viernes, 28 de marzo de 2014

A RATZINGER LO QUIEREN KAPUTT

Gestorben (participio por «muerto») sería el término más adecuado, pero valga kaputt (roto, destruido) por ser uno de esos pocos términos alemanes de alcance universal, bien que suele traducírselo un poco muy libremente. El caso es que la revista católica inglesa The Tablet suspendió a su corresponsal en Roma por un repugnante comentario que éste hiciera en su cuenta de féisbuc. En refiriéndose a la púrpura concedida en el último consistorio a Loris Capovilla, otrora secretario de Juan XXIII, Robert Mickens (que así se llama el sujeto acreditado en Roma por The Tablet) le soltó esta víbora a su interlocutor: «tendría que haber ocurrido hace MUCHO tiempo. ¿Piensa que aguantará hasta el funeral de la Rata?» (the Rat's funeral, donde se emplea Rat, que vale por «rata», como apócope de Ratzinger). La respuesta es no menos vilmente significativa: «espero que esté bastante bien para concelebrar la canonización de Juan XXIII y del otro el 27 de abril. El funeral de la Rata para el día siguiente sería un bonus».

Bien se pregunta Marco Tosatti, de La Stampa, atendiendo al tipo de información que la feligresía británica habrá obtenido a lo largo de todos estos años de parte de los medios supuestamente católicos: si éstos son los amigos, ¿qué necesidad habrá de enemigos? Por lo demás, ese «otro» de quien habla el amigote de Mickens, canonizable conjuntamente con Juan XXIII, es Juan Pablo II, lo que muestra la mala consideración de que gozaron los dos últimos papas anteriores a Francisco en influyentes medios de prensa tenidos -insistamos- por católicos. Tanto como para apurar algunas incontenibles reflexiones, apoyadas un poco en las evidencias y otro poco en aquellos secretos que, malgrado sus celosos custodios, se hicieron al fin manifiestos.

La elección de Benedicto XVI en 2005 no estaba en los cálculos de la (llamémosla así) «facción turbo-progresista», que daba por descontado el triunfo de un maleable Bergoglio, apadrinado entonces por los cardenales Martini y Silvestrini. Este último, según lo que le confíara un cardenal latinoamericano de identidad reservada a Nicolas Diat, autor de una reciente y explosiva «historia secreta de un reino» titulada L’homme qui ne voulait pas être pape, «la tarde de la elección... era un hombre abatido. Llevaba en sí una cólera sorda... Para él y para otros prelados, Benedicto XVI era la negación de la batalla reformista, la antítesis de las luchas de sus vidas». Así fue como en setiembre de 2005, violando flagrantemente el juramento (de rigor en estos casos) de no divulgar nada de lo ocurrido durante el cónclave, algún cardenal dejó caer algunos secretos del mismo en los oídos de un vaticanista italiano, todo a los fines de evidenciar que el triunfo de Benedicto había sido muy ajustado, contándose entre los cardenales un número considerable de opositores a su elección y dispuestos a entorpecer su gobierno. Entre ellos, según foto de un encuentro previo al cónclave divulgada posteriormente por el propio Silvestrini, se encontraban Danneels, arzobispo de Bruselas, los alemanes Kasper y Lehmann, el finado Martini, el inglés Murphy O'Connor y el francés Tauran (fuente aquí).

El programa de estos dinamiteros no ha variado, y se basa -según lo confesó en su momento Martini, y según la matraca continúa sonando- en la ordenación presbiterial de hombres casados y aun de mujeres, la promoción de la conciencia personal en todo lo tocante a ética reproductiva, la admisión de divorciados rejuntados a la Eucaristía y el avío del ecumenismo más desopilante.

La historia reciente de la Iglesia es la de una antorcha que se va apagando, y hay incluso dentro de ella quienes soplan a todo pulmón para extinguirla del todo. Es muy de creer -según aquello de que «si los días no fueran acortados, no se salvarían ni aun los mismos elegidos»- que la Iglesia fiel de las postrimerías llegará al valle de Josafat hecha jirones, con el minimum requerido para alcanzar el banquete eterno -aunque blanqueados sus lunares por la sangre martirial, embellecida por el testimonio de última hora, como Dimas. El modernismo, putrílago de la modernidad que nos amarra con todas sus cadenas espirituales, es su plaga específica, y no hay Papa posterior al Concilio que no esté más o menos picado de esta viruela. Es cosa facilitada por la condición gregaria del hombre, como el morbo de la novela de Camus: pese al denuedo de algunos médicos y auxiliares valerosos, siempre aparece un nuevo foco y la infestación alcanza renovados triunfos, imparable. Benedicto XVI, lo mismo que Juan Pablo II, aunque suscriptores de la nueva doctrina conciliar sobre ecumenismo y libertad religiosa, aunque afines a la retocada teología sobre Israel y a ciertas veleidades antropocentristas, postergaban enojosamente con sus atavismos católicos la puesta en práctica del resto del programa arriba apuntado. Aquí reside la complejidad del cuadro post-conciliar, cuya delimitación de esferas no es tan simple como pretenden los sedevacantistas. La rehabilitación póstuma de monseñor Lefebvre y el impulso a la «forma extraordinaria» del Rito Romano, entre otras imprevistas derivas de un pontífice que fuera perito del Vaticano II, eran tragos demasiado difíciles de sorber. Si los mismos eminentísimos cardenales no eran capaces de moderar su biliosa inquina para con Ratzinger, ¿qué podía esperarse de los paniaguados de la prensa progre-católica?

Lo que ahora se auspicia es recobrar a toda vela el tiempo perdido, que, como lo señalara Martini, «la Iglesia se encuentra doscientos años atrasada respecto del calendario civil». Para ello, y para aventar cierto pánico supersticioso pronto a asomar al menor estímulo, urge sepultar a la momia viviente de Benedicto, cuya sola y frágil vista empece como lo haría una montaña puesta ante los propios errabundos pasos.

El tenor de los sentimientos de que es capaz la secta enquistada en los Sacros Palacios revela inmejorablemente su carácter último. Lo dice un cronista inglés de los sucesos: «sería ingenuo creer que Bobby [se refiere a Robert Mickens, el redactor de la vejatoria apostilla en féisbuc] está solo en su deseo de muerte para con el "Papa muerto" aún vivo... Obviamente, el individuo con quien estaba discutiendo el asunto acordaba con él, y estos dos sin dudas no están solos en su perspectiva. Esto es lo que da miedo. No estarán contentos presumiblemente hasta que se haya ido, ya muerto, a recibir su eterna recompensa, y su memoria pueda ser lentamente (o quizás con prisa) borrada. Entiendo, sólo a juzgar por ese comentario, que existe un muy real, temible y -digamos- diabólico odio hacia Benedicto XVI vigente dentro y fuera del Vaticano, antes de su elección, durante su pontificado e incluso después de su abdicación».

No menos dolorosa conclusión hemos leído por ahí, a propósito de este inverecundo desliz de los novatores: «dos teologías y dos doctrinas están plantadas y armadas la una contra la otra desde hace más de cincuenta años. La locura de los papas postizos nos regalará pronto (finalmente) también dos separadas Iglesias jerárquicas. En una, la de Bergoglio, sabemos ya que "Dios no es católico". Por la otra se verá...»

martes, 25 de marzo de 2014

EL INACABABLE ASALTO A LA CORONA

Aunque no haya nada que objetar cuando se postula la indiferencia acerca de la forma de gobierno civil más oportuna mientras ésta procure a los pueblos la felicidad social (que, en todo caso, la oportunidad solicita a la prudencia y rechaza exhortaciones demasiado genéricas), consta también, hecha abstracción de las circunstancias y los accidentes, la doctrina de la excelencia de la monarquía, notorio en aquel axioma socorrido por el Aquinate de que «es bueno que uno solo gobierne». En efecto, y recordando a Boecio, Santo Tomás señala cuánto la unidad sea esencial a la bondad, y aplica este pensamiento al gobierno que, ejercido por uno, mantiene a las cosas en su unidad y, por lo mismo, en su propio bien. Y es que la buena monarquía refleja, en la lejana analogía de las causas segundas, el gobierno monárquico y providente con que el Creador sustenta al universo. La noción de «monarquía» conviene muy próximamente a la de «jerarquía» (de ἱερός «sagrado» y ἀρχή «principio, gobierno»), por cuanto la sacralidad de lo creado (el mundo como «sacramento» o «signo») reclama la unidad de origen y de designio. La monarquía divina es la que informa la jerarquía -y, por lo mismo, el orden- de lo real.

Jesús se reconoció rey ante Pilatos, y dotó en consecuencia a su única Iglesia de una constitución monárquica. No hace falta subrayar cuánto el mismo gobierno civil, durante los siglos de la Cristiandad, fuera predominantemente monárquico, y cuán incansablemente se buscó en Occidente la unificación de todos los reinos en ese Sacro Imperio que, pese a los desvelos de las mejores inteligencias del período, no alcanzó nunca del todo a consumarse o, digamos quizás mejor, no alcanzó la latitud deseable. La disolución del imperio austríaco (o bien la derrota de su heredero, el imperio austro-húngaro, en la Primera Guerra Mundial) señala claramente el cese de toda política no encuadrada dentro del diseño republicano-democrático. Tanto que aquellas naciones como Alemania e Italia que, al confiar su gobierno a figuras de talante dictatorial no hacían sino evidenciar la crisis del mundo surgido de la Revolución, fueron aplastadas sin miramientos incluso después de derrotadas tras la Segunda Guerra Mundial. Ni bombardeos micidiales ni juicios fraguados les fueron ahorrados para su ulterior humillación, junto con la propaganda desmoralizadora de rigor, a quienes osaron cuestionar los principios de esa democracia que los vencedores, aun con sus matices diferenciales y sus recíprocas reyertas, reivindicaban como propia.

A instancias de la revolución no ya de la vida civil, sino incluso de la misma conciencia política, la Iglesia fue paulatinamente impregnándose de estos nuevos principios, doblemente letales cuando tocan a la organización de la sociedad sacra. Aquel liberalismo o liberal-catolicismo que un avizor Gregorio XVI supo combatir sin tregua, y que ya inficionaba en sus días a no pocos clérigos, poco más de un siglo después ya lograba encarnarse en esos mismos pontífices cuyo criterio de gobierno, deducido de sus actos, resulta poco menos que alarmante. Ese espíritu de vacilación, doblado en espíritu de capitulación, queda palmariamente retratado en los extremos del arco del trunco pontificado de Benedicto XVI: entre aquel «orad para que no huya, por miedo, ante los lobos», con el que saludó al pueblo congregado el día de su elección, y su explosiva y doliente dimisión, mal asordinados los aullidos.

Desde aquel infausto acuerdismo impulsado por León XIII en las relaciones de la Santa Sede con la francesa Tercera República hasta las deferencias un tanto pringosas de Paulo VI y Juan Pablo II para con la ONU, y (ya en cuestiones que afectan a la vida de la Iglesia) desde el atropello de los llamados «esquemas preparatorios» del último Concilio de parte de los obispos renanos, pasándose por el traste la potestad de Juan XXIII, hasta el frecuente llanto a solas conque sus colaboradores sorprendían a Paulo VI en su despacho, víctima de la sistemática desobediencia de episcopados enteros a su infirme voz de mando, queda en evidencia la debilidad última del carácter del Papado en nuestros días. Ese enervante irenismo, anejo de todo punto al democratismo, tan opuesto a la enseñanza de Job acerca del carácter de la vida del hombre sobre la tierra, ése no es un virus que obra por contagio azaroso: son cepas cultivadas en condiciones propicias y sueltas a infestar en el momento más oportuno. ¿No son sorprendentes los paralelismos y semejanzas entre el declinante proceso político que acabó con el Antiguo Régimen y la progresiva atomización de la Iglesia, entre aquel rechazo que hizo Luis XVI de la corona regia y la deposición de la tiara papal por Paulo VI, entre el carácter irresoluto de ambos, nonunca dispuestos a castigar las insolentes sediciones que les plantaban en sus narices? No resulta arbitrario entonces que se haya podido comparar al Concilio Vaticano II con la convocatoria de los Estados Generales.

Ni debe andar errado, pues, quien sostenga que la corrupción de la doctrina y las costumbres comienza en la Iglesia por una defección en su regimiento. Castellani, víctima preferida de los mediocres encaramados, señalaba el mal de la Iglesia argentina en ese carrerismo que ponía en los lugares de mando a clérigos, como las moscas, de hábitos meramente domésticos. Recientemente, en un contrapunto mantenido con Antonio Caponnetto, Dardo Juan Calderón situó ese mismo mal muy allende nuestras latitudes, como un morbo afligente la Iglesia universal, resumiendo en un solo párrafo todo el proceso declinante de cien años largos:
«en un cierto momento, la Monarquía Vaticana se encontró con que su cuerpo elector no era la crema y nata de la santidad, sino aquellos que habían hecho mérito de haber prestado los más innobles servicios que exigía una política maquiavélica erróneamente preferida a la simple y sencilla frontalidad y fructuosidad del martirio. Estos cardenales, elegidos para los compromisos de la política tras un proceso de evaluación inversa a las virtudes que se exigen del clérigo y más acorde con esa mixtura de mierda y arcilla que exige la política de los laicos, no hubieran hecho mucho daño si sólo hubieran existido para la política momentánea de su tiempo y si la Iglesia hubiera efectuado en forma inmediata posterior, una purga de los viejos servidores de causas hediondas [...], pero allí quedaron y fueron tarde o temprano el colegio elector. Colegio elector que llegó no sólo con la carga de su mal origen, de sus vicios, de su plebeyismo republicano y de su grosera expresión de toda una vida cortesana alejada de la práctica contemplativa y mística de la liturgia, sino especialmente con los compromisos pactados en el silencio ominoso de los toma y daca de la inmunda puja partidaria. Ya Juan XXIII es el resultado de una elección de este tipo de colegio y ya en estas elecciones, los pactos secretos y los ocultos socios de cada uno de estos crapulosos comienzan a tener que ver en las elecciones, proceso que en breve convertirá a los electores en verdaderos hombres de paja o testaferros, para conformar el elemento que define principalmente a la República moderna, que es el anonimato de los resortes de poder».
Es una Iglesia que se acerca peligrosamente, con arreglo a la más delatora onomástica, a la Iglesia de Laodicea (de laós, pueblo, y díke, juicio = el dictamen del pueblo), y más si a la democracia se la puede definir, como lo hizo alguna vez entre nosotros el padre Carlos Biestro, como un «sistema de gobierno promovido por los usureros para mandar a la humanidad al Cuarto Oscuro». ¡Otra que oscurantismo atizado por las finanzas mundialistas, que a través del IOR gobiernan a la Iglesia! Es la Iglesia de los tiempos de la opinión, en que se plebiscita incluso el Decálogo y se promueve la sinodalidad permanente, con un nuevo Código de Derecho Canónico que postula (canon 336) que el Colegio de los Obispos es, en comunión con su jefe, nada menos que «sujeto del poder supremo y pleno sobre la Iglesia entera». Y es, como en Laodicea, una Iglesia tibia, sin fervor, o con un fervor pautado ante las cámaras, teatralizado, con la ostensible decrepitud de los jóvenes-masa que vitorean al Papa compinche.

Es la Iglesia que ensaya lo inaudito, lo imposible: un Papa dimisionario propter ingravescentem aetatem, devenido ahora Papa Emérito, alternando con otro Papa, sujeto éste sí del poder de jurisdicción, que se presenta escuetamente como «Obispo de Roma». Y que afirma, en la enésima detonación que ensaya, que «el Papa emérito no es una estatua de museo. Es una institución, a la que no estábamos acostumbrados. Sesenta o setenta años atrás, la figura del obispo emérito no existía. Eso vino después del Concilio Vaticano II, y actualmente es una institución. Lo mismo tiene que pasar con el Papa emérito. Benedicto es el primero y tal vez haya otros». Sirvámonos recordar que nada puede repugnar tanto a la mentalidad católica, siquiera en su metafísica, como la poliarquía. Y que la multicefalia es, de hecho, el carácter más saliente de aquella Bestia del Apocalipsis, enemiga de Dios y de sus santos.

Tan relevante y de tantas consecuencias es la quiebra de la soberanía suprema del pontífice, o al menos la erosión sistemática de su dignidad, que podrían reconducirse todos los cismas y herejías, en su común motivo impulsor, al rechazo del principio monárquico que anima a la Iglesia. Porque el organismo teológico en pleno se funda en el principio de autoridad, y éste encarna precisamente en aquel a quien Cristo confió las llaves del Reino. Así es como el cisma griego fue preparado, mucho antes de la cuestión del Filioque, por repetidas réplicas al Primado. Y así es como, a instancias de la lógica perversa del naturalismo tan agresivamente en vigor, se consuma el rechazo del Unum que san Agustín asumió del mejor Plotino para aplicarlo al ser inefable de Dios Padre, Causa de la unidad de todas las cosas, de quien el Hijo Unigénito es reflejo e impronta, y a quien a su vez representa Pedro, sumo e infalible doctor.


miércoles, 12 de marzo de 2014

EL SIGNO DE JONÁS

Es perceptible la analogía entre la primera ausencia del Señor, para resucitar al tercer día de su Pasión, y la segunda (visible) ausencia, que ya frisa en el tercer día milenario, si nos atenemos al testimonio del salmista («mil años en tu presencia son un ayer que pasó», Ps 89, 4), con ulterior referencia petrina («para el Señor, un día es como mil años y mil años como un día», II Pe 3,8). ¿Qué mirarán los ojos / que vieron de tu rostro la hermosura / que no les sea enojos?, le cantó el poeta a la Ascensión.

Los últimos tiempos, como llama el Apóstol a los sucesivos a la Redención, son -por fuerza, y a medida que van rodando los siglos- los de un acrecerse las ansias en unos, y en otros los de ir culpablemente deponiendo toda esperanza. Hace ya cuatrocientos años, aquel personaje de Quevedo sentado en una mesa de apuestas, reconociendo esquiva la fortuna, supo quejarse de que «nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las aguárdabamos siempre». Para unos y otros, en fin, y con muy distinto provecho, nuestros tiempos son como el signo de Jonás.

Como bóveda de tinieblas o al modo del vientre de un cetáceo, así de circumenvueltos se hallan los hombres, sabedores o no de su dolencia, hasta que del Oriente despunte la Aurora. Se come y se bebe, se compra y se vende sin apenas advertir la hosquedad de la atmósfera y la umbría que se cierne a manos llenas. El declinar seguro de la fe y de la razón contribuyó a desandar ese paso decidido -correlativo, a su manera y en la conciencia creada, al opus distinctionis por el que el Creador separó de una vez para siempre la luz de las tinieblas-, ese paso que no puede ensayarse sin evitar una penosa y repulsiva reintegración en el caos.

Lo peor es que los ministros de la Palabra, como aquel Buscón de nuestras letras, se han persuadido de que su Amo «tarda en llegar» (Lc 12, 45), y al modo de esos buhoneros que mercan docenas de once, empiezan por sisarle una iota y una tilde al Magisterio, y a retacearle luego sin el menor rubor algún entero artículo, hasta someter al Evangelio, con el pretexto de la "pastoral adecuada al contexto histórico", al caos en que devino el mundo, caos -por carácter propio, y valga la paradoja: el caos, por situarse en el dominio de lo informe, no puede tener "carácter"- sin distinciones ni contornos. Fue justamente Jonás quien se refirió a los ninivitas como a «hombres que no saben dónde está su izquierda y su derecha» (Jon 4,11).

El signo de Jonás, el de la ausencia de Dios y de la oscuridad impenetrable: ése es el que están abonando nuestros pastores, los que confraternizan con los lobos. Los que plebiscitan la moral evangélica con consultas a todo el orbe neo-católico, con miras al sínodo próximo de previsibles conclusiones. Los que, como Francisco, visiblemente obstinado en graficar para la Iglesia aquello de que «el pez se pudre por la cabeza», anuncian por boca del enésimo cardenal complaciente que se pretende «"estudiar" las uniones homosexuales para "entender" las razones que han llevado a algunos países a legalizarlas». Sí, no caben dudas: Jonás yace en lo hondo del sepulcro, custodiado por una cohorte de guardias copiosamente sobornados (con prebendas, con aplausos) para que, si esto fuera posible, no despierte.


jueves, 6 de marzo de 2014

¿HACIA LA RABINIZACIÓN DE LA IGLESIA?

«Y si el ministerio de muerte, grabado en letras sobre piedras, fue glorioso hasta no poder mirar los israelitas al rostro de Moisés a causa del resplandor que era pasajero, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del espíritu! Si, pues, glorioso fue el ministerio de condenación, ¡cuánto lo superará en gloria el ministerio de justicia! Más aún: lo que bajo este aspecto fue glorioso en aquel ministerio, ni siquiera merece tenerse en cuenta comparado con la gloria supereminente» (II Cor 3,7 ss.)

¡Cuánta razón tuvo san Pío X al llamar al modernismo «síntesis de todas las herejías»! En palabras de aquel santo pontífice, «si alguno se hubiera propuesto concentrar el jugo y la sangre de todos los errores que fueron expresados hasta el día de hoy acerca de la fe, no hubiera podido de veras hacerlo mejor que como lo hicieron los modernistas». Tan es así que, si bien resulta fácil rastrear los antecedentes inmediatos del modernismo en el agnosticismo de matriz kantiana, o en el racionalismo, o incluso en el vitalismo filosófico y la exaltación del élan vital, mucho menos evidente a primera vista resulta reconocer el estímulo brindado por las tesis modernistas a las tenues brasas de aquellos viejos errores que, a su solo soplo, volvieron sorprendentemente a encenderse para chamuscar las inteligencias.

No sabemos si el papa Sarto habrá tenido en mente, en esa concentración alquímica de todos los errores que supo denunciar en la Pascendi, a una de estas remotas soterradas herejías, hoy resurgida al modo como los prestidigitadores sacan conejos de sus galeras: la de los judaizantes, la primera que azotó a la Iglesia y -según algunas voces proféticas- la última que hará su aparición, a los fines de arrastrar a los bautizados al servicio del «Otro». Debió ser especialmente virulento aquel peligro como para urgir la convocatoria del primer Concilio (según consta en el capítulo 15 de los Hechos) y para impeler a Pablo a reprender en público a Pedro por sus ambigüedades en el tratamiento de la cuestión (Ga 2,11 ss.). Los apóstoles pronto debieron comprender, a despecho de su propio natural y de sus hábitos incluso mentales, que alentar una reducción judaica del cristianismo equivale a cambiar lo más por lo menos, y que esto constituye una injuria gravísima para con la Redención obrada sólo por Cristo según los misteriosos designios de Dios. Como no menos debieron entender el peligro real de infiltración judía, según es patente en Ga 2, 4, cuando el Apóstol se refiere a «los falsos hermanos intrusos, los cuales secretamente se habían introducido para espiar nuestra libertad que tenemos en Cristo Jesús, con el fin de esclavizarnos».

La Sinagoga, de entrada no más, no conoció otros modos para con la Iglesia que el espionaje y la persecución, y no deja de sorprender el paralelismo entre aquel primer Vicario que, reincidiendo en la triple negación de su Maestro, se apartó de su trato inicial con los gentiles «por temor a los de la circuncisión» (Ga 2, 12) y las más recientes efusiones de ese indecoroso melindre con que los papas postconciliares -motivados posiblemente por una cobardía inicial mal combatida- agasajaron ya sin pudor alguno a la perfidia rabínica. Huelga aclarar que ambas cobardías cumplieron muy distintos derroteros: la una hacia el llanto amargo de la contrición, culminante al término de la vida en testimonio de sangre, y la otra elevada esta vez a sistema, vuelta motor y nervio del más indecoroso irenismo, convertida al fin en intrepidez desacratoria.

Entre la variación de la doctrina perenne cristalizada en la Nostra Aetate (variación irreconocible para el común de los fieles, poco ejercitados en la reflexión de su propia fe), entre el ephod vestido furtivamente por Paulo VI y la hoy frecuente y ostentosa cesión de nuestros templos a los judíos para celebrar "liturgias interreligiosas" o el otorgamiento, en universidades católicas, de doctorados honoris causa a rabinos reincidentes en el atávico desprecio de los suyos al Crucificado, entre uno y otro jalón, decimos, se advierte el tránsito del cripto-judaísmo a la más descarada y pública contaminación sincrética. Y se comprueba, en sus trágicos efectos, cuánto hayan convergido la conocida agresividad de la Sinagoga por neutralizar toda presencia de Cristo en el mundo y, a instancias del virus modernista, aquello que De Mattei llama la «des-helenización del cristianismo», esto es, la remoción de los fundamentos metafísicos expresados en su teología y en la filosofía escolástica, de derivación platónica y aristotélica. Este último vaciamiento debió favorecer grandemente aquel funesto trasiego.

Un botón de muestra desde Milán, donde otrora brilló aquel mismo san Ambrosio que supo definir a la Sinagoga como «una casa de impiedad, un receptáculo de maldades condenado por Dios»: allí el desmadre judaizante de nuestros días queda gráficamente atestiguado por Andrea Cavallieri, quien, respondiendo a una invitación a visitar una librería de Ediciones Paulinas en su ciudad, comprueba que una de las dos vidrieras del local exhibe al menos 50 (cincuenta) títulos sobre la Shoa. «No doy el nombre del informador, para ahorrarle el proceso inquisitorial que -infaltablemente en esta sazón- golpea a quien defiende la ortodoxia católica» (Ver original aquí).



De lo que se trata es del avance fatal del colonialismo espiritual talmúdico ante la desbandada de nuestros pastores. Aquel mismo enemigo que, ufanándose antaño de su exclusivismo -y despreciando la nota de catolicidad de la Iglesia- viró táctica, tras luenga y pesarosa diáspora, y ahora apuesta a judaizarlo todo. El programa ya lo expuso hace casi cien años Vladimir Rabinovich (a) Rabi: «los judíos son el único pueblo cosmopolita, y, como tales, deben –y en realidad lo hacen- actuar como un disolvente de toda raza y nacionalidad. El gran ideal del judaísmo no es que algún día todos los judíos se reúnan en una esquina del mundo para separarse, sino que el mundo entero esté imbuido de enseñanzas judías, y que entonces en una hermandad universal de naciones –en realidad un judaísmo difuso- todas las razas y religiones separadas desaparezcan. Van más allá. Con sus actividades científicas y literarias, con su supremacía en todos los sectores de la vida pública, están preparando para fundir pensamientos y sistemas que no son judíos o que no corresponden a modelos judíos». A éstos también los increpa el Señor, como bien consta: «¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de la Gehenna dos veces más que vosotros!» (Mt 23,14)

Francisco, inclinándose como un junco ante Shimon Peres
El pontificado de Francisco, también en esto, no hace sino profundizar en el descamino emprendido hace cincuenta años. La estrenua búsqueda de un difuso «denominador común» con los de la Sinagoga (llámese Antigua Alianza, valores éticos, monoteísmo de cuño semítico, etc.) podrá servir como ardid diplomático, como momentánea pipa (del opio) de la paz, pero constituye una grave afrenta a la Verdad. En estos tráficos, quien medra a la postre es el Talmud. La «Iglesia pobre para los pobres» (pobre en la manifestación del culto, pobre en disciplina eclesiástica, pobre en coherencia con los principios de la fe, pobre en vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, incapaz de alentar el menor motivo de credibilidad en quienes pudieran sentirse llamados a la conversión) y el adulterio público y reiterado con los sanhedritas, han logrado prodigiosamente revivir aquella -es expresión de san Jerónimo- haeresis sceleratissima herida de muerte hace quince siglos: la de los ebionitas, impulsores -entre los cristianos- del pauperismo al par que de la no-caducidad de los ritos y leyes judías. Así de asombrosa es la persistencia del error, nunca completamente vencido en este valle de suspiros.

A este paso, la menorah sustituirá pronto al crucifijo en nuestros altares. Y asistiremos acaso a misas celebradas bajo tierra.


lunes, 3 de marzo de 2014

A UN AÑO DEL PONTIFICADO DE FRANCISCO


por Antonio Caponnetto

[Nota: recibimos del propio autor, muy agradecidos por la confianza y el privilegio que se nos otorga de reproducirla aquí, esta nota que amplía y retoca otra homónima aparecida recientemente en Cabildo nº 107 (enero-febrero 2014). Que sea para provecho de nuestros lectores y de la Santa Iglesia]



A UN AÑO DEL PONTIFICADO DE FRANCISCO


El próximo 19 de marzo, Festividad de San José, se cumple un año de la asunción pontificia del Cardenal Bergoglio.

Otros estarán capacitados para hacer un balance exhaustivo, completo y erudito. Lo esperamos con necesidad espiritual. Otros no querrán hacerlo, limitándose a un aséptico encogimiento de hombros, a una aprobación irrestricta y apriori de carácter papolátrico o a una condena en bloque de todos sus dichos y quehaceres; y otros –me temo que los más- se desvivirán en panegíricos de burdo tinte mundano, como ya viene sucediendo para desconcierto de la católica grey, pues tales encomios gozan del beneplácito del homenajeado, o al menos de su tácita aquiescencia. Lo que no resulta aconsejable para ninguna práctica de la tan declamada humildad.

«Sono finite le carnevalate!»
De mi parte –y hablo deliberadamente en primera persona, pues no quiero involucrar a nadie en este juicio- debo decir, con genuino dolor de súbdito, que lo que he podido analizar objetivamente hasta hoy confirma y potencia cuanto escribí en su momento en mi obra La Iglesia traicionada, editada en el año 2010.

En efecto, el Cardenal Bergoglio, devenido ya en el Pontífice Francisco, es un hombre que conspira contra la Verdad. Y lo hace de los cuatro modos posible más comunes: por vía de la mentira, del error, de la confusión y de la ignorancia. 

Como los ejemplos se multiplican, para nuestra hiriente desazón y pesadumbre impar, sólo pondremos un caso: su tratamiento de la cuestión judía. Y como este tratamiento tiene su vez un sinfín de facetas –desde dedicarles públicas ternezas a los hebreos que a otros católicos se les niega, hasta permitirles sus ritos cultuales en el Vaticano, acompañando activamente los mismos; desde remitirles misivas con un afecto no simétrico hacia los descalificados por “cristianos restauracionistas”, hasta felicitarlos por sus fiestas, aunque ellas supongan la virtual negación de Cristo como Mesías- nos limitaremos a lo enseñado en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium; esto es, a una expresión formal, institucional y oficial de su magisterio petrino.

-Es mentira que la Alianza entre Dios y el pueblo judío “jamás ha sido revocada” (Evangelii Gaudium, 247). Se prueba de muchas y complementarias formas –yendo a los Padres, a los Doctores, a los Santos, a las encíclicas, los concilios, las bulas, los textos litúrgicos, a Tomás de Aquino y al Catecismo de primeras nociones- pero está dicho en la Sagrada Escritura, sin posibilidades de equívoco. De modo expreso, por ejemplo en Hebreos 8,6-9: “porque ellos no permanecieron fieles a mi alianza, y yo me desentendí de ellos, dice el Señor”. “Mirad, días vendrán, dice el Señor, en que concluiré una alianza nueva con la Casa de Israel y con la Casa de Judá, no conforme a la alianza que concerté con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto” (Jeremías, 31, 31-34). Y de modo no menos expreso, pero con lenguaje simbólico, queda probado en la Parábola de la Higuera Estéril o de Los viñadores Homicidas. 

No; es exactamente al revés: la Alianza fue revocada; lo que no quiere decir –como bien lo explica el Apóstol- que la misericordia de Dios no pueda reinjertar a los israelitas contritos, conversos y vueltos humildemente hacia el Autor de la Vida que “matasteis” (Hechos 3,13-15) y al Señor de la Gloria que “crucificasteis” (I Cor.2,8). Se supone que para eso estábamos hasta hoy, entre otras cosas, los católicos, para procurar la conversión de los judíos, no para mantenerlos en sus idolatrías, agasajándolos con comida kosher.

-Es error sostener que “creemos juntos [católicos y judíos] en el único Dios que actúa en la historia, y acogemos con ellos [los judíos] la común Palabra revelada” (Evangelii Gaudium, 247).

El único Dios que actúa en la historia es Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Ni un catecúmeno de parroquia barrial puede desconocer que los judíos no creen en la Santa Trinidad, ni en Jesucristo como verdadero Dios Hijo del Padre. Y no pueden creerlo, precisamente porque rechazan una parte sustancial de la “Palabra revelada” que es el Nuevo Testamento. La “común Palabra revelada” que podríamos tener, si por ella se alude al universo veterotestamentario, está toda ordenada, encaminada y dirigida a la aceptación de Cristo, como desde siempre enseñó el Magisterio. Luego, al negar los judíos su natural y sobrenatural coronación y desenlace, deja de ser un patrimonio “común”. Por el contrario, se convierte en crucial y dramática divisoria de aguas.

-Es confusión afirmar que “si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo”, igual podemos “compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos” (Evangelii Gaudium, 249). La confusión es presentar “las convicciones cristianas” con un cierto aire de lamento o de reproche hacia las mismas, por no permitir una comunión más plena y totalizadora con los israelitas. La confusión es partir de la base de que “las inaceptables” para el Judaísmo, son “algunas” de nuestras “conviciones”, y no las formulaciones dogmáticas del Credo, empezando por la que dice: “Et in Iesum Christum, filium eius unicum, Dominum Nostrum”. La confusión es pensar que “la común preocupación por la justicia” se puede mantener en pie si el Verdadero Dios no es la fuente y la razón de la Justicia; si las “convicciones éticas” no remiten del ethos al nomos y al logos divinos de Jesucristo. La confusión es hablar del “desarrollo de los pueblos” como supuesto factor de unidad, cuando no es ni puede ser el mismo el concepto de desarrollo popular para quien niega o acepta la Reyecía Social de Jesucristo. La confusión es pensar que podemos obrar en común en acciones inmanentes y temporales, cuando nos separan tajantes e irrevocables diferencias trascendentes e intemporales. La confusión, en suma, es no queder advertir ni manifestar que esas obstaculizantes convicciones no son materia opinable. Han sido pagadas al altísimo precio de la sangre derramada en el Calvario. Efusión en la cual, los judíos, cumplieron y cumplen el trágico protagonismo de verdugos.

-Es ignorancia “lamentar sincera y amargamente las terribles persecuciones de las que fueron y son objeto [los judíos], particularmente aquellas que involucran o involucraron a cristianos (Evangelii Gaudium, 248). Es ignorancia de los innúmeros fraudes con que han enmascarado y enmascaran esas presuntas persecuciones. Es ignorancia de la peligrosa teología dogmática hebrea sobre el holocausto, que destrona a Cristo como víctima para colocarlo como victimario. Es ignorancia del carácter teórico y práctico de persecutores activos que han ejercido los hebreos contra los cristianos, y que aún hasta hoy siguen ejerciendo. Es ignorancia del historial de crímenes y de latrocinios mediante los cuales Israel se constituyó en Poder Mundial. Es ignorancia de las Actas de los Mártires, de los Hechos de los Apóstoles y del santoral pasado y presente que incluye un sinfín de víctimas de la vesania judía. Es ignorancia incluso de que la plana mayor del judaísmo “argentino”, recibida cordialísimamente por el Papa, no sólo representa las antípodas de un supuesto ideal de Iglesia de los pobres, puesto que sus miembros constituyen una voraz oligarquía, persecutora y expoliadora de los que menos tienen, sino que es responsable ineludible de un sinfín de ataques y de vejámenes a las instituciones y tradiciones cristianas de la patria. ¡Cuánto habría que decir al respecto! ¡Y cuánto de lo sucedido recientemente por culpa y causa de ellos! ¡Qué cantidad de imperdonables olvidos comete Francisco frente a estos personajes siniestros, al sentarlos a su mesa sin pedirles el más mínimo acto de contrición por la larga lista de iniquidades perpetradas!
Mentira, error, confusión e ignorancia. Se analice el tema que se analizare, tras un año de pontificado, estas son las cuatro y trágicas notas dominantes que aparecen. Quede en claro que hemos tomado apenas un ejemplo representativo. Tomar el conjunto demandaría mucho más que esta nota. No nos place ser cronistas de la apostasía; quisiéramos acaso merecer el anhelo de ser testigos de la Verdad.




Respuestas rápidas a preguntas difíciles

¿Quiere decirse con lo antedicho que no hubo nada bueno durante este año de Pontificado? 

Cuanto de bueno se hizo o se pudo haber dicho no lo ignoramos ni nos cerramos a que se nos lo haga notar. Mucho menos juzgamos intenciones, y en absoluto es éste un juicio al Papado o ad personam. El que no quiera entender la diferencia es, redondamente, un necio. Sólo vemos con dolor y preocupación la prevalencia de las funestas notas características ya enunciadas. Prevalencia recurrente, dañina y generalizada. A la par que “lo bueno” ejecutado es lo que obviamente se supone que, como mínimo, debe manifestar un Pontífice o cualquier bautizado fiel. De todos modos, enbuenahora puedan señalarse bondades; y no nos las quite el Señor. Antes bien las incremente.

¿Basta esta constatación real o potencial de lo bueno para tranquilizar las conciencias?

Conformarse cada vez con menos es el principio del pecado de la tibieza, según Santo Tomás. Mala cosa si hemos llegado al punto de darnos por satisfecho porque el Papa aún sigue rezando el rosario. Mala cosa si, en virtud de este conformismo absurdo, seguimos callando lo que indefectiblemente ha de ser dicho. Mala y pésima cosa si seguimos forzando la hermenéutica de la continuidad, allí donde se manifieste la alevosa, culpable y patética ruptura. Si hay algo que ya no se soporta es el malabarismo de aquellos que –a veces con santo afán, otras con irresponsable torpeza- siguen haciendo de cuenta que todo cuanto acontece en Roma es normal y corriente. Como si el anuncio del Anticristo y de sus fieras propedéuticas fuera un cuento de los hermanos Grimm. Tampoco se soporta la irresponsabilidad de los otros que ven al mismísimo demonio tras absolutamente todos y cualesquiera de los detalles de cuanto acontece hoy en el Vaticano. Que haya entrado el humo de Satán y que no se haya declarado su expulsión ni constatado su retirada, es una cosa. Y gravísima, por decir lo menos. Pero de allí tampoco se sigue que hay un diablo escondido tras cada pliego de los cortinados curiales.

¿Pero algunos o todos estos extravíos señalados no vienen de lejos, o de las últimas décadas, y aún del pontificado de Benedicto XVI?

Por cierto que sí. Lamentablemente así son las cosas; aunque lo legítimo sería matizar juicios y lo prudente graduar responsabilidades con sumo cuidado. Mas en este año transcurrido los tales extravíos se han exacerbado, radicalizado y popularizado, y han gozado de la horrorosa pleitesía y de los aplausos del mundo y de la Jerarquía Eclesiástica como nunca antes. De allí la perentoriedad e inevitabilidad de referirnos al tema, con tono imprecatorio y urgido. Por eso, es cierto, no es ésta la primera vez que hablamos; y es de temer que no podrá ser la última.

¿Nosotros somos la derecha yanki que acusa al Papa de comunista? 

No; que no se nos confunda con liberales asustados ni con modernistas prudentosos, ni con conservadores escandalizados, ni con arqueologistas de la Fe o neoconservadores de sus prebendas. Ojalá el Papa hablara más y mejor sobre las verdaderas raíces teológicas y los auténticos reponsables del Imperialismo Internacional del Dinero, al que supo referirse Pío XI. Ojalá se diera cuenta de que su denostada usura la practican aquellos a los que sienta a su mesa, kipá insolente en ristre. Ojalá tumbara con el cayado firme en la diestra a tantos calvinistas santones encerrados en prelaturas y a tantos fabricantes de vocaciones que terminan siendo mercaderes de conciencias y de patrimonios. 

Pero la verdad es que, al menos y en principio, desde una perspectiva católico-argentina (legítima perspectiva, porque Francisco no es un ser desgajado de nacionalidad y hace lo posible para que se note), el Papa obra como lo que se conoce técnicamente “un compañero de ruta” del Comunismo. Basta leer la obra de Nello Scavo, La lista de Bergoglio. O de considerar la actitud conciliadora y amable que tiene para con la tiranía marxista de los Kirchner, cada vez más culpable de corrupciones múltiples y de ideologismos castristas. Su conducta en este ámbito, como en otros análogos, puede ser calificada de escandalosa, a fuer de oportunista, de contemporizadora con lo políticamente correcto y de tolerante frente a descarados agentes del gramscismo. No hay representante destacado de las izquierdas nativas o internacionales que no haya encontrado un interlocutor válido y un hospitalario anfitrión en Francisco. Y hasta no hay degenerado multimediático o estulto futbolero que no haya sido acogido en su regazo. Los réprobos parecen ser quienes queremos estar en las antípodas, o a quienes él juzga como tales. Hasta ridiculizaciones o desaires públicos les ha aplicado en ocasiones, faltando a la mentada misericordia.

¿Hay antecedentes de pontífices tan malencaminados? 

Unos cuantos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Quien estudie, por ejemplo, el llamado Siglo de Hierro, difícilmente entenderá cómo la Barca sobrevivió a tamaños desafueros.

¿Pero no eran sólo desarreglos morales el de aquellos Papas, dejando a salvo la integridad doctrinal?

No necesariamente fue así. Varios de esos pontífices que consumaron acciones malas, las hacían porque primero había en ellos una traición a la doctrina católica. Erraron en sus actos porque traicionaron enseñanzas, definiciones, doctrinas y principios de la Iglesia. Incluso principios ortodoxos por ellos mismos definidos. El Magisterio quedó comprometido, la Fe lastimada. Y hasta sucedió en ocasiones lo predicho por Nuestro Señor: “heriré al pastor y se dispersarán las ovejas” (Mt. 26,31).

¿Esto no es "mal de muchos consuelo de zonzos"? 

No; esto es tomar a la historia como maestra de vida, a la esperanza como guía insustituible; y es no olvidarse de dos promesas del Señor. Una, que rezaría por Pedro para que no desfalleciera su Fe. Otra, que las fuerzas del infierno no prevalecerán. Creemos firmísimamente en ambas promesas de Jesucristo.

¿Francisco responde a un plan para destruir a la Iglesia?

No puede extrañar que haya más de un plan atentatorio contra la Esposa de Cristo. Se conocen unos cuantos a lo largo de la historia y del presente, y rechazar su existencia por el sólo prurito anti-conspirativista sería tan desacertado como ver un complot en cada solapa tenuemente levantada.

Hay al respecto un hecho que llama la atención. Tiene su fuente precisa y pública de documentación. El artículo The word from Rome, de John Allen Jr., aparecido en The National Catholic Reporter, el 21 de enero de 2005.
Rabbí Francisco y sus talmúdicos contertulios

Sucedió que uno de los más encumbrados rabinos de Israel, Joseph Ehrenkranz, tuvo a su cargo la co-organización de un encuentro judeo-católico, que se llevó a cabo en Roma primero,con la anuencia y la bendición presencial de Juan Pablo II, y en Auschwitz después, con la comitiva orando y comiendo en común. Los obispos católicos asignados al suceso estaban presididos por el Cardenal Keeler, de Baltimore y el Arzobispo Timothy Dolan, de Milwaukee. Vuelta la singular entente judeo-católica a Roma, fue recibida y agasajaga por la Comunidad de San Egidio. Allí entonces, y a modo de epítome del extraño tour, tomó la palabra el susodicho Ehrenkranz, y dijo: a)que sería difícil mantener esta unión judeo-católica tras la muerte de Juan Pablo II, pues habría que hallar a alguien "con su misma sensibilidad" al respecto; b)que la hipótesis de un futuro Papa latinoamericano dificultaría algo más el proyecto, pues los latinoamericanos están menos experimentados en estos diálogos; c)que "una excepción, sin embargo, sería el Cardenal Jorge Bergoglio, el Cardenal jesuita de Buenos Aires" (sic).

La conclusión parece obvia. Ocho años antes de que el Cónclave lo eligiera Papa, el Kahal ya había puesto sus esperanzas en él.Y dos cosas tristes no deberían dejar de decirse aquí: que el Kahal no ha sido nunca ajeno a los planes contra la Iglesia; y que, a juzgar por las evidencias diarias, los altos mandos judíos y masones están conformes con la gestión del Papa Francisco. Al menos hasta este primer aniversario de su nombramiento.

¿Se puede decir que Francisco es un hereje? 

San Pío X, en la pregunta 229 de su Catecismo Mayor, nos dice que el hereje es el que niega "las definiciones ex catedra del Papa", o el que "rehusa con pertinacia creer alguna verdad revelada por Dios y enseñada como de Fe por la Iglesia, por ejemplo los arrianos, los nestorianos y las varias sectas protestantes". Según esta definición, Francisco no ha negado hasta ahora una definición ex catedra, como la Asuncion de María a los Cielos, ni alguno de los 14 artículos del Credo,como la creencia en la resurrección de la carne, ni alguna verdad revelada como el misterio de la Trinidad. Ergo, llamémoslo con palabras duras y veraces, pero en principio no estaría imposibilitado de ser Papa por ser hereje, según la tradicional doctrina católica. 

Es cierto no obstante que el Cardenal Bergoglio, en tanto tal, arrastra un triste historial de promoción de heterodoxias y de sincretismos desconcertantes cuanto funestos, y que el festival babilónico de la inter-religiosidad lo ha tenido como partícipe activo. Y es cierto que también dice San Pío X (Pregunta 177 de su Catecismo Mayor) que "los que rechazan las definiciones de la Iglesia, pierden la Fe y se hacen herejes". Con lo que no resultaría impropio llamarlo a Francisco heretizante y sujeto en tan delicado terreno a rodar cuesta abajo, hacia una pendiente aún más escabrosa. No lo permita Dios, y oremos devotamente por ello, pero tómese cabal conciencia de la delicada situación que vivimos al tener a un hombre con estos atributos en la Sede de Pedro. 

La Sede, entonces, estaría privada de un Papa sabio, ortodoxo, defensor de la integridad de la Fe y de la recta y segura doctrina católica, apostólica y romana. También de un Papa con talante señorial y jerárquico, pero ese es otro tema. Es demasiado lo predicho como para permanecer mudo o indiferente. Es demasiado como para no dar, filial y amorosamente, la voz de alarma. Es demasiado como para no irrumpir en llanto. Y por si nadie lo ha advertido, de eso se trata: de la inefable tristeza que expresara el Dante con su famoso verso:”¡oh navecilla mía, que mal cargas!”. “Cuando estas cosas comenzaren a suceder, cobrad ánimo y levantad vuestras cabezas” (Lc. 21,28). Procuramos tomar este consejo del Señor y cumplirlo; pero al levantar la cabeza no se nos pida que la mirada no esté nublada por el llanto.Somos peregrinos esperanzados, no titanes insensatamente triunfalistas.

¿Cabe una lectura parusíaca de cuanto ocurre?

Creemos firmemente que sí, y lo hemos escrito en ocasiones. Aunque pocos al respecto más entonados que Federico Mihura Seeber para dilucidar estos aspectos. La posibilidad de estar viviendo en la Iglesia de Laodicea no es un despropósito. La posibilidad de la presencia del Anticristo entre nosotros, y de sus anunciantes, servidores o preparadores del terreno, aún entre los primeros dignatarios eclesiásticos o empezando por ellos, tampoco. Decir tales cosas no es ser pesimista ni aguafiestas (a no ser que echemos agua a la fiesta del mundo, en cuyo caso estaríamos cumpliendo con nuestro deber). Muchísimas veces recordamos con Castellani que el Apocalipsis no es una novela de terror sino un libro de Esperanza. Es hora de poner en práctica este dictus castellaniano.


Epílogo galeato

Recuerdo, a modo de cierre, que esta es una nota periodística escrita a título personal. No es el dictamen de una Junta de Teólogos ni el motu proprio de una Sagrada Congregación, sino la opinión de un laico católico, perplejo y dolorido por cuanto ocurre. Si falla mi juicio y con razones se me enmienda, los argumentos rectificatorios no me hallarán indócil. Pero no discutiré más con papólatras obtusos, ni con los defensores de lo indefendible, ni con los que dan lecciones de “extremo coraje” o “suprema coherencia” amparados en el anonimato, ni con chiquilines o maduros que no entienden ni atienden. Si más no digo en mis exposiciones sobre estos temas, no es porque me paralice alguna debilidad, de las tantas que humanamente pueden quebrarme. Es, sencillamente, porque sólo sostengo aquello de lo que me cabe el más seguro convencimiento posible, intelectual y moral.

A mí –de carne y hueso, de nombre y apellido, de cara públicamente expuesta- me persiguen los obispos putoides, el curerío felón y las sedes episcopales capturadas por inauditos malandras. A mi, supuesto línea media según los paladines del inquieto mouse, me guillotinan los libros para que no circulen (hablo sin metáforas), me cierran las parroquias para que no disponga de ámbitos católicos desde los cuales expresarme, y hasta me llegan amenazas larvadas de excomuniones diocesanas. No obstante, temo más a convertirme en un perro mudo que a la jauría eclesial, cebada hoy y dispuesta a las peores mordeduras.

Aconsejo rezar piadosamente por el Papa. Rezar hasta el alba y rezar durante el día entero. Pedir por la rectitud de sus intenciones y de sus resoluciones. Conservar la cabeza sobre los hombros, sin ceder a las tentaciones de los que se han fabricado una eclesiología propia. Priorizar la vida contemplativa. Participar de la belleza litúrgica. Implorar al Cielo un cambio de rumbo. Aceptar la voluntad de Dios si nos ha tocado enfrentar un tiempo de apostasía. Gritar entonces desde los tejados todo lo que corresponda para salvar el honor de la verdad, hoy conculcada y vilipendiada. Cumplir con las obras de misericordia, para que no pueda acusársenos de desoír la voz de quien con todo derecho nos lo pide. Perder el miedo a ser tomado de desobediente o de alarmista. Y sobre todo, no dejarse vencer por la mentira, el error, la ignorancia y la confusión. 

Permítaseme elevar, una vez más, como lo hice un año atrás, ante la extraña dimisión de Benedicto XVI, esta


Oración a San Pedro

Ecclesia mergi non potest
San Agustín, Sermón 252

Tenías puesto un mote pero te fue cambiado,
ya no el Simón hebreo: quien oye y obedece,
las manos que religan los nombres y el destino, 
te bautizaron roca, la que no se estremece.


Tenías por la sangre un firme apelativo,
aquel que de Jonás se origina y procede
pero quien iba a darte el pábilo y la lumbre
te dio por nombradía la piedra que no cede.


Tenías una patria, en la agreste Betsaida
conminada a la pena de cilicio y ceniza,
pero un nuevo linaje te darían en Roma,
el gallo por escudo, las llaves por divisa.


Tenías un oficio en playas galileas
donde redes y peces se batían en lucha,
pero te fue quitado, y otra barca sin anclas
desde entonces tus voces obedece y escucha.


Tenías una espada que equivocó el momento
de talar enemigos o imponer la justicia,
te alistaron en cambio ejércitos perennes,
la invisible victoria de la aérea milicia.


Tenías una vida de nauta sin borrascas
-las orillas seguras, el velamen riente-
pero te fue exigido navegar mar adentro
y enfrentar al que brama como león rugiente.


Tenías una muerte previsible, serena,
tal vez en una noche de musical adagio,
te pidieron la sangre clavado a la madera,
Orígenes lo cuenta, lo pintó Caravaggio.


Tenías la exigencia del amor navegante
seguro en la cubierta, casi un gesto cobarde,
te volvieron testigo del Amor abrasado,
un amor que tres veces te examina en la tarde.


Nombre, patria u oficio; espada, vida y muerte,
la calma de la arena o la sombra de un cedro,
la juventud viajera, la vejez peregrina,
desde que fuiste Suyo, nada fue tuyo, Pedro.


Danos en esta hora de vigilia y quebranto
la esperanza de un puerto, el frescor del olivo,
sotérrense las puertas del infierno y se escuche:
¡Señor, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo!



Caravaggio, Martirio de San Pedro