boca se te haga a un lado por enésima vez, Pancho, que bien sabemos cuáles son esos frutos!». Y no se hicieron esperar los agraces, y la persecución sangrienta de cristianos en el área musulmana recrudeció con creces, quizás como nunca antes en la turbulenta historia de los de la cimitarra.

Ocurrió lo previsible, lo recurrente, lo remanido: a medida que las matanzas y tropelías se multiplicaban (especialmente en Irak, pero también en Nigeria, como antes en Siria), la Santa Sede permanecía muda, como el endemoniado de Mt 9, 32ss., para no ofender a nuestros hermanos de la medialuna. Y cuando la realidad -irreverente, según su estilo- nos lo abofeteó al pontífice, éste se decidió a musitar unas irénicas exhortaciones. Pero como lo señaló con perspicacia Antonio Socci: «han sido necesarios una veintena de días y muchos pobrecitos, inermes e inocentes, muertos por homicidio, para que finalmente incluso el papa Bergoglio llegara a decir que es menester "detener" a aquellos criminales sangrientos que descuartizan, degüellan, violan, crucifican y cometen otros horrores... Detener, pero -precisó- "no bombardear". ¿Y cómo, entonces?». Acá está el secreto de la inopinada valía de Francisco: mesturar los reclamos con nuevos silencios, con propuestas absurdas. Así, al hacer el diagnóstico de la situación, se le olvidó mencionar la religión de los perseguidores y la de los perseguidos (en este último caso hizo la alusión genérica y vaga a las "minorías"), e insistió en condenar el recurso a la guerra (que, se sabe, desde el Vaticano II es siempre ilegítima). Finalmente se hizo pública la convocatoria a un partido de "fútbol interreligioso" con estrellas del balón de una y otra confesión, casi como para suplicar gráficamente a las salvajes milicias de Mahoma que se sirvan ejercitar la vis irascibilis en otro género de bombardeos, cuales son los que se lanzan contra el arco contrario.

Lo que hace ochenta años pudo ser un arriesgado pronóstico en la pluma de Hillaire Belloc («el Islam es el enemigo más formidable y persistente que nuestra civilización haya tenido, y puede en el futuro transformarse en una amenaza tan grande como lo fue en el pasado»), refrendado poco después por Plinio Corrêa de Oliveira al aludir a «la gran inercia del Occidente cristiano ante la resurrección de la gentilidad afro-asiática» y «la renovación del mundo musulmán» (dormido después de Lepanto y Viena, pero lleno de virtualidades prontas a activarse cuando sonara la trompeta del cambio de rumbo histórico), estos avisos, decimos, han venido a encontrar la más cruda confirmación en nuestros días. Y han señalado una analogía plausible entre un mundo occidental presa de somnolencia, asido a un hábito inveterado de seguridad ya inexistente, y aquel Bajo Imperio romano ante la presión creciente de las hordas tras el limes. La paz por la que se aboga, la de la molicie, es razonablemente despreciada por aquellos jinetes ebrios de suras que repican odios y decapitaciones: «no viviremos con sucias bestias, como vosotros», amenazaron los miembros de una organización islamista nórdica que apunta a establecer una Noruega bajo las directrices del Estado Islámico. Ya se ve hasta qué lejanas latitudes llegan sus pretensiones. Y es que «no consideramos que debamos irnos de Noruega, porque hemos nacido y crecido aquí. Y la tierra de Alá pertenece a todo el mundo». 

Y no es todo. Como para fomentar los más fatídicos presagios, espigando en la concordia reconocible entre cierto temible punto de la profecía pública (Ap 18) y las más acreditadas de las privadas (aquella visión de Fátima acerca del obispo vestido de blanco arrastrándose entre ruinas), ahí sale un diario italiano a afirmar que el mismísimo Francisco, según fuentes israelíes, «se encuentra en el punto de mira del grupo yihadista Estado Islámico (EI) por ser portador de la verdad falsa». El mismo medio reconoce lo que tantos otros: «las llegadas continuas de inmigrantes [a Italia] sirven de base para la entrada de los yihadistas en Occidente». Recuérdese la ilícita injerencia de Bergoglio en estos asuntos inmigratorios que afectan a otros Estados en su ya célebre discurso en Lampedusa, que en su momento tratamos aquí. Y compruébese cómo le retribuyen sus protegidos, si la versión que corre es verídica.


Si éstos, como la burra de Balaam, aciertan o no con el auténtico sentido de la acusación de ser Francisco «portador de la verdad falsa», es cosa ahora anecdótica. Lo temible, estando a la amenaza, es que Francisco viva en Roma. En nuestra Roma.

jueves, 21 de agosto de 2014

¿PIDEN QUE EXPLICITEMOS?

Para responder a la arrogante petición de principios puesta por el CELS a la Iglesia, según hicimos alusión en nuestra entrada anterior (a saber: que ésta explicite «su posición institucional respecto al actual proceso de justicia por delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar»), habría que someter a éstos a simétrica cuestión: con qué cara son capaces de rastrear y escarbar en los delitos y los presuntos delitos cometidos por agentes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, cuando ellos detonaron bombas, secuestraron y torturaron a mansalva a sus cautivos y mataron a traición, por la espalda, a menudo a hombres desarmados.

Así como parece ciertamente imposible ir más lejos que el marxismo en punto a perversidad, siendo éste algo así como la última y más fétida floración de la declinante modernidad, así se diría que la impostura alcanza aquí la preeminencia que en opuestas cosmovisiones ocupa el honor. Porque es un hecho conocido que la táctica del marxismo consiste en apelar a la legalidad luego de haber ultrajado a la legalidad, en el preciso momento en que se hace objeto de justa reacción punitiva. Pegar primero y con alevosía, y luego chillar como marranos ante el contragolpe: tal es el asedio demoníaco que se le tiende a la ley y a la conciencia del hombre, aterrorizada a designio y sin descanso; tal es la traición que se le hace a esa indulgencia más o menos común a los sencillos, a los hombres no picados de gruesa perfidia.

El marxismo apura hasta las heces el desorden inaugurado por el liberalismo, no consintiéndole a éste detenerse en mitad del remolino revolucionario. Caos, revesamiento, desasosiego febril: y a cada nueva vuelta de la espira infernal la insultante afectación de legalidad, como para reponer conciencias horrorizadas antes de perpetrarles nuevo expolio. Legalidad sin legitimidad, como en el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), comandado por un probo en la carnicería y la rapiña como Horacio Verbitsky. Words, words, words, asegún el conocido suspiro de Shakespeare: pero palabras teñidas de sangre ajena.

Acá está lo que piensa la Iglesia -o, al menos, la Iglesia fiel- acerca del funesto montaje de los derechos humanos de estos malditos: se les responderá elípticamente, como Jesús solía hacerlo, por parábolas. Acá está uno de nuestros maestros, que nos quitaron a balazos. Acá habla y les da una soberana lección la Iglesia que pretenden interpelar. Y retempla de paso, como el buen acero, nuestra fidelidad a su enseñanza.





miércoles, 20 de agosto de 2014

EBRIOS

Pero no «de vino, de poesía o de virtud», como quería Baudelaire (Petits poèmes en prose, 33) para conjurar la «carga horrible del Tiempo», sino ebrios de una peligrosa beodez provocada por la cobardía y el afán inmoderado de congraciarse con los enemigos de la Verdad. Disposición tristemente digna de ser incluida en aquella advertencia del Señor (Lc 21,34): guardaos de no embotar vuestros corazones con la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y merecedora por justo mérito de integrar el libro de los Hechos de los Apóstatas, de inacabable y perentoria compilación. Porque hay una cierta embriaguez consistente en el culposo apocamiento, en el ocultamiento de la lámpara bajo el celemín, que resulta de la mera ansia de conservación (= preocupaciones de la vida). Y ya lo supo el Aquinate: toda sociedad que reduce su actividad a la propia conservación en el ser (es decir, que renuncia a toda tensión expansiva) acaba por fuerza en la necrosis.

Por eso, en este indecoroso y habitual ejercicio táctico del silencio o de la diagnosis tardía al que nos tienen acostumbrados los obispos, resulta sorprendente que un prelado se sirva escuetamente señalar la verdad latente en el criminal montaje que tiene por víctimas a los militares que libraron guerra en los años de la artera agresión marxista. En efecto, y para escándalo fácil de la opinión pública creada por el periodismo, el obispo de Villa María, monseñor Jofre Giraudo, señaló, sin abundar mucho más, que estamos ante juicios "discutibles" y "políticos", y denunció la manipulación dolosa del término "represión" a los fines de negarle a ésta toda legitimidad. Si Bernard Shaw habló del resentimiento como de la «venganza del cobarde», ése es el resentimiento que al fin vemos meticulosamente activo en la pantomima de unos juicios arracimados de irregularidades, y que son la vergüenza de las vergüenzas en este lodazal que llamamos -sin ánimo de eufemismos- democracia.

De modo que estamos ante dos borracheras, como cuando se juntan el hambre y las ganas de comer: el afán desaforado de venganza de los unos y la prudentia carnis de los otros, capaces incluso de tomar la iniciativa cuando de salvar el cuero se trata. Como la reivindicación festiva que meses atrás ese zombi con birreta, el cardenal Poli, hizo del malhadado padre Mugica, muerto -según las más fidedignas versiones- por sus propios compañeros de ruta. O como la carnada que Francisco (quizás para acabar de complacerse con quienes hasta hace poco lo apuntaban como "entregador") ofreció a quienes juzgan el «caso Angelelli»: unas cartas enviadas por éste al entonces nuncio manifestando su temor a que lo mataran. Él, pobrecito, que no había hecho más que confraternizar con terroristas, y de cuya muerte el único testigo presencial (apartado de la causa bajo amenazas) señaló haber sido enteramente accidental.

Por eso ahora, cebados en la cobardía de tanto prelado, sobreviene la consecuencia obvia de la valía de uno solo, del trino del pájaro solitario: el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), funesto cubil de lo peor del hampa roja, le pide a la Iglesia argentina que haga «explícita su posición institucional respecto al actual proceso de justicia por delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar» (ver aquí). Sería la ocasión, ya que preguntan, de clamar desde el tejado una lección estentórea de historia y de moral, de rectificar el amañado lenguaje que imponen estos sicarios enriquecidos, de recordar el episodio del sargento Cruz pasándose del lado del valiente acorralado, de denunciar la vileza de una inquina que se desfoga en enemigos caídos. Pero no cabe esperar nada de esto. Ebrios de complacencias demasiado previsibles, nuestros pastores no harán más que cederles el terreno a los homicidas metidos a fiscales, ese poco terreno que aún se les concede pisar en el concierto de las instituciones irreconocibles.

viernes, 15 de agosto de 2014

EN LA ASUNCIÓN

Cuelgan racimos de ángeles que enrizan
la pluma al sol en arcos soberanos
Lope 



Tiziano, La Asunción de la Virgen


Donde la vista se arrebata, donde en el Sumo Estrado asisten 
                                                                        los querubes,
allí llevadnos, Reina nuestra, lirio de lirios que subisteis 
                                                             tras las nubes.
De aquel celeste regocijo, de aquella enhiesta suavidad 
                                                         de ámbar y luces
hínquenos siempre la memoria la nota clara, y la esperanza 
                                                                      nos sahúme.
El tabernáculo más fiel, aquel que fue de su Señor
                                                  horma inconsútil,
así se eleva entre los coros y las proles que, aclamándola,
                                                                           se unen.
Bella corona coronada en lo más alto del pináculo, 
                                                          en el culmen
de la escalera que al patriarca admiró con todo su imprevisto y
                                                                          su vislumbre...



Tierra sin fin transfigurada, muy más lucida que en la aurora
                                                                         del creado,
de los ejércitos que templan los esplendores invisibles, 
                                                              cifra y boato.
Que vuestro tránsito, Señora, arrastre siempre nuestro amor
                                                                       a lo más alto,
y en la procela de este viaje que nos resguarde la virtud
                                                              de vuestro manto.  


Fray Benjamín de la Segunda Venida


martes, 12 de agosto de 2014

EL ZORRINO Y LOS PERROS

Se nos perdonará el delito de adobar este espacio con un relato personal que involucra, en todo caso, a seres irracionales, y no a lo que habitualmente acá tratamos. Sirva al menos como recreo, en la convicción de que las realidades naturales suelen subordinarse a modo de símbolos eficaces a las sobrenaturales, reflejando por una lejana analogía su fisonomía y sus recíprocas relaciones. San Buenaventura y fray Luis de Granada, entre otros, supieron señalar ese tránsito del nivel sensible y patente a una ulterior instancia de significación latente, lo que los hizo advertir en cada criatura -y en sus hábitos, y en sus intercambios- una como propedéutica a las realidades supremas. Auxíliennos ellos, pues, en este cometido de contar un caso en el que los protagonistas son animales, no menos que en la tarea de suscitar una correspondencia admisible en ámbito no ya humano, sino incluso sacro.

No es tan raro que alguien vea su sueño interrumpido por algún ruido, o bien por un dolor que lo asalta: cualquiera conoce de esto. Quien suscribe estas líneas -que, como algunos lectores saben, vive en un medio rural, en la dilatada pampa- se despertó sobresaltado hace una noche, a instancias de un desagradable y fuerte olor que intentó vanamente reconocer. Los insistentes ladridos le dieron la pista: un zorrino (en otras latitudes llamado mofeta, y por los cronistas de Indias «zorrilla hedionda») había sido acorralado por los perros, justo en la galería exterior de la casa. La bestia se había defendido usando de su proverbial recurso, del que nuestro olfato tenía suficiente y desagradable experiencia mediando una distancia de ciento o más metros, pero que no había percibido aún tan de cerca, con todo su apremiante rigor, digno de tenerse (en su penetrante, flamígera acritud) por una de las penas de sentido que aquejarán a los réprobos después de la resurrección.

Esto ocurrió una larga hora antes de amanecer, tiempo columpiado entre laudes y mates, con el telón sonoro de los ladridos, la agitación perruna. Habiendo ya clareado bastante y contando entonces con mejor vista, la decisión de retirar una a una las tablas de madera que ocultaban al intruso agazapado dio lugar (después de mover la última y de haber soportado el olfato varios sucesivos latigazos, suficientes a replegarlo a uno una y otra vez en busca de mejores aires) al intento de fuga de éste, detenido por los atentos canes que fueron otros tantos rayos.

El resto lo hizo el hombre y la vara de su diestra mano. No deja de ser admirable en esta historia la fidelidad y la perseverancia de los perros, que aun corriendo momentáneamente enloquecidos con cada fétido saetazo recibido en pleno rostro, volvían a la carga, convencidos de su misión.

¿Hace falta señalar que el símil no se ajusta a lo que vemos hoy en la Iglesia, a la que más bien le cabe la irónica invitación de Isaías (56, 9ss): «¡Bestias del campo, fieras de la selva, venid todas a devorar! / Sus guardianes son todos ciegos, ninguno de ellos sabe nada. Todos ellos son perros mudos, incapaces de ladrar»? ¿Hace falta recurrir a ejemplos, indecorosamente prolíficos en todas las católicas modernas latitudes? ¿En qué lejana edad geológica quedaron calificaciones como la de «pestilencial», tan atinadas para los errores que afectan a la fe y tan felizmente recurrentes en el Magisterio cuando éste todavía hablaba claro? ¿Acaso los centinelas pretenden hibernar todas las cuatro estaciones? ¿Quién ladrará, el zorrino?

A decir verdad, la Iglesia ya no puede cumplir el mandato de «amar a los enemigos y orar por los perseguidores»: el irenismo (doblado en sincretismo) y la infiltración cada vez más desembozada de fieras cerriles en sus propias filas se encargaron de anular la noción misma de «enemigo». Ahí está el caso del dizque obispo anglicano, a quien el entonces cardenal Bergoglio disuadió de entrar a la Iglesia, y que hoy recibe sepultura junto a obispos católicos. Para no hablar del obispo canario que bendijo el matrimonio sodomítico de un profesor de religión. 

Christi bonus odor sumus Deo, podía decir el Apóstol (II Cor 2,15). A instancias de tantísimos clérigos que han hecho de su ministerio un mero metiére, una renta segura, se prefiere hoy incensar el altar con el hedor del más plácido cretinismo, de los vicios más viles, de la cobardía de quienes debieran ladrar. La "retroalimentación" obra eficazmente, y la lex credendi ya se ha hecho una con la lex orandi de Caín.

viernes, 8 de agosto de 2014

EL CUERPO Y LAS ÁGUILAS: UNA EXÉGESIS ADMISIBLE

Hay una indicación que el Señor dio a los suyos respecto a las circunstancias previas a su futura Venida que movió toda una mole de conjeturas desde los días en que el Evangelio fuera puesto por escrito hasta nuestros propios días, debiendo contarse con todo derecho entre los pasos más peliagudos del Sacro Texto. Se trata de aquel «donde esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas», según la versión de Lucas (17,37), que difiere de Mateo (24,28) en un dato no menor según la índole exegética a emplearse. En efecto, allí donde la Vulgata homologa ambas lecciones («ubicumque fuerit corpus, illuc congregabuntur et aquilae» en Lucas, con la única e insignificante diferencia del adverbio illic por illuc en Mateo), el texto griego original, aparte otros pormenores, distingue entre πτώμαcadáver (en la lección de Mateo) y σώμα, cuerpo (en el correspondiente pasaje de Lucas). Huelga decir que entre ambos términos no hay sinonimia estricta, aunque según el contexto y la intención puedan tomarse el uno por el otro.

Según todas las apariencias, es una locución proverbial que de hecho cuenta con un precedente escriturístico en Job (39,30). Se sitúa en ambos evangelios en medio del llamado «sermón esjatológico»: en Mateo, luego de precaver Jesús a los suyos respecto de los falsos cristos que aparecerían antes de la Parusía, que será repentina como el rayo; en Lucas, después de describir la corrupción moral de aquellos días, similares a los de Noé y a los de Lot, en los que «uno será tomado y el otro dejado». Es en este último contexto que el Señor, a la pregunta de sus discípulos por el «dónde» de tales sucesos, responde con la frase en cuestión. Lo que induce a suponer que estamos ante una de esas frecuentes respuestas elípticas por las que el Redentor quiso ofrecer una lección de mayor alcance y espesor que la urgida por sus discípulos, a menudo espoleados por un afán de conocimiento más bien anecdótico.

«Donde esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas» fue interpretado como la "disgregación de los elementos y de las fuerzas cósmicas (e incluso histórico-sociales) en los días del fin", en que la carroña de la civilización cerradamente humana quedará expuesta al Juicio. Por eso algunos traducen "buitres" en lugar de "águilas", cosa al parecer lícita, según los entendidos en la koiné. O, más amablemente, y en palabras de san Cirilo de Alejandría: «como cuando se abandona un cadáver, acuden en seguida a él las aves carniceras, así cuando venga el Hijo del hombre todas las águilas, esto es, los santos, le rodearán», interpretación ésta común a varios entre los Santos Padres, según se evidencia al consultar la Catena Áurea del Aquinate, y que concuerda perfectamente con la enseñanza del Señor en Mt 16,27: «ha de venir el Hijo del hombre en la gloria de su Padre con sus ángeles», y con aquel pasaje de I Thess (4,16ss.) acerca del «rapto de la Iglesia».

Por ello también cundió, para propiciar mejor una posible interpretación alegórica, la alusión al cuerpo, que no al cadáver: y se habló de la Hostia consagrada y de las águilas que la merodean llevadas por el santo apetito del pan celestial. Así lo hizo el propio Santo Tomás, quien se sirvió recordar que «como es connatural a la amistad compartir la vida con los amigos, como dice el Filósofo en el Noveno Libro de la Ética, Cristo nos ha prometido su presencia corporal como premio, según se lee en Mt (24,28): donde está el cuerpo, etc.» (S.Th. IIIª q.75 a.1). El himno compuesto para el Congreso Eucarístico de Buenos Aires (1934), que quedó luego como cántico para la Misa (allí donde todavía se lo canta), dice en una de sus estrofas que

tu Cuerpo y tu Sangre deseamos con ansias,
en donde está el Cuerpo se juntan las águilas

y esta misma interpretación del pasaje, anagógica o meramente acomodaticia, es quizás la que más cundió a lo largo de los siglos, dejando sin resolver la exigencia primaria que nos pone el texto: por qué Jesús respondería a una pregunta sobre las ultimidades con una indicación válida, en todo caso, para todos los tiempos. Y por qué lo haría en esas circunstancias, cuando el discurso versaba sobre los signos de su inminente Vuelta. Y aunque quisiera ciertamente impelernos a buscar el alimento eucarístico para mejor afrontar la pesadilla de la consumación temporal (y heredar, a la postre, la vida eterna), sigue pareciéndonos que debe haber algo más que escudriñar en una respuesta que deja tantas resonancias, y tan rotunda.

Quién sabe si Robert H. Benson no se basó en estas palabras cuando en la escena final de «Señor del mundo» pone una escuadra aérea a sobrevolar y bombardear el campamento de los últimos fieles en Palestina, como aves mecánicas de rapiña atacando los rezagos terrenos del Cuerpo Místico. Por eso hizo bien Castellani en repetir lo que podría considerarse una perogrullada oculta, una obviedad demasiado secreta en tiempos -como los nuestros- de compulsiva distracción: las profecías se hacen más inteligibles a medida que se acerca su cumplimiento.

Y por eso mismo, aunque el sayo de exegeta nos sobre por todos los costados, arriesgamos una hipótesis que creemos del todo plausible y que nos sorprende no haber leído nunca (pese a los argumentos que pesan en su favor) en la pluma de ningún escritor abocado a estos asuntos. El cuerpo visitado por las águilas sería el que se halla impreso en el Santo Sudario, objeto en los últimos decenios de incansables indagaciones científicas irrealizables en el pasado, y que arrojan como resultado la práctica certeza de que no otro sino Nuestro Señor Jesucristo es quien quedó grabado en esa tela, y por medios que superan las posibilidades de la naturaleza y del ingenio humano.

Santo Sudario: detalle del rostro

No será éste el lugar para extenderse sobre las admirables peculiaridades de esta augusta tela (ver, para ello, http://www.sabanasanta.org/), que recién en nuestros días y merced a los vertiginosos avances técnicos puede ser visitada por contingentes enteros de personas provenientes de todos los rincones del planeta, ni vamos a suponer que la fe deba basarse en la Síndone tanto o más que en la doble fuente de la Revelación. Creemos, nada más, que allí puede estar cumpliéndose, en el otro extremo de la parábola temporal inaugurada por la Redención, aquel «signo de Jonás» que el Señor concedió a «esta generación perversa y adúltera» (Mt 12,39), y que, aunque no veamos con los ojos corporales el cuerpo glorioso del Resucitado tal como los suyos lo contemplaron por espacio de cuarenta días hasta su Ascensión, vemos sus signos indelebles en el lino, producidos (según atestiguan los peritos) por medios desconocidos para la industria humana: ausencia de pigmentación sobre las fibras, lo que descarta su producción por técnicas pictóricas; comportamiento de todos los rasgos del cuerpo como si se tratara de un negativo fotográfico, explicable como si la tela hubiese recibido un fogonazo emitido por el cuerpo en el instante de la Resurrección; asombrosa tridimensionalidad del conjunto, lo que resulta de que la intensidad del colorido de las imágenes sea inversamente proporcional a la distancia que separaba, en cada punto, la tela del cadáver. Si a estas inexplicables exclusividades se les suma la coincidencia de ciertos datos existenciales propios del amortajado, reconocibles recién al someter la tela al microscopio (adherencia de polen de especies vegetales que crecen sólo en Palestina; grupo sanguíneo perteneciente a un individuo de la nación judía, entre otros: datos todos imposibles de imprimir adrede por ser enteramente desconocidos hasta hace poco más de un siglo), con los mismos datos conocidos de Jesucristo (debiendo añadirse el detalle de una moneda romana del siglo I cubriendo el párpado derecho, según costumbre extendida por entonces al preparar los cadáveres para su inhumación, a más de las huellas de la flagelación, de las espinas sobre la cabeza y de la lanzada en el costado izquierdo, reconocibles en el lienzo), la conclusión se impone por sí sola.

A la comprensible rapacidad de los científicos que, como águilas, han caído sobre el Cuerpo, les ha dado el Señor la evidencia que pedían. A esta generación embotada por el empirismo y el naturalismo más obtusos le ha otorgado, en esta venerable reliquia, aquella que quizás sea una última tabla de salvación, la más proporcionada a sus debilidades. Y junto con la prueba tangible de su Resurrección los interpela, como a Marta ante la sepultura de Lázaro, ya sin más excusas.

Y acaso ya sin más demoras, si este signo hubiera de entenderse según la clave hermenéutica que le atribuiría el Evangelio.

viernes, 1 de agosto de 2014

CINCO BREVES, CINCO

Ya resulta trivial hablar de «ruinas» cuando se trata de la Iglesia. Se debe hablar, más bien, de ruinas sepultadas bajo varios estratos de estiércol, bajo el sucesivo avance aluvional de las heces erupcionadas por los ínferos. O quizás, si fuera que la historia está tocando de veras a su fin, de una imprevista síntesis de ambas acepciones de «escatología».

Para muestra de lo dicho, basten cinco breves (5), aunque largos de digerir. En ristra, como las sucesivas vértebras de un cadáver del que hubiera que afirmar, como antaño de aquel de Lázaro: Domine, iam foetet (Io 11,39). Y perdónesenos el laconismo: la verdad es que, ante la catarata diaria, ya no nos sentimos con ánimo de glosar nada. Ciertas cosas se comentan solas, con sólo nombrarlas.

(Para conocer las fuentes consultadas, basta con punzar el número inicial).

Vista aérea del cardenal Hummes
1- El brasileño cardenal Claudio Hummes, señalado unánimemente como uno de los purpurados más próximos a Bergoglio, consultado acerca de si Jesús viviese hoy, ¿estaría a favor del casamiento "gay"? respondió, sin que se le caiga la cara de la vergüenza: «no sé, no hago ninguna hipótesis sobre esto. Quien debe responder a esto es la Iglesia en su conjunto. Tenemos que cuidarnos de no seguir moviendo cuestiones individualmente, porque esto acaba por crearle a la gente mayores dificultades para llegar a una conclusión que sea válida».

Hay una hipótesis, sí, que cabría hacer sobre Hummes: él es el fruto -más que maduro, podrido- de una caída  imparable en el alto clero. Y aun en el clero sin más, objeto privilegiado en esta hora de las insidias del Maligno, que parece haberlo persuadido de que «el Reino de los cielos es arrebatado por los flojos», y de que «sin fe es también posible agradar a Dios».

2- Pese a los desvelos del descubridor de la misericordia y patentador del fármaco conocido como "misericordina", el apetito de revancha y las atribuciones más abusivas cunden en la Iglesia como en sus peores momentos. Al puntapié otrora recibido por Alessandro Gnocchi y el recordado Mario Palmaro, quienes debieron renunciar a sus emisiones semanales por Radio Maria (pronto seguidos por Roberto de Mattei, nueva víctima del punitivo furor), ahora se suma la denuncia contra Francesco Colafemmina, dueño del blogue Fides et Forma, por haber presuntamente difamado al padre Alfonso Bruno, fautor de la denuncia y estrecho colaborador del interventor de los Franciscanos de la Inmaculada, padre Fidenzio Volpi. Colafemmina se había limitado en su momento a dar a conocer algunos detalles vidriosos del barbárico asalto a esta Orden entonces pujante, demolida en tiempo récord con eficacia digna de mejor causa.

La novedad en este caso estriba en el recurso al brazo secular: fue la policía local quien los interrogó largamente, primero a la grávida esposa del blogger -por ser ésta la titular del contrato con la compañía telefónica y con internet- y luego a él. Aunque al momento esto no pasa de un interrogatorio, el delito de difamación está penado en Italia con seis meses a tres años de prisión, pena que se aplica rara vez, salvo en el caso de llamarse uno Guareschi. En este, como en los anteriormente citados casos de persecución, habrá que concluir con el adagio: todos los caminos conducen a Roma.

3- La arremetida vaticana contra la paraguaya diócesis de Ciudad del Este suma ahora una nueva plausible explicación -a falta de la oficial- en un diario menos afecto a la Iglesia que al Estado sionista de Israel. Se trataría, ya aventada la acusación de abusos perpetrados contra seminaristas por el actual Vicario General -jamás formalmente presentada la denuncia- de ciertos dineros que la central hidroeléctrica Itaipú habría girado al obispado con el fin de que éste, devenido (como es costumbre) una "pía ONG", los empleara para la atención de «niños enfermos de labios leporinos, niños de la calle, personas privadas de su libertad y familiares, mujeres que sufren violencia doméstica», y para «la realización de cursos de formación y capacitación de líderes, dirigentes y catequistas». El obispo decidió, como aquel administrador encomiado en el Evangelio, «hacerse amigos con el salario de la injusticia», y puso los fondos allí donde mejor iban a rendir: en el Seminario Mayor de su ciudad. «Fui facultado para adjudicar [el dinero] según las necesidades que viera. Se me daba amplia libertad porque yo no iba a aceptar lo contrario», se defendió el prelado. Y su diócesis conoció el milagro de la abundancia: en diez años pasó de ninguna a ocho capillas de adoración perpetua, de ninguna a 54 comunidades de retiro, de 14 a 83 sacerdotes diocesanos, de 9500 a 21000 bautismos, de 1200 a 6200 matrimonios, de ninguna a más de 200 personas que hacen retiros mensuales, entre otros ítems por demás de elocuentes (redondeamos las cifras grandes. Más datos, consultar aquí).

Aranda, Pombal et alii, redivivos, parecen meter nuevamente la zarpa en aquellos reductos guaraníticos saqueados, para mayor desgracia de nuestra historia, en el lejano 1767. Y Clemente XIV, hoy paradójicamente vuelto jesuita, acude solícito a confirmar el despojo.

4- Amplias repercusiones tuvo la entrevista concedida por Francisco a una revista de su país. Los secuaces de Freud, peste difícilmente extirpable por nuestros lares, se relamieron recordando las enseñanzas de su mentor acerca «del chiste y su relación con el inconsciente». Y entonces notaron que cuando el pontífice se excusa, a propósito de una posible suya nominación para el premio Nobel, que éste «es un tema que no entra en mi agenda [...] Ni se me ocurre pensar qué haría con esa plata», la chacotera alusión a la plata descubriría el deseo inconfesable. Los genealogistas, apuntalando la especie, se sirvieron recordar el linaje piamontés de Bergoglio, y por si acaso trajeron a cuento a los fenicios, a los zíngaros barateros y a los judíos. ¿O acaso el Papa no ha mostrado suficiente afinidad con estos últimos?

A decir verdad, no es creíble que Bergoglio, a su edad y en su cargo, desee ávidamente el dinero. Sí, en todo caso, lo que éste simboliza: bien se puede despreciar a Mammon y honrar, en cambio, a Maozim.

Por lo demás, se supo que la sueca Academia de Ciencias, conquistada por las icásticas maneras del Obispo de Roma, se ha propuesto otorgarle el premio Nobel de la Humildad, instituido especialmente para él. Aunque la colusión de política y religión, insospechada consecuencia de la separación de ambas esferas propiciada por el liberalismo, lo haría más bien digno del Óscar al Mejor Actor de Reparto (los protagónicos son para el poder financiero, el civil, etc.).

Más aún: en viendo la celeridad que han cobrado últimamente los procesos, no sería de extrañar su canonización en vida. Y su proclamación como Doctor de la Iglesia, Honoris Causa.

5- En la misma entrevista Francisco ofrece un clamoroso remedo del Decálogo, más bien propio del Vesubio que no del Sinaí. Una porquería, para decirlo sin remilgos, de esas que llevan su inconfundible sello.

No faltaron quienes, leída la bergogliana retahíla, notaron la total ausencia del nombre de Dios en todas y cada una de sus líneas. Aun así, tal vez lo más alarmante sea la sentencia que encabeza la decena: viví y dejá vivir, una transposición porteña del laissez faire, laissez passer, aquel plácido principio egoísta que consagra el peor de los indiferentismos.

Pero hay una nota más alarmante, si cabe, y tiene que ver con la ligereza ciega con la que los hombres se avienen, llegado el tiempo, a encarnar las profecías más funestas. Ahí están las palabras de Ana Catalina Emmerich para corroborarlo: «vi en una ciudad, una reunión de eclesiásticos, de laicos y de mujeres, los cuales estaban sentados juntos, comiendo y haciendo bromas frívolas, y por encima de ellos una nube oscura que desembocaba en una planicie sumergida en las tinieblas. En medio de esta niebla, vi a Satán sentado bajo una forma horrible y, alrededor de él, tantos acompañantes como personas había en la reunión que ocurría debajo [...] Estas personas estaban en un estado de excitación sensual muy peligroso y ocupado en conversaciones ociosas y provocantes. Los eclesiásticos eran de esos que tienen como principio: hay que vivir y dejar vivir...» (Emmerich, Profecías sobre: I- Los demoledores; II- El misterio de iniquidad; III- La gloria crepuscular de la Iglesia, en pdf aquí).