miércoles, 28 de mayo de 2014

UN PAR DE APUNTES AL FIASCO PAPAL EN TIERRA SANTA

Como apéndice a la entrada anterior acerca del primado petrino y la intención (así manifestada por el Obispo de Roma) de someterlo a revisión, en un nuevo intento de contemporizar con los cismáticos de Oriente, ofrecemos a continuación dos significativos antecedentes que van en la misma dirección, traídos a cuento por el sitio Chiesa e postconcilio. Sirven simplemente para comprobar que Bergoglio no surgió por generación espontánea, y que el enrarecimiento de la Iglesia (que está llegando al paroxismo con el pontificado del Bocón) lleva sus varias décadas de curso.

En primer lugar, adviértanse las palabras dirigidas por Paulo VI el 28 de abril de 1967 al Secretariado por la unidad de los cristianos: «el papa, como bien lo sabemos, constituye sin sombra de duda el obstáculo más grave en el camino del ecumenismo». Todo un postulado reversivo, de esos que, multiplicados por mil, han ido anublando la serena convicción de que el orden de los hechos depende y dimana del orden de los principios, katá ton órthon lógon. Estamos en el más cenagoso terreno de la búsqueda de la añadidura sin el Reino de Dios y su justicia, de los beneficios prácticos fuera de sus dependencias ontológicas de rigor. A fuer de audaces, y si fuera lícito pensar como lo hizo el titubeante papa Montini, el razonamiento debiera extenderse a más, admitiendo otras fórmulas que podrían sonar así: «el culto de María y de los santos constituye el escollo más acusado para la realización de la unidad de las Iglesias (sic)», y aun: «la Encarnación es una verdadera traba para alcanzar la soñada simbiosis con el judaísmo, porque ofende el sentimiento religioso de nuestros hermanos mayores». Quizás no estemos muy lejos de asistir a tan repulsivos desatinos manados desde el mismo vértice: el error no combatido se vuelve progresivo, invadente, hipertrófico. Pruebas a la vista, de a manojos.

El otro pasaje que trae a colación el sitio italiano es el de una encíclica de Juan Pablo II, Ut unum sint, del 25 de mayo de 1995, en la que el polaco pontífice expresa su deseo de «encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» (n. 95). El lenguaje es suficientemente ambiguo como para satisfacer a unos y otros. Lo que en todo caso nunca consta, de acuerdo al magisterio previo al Concilio y como condición de un ecumenismo intachable, es la necesidad del redditus de los separados al seno de la Iglesia. Juan Pablo II, en cambio, y remitiendo a las palabras que le dirigiera al Patriarca ecuménico Dimitrios I lo insta a que «busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y amor reconocido por unos y otros». "Consensuar el primado" parece haber sido la consigna.

Queda claro que Francisco, llevado de un apetito perentorio de innovación, ha ido un buen poco más lejos. Pero bien se advierte cuánto se sirve literalmente de las palabras de Wojtyla como pretexto, al decir, en su reciente viaje a Tierra Santa y dirigiéndose a los patriarcas de otras confesiones cristianas allí presentes, que «deseo renovar el auspicio ya expresado por mis Predecesores, de mantener un diálogo con todos los hermanos en Cristo, para encontrar una forma del ministerio propio del Obispo de Roma que, en conformidad con su misión, se abra a una situación nueva y pueda ser, en el contexto actual, un servicio de amor y de comunión reconocido por todos». Ya era todo de esperar: en la Evangelii Gaudium, y valiéndose de un razonamiento a todas luces engañoso, había dicho (n. 32) que «dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado». A esta altura de la noche creemos ocioso señalar lo obvio: lo que anhelamos es la conversión de Bergoglio.

La dilución del papado en una especie de cuerpo patriarcal colegiado, haciendo del pontífice romano apenas un primus -e incluso un pars- inter pares no contradice la posibilidad -y aun la necesidad- del ejercicio despótico de sus funciones. De hecho, el carácter último de su ministerio no lo decide el Sumo Pontífice, y cuantas veces éste quiera avanzar cualesquier tesis ajenas al depositum  en lo relativo al primado petrino (o a todo otro objeto de definición doctrinal) estará obrando violencia contra la Iglesia, por decir lo menos. En realidad, en la misma medida en que asciende el culto de la personalidad decae vertiginosamente el munus. Cosa de sobra evidente cuando el propio pontífice, a quien la Iglesia reconoció desde siempre la suprema potestad judicativa, se declara incompetente para juzgar los pecados más notorios («¿quién soy yo...?»).

Flores para Theodor Herzl
Finalmente, no queremos dejar de reproducir el elocuente comentario enviado al sitio Messa in latino por un lector, luego allí publicado como entrada bajo el título de «Precisiones teológicas acerca de las palabras del Papa Francisco pronunciadas en el Yad Vashem (26-5-2014)». Comienza citando el texto pronunciado por el Papa Bergoglio en la ocasión, en Jerusalén, para luego hacer discurrir su inevitable fastidio, que hacemos nuestro.


«Adán, ¿dónde estás?» (Cf. Gen 3:09). 
   «¿Dónde estás, hombre?
   ¿Dónde estás?
   En este lugar, memorial de la Shoah, escuchamos resonar esta pregunta de Dios: "Adán, ¿dónde estás?". En esta pregunta está todo el dolor del Padre que ha perdido al hijo.
   El Padre sabía el riesgo de la libertad; sabía que el hijo habría podido perderse ... ¡pero tal vez ni siquiera el padre podría haber imaginado semejante caída, un abismo semejante!
   Ese grito: "¿dónde estás", aquí, frente a la tragedia inconmensurable del Holocausto, resuena como una voz que se pierde en un abismo sin fondo...» (palabras de Francisco en Yad Vashem)

Hago notar humildemente que cuando Dios en el Génesis se hace la pregunta, no estaba ciertamente pensando en la Shoah ni en el Yad Vashem. Esta exégesis es heterodoxa; hago también humildemente notar que Dios se dirige al hombre y no al Hijo (especialmente si se expresa en singular), porque el Hijo (único y solo) del Padre (la Trinidad debería estar clara para un papa) es Cristo. El hombre, en cambio, es hijo adoptivo de Dios y no del Padre entendido como persona divina, y en todo caso lo es como consecuencia de la venida salvífica de Cristo. Para la teología judía Dios no es Trinidad y la adopción no es para todos los hombres, sino para un pueblo (aquel elegido, el de los hermanos mayores - sic!)
Afirmar luego que «tal vez ni siquiera el Padre podría haber imaginado» el abismo de perdición  de la humanidad es una herejía aún más evidente y flagrante. Dios lo sabe todo y Bergoglio debería recordar al menos el catecismo: afirmar que Dios fue imprudente en concederle el libre albedrío al hombre porque «tal vez no podía imaginar» las consecuencias, es una herejía obscena y una blasfemia. El «tal vez» no reduce ni atenúa el contenido herético de la afirmación: de hecho, el solo afirmar que exista, en este sentido, siquiera una mera posibilidad, o bien no afirmar claramente la certeza de la omnisciencia de Dios y abrir la duda a este propósito es, obviamente, no católico. 
Hago también notar que el abismo de perdición del racismo y el terrorismo de Estado perpetrado por Israel contra el pueblo de Gaza y los territorios ocupados no es menos conocido por el Padre y por toda la Santísima Trinidad, pero Bergoglio «tal vez» no está informado y, por lo tanto, visto que se encuentra en Israel, en lugar de gastar una palabra sobre la persecución de los cristianos o de los pobrecillos de Gaza lleva coronas y rinde homenaje al fundador del movimiento sionista. Éste es también un hecho relevante que los papaboys prefieren no ver. 
Estamos en el caos completo.

Desde In Exspectatione el único dilema que en esta instancia nos ponemos es el hasta cuándo.


lunes, 26 de mayo de 2014

EL PRIMADO PETRINO, ¿A NEGOCIARSE?

A uno y otro lado del Atlántico no podía sino esperarse la previsible unidad de las consignas en la diversidad de las situaciones convocantes: en Tierra Santa, y perpetrando con su sola lengua una profanación que ni acaso los turcos selyúcidas igualaran en sus más sangrientas incursiones, Francisco fue toda melaza para con sus anfitriones (incluida una prevista ofrenda floral a la tumba de Theodor Herzl, padre del sionismo), ofreciendo sus estancias vaticanas para una oración común (¡¡¡!!!) con los presidentes de Israel y Palestina, a los fines de alcanzar la paz entre ambas naciones. Malabarista consumado en esto del diálogo, cuanto más con circuncisos, habrá que admitir sin atenuantes la declaración de Jorge Kirszembaum, ex-presidente de la Daia (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas), cuando soltó que «Bergoglio, bromeando sobre la fe, me hizo comprender el valor del diálogo».

Cardenal Poli: un chupamedias poli-funcional.
En rigor de verdad, el Obispo de Roma no ha dejado ni un momento de bromear sobre la fe en su año y pico de pontificado. Pero nos interesa el eco transatlántico de esta palabra-talismán, «diálogo», en el tradicional Tedéum del 25 de mayo. Allí fue que el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Poli, citando en su homilía a su mentor -hoy en el Trono Petrino-, redundó, por si no quedara lo suficientemente claro en tantos años de perseverante prédica, que «el Papa, un argentino nuestro (...), tanta veces dijo: "cuando los líderes de diferentes sectores me piden un consejo, mi respuesta siempre es la misma: diálogo, diálogo, diálogo"».

Ya había hecho notar Romano Amerio que la palabra «diálogo», ausente por completo en todos los Concilios previos al Vaticano II (y en las Encíclicas y en la homilética también previas), aparece nada menos que veintiocho veces en los documentos del último Concilio. «Esta palabra, novísima en la Iglesia católica, devino, con propagación fulminante y con enorme dilatación semántica, el vocablo príncipe de la protología post-conciliar y la categoría universal de la mentalidad neotérica». Conque a otro perro con ese hueso de la presunta intrepidez en repetir lo que ya viene siendo pesadamente impuesto con el auxilio de todos los medios. Cuesta creer -en el hastío de estas sociedades ya sin nervio ni porvenir- que se le pueda atribuir mucha más fortuna a términos cuya sola proferición va inmediatamente asociada, en la percepción de los más, a oportunismo, impostación, falsete.

Pero hay algo que destacar entre todas estas nimiedades ¡ay! asaz anticipables, y que debe entenderse como su consecuencia lógica, hoy lista a enunciarse sin rodeos. Consta, en el artículo reproducido por Giacomo Galeazzi en Vatican Insider acerca del encuentro entre Francisco y el patriarca de Constantinopla Bartolomeo I en el Santo Sepulcro, que aquél, en una enésima manifestación de su apertura al diálogo y a la "cultura del encuentro" con miras a la unidad de los cristianos, no tuvo mejor cosa que decir que «estoy dispuesto a discutir el primado petrino» (nótese que en la transcripción española de la noticia se omite esta declaración, que en el original italiano le da el título al reporte). Bomba de veras letal para la fe y la unidad de la Iglesia, era la perla que le faltaba arrojar a este verdadero oráculo de la demolición, aparentemente dispuesto a superarse a sí mismo en una carrera rauda y descendente que a todos nos involucra -y quizás espoleado, con oportunidad de su periplo, por ciertas vagas, indescifrables sugestiones palestinas- hacia el mismísimo Valle de Josafat.

Por lo demás, ya había manifestado tiempo atrás no comprender esa expresión «principios no negociables». No se le puede negar, entonces, que habla y obra con alguna coherencia.




martes, 20 de mayo de 2014

EL OBISPO REMOVIDO Y UN REPROCHE GENIAL

Se sentía uno obligado a escribir dos o tres líneas acerca de la noticia que circuló por estas horas por varios medios eclesiásticos y profanos, a saber: la remoción del arzobispo de Rosario (Argentina), José Luis Mollaghan, y su traslado a una subalterna oficina curial de Roma, con atribuciones no muy del todo específicas. Y es que quien escribe estas líneas justamente vive, para mayor apremio de la pluma, en jurisdicción de aquella misma arquidiócesis gobernada por el saliente prelado.

Mons. José Luis Mollagham
Sandro Magister sitúa a Mollaghan entre los hombres de Iglesia más tenazmente opositores a Bergoglio ya desde los tiempos en que éste era el arzobispo porteño, y esto a causa de «no defender la verdadera doctrina, hacer gestos pastorales demasiado audaces y de ser connivente con el gobierno». Francamente no nos consta que haya habido tal oposición ni por tales motivos; sabrá Magister a qué fuentes recurre, aunque una interpretación similar ya venía siendo ventilada desde hace meses por otros medios. Clarín, por ejemplo, titulaba tiempo atrás una nota, a propósito de los rumores de alejamiento de Mollaghan, «La lenta agonía de los obispos conservadores», precisando que el carácter -a una rencoroso y solapado- del actual Pontífice hace que «a sus enemigos los vaya cocinando a fuego lento. Ellos están esperando que golpee de frente. Pero Bergoglio cree que no hay nada peor que decirles que se quedan ... pero que nunca sepan hasta cuándo».

Siendo muy módica la apreciación que nos merecen nuestros pastores en los días que corren, a lo sumo debemos darnos por contentos de que un obispo no ventile heterodoxias flagrantes, no ande enredado en indecoroso trato con los enemigos de la Cruz ni sea reo del vicio nefando. A Dios gracias, Mollagham se retira libre de estos ominosos cargos. Lo que no impide hacer la constatación de rigor en nuestros días: si la sucesión apostólica ha de permanecer vigente hasta la Parusía, según queda implícito en la promesa del Señor (Mt 28,20) y según lo creyó siempre la Iglesia, la estirpe espiritual que vincula a los Apóstoles, a través de las edades, con un Ignacio de Antioquía, con Atanasio, con Alfonso María de Ligorio y con Fulton Sheen, por espigar algunos preclaros nombres, parece haberse cortado trágicamente en los últimos años. No es descubrir América (mérito que le cabe, en todo caso, a Marco Polo) decir que nuestros obispos no son maestros de la fe ni audaces defensores de la Verdad contra todos sus miserables opugnadores públicos.

Parece que la ojeriza de Francisco para con Mollaghan viene de largo, y por asuntos más bien personales y aun pedestres. Y que se la tenía jurada. Razón por la que el arzobispo de Rosario tuvo que soportar, entre los pasados meses de noviembre y diciembre, la -con eufemismo llamada- «visita fraterna» de mons. Arancibia, comisionado por Roma para investigar sobre presuntas irregularidades administrativas en la arquidiócesis rosarina. Se sabe de un agujero financiero dejado en su parroquia por un sacerdote de Arroyo Seco (30 km. al sur de Rosario) antes de colgar éste definitivamente los hábitos por enredarse en unas faldas, pero casos similares de desfalco o simple mala administración no han motivado idéntica premura investigativa en otras jurisdicciones. Sin desviar nuestra atención del celo de Bergoglio por la austeridad de los hábitos de sus subordinados, habrá que recordar que mientras éste fue el jefe de la Iglesia en la Argentina, mons. Zecca, entonces rector de la UCA, dejó a la institución con una deuda equivalente a veinte millones de dólares sin ser llamado a responder nunca por ello; y que el propio mons. Bargalló, sin merma de su condición de presidente de Cáritas, fue hallado in fraganti refocilándose en las aguas del Caribe con una amiga. Y si bien de los dineros empleados para tal fin nunca fue bien esclarecida la procedencia, no habrá que llamar a Sherlock Holmes para sospecharles una posible atribución. Todos recordamos, además, que fue el mismísimo cardenal Bergoglio -en misa celebrada en honor del suspendido Bargalló unos pocos días después del escándalo- quien encabezó una tan improvisada como indecorosa apothéosis del bribón.

No; no creemos se deba aducir como causa de este desplazamiento una presumible enemistad por asuntos de doctrina y de opciones pastorales, ni las iras papales por el quebranto económico de una parroquia de pueblo. La respuesta, aunque no exhaustiva, la hemos hallado casualmente en un sitio italiano que reporta la noticia tomada directamente de Magister, en comentario posteado al pie por un lector argentino. Es ésta:

Mollaghan conoce mucho del pasado de Bergoglio. Cuando el Papa fue nombrado Vicario General de Buenos Aires, Mollaghan era Pro Vicario de Curia.

Las diferencias no son doctrinales, como dice el artículo, sino personales.

Mollaghan es un hombre muy inestable psicológicamente que conoce cosas de Papa Bergoglio muy de cerca.

Los obispos argentinos, salvo los de linea directísima, no están nada contentos con este Pontífice, más allá de las ineludibles declaraciones a la prensa.

Todos los conocen muy bien.

Saludos desde Argentina

Pero la connotación saliente, lo que no podíamos dejar de reproducir, es el reproche que este lector argentino, por el sólo hecho de ser connacional de Bergoglio, le mereció a otro comentador italiano (que suponemos ser un mismo sujeto que publica dos sucesivos comentarios). El mecanismo es comprensible. A quién no le viene en mente a veces, en viendo la sobreabundancia de basura que ofrece el mercado editorial, el llamar a Gutemberg a pleito. Lo mismo pasa acá, con no menor razón. El caso es que el italiano, sin conocer ni jota de nuestra lengua, intentó recriminarle al otro en castellano. Puedo asegurar que lloré de la risa al leer esto: el cocoliche es una de mis debilidades; el efecto humorístico que alcanza es, en ocasiones, demoledor. En nuestro caso el resultado, que ni es castellano ni cocoliche siquiera, tiene tal potencia epigramática que podría ser desenterrado dentro de muchos siglos como testimonio histórico del desconcierto en que nos vemos hoy sumergidos. Acá va:




  • Non es da far Papa un cavron de la pampas.
    Pontifice has to es italiano puro sangero.
    Que lastima.
    Saludos desde Italia.

  • No contento con lo dicho, pocos minutos después decidió volver a la carga con lo siguiente:

    La veridad es que vos otros argentinos ci aves rifilatos una mierda heretica


    ♦♦♦

    NOTA FILOLÓGICA:
    En la fallida intención imitativa del castellano, quizás no esté de más traducir o interpretar estas palabras y giros poco inteligibles: del primer mensaje, «non es da far»= no es para hacer; «has to es»= debe ser; «puro sangero»= pura sangre. Del segundo mensaje, «ci aves rifilatos»= nos habéis endosado.


    viernes, 16 de mayo de 2014

    FUEGO CRUZADO ENTRE LAS RUINAS

    Se diría que el asediado campamento de los santos (Ap. 20,9), al modo de aquellas tribus galas entretenidas en mutuos e interminables pleitos en vísperas de ser sometidas por César, se encuentra abocado a una sangría que lo hará más vulnerable cuando deba presentar la decisiva batalla. Indecorosa batracomiomaquia, guerra civil de escupitajos y regüeldos, el enemigo ya la cerca por todos sus flancos -con múltiples agentes infiltrados, incluso, que preparan el terreno para la invasión postrera- mientras los guerreros de este lado se distraen en estériles recíprocos reproches. Este desvarío funesto (ἄτη) que afecta a tirios y troyanos de consuno, reconoce en todos los casos un idéntico pecado de origen: el irrealismo, la renuncia a sostener una mirada insobornable e indistracta ante la realidad, a trueque de tomar atajos engañosos que acaban por poner a la conciencia ante su propio espejo doblado en realidad. Autocomplacencia de carácter típicamente idealista -por no decir ideologizante-, de sello moderno, ya que no modernista, creemos un deber nombrarla siquiera, en el instante mismo en que amenaza extenderse como el fuego. Máxime, en una sazón en que la viña del Señor rebosa de hojarasca y de sarmientos secos.

    No hablamos, quede claro al empezar, de los progresistas: de éstos sólo cabe comprobar la paradoja de que, estando, no estén, y todo cuanto digamos sobre ellos resultará bastante obvio. Nos referimos a dos opuestas direcciones, dos tesituras ante el «problema Bergoglio» que, en este momento de crisis colapsante, exasperan en el seno mismo de la Iglesia ese dialecticismo morboso, esa polarización tan fácil de advertir, por lo demás, en la praxis política del último siglo. Simiente de Hegel inoculada ora por inadvertencia ora por malévolo cálculo a la Iglesia, la crispación estéril es todo su fruto, al tiempo que la andadura declinante de los hechos continúa su marcha triunfal, sin detención.

    Un tótem para uso de los "normalistas"
    Están, por empezar, los que aplican genérica y malévolamente el dudoso y despectivo mote de «lefebvrianos» (ver un caso típico aquí) a todos cuantos se sirven deplorar los evidentes estropicios que provoca el Papa tristemente reinante. Conciencias tiranizadas por el tótem de turno, que atribuyen a la Providencia las notas sombrías que mejor cuadrarían a la fatalidad, los vemos reconocer (en esto sí acertados) el problema del «gran cisma que se nos viene encima», aunque la causa próxima del mismo se les ocurra ser no la «progresía clerical sino, precisamente, [...] los conservadores o tradicionalistas», si vale intercambiar sin equívoco estos dos términos.

    ¿Qué les imputan a los "tradicionalistas", a los que llaman imprudentemente carcas, término éste que, si hay alguien a quien cabe aplicar con mayor rigor, es a los progres, estaqueadas sus aspiraciones en el lejano 1968, o aun en el más lejano 1789? «El problema de los tradicionalistas con el Papa Francisco no es de verdad sino de caridad» -señalan (y señalan un peligro real, que a todos acecha. Quizás en primer término a cuantos aplauden a Francisco). Invitan a orar incesantemente por él, omitiendo toda crítica pública. Porque -en el colmo del delirio encomiástico, sin calibrar la calidad del sujeto a quien dirigen sus loas, confundiendo crasamente al cargo con aquel que lo inviste-, éste es «un Papa mártir, prisionero, hasta allá donde el Espíritu Santo lo permita, de los que le alaban tanto como manipulan sus palabras». No hace falta pararse a refutar un fideísmo tan ramplón: pruebas al canto y a la evidencia un manto, el Papa prisionero y mártir no lo es sino -y en el mejor de los casos, que preferimos callar otras sulfúreas posibilidades por comprensible falta de pruebas, Ecclesia de occultis non iudicat- de su insolente mediocridad, de su cobardía en proclamar la verdad completa y sin rebajas, de su empatía con los enemigos declarados de Cristo y de su aversión obstinada y visible por por todo cuanto remita a la venerable Tradición de la Iglesia. Creemos ocioso ofrecer ejemplos: Francisco los destila a manos llenas, ad nauseam, casi a diario.

    Toda vez que se mortifiquen los preambula fidei, y siempre que los presupuestos racionales de la fe resulten escamoteados, la fidelidad al Papa será vivida en clave supersticiosa, fetichista. No es sensato que no cause extrañeza -y aun alarma- que la Iglesia, depositaria de una verdad inmutable, varíe (y en mucho más que un iota o una tilde) su certeza doctrinal. No es admisible que sea el propio Vicario de Cristo quien declare tácitamente abolido el principio de identidad y no-contradicción: y si así lo hiciera, es lícito y obligado resistirle. Pues destruyendo la razón, la fe se vuelve una entelequia, puro vapor de letrinas.

    Besamanos y reverencia de Francisco al salesiano
    apóstata Don Michele De Paolis, público defensor
    del aberrosexualismo. ¿Sólo hay que callar y orar? 
    No queremos dudar de la buena fe de éstos, por lo que tendremos que reconocer, en cambio, su notoria falta de cacumen. Que queda confirmada cuando, para auxilio del buen nombre de Bergoglio, recurren al expediente menos apto: los supuestos "dictados" (ellos mismos entrecomillan el término) que una mujer madrileña recibe de Jesús y de María, avalando al actual pontífice contra sus críticos. ¡Vaya argumento de autoridad que manotearon! Para apoyo de opuestas razones, otros recurren también a supuestas revelaciones privadas que afirman exactamente lo contrario.

    En fin: esto es todo cuanto cabe esperar de los llamados «neoconservadores». El otro caso a reseñar, en esto de las trifulcas entre ruinas, es el de ciertos sujetos afectados de un celo lunático, caricatura del verdadero celo, cuyos "niques" o cognomina se han hecho notar en varios foros y sitios digitales católicos, inseparables de sus fijaciones y manías. Diríase que se glorían de su demencia, confundiéndola con la «locura de la Cruz». Callamos sus nombres en su obsequio, que también por acá han pasado con sus calenturientas objeciones. Cualquier crítica al Papa fundada en la suficiencia inequívoca de los facta concludentia -que no en ulteriores, improbables, eventuales desarrollos de los mismos, a los que ellos se muestran muy aficionados-, suscitará sus iras descalibradas. El argumento que repican con insistencia pueril, reputándolo válido para cuestionar cualquier otra crítica, por áspera y realista que resulte, es el de que Francisco no debe ser llamado «Papa» por tratarse de un hereje. Fanáticos de sus propias tesis, puestos a fiscales de quien peque por contradecirlos, a estos Belarminos del tic y el retintín se les deben unas pocas aclaraciones antes de que retomen sus zarpazos desde la espelunca digital.

    Tuvimos un querido confesor y consejero que solía repetir una (suya) máxima digna de memoria: no llames hereje a cualquiera; para ser hereje, antes hay que ser inteligente. Por supuesto, de una inteligencia depravada, corrompida, pero inteligente -al menos en principio. Al zote le puede caber ser un repetidor de ajenas herejías, un mecedor de manoseados errores o por mentecatez o por malicia, pero la perversa originalidad del hereje le está vedada por simples cuestiones de contextura mental. Cuando los vecinos de la muy noble y muy leal ciudad de Buenos Aires (como la apellidaron las cédulas reales después de su probado valor en repeler las sucesivas incursiones piratas del siglo XVIII) escarmentaron a los ingleses en sus invasiones de 1806 y 1807, el grito que animaba cada nueva carga porteña era: «¡fuera, herejes!», pero es fuerza decir que el término más apropiado al caso hubiera sido el de «cismáticos», «seguidores de herejes» u otros afines. Con todo, a aquellos hombres podrá perdonárseles la impropiedad léxica porque, entre el olor y el estruendo de la pólvora y los relinchos de la caballería, es seguro que no pretendieran plantear las porfías teológicas concedidas al teclado y al mouse.

    En rigor, ni siquiera Enrique VIII, el fautor de la ruptura anglicana, puede ser considerado un hereje, como sí lo fueron Lutero y Calvino, como muy antaño lo fueron Arrio y Pelagio. Insistir conque Francisco es hereje, y que por lo tanto no es Papa, equivale a dar valor de conclusiones a unas precarias premisas, no evidentes de suyo. A la vez que se simplifica imperdonablemente el carácter dramático de la presente hora de la Iglesia, cuya apostasía supone un proceso en el que Francisco, precedido por numerosas flaquezas doctrinales de sus inmediatos predecesores, termina actuando como catalizador hacia el abismo.

    Bergoglio, bien vistas las cosas, es un oportunista que se vale de unas cuantas tesis implícitas, impuestas éstas sí por auténticos ideólogos de la religión o «herejes». Sofismas sahumados, que todo lo impregnan sin producir impacto, hacía falta quien los recogiera al modo del político de masas, para halagar los oídos previamente domesticados por los yerros y facilitar esa saturnal colectiva que llaman consenso. La Iglesia, gracias a él (que se requería de un histrión, mediocre y todo, en esta instancia) cumple el definitivo tránsito, acariciado por décadas, de la religión «cerrada» a la religión «abierta», garantía de la difícil supervivencia del estamento clerical -mundanizado, al fin de cuentas- en los tiempos que corren. Se trata de la irrupción de un nuevo clericalismo, como lo señalara oportunamente Augusto Del Noce, esta vez bajo la impronta neo-modernista:
    cuando prevalezca el tipo de religión «cerrada», y la religión se suelde de tal manera con un cierto ordenamiento social que la haga aparecer como un órgano suyo, como habría ocurrido en la edad de la Contrarreforma, se pasa al anticlericalismo. [Éste, inicialmente ligado a la clase burguesa, y declinante en antiteísmo y aun en ateísmo, que acaba por ser la] forma extrema del «resentimiento contra el mundo cristiano», es [ya] en realidad una superestructura del movimiento proletario; el único modo de vencerlo es el pasaje a la religión «abierta» (Il problema dell'ateismo, il Mulino, Bologna, 2010 [1964])
    Comprobamos aquí la misma infestación hegeliana que parece regir todo el proceso de la modernidad: la subordinación del esse al fieri, la afirmación de la perfectibilidad de la potencia por sobre la perfección del acto. Y con ello y como consecuencia inevitable, la negación del acto puro: Dios. Es una mentalidad que rechaza al espíritu, y que se ha filtrado trágicamente incluso en encíclicas, en documentos del Magisterio bien antes de Bergoglio. Éste no hace sino recoger, condensándolas hasta la extenuación merced a un ritmo propagandístico frenético, todas las repulsivas consejas post-conciliares acerca del sincretismo religioso, la aconfesionalidad del Estado, el latitudinarismo soteriológico y la glorificación del hombre en la tierra. Y aunque lo haga con la más desaliñada dicción, con cacofonías y aun con giros ambiguos y heretizantes, no puede decirse que haya ido mucho más lejos que sus predecesores en este punto; su salto cualitativo, en todo caso, estriba en la moral (por lo que dice, por lo que calla, por lo que sugiere acerca del celibato de los sacerdotes, del rol de la mujer en la Iglesia, de la comunión de los adúlteros, de la homosexualidad y del aborto, siempre alentando equívocos que no hallaremos fácilmente en sus predecesores). Pero como éste no es el terreno del dogma, no puede lícitamente recurrirse a él para acusarlo de herejías propiamente dichas. Bergoglio no ataca inmediatamente al dogma, sino de forma oblicua; no lo hace in re, sino en sus consecuencias e, indirectamente, en sus fundamentos.

    Esto tiene una razón precisa: desde el Vaticano II viene predominando un modelo pastoral entendido como «praxis ateorética», según la expresión de un conocido estudioso de estos desmadres. Sus cultores se desentienden, por ello mismo, de las definiciones dogmáticas, a las que evitan cuestionar por reputarlas sencillamente irrelevantes. Es cierto que esto, por sí mismo y por negar prácticamente todo el depósito en bloque, podría considerarse una super-herejía, tal como un clarividente San Pío X se refirió al modernismo, llamándolo «compendio y síntesis de todas las herejías». Subsiste, con todo, la dificultad de imputarles el delito de herejía a sujetos que caen bajo esta vaporosa jurisdicción: la indefinición de los conceptos que articulan en sus sistemas es, sin dudas, su mejor aliada.

    No sabemos si Francisco deja de incurrir en el definitivo desafuero de la herejía apertis verbis por astuto cálculo (para evitar la exhibición completa de sus vergüenzas, y el consiguiente descrédito de muchos que aún le sonríen por ser el Papa), o bien porque, en atención a su eminentísimo cargo, que conlleva en ciertas extraordinarias circunstancias el carisma de infalibilidad, una Mano se digna taparle la boca a tiempo incluso en las circunstancias ordinarias. Problema insoluble desde nuestra precaria perspectiva temporal. Lo cierto es que descalificar como a «tibio» al profesor Antonio Caponnetto por el solo delito de seguir llamando «Papa» a Francisco, como lo hemos visto por ahí de parte de uno de estos abribocas compulsivos, no bastante el testimonio de la voz vibrante y el ejercicio prolongado de la denuncia (y pese a la amenaza de entredicho en curso), es más de lo que desde este humilde sitio y por mor de justicia nos vemos dispuestos a tolerar.

    Tendrá que caer idéntica reconvención, sin demora y como corolario de la persecución vigente a manos de la Jerarquía apóstata, sobre Gnocchi y -ya póstuma- sobre Palmaro, que fueron expulsados de Radio María por el primero de una serie de esclarecedores artículos (luego compilados en un volumen titulado Questo Papa piace troppo, «Este Papa gusta demasiado»), que aquí publicamos en su momento, «Este Papa no nos gusta». Y sobre los Franciscanos de la Inmaculada, que encima acatan (con discutible razón, pero lo acatan) un comisariamiento despótico, con fáctica prohibición de celebrar la Misa Tradicional, porque le reconocen a Francisco la autoridad pontificia. Y sobre De Mattei, también cesante en Radio María, que en ninguno de sus habituales artículos (en los que refleja agudamente la crisis de fe que afecta a quienes gobiernan a la Iglesia) deja de llamar «Papa» al susodicho.

    La validez de la renuncia de Benedicto XVI (sea por el motivo aducido para la misma, sea por las fallas en la latinidad del documento de dimisión, o por la posibilidad de haber sufrido coacción) no deja de ser un problema que, de resolverse por la negativa, invalidaría automáticamente la elección de Bergoglio. Pero mientras esto no se resuelva será temerario adelantar un juicio canónico que, por razones obvias de oficio y de oportunidad, no estamos facultados a hacer. Seguir insistiendo sobre este punto supone distraerse en un argumento fútil y alentar la anarquía en la Iglesia. Por lo demás, subsiste siempre el problema inherente a nuestra fe católica: quién juzgará a la sede Apostólica, si vale aquello de Prima Sedes a nemo iudicatur.

    Nuestro Señor se sometió de grado a Anás y Caifás, la validez de cuyo supremo sacerdocio no consta que haya desconocido. Y esto siendo Él quien era, y en la inminencia misma del cese del sacerdocio levítico, cuyo irresistible dictamen fue pronunciado recién con el consummatum est (Io 19,30), en la Cruz.

    Seguir batiendo el parche sobre la presunta certeza de que Bergoglio es el antipapa de las postrimerías, la Bestia de la Tierra, equivale a situarse en una perspectiva post-apocalíptica, caído ya el velo de la historia y consumado el Juicio. No olvidemos que el destino de Judas quedó fijado con su muerte autoinfligida, y no antes. Y que si Bergoglio compró todos los números de la rifa para obtener tan indeseable dignidad, Dios puede suspender el sorteo, si así le place, por dos o tres siglos más. El tiempo es la garantía material de lo posible.

    Y entretenerse apuntando contra las voces inteligentemente críticas de este pontificado por razones tan banales y antojadizas merece de veras alguna revisión. Se confunde, a la postre, visceralidad con razón, incurriendo en el emotivismo de raigambre modernista, cuando es al modernismo a quien se presume combatir. La ciega exasperación dialéctica no tiene ni trazas de cristiana. Triste ha de ser, a causa de una terquedad tan mal domeñada, acabar retratado por los versos del gran orihuelano -otro que disparó al blanco equivocado, sin merma de la excelencia de su estro- cuando estampó aquello de
    ésta es su obra, ésta:      pasan , arrasan como torbellinos,       y son ante su cólera funesta        armas los horizontes y muertes los caminos.

    El misterio del Deus absconditus que obra en los entresijos de la historia, entre los agónicos afanes humanos por comprender lo que pasa: tal es lo que cumplió a Chesterton narrar en esa feliz pesadilla que tituló El hombre que fue Jueves. Allí seis hombres (cada uno nombrado por uno de los días de la semana) bracean y boquean, enfrentados vanamente los mismos que entendían servir a una misma causa, para ir finalmente a recibir la paga a sus esmeros (y la acabada comprensión de todo lo sufrido) en el despacho de un pletórico y jocoso Domingo, mentor de toda la trama. Allí se nos enseña, para mayor aviso nuestro, que «nadie tiene experiencia de la batalla de Armaggedon».


    martes, 13 de mayo de 2014

    ACTUALIDAD DE FÁTIMA, SEGÚN MALACHI MARTIN



    --Fragmento de la última entrevista que se le hizo a Malachi Martin antes de su muerte, en la emisión radial The Art Bell Show, el 13 de julio de 1998. Versión original en inglés, y traducción al italiano, aquí.--





    [Luego de excusarse Martin de dar detalles acerca del llamado «Tercer Secreto de Fátima», leído por él en febrero de 1960 bajo juramento de no revelarlo, el entrevistador -en adelante, A.B.- le lee una transcripción de aquel que él tiene por el presunto "Tercer Secreto", según le fuera transmitido. Y dice:]

    A.B.: «Una gran plaga golpeará a toda la humanidad. No habrá orden en ninguna parte del mundo. Satanás controlará incluso los cargos más elevados del mundo, de modo que determinará la marcha de las cosas. Tendrá éxito en seducir los espíritus de los grandes científicos que inventan las armas, con las cuales será posible destruir una gran parte de la humanidad en pocos minutos. Satanás gozará de su poder. Los poderosos que mandan a las personas las espolearán para que produzcan enorme cantidad de armas. Dios castigará a los hombres más duramente que con el Diluvio. Será el tiempo de todos los tiempos y el fin de todos los fines. El grande y el poderoso morirán con el pequeño y el débil. También para la Iglesia será el tiempo de la mayor de sus pruebas. Los cardenales se opondrán a los cardenales. Los obispos se opondrán a los obispos. Satanás andará entre ellos. Y en Roma se verificarán cambios. La Iglesia se oscurecerá y el mundo será sacudido por el terror [Y narra diversas catástrofes telúricas, con océanos desbordados y víctimas mortales a granel]». Y bien, padre Martin...

    M.M.: ¿Sí, Art?

    A.B.:  ¿Ningún comentario?

    M.M.: Te he escuchado, y supongo que la respuesta moderada que debería darte consta de dos partes, o bien, de dos declaraciones. No es éste el texto que me ha sido dado a leer en 1960. Hay algunos elementos que sí corresponden al texto.

    A.B.: Por lo que, en otras palabras... (estoy tratando de proceder de la manera más cauta posible), en otras palabras, usted está sugiriendo que esto no es precisamente lo que había leído, pero hay algunos elementos en aquello que ha escuchado recién...

    M.M.: Sí, hay algunos elementos que pertenecen al Tercer Secreto. Ésta es quizás la respuesta más moderada que puedo ofrecer.

    A.B.: Está bien, está bien, no le pediré que me diga más. Pero reteniendo aquello que he apenas leído, ¿podría considerar que el Tercer Secreto sea tan traumático como lo sugiere cuanto leí, o aun más?

    M.M.: Aun más.

    A.B.: ¿Aun más?

    M.M.: Sí, más. Mucho más. El... sin... de nuevo... ¿sabes, Art? Procediendo muy cautamente, el elemento central del Tercer Secreto es terrible. Y no está en ese texto.

    A.B.: ¿No está en el texto?

    M.M.: No está, gracias a Dios.

    A.B.: Ahora, yo imagino que debería preguntarle lo siguiente: comprendo que usted hizo un voto, pero ¿no ha considerado que el shock que se requiere para cambiar las cosas -aunque sea esto muy serio-  pueda obligar a revelarlo?

    M.M.: Estoy plenamente de acuerdo con tu última frase. Tendría que ser revelado, pero esto es muy difícil, Art. Yo soy un hombre pequeñísimo. No tengo ninguna autoridad pública para hacerlo. No sé si ésa sería la voluntad de Dios. Y dado que tendría efectos terribles no sólo sobre los cristianos, sino sobre muchos otros, no puedo tomar esta decisión. ¿Entiendes lo que estoy tratando de decir?

    A.B.: Padre, ¿cómo le ha sido mostrado el Tercer Secreto?

    M.M.: El cardenal que me lo mostró estaba presente en el encuentro mantenido con Juan XXIII en aquel año de 1960, para hacer conocer a un cierto número de cardenales y prelados lo que él  entendía hacer con el  Secreto. Pero Juan XXIII, el papa Juan XXIII, que era el Papa en 1960, no creía que el Secreto debiera publicarse. En aquel tiempo hubiera comprometido sus negociaciones en curso con Nikita Kruschev, el líder de todos los rusos. Tenía también otro punto de vista distinto respecto a la vida, y lo repitió, muy concisamente e incluso con desprecio, en la apertura del Concilio Vaticano, en la mitad de su discurso del 11 de octubre de 1962 en San Pedro a los obispos reunidos, convocados para el Concilio Vaticano, y a los visitadores (la enorme basílica estaba repleta): escarneció con arrogancia, y se opuso a aquellos que llamaba "profetas de desventura". Y ninguno fue disuadido de que estaba hablando de los tres profetas de Fátima.

    [...]

    A.B.: Padre, ¿qué peso les otorga a todas las revelaciones de Fátima?

    M.M.: Considero que son el evento-clave que explica la fortuna (siempre mayor) de la organización del Catolicismo Romano, y el evento determinante del futuro próximo de la Iglesia (del próximo milenio, el tercer milenio). Es el evento determinante. Y héte aquí por qué los hombres fuertes (y con hombres fuertes quiero decir... sabes, Art, cuando hablamos de hombres fuertes, lo asombroso en relación a esta habilidad política es que sean personas, personas que practican el arte de la política, como Casaroli, apenas muerto, o el papa Juan Pablo II; son aquellos que las personas notan como grandes figuras de la historia, como Napoleón, Hitler, Stalin. ¡Desean tener un poder indestructible! Y pueden oponerse al compacto deseo de millones de personas y alcanzan a imponer el propio punto de vista (siquiera sólo hasta un cierto punto, hasta que caen, hasta que fracasan). De la misma manera, en Roma hay personas que tienen fuertes voluntades. Viven toda su vida utilizando la propia habilidad política. Se ocupan de macro-gobierno. No es sólo una religión: es un destino. Ellos están allá, entre los grandes.

    A.B.: ¿Cuál es el rol de la Iglesia en relación con aquello que muchos indican como el próximo gobierno mundial, un único control mundial?

    Malachi  Martin (1921-1999)
    M.M.: Tengo dos respuestas, Art, brevísimas. Una es la que ha sido ya elegida al fin de este milenio de parte de los líderes, de los manager, de los prelados, del papado; y la segunda es aquella que, a veces, pensamos será la respuesta de Dios. La respuesta en este momento es ésta (desde Juan XXIII a Paulo VI, y ahora a Juan Pablo II): déjennos cooperar. Como dijo Paulo VI en su famoso discurso de diciembre de 1965: «déjennos cooperar con el hombre para construir su hábitat». Y Juan Pablo II era un ardiente impulsor de la tendencia hacia un gobierno mundial por razones geopolíticas. Él quiso introducir su tipo de Cristiandad, su estilo de catolicismo, pero está ciertamente a favor de un gobierno mundial. Cuando se dirigió a las Naciones Unidas, en su extensa carta, éste fue su saludo: «yo, Juan, obispo de Roma y miembro de la humanidad». Es cierto, ya no estaban más, digamos, Pío IX o Pío X, el cual, al inicio de este siglo, hubiera dicho: «yo soy el Vicario de Jesucristo. Si no escucháis mi voz, os condenaréis para siempre. No participaremos en ningún proyecto gubernativo, en ningún plan político que no reconozca el Reinado de Cristo». Esto es aquello que está completamente ausente. Ahora hay una política de cooperación para la Constitución de la Unión Europea, con las Naciones Unidas y el Vaticano [...]

    A.B.: Quiero leer de prisa aún otras cosas, padre. Una, de un amigo australiano, que dice: «Hace algunos años, en Perth, un cura jesuita me ha dicho algo más sobre el Tercer Secreto de Fátima. Ha dicho, entre otra cosas, que el último Papa estaría bajo el control de Satanás. El papa Juan se desmayó, pensando que pudiese ser él. Nos han interrumpido antes de que pudiésemos escuchar el resto». ¿Tiene algún comentario?

    M.M.: Sí. Parece que estuviese leyendo o que le hubiera sido revelado el texto del Tercer Secreto.

    A.B.: ¡Oh, Dios mío!

    lunes, 12 de mayo de 2014

    ¡MISERICORDIA QUIERO, QUE NO MISERICORDIADOS!

    Esta reflexión nos la envía un lector, y versa sobre uno de los más inadvertidos prodigios de este pontificado: el parir con fórceps unos malsonantes neologismos que pronto serán usados -casi como haciéndole justicia a los vocablos- en su acepción más decididamente antifrástica. Nunca mejor aplicable que al Obispo de Roma y su vandálica corte aquella sentencia de Tácito: solitudinem fecerunt, pacem appelunt («hicieron un desierto y lo llamaron paz», en referencia a la pax romana). El cuño ahora es bergogliano; la ironía revesadora, forzada por ciertas constataciones ineludibles, correrá a cuenta de los avinagrados "profesionales del Logos".

    ♦♦♦♦♦

    por Jose


    Cuando las palabras se retuercen, se vuelven como un boomerang contra aquel que las ha lanzado.

    Siendo la misericordia un atributo divino, un sentimiento de compasión que mueve a ayudar y perdonar, capaz de contemplar la fragilidad y debilidad de los hombres -su verdadera indigencia, con la mirada de Dios que todo lo perdona, porque comprende y espera, porque cree y ama-, en definitiva su cualidad más excelsa en relación con sus criaturas -sacados de la nada-, molesta ver como hemos llegado, no pocos católicos y por ende cristianos, a emplear o traducir el verbo “misericordiar” de forma peyorativa, para advertir o significar todo lo contrario…

    Las palabras, en un mundo virtual y casi de vértigo, no sólo fluyen, vuelan o se mutan, sino que gracias a la información y a las redes, se instalan en la sociedad sin respeto al diccionario, de manera que aquello que nos empeñamos en usar una y otra vez, con una connotación concreta, supera no ya a su propia definición, sino incluso a quien comenzó a utilizarla sin medir el alcance poderoso de los actuales medios.

    Así, a la llegada a la cátedra de San Pedro del papa Francisco, pasado algo más de un año de su primado, la palabra “misericordia” ha logrado una popularidad antes desconocida, y aún más la variante del verbo, de forma que “misericordiar” no sólo aparece como una cualidad divina, como hemos apuntado, sino como un sello del pontificado de Francisco, verdadero artífice del concepto “misericordiando en las periferias”, gerundio del citado verbo, y que hace alusión a la capacidad de extender esta acción a aquellos que están en las afueras.

    Ahora bien, la paradoja ocurre cuando el concepto inicial se usa para contraponerlo a su verdadero significado, como consecuencia de ciertas actuaciones, repetidas y conocidas, en la Iglesia Católica desde la llegada de Francisco.

    Así, cuando leemos o decimos que alguien ha sido “misericordiado”, no pensamos en lo que literalmente significa, sino más bien en que ha sido censurado, apartado o castigado, lo cual supone hablar, con no poca ironía, de lo que lo que está sucediendo mediante el empleo de su contrario: donde expreso perdón significo condena.

    Franciscanos de la Inmaculada,
    misericordiados con la fusta
    Hablar del caso de los Franciscanos de la Inmaculada, de Palmaro (q.e.p.d.) y Gnocchi, del profesor Roberto De Mattei, de Antonio Caponnetto, y de no pocos creyentes anónimos o menos conocidos que han saboreado la hiel de la censura por no alinearse con el pensamiento único, tan predominante en la sociedad actual -y que amenaza con extenderse incluso dentro de la Iglesia, hasta el punto de perseguir y lamentablemente “misericordiar” a quienes expresan su lícita disconformidad con ciertas actuaciones, muy particulares, del papa Francisco y su corte de Roma-, es hoy día causa de rebeldía.

    Huelga decir que cuando «aquel que ha de confirmar a sus hermanos en la fe» comienza por negar la existencia del Dios a quienes los católicos, desde hace siglos, defienden y reconocen bajo ese mismo nombre; carga reiterativamente contra una parte de la comunidad, a la que tacha de hipócritas, cuyo defecto parece ser rezar mal porque rezan mucho y llevan cuentas; le desagrada la cara de algunos porque no la llevan de fiesta, como él propone; llama secta a otro colectivo eclesial o deja ver que no son de los suyos, y afirma precipitadamente que para seguir a Jesús no basta con sentirse Iglesia, sino que es necesario el aval de un testimonio –forzado sí o sí-, sin pensar que esta prueba siempre llega según los tiempos designados por el Padre para los hermanos de Cristo, y que por lo tanto no hay necesidad de despreciar o desmerecer a quienes aún no han sido capaces de afrontarla -ejemplo del Señor con Pedro.

    El garrote de la misericordia
    Una prueba ésta que -al parecer y según se deduce de sus palabras- él ya la ha superado, sin pararse a mirar que fue precisamente a su antecesor a quien Jesús preguntó tres veces si en verdad le amaba antes de confirmarle en su misión: práctica de la verdadera misericordia, muy distinta a la de llamarle “numerario”…

    Quizás alguien me diga: "todo es un mal entendido, y no se ha querido decir lo que se ha dicho". Cierto, pero cuando “misericordiar” es sinónimo de condena, algo no anda bien o quizás alguien habla como no es debido.
          

    viernes, 9 de mayo de 2014

    EL EJEMPLO HISTÓRICO QUE NO CUNDE

    Frecuentemente han sido señaladas las similitudes entre la actual crisis de la Iglesia y aquella sufrida en tiempos del arrianismo: desmedro del misterio y de la nota sobrenatural de nuestra religión, con consecuente reducción naturalista de los contenidos de la fe; imparable contagio del error, particularmente entre clérigos, con especial énfasis en la Jerarquía; aversión sañuda a la recta doctrina y a sus defensores, etc. El célebre apotegma de san Atanasio: «ellos tienen los templos, nosotros tenemos la fe», podrían repetirlo hoy no pocos fieles absortos ante la hecatombe que avanza sobre el atrio y las naves, sobre el altar mayor, y la esperanza de una restauración católica parece que deba cifrarse toda ad orientem, velando por aquel rayo incontenible que trazara la rauda eclíptica del Regreso Glorioso.

    Es sabido que aquella peste esparcida por Arrio, pese a los sucesivos concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia, continuó bogante por un largo siglo más. «El arrianismo -apunta Romano Amerio- fue el intento de desflorar la originalidad del kerygma primitivo adentrándolo en el gran flujo gnóstico», y esto se hizo desmochando la doctrina, ajustando todo dato revelado al dato empírico o racional, sustituyendo el misterio por el secreto, negando la suprema realidad teándrica por la cesura irremontable entre lo divino y lo humano. Ésta es la clave última del arrianismo, y lo es del modernismo y sus múltiples adventicias proyecciones: el escándalo ante la inteligencia insondable de Dios y la santidad de sus decretos.

    Hay un hecho histórico notable por haber impulsado el finiquito de la infestación arriana: la conversión del rey visigodo Recaredo y su profesión pública de fe en nombre de su pueblo (589), que se había mantenido en el error de Arrio desde su fallida conversión. En el Tercer Concilio de Toledo, convocado por el ortodoxo rey para ofrecer a sus súbditos «como un santo y expiatorio sacrificio», expone él la iniciativa de aquella nación que «separada antes por la maldad de sus doctores de la fe y la unidad de la Iglesia Católica, ahora, unida a mí de todo corazón, participa plenamente en la comunión de aquella Iglesia».

    Antonio Muñoz Degrain, Conversión de Recaredo (1887)
    No faltan historiadores que señalan la marcada y duradera influencia que produjo esta pública profesión de fe en la formación de la nacionalidad española, y cómo la Reconquista iniciada en Covadonga (721) encontró aquí, precedida en ciento treinta años, la marca de su destino. Pero lo que nos interesa apuntar es lo que fray Victorino Rodríguez O.P. supo deducir de este providencial suceso: la afirmación «del carácter social y público de la fe» como causal de una política de cristiandad, política que «supone que la fe católica se encarna en el hombre y en las estructuras humanas: familia, sociedad, Estado. Los cristianos medievales (...), consecuentes en su ser y obrar (...), iban a mil años luz por delante de aquellos peritos que durante el Concilio Vaticano II negaban competencia a los Estados católicos para conocer y decidir sobre la confesionalidad católica de una nación». De aquí la demencial paradoja de alentar una consecratio mundi, tal como el Concilio lo señaló como tarea y desafío para los seglares, al mismo tiempo que se niega toda necesidad de explícita impregnación de las instituciones civiles por el Evangelio. Un verdadero y afanoso programa de consagración del mundo es, en todo caso, el que se esboza en la Quas Primas, y no en la monserga pluralista tan en lamentable vigor.

    Aquellas paradojas son la materia de la verbosidad inane de nuestros pastores, porfiados en situarse en los antípodas de un Recaredo o de un Clodoveo -o incluso, muy más módica y recientemente, de un Putin-, al reparo de todo posible conflicto con los enemigos de la Cruz. No hace falta recordar que una valiente profesión pública de fe supone la previa conversión, la abjuración decidida de los viejos errores. Es la lección paulina (Rom 10,9) del "confesar con la boca y creer con el corazón". Para quienes hoy comandan a los fieles, en cambio, y como lo reclamaron meses atrás los obispos africanos a los fines de frenar las migraciones masivas, son menester «desarrollo y democracia». O nuestro impresentable presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, notorio pedisecuo del Jefe (si es a juzgar por sus declamados principios), que aboga con urgencia por «una cultura del encuentro, del diálogo y de la solidaridad» para sortear el caos de marginalidad y delincuencia imperante en nuestro medio. No ya la conversión de jueces y convictos, sino apenas «la aplicación de la ley en el marco de la Constitución» para consolidar «la vida de la democracia». Así, a falta de audaces golpes de timón histórico (audaces por santos y santos por audaces, como aquellos que antaño supieron dar los monarcas que azotaron a la herejía), el modernismo y sus engendros seguirán teniendo seguro asiento en nuestras cátedras episcopales.

    sábado, 3 de mayo de 2014

    LA MISERICORDIA DE ESTOS FARSANTES

    Settimo Manelli (1886-1978) y Licia Gualandris (1907-2004),
    padres de veintiún hijos, entre los cuales Stefano.
    Está iniciada la causa de beatificación de ambos.
    Una noticia que no necesita de glosas: al padre Stefano Manelli, fundador de la intervenida congregación de los Franciscanos de la Inmaculada (a él y su flagelada orden nos hemos referido ya otras veces, aquí y aquí), le ha sido negado, por parte del comisario apostólico Fidenzio Volpi, el permiso para visitar el pasado 1° de mayo -día de su cumpleaños- la tumba de sus padres, reconocidos por la Iglesia como Siervos de Dios.

    Bueno, sí, una glosa que se impone como obvia: después de haber contrapuesto sofísticamente la misericordia a la doctrina y al culto, después de haber propugnado una Iglesia descuidada de las formas y libre de certezas dogmáticas a favor de una presunta "caridad más audaz", de una "Iglesia profética", la zarpa de estos hijos de la mentira viene a posarse, con toda la misericordia que sus entrañas pueden albergar, sobre los ejemplares más santos (se diría que en la pronta identificación de éstos se revela, sin la menor sombra de duda, la infalibilidad del actual pontífice). Y les dan sin asco, sin tregua y a destajo.

    El padre Volpi, recibiendo
    precisas instrucciones de Francisco

    Fuente: http://blog.messainlatino.it/2014/05/pstefano-manelli-il-regalo-per-l81-suo.html

    viernes, 2 de mayo de 2014

    AL TRASTE CON LAS FORMAS

    Todo es de una impudicia asombrosa en esta versión irreconocible de la Iglesia católica. Irreconocible a quien no hubiese sufrido con ánimo inmutable la declinante gradualidad de los tiempos: pensemos en un alma pía del 1914 que, en entrando a la parroquia a rezar unos minutos ante el sagrario, hallase en su interior el tugurio en que devino en nuestros días la otrora casa de Dios. El altar reemplazado por una mesa de manicura, el sagrario corrido a un costado, los afiches manuscritos al pie del ambón, el cotillón y las guitarras, la sensiblería de los feligreses y el cretinismo del celebrante, que ahora les da a aquéllos la cara (y la espalda al Señor) y les habla de fútbol y de valores cívicos... Esta azorada alma habría creído, sin dudas, que el templo estaba siendo profanado con un culto ajeno y desconocido.

    Y es que la nota de catolicidad (universalidad) de la Iglesia reconoce al unum como principio formal: unus Dominus, una fides, unum baptisma. La pluralidad (entiéndase la pluralidad admisible: los demonios y los réprobos no integran el Cuerpo Místico) corresponde, en todo caso, a los sujetos y a las comunidades locales. Y más: esa universalidad abraza las coordenadas espacio-temporales, y no sólo las espaciales, como podría presumir quien no viese en la Iglesia mucho más que un vasto organismo político abocado a un ingente y sostenido esfuerzo centralizador. La universalidad de la Iglesia, no menos que al espacio, abarca al tiempo y las generaciones: de ahí la conocida fórmula de Lérins, «quod semper, quod ubique, quod ab omnibus». Sustrayéndole esta nota a la Iglesia, se le quitan todas las otras (a saber: unidad, santidad y apostolicidad), ya que todas se suponen recíprocamente.

    Lo que se ha hecho con la Iglesia (merced a la consagración de un cierto método diacrónico con ínfulas de ciencia que se empleó para su vivisección) es volverla contra sí misma, erigida ella misma en tribunal contra su propia Tradición. A la historicidad inherente al hombre (y que, por tanto, afecta a la Iglesia) se la quiso traer por garante del más obtuso historicismo, y entonces se acabó por negar la presencia irradiante de lo eterno (irrevocable) en lo presente. Reino dividido, dislocado, reino tomado por asalto y entregado a la rapiña de los viles, de los mercaderes de lo sagrado en especies; viña pisoteada por los jabalíes; jardín otrora cercado, hoy presa de la agresiva apetencia de las cabras montaraces. Labrantío refinado con sucesivas labranzas, malogrado finalmente por la fiebre excavadora de legiones de vizcachas, de peludos.
    El peludo, bestia capaz de abrirse un sendero
     subterráneo a fuerza de garfios, en minutos

    Mesa en que se ponen los pies que acaban de hollar los corrales; casa tiznada por dentro y por fuera con el moho, el hollín y las deyecciones de moscas y cucarachas. Casa agrietada en toda su extensión, siniestrada por voraz incendio, y apagado éste a su vez por una riada incontenible de fango, con el mobiliario remanente patas arriba, chamuscado, y el hedor asociado del lodo y la ceniza. Lodo y ceniza que debieran evocar la penitencia («el polvo y el lodo han de servir de despertadores que me traigan a la memoria mi origen y la materia de que fui formado, imaginando cuando los viere, que me dan voces y me dicen: acuérdate de que eres polvo», padre Luis de la Puente), y en cambio, incomprensiblemente, suscitan en esta hora la hilaridad y los festejos.

    Porque es la hora en que coinciden los daños más hondos y las estrepitosas risas, la persecución de la Iglesia a los mejores de sus hijos y la promoción de los depravados a los mayores cargos. Se han tocado lamentaciones (y lo ha hecho Nuestra Señora en las reiteradas apariciones reconocidas oficialmente) y no se ha llorado, y en cambio se ha reído a mandíbula batiente, como en las recientes turbo-canonizaciones en las que se llegó, por la lógica misma de las circunstancias, a canonizar en tiempo récord al pontífice responsable de simplificar al colmo los procesos, haciendo increíblemente innecesaria la certificación de la heroicidad de las virtudes del candidato a los altares por la eliminación de la figura del «advocatus diaboli». Pues cualquiera sabe que un milagro puede fraguarse, o bien puede admitir una causa ajena a la intercesión del sujeto en cuestión, pero el ser señalado como irreprensible: ¡esto es lo difícil, y lo que hace a la santidad tan preciosa y rara, y digna de rendida admiración! Y conste que ya lo había dicho el propio Juan Pablo II, y se lo repitió por estos días con irrisoria solemnidad: se canoniza a la persona, y no al pontificado, como si el pontificado no fuese el fruto probatorio de la virtud que se espera reconocer en el pontífice. ¿O acaso la piedad personal y la bondad de carácter de Luis XVI lo absuelven de la gravísima responsabilidad de haber permitido, por debilidad, el avance de la funesta revolución? Aunque rece el rosario todos los días y socorra con limosnas a las Damas de Caridad, un rey feble, ¿puede ser un prócer?

    Digan lo que digan, lo que cualquiera advierte es que se canoniza al pontificado, y aun más: se canoniza al Concilio. Sin el menor asomo de rubor por lo burdo de la engañifa, que ahora resulta que a la misma Iglesia que tuvo sólo cuatro papas santos en los mil años previos al Vaticano II, de los cuatro difuntos papas postconciliares ya le hicieron dos, y un tercero con fecha próxima de beatificación, pese a las hirientes evidencias que debieran paralizar la causa. Y por si quedaran dudas de que la voluntad es ley, ahí está el neosanto Juan XXIII, que ni siquiera necesitó de un segundo milagro para treparse a los altares.

    Viene a comprobarse, de pasada, una de las más ominosas facetas de la protestantización de la Iglesia: la que haría oportuna la aplicación, en la hora actual, de aquel lamentable principio de Cuius regio, eius religio, el mismo que se impuso en la paz de Augsburgo como una salida pragmática a la amenaza de un rebrote crónico de las guerras de religión en los dominios imperiales de Carlos V. Esto supuso sancionar, para los países protestantes, el finiquito de la catolicidad y la definitiva subordinación de lo religioso a lo político: la rápida subdivisión del cisma en iglesias nacionales es la prueba más tangible de ello. Para ruina de la Iglesia, los patológicos antojos de Bergoglio y la ñoñez del neo-católico medio hicieron posible la importación de la vieja fórmula, que puede traducirse en nuestro caso como «según lo piense Francisco, así habrá de creerse», incluyendo la más paladina revisión de la doctrina del pecado original, haciendo ahora a la desigualdad «la raíz de los males sociales» (ver aquí). Queda clara la escisión, la quiebra del vínculo con todas las generaciones que nos precedieron en la fe, el abandono de la catolicidad. Con razón el blogue angloparlante de Mundabor, con justo fastidio, después de asentarle al pontífice el remoquete de Destroyer ("Destructor"), se sirve recordar la enseñanza genuinamente católica acerca del origen de los males sociales: «la rebelión a la ley de Dios de parte de nuestros primeros padres -una rebelión que todos arrastramos con nosotros, y que está en la raíz misma de la pecaminosidad del hombre- es la que ha causado al mundo el ser afectado por guerra, hambre, peste, pobreza, pervertidos, comunistas, curas del Vaticano II y Jorge Bergoglios. El mensaje cristiano ha sido siempre claro».

    Se impone a la vista: la Iglesia ya no sólo se ha dejado invadir por el virus mortal, sino que incluso ha dado al traste con las formas. La desvergüenza lo invade todo. No bastaba que la deriva postconciliar hubiera visto decaer dramáticamente las vocaciones religiosas, hubiese olvidado el decoro de las celebraciones y la pureza de la doctrina: ahora debemos tragarnos las veleidades de las monjas pop-stars y las coreografías con obispos bailando el ula-ula. Para coronar la obra, un triunfalismo tan impúdico como canallesco viene a encubrir a los responsables últimos, ofreciéndolos como modelos a imitar.

    ¡Dejen respirar!
    Pasa como en el transporte público de pasajeros en las "horas pico", con la unidad atiborrada de gentes que viajan como sardinas enlatadas, y el aire falta, y los pulmones gimen por una bocanada de aire fresco. No va que en esas circunstancias opresivas, paroxísticas, no falta el gracioso oculto que se pone a pedorrear, como quien quisiera hacer sucumbir con crueles bromas a los agonizantes.

    Algo así nos resulta el pontificado de Destroyer y sus socios en la empresa de demoliciones. Que si continúan dispuestos a contrapuntearle a la crisis con jaranas, habrá que temer les repliquen desde arriba con nuevos signos de advertencia, en una santa porfía que involucra a las causas segundas como actores. Algo muy grave debe estar exigiendo que el acostumbrado silencio de Dios ceda el paso a la elocuencia de los signos, desde aquel rayo sobre la cúpula de san Pedro el día de la renuncia de Benedicto, a la gaviota (larus argentatus) posada en la chimenea de la Sixtina momentos antes de la fumata blanca -misma ave que, acompañada de un cuervo, atacó a una paloma soltada desde la ventana de la Loggia posteriormente por Francisco. Para no aludir a la desgraciada muerte de un joven residente en la calle Juan XXIII de Bérgamo, dos días antes de la canonización conjunta de Wojtyla y Roncalli, aplastado por un crucifijo erigido en 1998 en honor de Juan Pablo II con ocasión de su visita a Brescia (cuna del próximo beato Paulo VI). La última, un día antes de la doble canonización, fue la mutilación de una mano de la Madonnina de Civitavecchia (otrora honrada por el papa polaco) por la caída inopinada de la corona de oro que llevaba sobre su cabeza.

    El valor de estas curiosas evidencias, se descuenta, es persuasivo más que probatorio. La escalada, con todo, se anuncia imparable. Dios también parece decidido a dar al traste con las formas, es decir, con la serena disposición habitual de las cosas. Huelga decir que el Señor apuntaba al creciente dramatismo esjatológico cuando previno, para nuestro mayor consuelo, aquello de maiora videbitis.