martes, 28 de enero de 2014

HABLA EL TIRANO, FRANCISCO CONCEDE

En el vídeo consignado a continuación, tomado de un discurso pronunciado por Obama hace cinco años, estremece constatar la vigencia de la más cruda doctrina laicista, de separación neta entre el Estado y la religión, con la inevitable y consiguiente elevación de la vida civil a una instancia absoluta, autorreferencial, hierática. No podría ser de otro modo, ni son novedosas las premisas. Lo que salta a la vista es el tono casi conminatorio con el que se expresan estas cosas, como anticipando a quienes entienden fundar las realidades terrenas en un principio trascendente, que no tendrán lugar en el consorcio de los hombres.





Consta, entre otros roznidos que no ahorran sarcasmos y difamaciones gratuitas para con la religión y los "peligros del sectarismo" de ella supuestamente dimanados, que
la democracia demanda que los que se hallan religiosamente motivados traduzcan sus preocupaciones en valores universales más que en valores religiosos específicos (...) Se requiere que sus propuestas sean sujeto de argumentaciones y susceptibles al razonamiento
afirmando esa tan engañosa como ajada oposición entre fe y razón, e identificando fe con fideísmo. Ésta fue, en opinión de muchos eminentes maestros -entre los cuales Pieper- la enfermedad que, en el otoño medieval, impulsó la antítesis creciente entre el poder espiritual y el temporal, proyectándose luego -y extenuando sus consignas- en la época moderna.

Dice luego, y nótense el cinismo y la paradoja, que
en una sociedad plural no tenemos elección
y, una vez entendida la vida política como un «arte de lo posible» sujeto a múltiples compromisos, arguye por contraste que
en un nivel fundamental, la religión no permite el compromiso, es el arte de lo imposible.
Finalmente, y con el afán de exponer con franqueza la inspiración más crudamente empirista de su programa, concluye (en palabras que admiten significados acaso por él mismo insospechados) que
nosotros no escuchamos lo que Abraham escucha, no vemos lo que Abraham ve. Entonces lo menos que podemos hacer es actuar conforme a las cosas que todos podemos ver y todos podemos escuchar.
Éste es el mismo sujeto que, encarnando la más alta potestad política de este zarandeado mundo, no dejó de expresar sus parabienes tras la elección de Bergoglio al papado, e hizo recientemente público su deseo -bien pronto concedido- de obtener una audiencia con el pontífice, tal como lo comentamos en una entrada anterior. Pontífice que no habla tan claro, que no apura definiciones tan inequívocas, pero que fluctúa en dudas y semidicciones que no hacen sino fortalecer el más enconado discurso laicista, cediéndole gustoso la preeminencia. Recordamos a este respecto aquella entrevista en la que, un poco al modo de los saduceos que tentaron al Señor con el problema de la mujer casada sucesivamente con siete hermanos, Francisco trajo a cuento a aquella mujer «que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto», y que «se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana», rematando el argumento con la hiriente y nunca resuelta pregunta: «¿qué hace el confesor?». Así otra multitud de veces, en las que el Romano Obispo parece encarecer las vacilaciones al par que desacredita todas las certezas, según locuela ya por todos conocida. Bien hizo Antonio Socci en recordar el pasaje de un sermón del Aquinate, en el que éste afirma que «son éstos los falsos profetas, o falsos doctores, pues proponer una duda y no resolverla equivale a concederla» (sermón Attendite a falsis prophetis).

En la conspiración común de las dos espadas al servicio de la Verdad se cifra la gloria de los siglos medios. En las desavenencias crecientes entre ambas se desenvuelve la declinante modernidad. De la nueva reunión de entrambas, pero esta vez al amparo de un principio secularista, ¿qué otra cosa podrá resultar sino lo que entrevió cierta vez un santo varón, en Patmos?

Dos sonrisas, ¿una única mueca para la historia,
en brusca precipitación?

viernes, 24 de enero de 2014

EL ENSUEÑO ECUMÉNICO ENGENDRA MONSTRUOS

Ni el más audaz soñador entre los griegos de la antigüedad hubiera imaginado que su propia lengua iba a servir de soporte idiomático para darles el nombre a insospechables hallazgos de la ciencia y la técnica tan remotamente futuros, como ser la ecología y el teléfono. Otro de tantos términos de acuñación reciente sobre moldes griegos -un siglo de existencia, poco más o menos-, y ya tan necesario de aclaraciones por la bi- y aun trifurcación semántica y el consiguiente descalabro del concepto, es el de ecumenismo. 

En la oikouméne o «tierra poblada» del helenismo subyace inconfundible la idea de «humanidad», es decir, de una unidad superior a la de la nación, por la que venía a admitirse la esencial identidad de todos los hombres en una única especie. La ecúmene es la tierra habitada por los hombres, el ámbito en el que estos desarrollan su actividad y su cultura. Asumido el concepto -con sus exigencias éticas intrínsecas- por la Roma imperial, y luego por la Roma cristiana, éste constituirá la evidencia en la que se fundarán el derecho de gentes y el derecho natural, sea que se considere a ambos como a una única o a una múltiple razón.

Apenas un siglo después de la ruptura protestante, el problema de la reductio ad unum de aquellos jirones sueltos de lo que había sido el orbe cristiano ocupó bastante pronto la mente de diversos pensadores, entre los cuales Leibniz, que propiciaba la distinción entre lo que él llamaba creencias (necesarias de suyo) y opiniones (no necesarias), a los fines de alcanzar un presunto mínimo denominador común de las distintas confesiones cristianas. Matematicismo irreductible a la razón teológica, a una Iglesia todavía consciente de que "ni una tilde" de la Ley (del dogma) podía omitirse no se la iba a convencer con tales recaudos. Pero el término «ecumenismo» como alusivo a la reintegración de las diversas confesiones cristianas en una unidad es mucho más reciente.

Ya se vio precisado el Santo Oficio, en su notoria Instrucción del 1949, a recordar -pululantes ya los desvaríos ecuménicos- que es la Iglesia católica «la que posee la plenitud de Cristo», por lo que la unión de las distintas denominaciones cristianas sólo es hacedera por el retorno (per reditum) de los que permanecen fuera del redil de Pedro. Pío XI, en la Mortalium animos, había señalado con claridad que las tentativas de los pancristianos «no pueden, de ninguna manera, obtener la aprobación de los católicos, puesto que están fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el ingénito y nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su imperio», error que lleva -en palabras del pontífice- al indiferentismo y aun al ateísmo.

Cardenal O'Malley, recibiendo la bendición de la pastora
Sabemos cuánto mudaron estas consideraciones con el Concilio Vaticano II, que propuso algo así como la "conversión común" de las diferentes confesiones cristianas -incluida la Iglesia católica- al así llamado «Cristo total». La Unitatis redintegratio define así al "movimiento ecuménico” como al «conjunto de actividades y de empresas que, conforme a las distintas necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos, se suscitan y se ordenan a favorecer la unidad de los cristianos. Tales son, en primer lugar, todos los intentos de eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y verdad, a la condición de los hermanos separados, y que, por tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones en ellos». Nada, al parecer, más alejado de aquello que san Agustín encomió como «la doctrina de la verdad en la cátedra de la unidad», dimanada ésta de aquella triple unidad evocada por san Pablo: «unus Dominus, una fides, unum baptisma (Ef. 4, 5)».

El furor ecuménico, como es fácil comprobar, no se detuvo en la unidad jamás consumada con los protestantes, que -al menos en sus versiones más bullangueras y telepastorales- siguen haciéndole sisa a la Iglesia, atrayendo a incautos de origen católico a sus filas. Ahora el abrazo ya alcanza a la casi totalidad de las formas de culto, incluido acaso el satanismo. Conste para comprobarlo una vez más el programa del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, que para la Semana de Oración por la Unidad 2014 a celebrarse en Canadá, ofrece un modelo de celebración ecuménica orando sucesivamente hacia los cuatro puntos cardinales «siguiendo la tradición de algunos de los pueblos indígenas de Canadá». Menos mal que se cuidan de observar que «habrá que saber de antemano la dirección de los puntos cardinales para orientar a la comunidad que celebra», para evitar ulteriores confusiones. Se propone también, en la teatralización de rigor, un «intercambio ecuménico de dones espirituales» simbolizables en especies, y «la utilización en las oraciones de intercesión de los “Ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio” de las Naciones Unidas». Huelgan comentarios.

Nada que ver este cristianismo pass-par-tout, con tufo a logia, con aquel que inspirara en 1909 las oraciones del converso del anglicanismo, padre Paul Wattson, quien concebía la unidad como el regreso al seno de la Iglesia romana. Basta cotejar día por día las oraciones de los Octavarios por la Unidad de estos últimos años con aquel compuesto por Wattson, en vigor hasta hace unas décadas, en el que se pedía sucesivamente: 1- por la conversión de todos aquellos que se encuentran en el error; 2- de los cismáticos; 3- de los luteranos y los protestantes de Europa; 4- de los anglicanos; 5- de los protestantes de América; 6- de los católicos ya no más practicantes; 7- de los hebreos; 8- de los islámicos y de todos los paganos. Y al término de la «coronilla para la Unidad», rezada sobre las cuentas del Rosario, y luego de invocar la asistencia de la Virgen, se le pedía al Señor «ut omnes errantes ad unitatem Ecclesiae revocare et infedeles universos ad Evangelii lumen perducere digneris». Amen.

La caricatura ecuménica


sábado, 18 de enero de 2014

UNA CONFLUENCIA MUY DE TEMER

De las relaciones entre el poder espiritual y el temporal, del recíproco intercambio entre las dos espadas resulta el proceso de la historia. Más que por los descubrimientos, más que por el comercio, el desenvolvimiento histórico se ve impulsado por el trato mutuo que se prodiguen el báculo y el cetro. Incluso en tiempos como los nuestros, de visible recusación de toda guarda y vela de la potestad espiritual sobre los asuntos terrenos, de pretendida separación de lo temporal y destinado para con lo eterno y destinante, puede ocurrir inesperadamente (y como confirmando ciertas leyes inherentes al juego de las dos potestades) que el poder político se recueste hacia el religioso, como solicitando su bendición.

Parece grabado en la misma naturaleza del hombre que el orden temporal, para afianzarse en su ideal y proyecciones, demande en algún momento el sello de legitimidad conferido por la autoridad religiosa. Y viceversa: para desempeñar su misión entre mortales, es comprensible que la religión requiera el auxilio, o al menos la garantía de libre actuación de parte de la potestad temporal. La Iglesia (contra ciertas vanas opiniones hoy en boga) no puede cumplir su misión en el absoluto despojo, y aun para ejercitar las obras de misericordia corporal con los pobres necesita tener algo que darles, incluida la belleza de sus templos. Sería tarea de las autoridades civiles, en un orden social cristiano, proveer a la Iglesia para tal fin; y en todo caso es decoro y cordura de la Iglesia, en una instancia histórica hostil, no lanzarse desesperadamente al vacío renunciando a su patrimonio, incluso el material.

Que ambos poderes se necesiten mutuamente y que de su concordia resulte el bien social no es ninguna novedad. Tampoco es desconocido que entre ambas puedan darse desacuerdos insalvables, y aun confusión de esferas específicas, como ocurrió en la historia toda vez que la autoridad seglar pretendió consagrar obispos o elegir al pontífice; o cuando los obispos, en los tiempos del feudalismo, se encontraron señores de vastas posesiones que debían celosamente administrar en desmedro de su cometido espiritual. Por eso Castellani sostenía que lo mejor era una concordia con un dejo de desconfianza recíproca, porque la concordia plena de los dos poderes tira fácilmente a su confusión.

Carlos el Grande, Rey de los francos
y Emperador de los romanos
Difícilmente pueda repetirse el caso de un Carlomagno, fundador de ese ideal semirrealizado del Sacro Imperio (si es que el verdadero fundador no fue el papa León III, aquel que le ciñó la corona imperial), que con tanta convicción tomó a su cargo la manutención de la Iglesia, proponiéndola como educadora de sus reinos. «Carlos extiende su solicitud a las necesidades materiales del clero, a su estado moral y a su apostolado. Colma de donativos a los obispados y a los monasterios y los pone bajo la protección de "procuradores" nombrados por él; hace obligatorio el diezmo en toda la extensión del Imperio. Cuida de no proponer a las diócesis sino hombres tan recomendables por la pureza de sus costumbres como por su abnegación; apoya en la fronteras la evangelización de los eslavos; excita, sobre todo, a los obispos para que mejoren la instrucción de los sacerdotes [...] Lo mismo que los merovingios intentaron calcar su administración de la administración romana, él quiso imitar, en lo posible, para la formación de los funcionarios del Estado, los métodos empleados por la Iglesia para la educación del clero. Su ideal fue, sin duda alguna, organizar el Imperio tomando por modelo a la Iglesia» (Henri Pirenne, Historia de Europa). No sin otros nombres dignos de realce entre ambos, y ya en otro contexto histórico y con muy otras urgencias, a Carlos Quinto le cupo el singular honor de ser también llamado «protector de la Iglesia» por los años de la angustiosa disgregación de la Cristiandad, asumiendo la ciclópea misión de sostener el vasto edificio social ya muy resquebrajado.

En toda la longura de aquellos lejanos siglos cundieron las deposiciones, excomuniones e interdictos de parte de la Suprema Autoridad Apostólica para con los reyes díscolos, como así también los avances sobre Roma de parte de éstos, a veces no deteniéndose hasta tomar prisionero al propio Papa y llegando -visiblemente contra todos los cánones- a elevar a un mamarracho al Trono petrino. El tenor de estas rispideces le cedió el paso hace ya mucho tiempo (a instancias de la práctica -aunque no siempre enunciada- «separación de la Iglesia y el Estado») a una especie de vecindad más o menos diplomática, más o menos tensa según los tiempos y las figuras que encarnan las respectivas potestades.

John Kerry, vicepresidente de USA, "católico" por el aborto,
y Pietro Parolin, Secretario de Estado Vaticano,
musitándole algunas paroline
Los últimos papas, obligados por razón de su ministerio a conceder innúmeras audiencias o concretando cuantiosos viajes apostólicos, debieron tratar en persona con no pocos jefes de Estado. Pero no recordamos que un presidente de la mayor potencia militar del mundo, nación de cuño protestante y hoy cabeza de la laicización más compulsiva (con injerencia en los asuntos internos de terceros países), haya anunciado tan clamorosamente a los medios, por propia y unilateral cuenta, su próxima reunión con el Papa, como lo hizo recientemente Obama, que ya había voceado su beneplácito al conocerse hace diez meses la elección de Bergoglio al solio petrino, y que incluso llegó a citar un pasaje de la Evangelii gaudium en una de sus arengas. Esto de la proyectada reunión resulta de la tertulia mantenida hace unos días entre John Kerry, el segundo de Obama, y el flamante cardenal Pietro Parolin, que dieron a conocer el propósito a dúo y al unísono. Algunos medios osan fechar la anunciada cumbre en marzo; otros abundan en que Obama «desea intensamente encontrarse con el Papa Francisco en un futuro próximo»; otros, en fin, alegan que es el propio Sumo Pontífice quien «está esperando la visita de Obama y el presidente también está a la expectativa de llegar aquí a encontrarse con él [...] Existe el interés común de luchar juntos en contra de la pobreza extrema a nivel global».

Tanta insistencia y corneta llama la atención, más cuando ocurre contemporáneamente a la comparecencia de un representante de la Santa Sede ante la ONU para dar cuenta de los casos de pederastia que enlodaron a la Iglesia, citación que bien ha sido señalada como "sin precedente histórico": nunca la Sociedad Espiritual había tenido que rendir cuentas ante un tribunal profano acerca de delitos -sin dudas con repercusión en la esfera civil- cometidos por miembros de la Jerarquía. Precisamente en Estados Unidos es donde la Iglesia viene afrontando juicios devastadores, con venta de multitud de inmuebles de propiedad eclesiástica para afrontar los gastos indemnizatorios. Está visto que estas turbiedades eclesiásticas -en las que el mundo sabe cebarse para desprestigiar a la Iglesia y exigirle toda suerte de "cambios"- no bastaron a acallar el beneplácito del mulato presidente para con el Sumo Pontífice.

También consta, por estos días, el aterrizaje vaticano de un vasto número de consultorías entre las más caras del mundo para ocuparse en distintas áreas -de preferencia en la comunicación, según ha sido prioridad notoria de Bergoglio desde sus días en Buenos Aires, contra toda erogación en pos del superfluo esplendor del culto. «A pesar de la tan decantada transparencia nada se filtra sobre el coste que implica este recurso a operadores externos, coste que se presume ingente», y que echa por tierra la declamada "Iglesia pobre de los pobres" para convertirla, por un audaz golpe de mano, en un «país de Jauja de las más prestigiosas y costosas fábricas de sistemas organizativos y financieros en el mundo», según da profusa cuenta Sandro Magister. Es demasiado evidente la danza de moscas de la más alta política y las finanzas en torno al Cupolone de San Pedro. ¿Las habrá atraído aquel célebre rayo?

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En conclusión: habiendo todavía quienes sostienen que las payasadas y condescendencias del Papa con el mundo no responden sino a una astuta y jesuítica campaña para sacar a la Iglesia de la encerrona en que la tienen, habría que preguntarse acerca de la legitimidad de una tal táctica que obliga a renunciar al anuncio de la verdad, con la consecuente perdición de tantísimas almas. Ni siquiera hay garantías ciertas de que esta presunta estrategia reportaría un fin de las hostilidades de parte del mundo, si esto fuera todo lo que importa. Eripe me de manibus inimicorum meum!, clamaba el salmista (Ps. 31, 15). Pero no consta que éste haya admitido, para librarse de sus enemigos, siquiera la posibilidad de unas tales maniobras distractivas aprendidas en la cátedra del camaleón.

Otros deslizan la presunción de que Francisco no está muy en su cabales, lo que es hacerlo inimputable (por enajenación, o poco menos) de sus dichos, hechos y decisiones. ¿Cabrá colegir entonces aquello de que quem Deus vult perdere, prius dementat? Sería éste el destino más indecoroso para la Iglesia conciliar, con sabor a ordalía: una precoz demencia senil de la misma, a sólo cincuenta años de la apertura del Concilio, con la consiguiente reducción a cero de todo su aparato visible y su absorción por el mundo, siempre ávido de tales botines.

Otros (y entre ellos nos contamos, sin rechazar absolutamente las dos primeras diagnosis, que bien pueden subordinarse e integrarse a esta tercera) ven con preocupación esta indecorosa entente con un franco y frontal enemigo de Cristo, impulsor entusiasta de los "matrimonios" homosexuales y del aborto, como lo que parece a primera vista: una alianza maldita encaminada acaso a cerrar la historia, ya que portae inferi non praevalebunt.

¿Qué armonía cabe entre Cristo y Belial? Apremiado, si no por convicción (Bergoglio no es hombre de convicciones, sino de conveniencias), al menos por la terrible presión contraria (y los juicios penales son un eficacísimo instrumento para ahogar económicamente a la Iglesia, es decir, para impedir su subsistencia en el mundo), el Papa estaría concertando un embargo con los poderes públicos, incluyendo entre las concesiones del caso -a trueque de una supervivencia que es, bien vistas las cosas, una necrosis aguda- la tutela moral que cumple a la Iglesia ejercer sobre el conjunto de los hombres. E incluyendo acaso (¡y Dios no lo permita!) alguna forma bien turbia de colusión con el poder político-financiero, que suponga una especie de «consagración imperial» de nueva traza. Estaríamos entonces leyendo el capítulo 13 del Apocalipsis en los mismos hechos.


Esto no pretende ser un pronóstico: apenas la alusión a algo que podría estar a la vuelta de la esquina. Si incluso en los mucho más honrosos tiempos de la Cristiandad, cuando nadie objetaba la autoridad docente de la Iglesia, no pudo evitarse el peligro de una ilegítima sujeción del Papado al Imperio (hubo reyes que le reclamaron con violencia al Papa la consagración imperial; y no faltó, bajo la dinastía otónida, una «declaración» en virtud de la cual el Romano Pontífice no podía ser consagrado antes de haber jurado fidelidad al Emperador, y cuando se intentó poner coto a la intromisión de los príncipes en el nombramiento de los prelados estalló la «querella de las investiduras»), pues cuánto más ahora, visto el sospechoso homenaje que Francisco recibe desde la entraña misma del poder mundial anticristiano, y vista la aprobación y estímulo que éste a su vez obtiene de la boca de aquél, en recíproca adulación, cuánto más no sean de esperarse los hechos esjatológicos, y más ahora que todos duermen...

La soberbia, de suyo ciega, sabrá elegir infaliblemente a los actores de este drama último. Hasta que venga el Vencedor, glorioso, entre las nubes.


jueves, 16 de enero de 2014

ACERCA DEL INSULTO COMO DOCENCIA

Notable cambio de ruta iba a denotar, para la Iglesia, aquel discurso inaugural del Concilio Vaticano II en el que Juan XXIII, recordando la severidad con la que el magisterio hubo siempre condenado los errores, propuso para «nuestro tiempo [...] usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad». La increíble razón de este viraje la expuso el propio Papa a continuación: «no es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que [se] precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos».

La experiencia posterior dio acabada cuenta de cuán prestos se hallan los hombres para condenar por sí solos el error. La Iglesia infestada, que no ya el mundo, señala el tenor de la clarividencia de este Papa, próximo a ser elevado a los altares. Pero el objeto de esta nota no es quitar las motas del ojo de Roncalli sino, comprobada la solícita aplicación del programa expuesto por aquél en todo el magisterio posterior -que conoce menos de anatemas que un bacalao las altas cumbres-, constatar, bajo Francisco, un tan inopinado como nervioso "retorno al viejo estilo". Entiéndase: no es que Bergoglio se muestre dispuesto a repetir, con Gregorio XVI, ni la menor acusación contra «aquel falaz sistema de filosofía, ciertamente reprobable, no ha mucho introducido, en el que por temerario y desenfrenado afán de novedades, no se busca la verdad donde ciertamente se halla, y desdeñadas las santas y apostólicas tradiciones, se adoptan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia...» (Enc. Singulari nos, DZ 1617), ni a embestir con León XIII a la masonería, previniendo a los fieles contra la apariencia de honestidad de algunos de los adscritos a la misma: «puede, en efecto, parecer a algunos, que nada exigen los masones que sea contrario abiertamente a la santidad de la religión y de las costumbres; mas como la razón y causa toda de la secta está en el vicio y la infamia, justo es que no sea lícito unirse con ellos» (Enc. Humanum genus, DZ 1859). Ni el objeto de los ataques del Neopapa es afín al usitado, ni el lenguaje que emplea se parece en nada al de los Papas de antaño. Pero con Bergoglio, cosa perimida desde el advenimiento del «Papa bueno», vuelve la artillería oral por sus fueros.

Así lo demuestra, por si nuestros oídos no se hubieran aún percatado, la jocosa iniciativa de un inglés que hace honor al sense of homour de los de su raza. No bien comenzado el último Adviento, adelantó la salida para Navidad de un «Pequeño libro de los insultos del Papa Francisco» al costo de 6,99 libras esterlinas, pero con la posibilidad de obtener un 20% de descuento si se osara apostrofar al cajero de la librería con alguno de los insultos consignados abajo:

¡Vieja camarera!
¡Promotor de coprofagia!
¡Especialista del Logos!
¡Contador de Rosarios!
¡Funcionario!
¡Ensimismado, prometeico y neo-pelagiano!
¡Restauracionista!
¡Pelagiano!
¡Don y doña Quejido!
¡Triunfalista!
¡Cristiano líquido!
¡Momia de museo!
¡Príncipe renacentista!
¡Obispo de aeropuerto!
¡Ideólogo del Logos!
¡Cortesano leproso!
¡Ideólogo!
¡Cara larga, lúgubre cristiano de funeral!
¡Gnóstico!
¡Obispo carrerista!
¡Amargado!
¡Simulador!
¡Obsesivo de la liturgia!
¡Decidor de oraciones!
¡Autoritario!
¡Elitista!
¡Pesimista quejumbroso y desilusionado!
¡Cristiano triste!
¡Niños! ¡Temerosos de bailar! ¡Llorones! ¡Temerosos de todo!
¡Requeridor de certezas en todo!
¡Cristiano cerrado, triste, atrapado, no un cristiano libre!
¡Cristiano pagano!
¡Pequeño monstruo!
¡Cristiano derrotado!
¡Recitador del Credo, cristiano papagayo!
¡Cristiano de fe aguada, débil de esperanza!
¡Golpeador inquisitorial!
¡Seminaristas que aprietan los dientes y aguardan terminar, observan reglas y sonríen, revelando la hipocresía del clericalismo -uno de los peores males!
¡Ideólogo abstracto!
¡Fundamentalista!
¡Adorador de sacerdotes, zalamero!
¡Devoto del dios Narciso!
¡Cura vanidoso como mariposa!
¡Cura chanchullero!
¡Cura magnate!
¡Religioso que tiene un corazón ácido como el vinagre!
¡Patrocinador del veneno de la inmanencia! 


Por supuesto que hay muchos más, que extenderían la lista fatigosamente. Importa advertir, con el compilador, que este volumen no debe ser confundido con «El pequeño libro de los indultos del Papa Francisco», a editarse en el curso del corriente año, primero en Alemania y luego en el resto de Europa.


jueves, 9 de enero de 2014

RUIDOSA DEFLAGRACIÓN DEL PADRE IGNACIO

Sin dudas ha de haber muchos otros casos igualmente ilustrativos del caos en el que se precipitó la Iglesia, pero éste nos toca muy de cerca por tratarse de un cura de nuestra arquidiócesis (Rosario, Argentina), a quien el administrador de este blogue acudió, hace dieciocho años y en los días de su conversión, para que le bautizara al mayor de sus hijos, entonces unigénito. Ya era mucha entonces la fama del padre Ignacio, adscrito a una sedicente "renovación carismática" de la que se esperaba esa declamada «revitalización de la Iglesia», mostrenco mito de siete o más cabezas (porque, rota la unidad de la fe, la difusión de la impostura bajo capa canónica se hizo múltiple y variopinta), y a este exótico ejemplar del otro extremo del mundo se le atribuía, quizás por razón de su misma extranjería indescifrable, un a modo de aura misterioso, de soplo ultraterreno y bienhechor. Nuestros tiempos, que no son precisamente los de la fides quaerens intellectum, saben elevar generosamente a aquel que les satisfaga el afán inmoderado de sensaciones, y un zote nimbado viene a resultar su más cabal intérprete y apólogo.

Las gentes venían a tropel, incluso de otras diócesis, a sanar de un cáncer o una otitis sin que se les ofreciera mayormente el alimento espiritual, apenas dos o tres ordinarias lecciones que hubieran podido entresacarse de los más empalagosos libros de autoayuda. Hay todavía vivas controversias sobre la calidad de las sanaciones del ceilandés, enfrentándose los que lo tienen por un taumaturgo de fuste, un santón que derrama maravillas a trochemoche, con los que opinan que se trata de un mero embaucador, un tipo de esos capaces de medrar a costa de la inocencia del prójimo, si es que todavía existe la inocencia. Que la sugestión de las masas obra lo que no él, que los pobrecillos se persuaden de lo que gustan persuadirse, etc.

Ciertas o no ciertas las curaciones, lo incomprensible para quien tuviera dos dedos de frente era que, montado en grupas de su propio mito, Ignacio aceptara -desde hace ya unos cuantos años- conducir un espacio televisivo en el que, aun careciendo de un fluido ejercicio del castellano, intentara monologar, entre tropiezos y solecismos, de omni re scibili et quibusdam aliis, incluso al inaceptable precio de hacerlo en un canal presto a difundir pornografía en horario contiguo. ¿No basta ser dotado con el inapreciable carisma de sanación, aun cuando éste esté sujeto a ulteriores constataciones, para arrogarse también el don de la palabra, cuando éste sí consta no poseerse? ¿No empece, para dirigirse al público televidente, la compañía de poderosos y enriquecidos proxenetas, infames corruptores de miríadas de hogares? No, si Ignacio no es lo que se dice un orador sacro, ni siquiera honra a sus homónimos de Antioquía y de Loyola en punto a catolicidad: se diría más bien sapo de muy otro pozo. Pero a la Iglesia de la Publicidad le sirve por su ascendiente sobre el magma ávido y móvil de las turbas, cuya ansiedad no es fácil de apagar.

Hace unos meses, con ocasión de la entronización del Francisco, no tuvo empacho en decir que «la noticia me devolvió la alegría de ser sacerdote». No la transustanciación obrada a diario a instancias de sus indignas manos, no: fue la elección de Bergoglio lo que le devolvió la alegría -entonces perdida, según es de inevitable conclusión- de ser ministro de Cristo. Éste es el clero que tenemos. El mismo que ahora se desenmascara, bajo la venia de Francisco, y sale a bendecir las peores abominaciones que, en lo oculto, debía de aprobar. Así lo hace el propio Ignacio, según consta en esta filmación en la que departe amigablemente con una yunta de pederastas, conversación de la que sugiero -no hace falta más- seguir apenas unos pocos minutos:








Esta póstuma reivindicación del vicio nefando -sí, póstuma decimos, porque no puede ser un miembro vivo de la Iglesia el que se avenga a bendecir al pecado- sirve a evidenciar a quién sirve Ignacio Peries. Cuyo nombre, en escalafón ascendente, habría que anteponerlo al de los miembros del lobby gay, tal como a éstos al del Maldito. Nomen omen: Ignacio (de ignis, fuego) revela al fin el verdadero carácter de su (contra)sacerdocio. Y se prende fuego a lo bonzo, con llamas que no son las del Espíritu sino las que envolvieron a Sodoma.

La lucha se presenta ardua. Y es muy posible que el martirio que conozcan las almas fieles de nuestros días no sea urgido por la espada, como en tiempos de la Iglesia naciente, sino por el asco.


martes, 7 de enero de 2014

OTRA AGACHADA DEL VICARIO

A nadie le gusta hacer el aguafiestas en la fanfarria de los bobo-católicos (los que reciben la comunión en la mano y se percatan tardíamente, ahora que les llega el turno, de las bondades de la obediencia perinde ac cadaver), ni a nadies le complace andar desentonando a toda hora con los aduladores gentílicos del Papa, los "transexuales una cum Papa nostro". Pero el embudo de estos tiempos que no elegimos nos precipitó en este difícil menester, que no se pretende vocacional sino apenas eruptivo e indomeñable. Micro-caniches del Anticristo adveniente, estos simuladores de normalidades inexistentes pujan por corregir toda ortodoxia, a la vez que decretan la llegada de tiempos inmejorables, de beata simbiosis entre Iglesia y mundo, del que ya no habría que temer ninguna persecución ni al que habría que urgir -¡pecado de intolerancia, resabio medieval!- a la conversión.

Darían ganas de hablar de aquellas buenas cosas que están saliendo a cada momento de las manos del Creador y que, como en el relato del Génesis, son buenas porque son: la flor de la pasionaria o mburucuyá, de sutilísimos pliegues y diseño, cuyo fruto -globuloso y purpúreo por dentro, como la granada- hay que disputárselo a las golosas calandrias; el colibrí, que los conquistadores recién llegados a nuestras latitudes llamaron "pájaro mosca", por no saber si era lo uno o lo otro, y que al volar, malgrado su impalpable fragilidad, produce un ronquido semejante a la voz del cerdo; la pradera de vario verde, hendida como por rayo por la fuga de la liebre asustadiza. Darían ganas de hablar del murmullo nocturno del río, cuando las bestias callan, y de la aurora y el ocaso en azoradas llamas... Darían ganas, si no de glosar largamente el «Cántico de las Creaturas» del de Asís, al menos de balbucear la admiración que se sorbe por los ojos llenos. A la rebelión de la nada se la desmiente con la fidelidad al orden y la afirmación del ser; a la futilidad de los esquemas ideológicos del hombre prometeico se le opone la fertilidad inagotable de lo creado y nuestra esperanza incorruptible, que apunta a lo Increado. Pero hete aquí que, vibrante siempre el concierto vivo de los seres (seres ajenos al conocimiento del mal), la conciencia tocada de ese pasmo feliz se ve una vez más conminada por la alarma, dote del homo viator. Ahora hay que habérselas -como si no fueran demasiadas las consecuencias del profesar la fe en Cristo en nuestros días- con la continua deposición verbal del Papa abriboca, que prorrumpe en una nueva palabrota cada vez. Culmen y acabose del ya prolongado desquicio eclesiástico, dice el extracto noticioso que toma palabras del pontífice en un encuentro con religiosos el pasado mes de noviembre, transcritas por la malfamada «Civiltà Cattolica», que

...el Papa Francisco considera que las distintas realidades personales que se dan en la sociedad actual, como la existencia de hijos que conviven con parejas homosexuales, suponen un desafío educativo nuevo para la Iglesia Católica, sobre todo a la hora de anunciar el Evangelio.
Y ya se interrumpe el efable curso de la Creación y de los admirables seres cuando es el propio pontífice quien demuestra desconocer que, abolida radicalmente la ley natural, ya no es posible "anunciar el Evangelio". ¿O habrá que entender, según todo lo indica, que se refiere a otro Evangelio? (Tenemos, para prevenir un tal peligro, el pasaje de Gálatas I, 8 ss. «aun cuando nosotros o un ángel del cielo os anunciase un Evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema»). El pecado de Sodoma, que clama al cielo, ¿puede merecerle acaso tan especiales miramientos, cortesías tan ajenas al común sentir católico? ¿Qué pretende con esta escalada de turbiedades, infamia de la misión docente de la Iglesia, chancro creciente que amenaza con trocar el rostro de la Esposa de Cristo en una pura pústula?

Alguien, en un sitio digital del Viejo Mundo, de profanidad petulante y volteriana inspiración, se refirió recientemente a SS Francisculus -y no en alusión a este último desplante al que aludimos, sino a su ya inconfundible estilo, a toda la agobiante retahíla de su "magisterio líquido"- diciendo poco más o menos que «al fin de cuentas es un sudamericano. Como la puta cubana que musita obscenidades en los oídos del turista escandinavo a los fines de atraérselo al camastro». Y lo peor es que tiene razón. Acá estaba el riesgo implícito en el proyecto conciliar de aproximación amistosa al mundo, apurado al fin por Bergoglio y sus programadores. Su procedencia peronista -ya que no castrista- convierte al momentáneo actor de este drama (que es entremés) en un instrumento apto para tales comercios. Lo que el crudo verismo del comentador seguramente desconocía -y de ahí que sea doble su acierto- era el capítulo 17 del Apocalipsis, con la descripción de la Gran Prostituta que fornica con los reyes de la tierra, ebria de la sangre de los santos y de los mártires y odiada visceralmente por aquellos sus mismos compañeros de juergas, que «la despojarán de sus vestiduras, toda desnuda, comerán sus carnes y la quemarán». La Iglesia, por corrompida y adúltera, no deja de ser detestada por sus enemigos de siempre, que reconocen en ella como el vestigio de un carácter imborrable, aunque traicionado y voluntariamente oculto. Y hacia ella apuntarán sus iras, sin importárseles un bledo de sus contemporizaciones y agachadas.

Le pedimos a Dios, si no está en sus planes concedernos por el momento algo mejor, que al menos permita more en Bergoglio -a trueque del demonio locuaz- aquel demonio mudo que Jesús expulsó en Lc. 11, 18. Que lo vuelva silente y taciturno como una tapia, quedo como un muelle. Saturnino, adusto, mudo como una ruina en la que el musgo y la hiedra cumplen su oficio, y que el Evangelio pueda entonces ser anunciado a todas las creaturas, conforme al mandato inexcusable del Señor.

viernes, 3 de enero de 2014

DE NOCHE, EN EL TEATRO

A todos consta que el elemento teatral-representativo cuenta, y no poco, en la  vida toda de la Iglesia. El ceremonial que se integra a la liturgia, que exige indumentaria y objetos propios, los gestos del celebrante (genuflexiones, manos en alto, etc., todos ricos de un alto valor expresivo), son otros tantos índices de la teatralidad del culto. La Santa Misa, que ha sido a menudo definida como «drama sacro en el que se actualiza el misterio de nuestra Redención», señala suficientemente este carácter; su estrecha dependencia de las ipsissima verba et gesta Christi de la noche del Jueves Santo, tanto como su actualización perenne de la tragoedia praetexta del Gólgota, vuelven a confirmarlo cada vez.

Hay, por lo demás, otras comprobaciones que pueden hacerse sobre la presencia y eficacia de lo teatral en la actuación terrena de la Iglesia. Pongamos por caso las formas protocolares, tales como el respeto de ciertas fórmulas orales y gestuales válidas para diversas circunstancias (bendición, toma de posesión de un cargo, etc.), el trato que se le debe a un sacerdote, al obispo, etc. Todo esto conlleva el beneficio -cuando es vivido con libre y plena conformidad interior- de acrisolar al alma por la humildad. Desafiar o desdeñar las formas impuestas por el ceremonial es, en efecto, un claro indicio de soberbia.

Ahí está la inspiración teatral presente incluso en la arquitectura sacra, como ocurre (por citar el caso más altamente significativo) en la plaza de la Basílica de San Pedro. Allí Bernini entendió diseñar una planta que reprodujera el porte mismo del pontífice, con la basílica en el lugar de la tiara y sus brazos abiertos hacia la cristiandad, representados por la doble columnata de la plaza oval. Siempre se trata, como corresponde a gestos y símbolos evocativos de realidades sobrenaturales, de una asimilación de lo visible a sus ulterioridades últimas. O, dicho en otras palabras, de la convicción plenamente católica de que la materia es susceptible de salvación, lo que redunda en la confianza de que la figura no sólo no empece de suyo a la elevación del espíritu, sino que puede incluso propiciarla y aun asociarse a sus victorias.

Sabemos que la epidemia modernista que azota a la Iglesia acaba por impugnar el pasado histórico y tiende a desdeñar los vestigios sensibles de la fe (llámense éstos arte sacro, ornamentos litúrgicos o imaginería devota, lo mismo da), del mismo modo que se juzga al orden social cristiano como a cosa lo bastante perimida como para tomar de él lección para ofrecer al presente ruinoso de la modernidad. Ese espíritu de impugnación y desconfianza hacia las intermediaciones, propio del protestantismo, se posesionó de tal manera de la Iglesia que puede decirse que ésta ya profesa, prácticamente, una fe anómala, una fe fundada en una aprehensión de las realidades actuales y las esperadas divergente por principio de la que el cristianismo histórico conoció. Tanto que, como acierta a decir Amerio, «todo el concepto de fe se convierte aquí en el de herejía, porque la palabra divina es asumida sólo en tanto reciba la forma de la persuasión individual», sin ese vínculo orgánico de la communio sanctorum. Esto resulta claramente del renegar de las generaciones de cristianos que nos precedieron.

Esta es la Iglesia que pide perdón al mundo, que se avergüenza de haber sido como fue. Que, picada de aberrante utopismo, desconoce «el verdadero sentido de la estrecha unidad del tiempo y la eternidad en el ámbito de la existencia humana» (Niebuhr). No nos sorprenda, pues, que el valor auxiliar de esa escenografía a lo divino que supo hacerle fondo a todas las manifestaciones vitales del Cuerpo Místico resulte vilipendiado por la misma Jerarquía que debiera proponerlo para provecho de los fieles.

Lo curioso, con todo, es que a esta merma de lo ostensible, de lo representativo, le subsiga una promoción insospechada de al menos uno, sí, de los elementos propios del teatro: la actuación. El pontificado Bergoglio señala claramente el abuso de ésta hasta la extenuación. Porque si muchos destacaron en su momento la prestancia escénica de Juan Pablo II, derivándola de la experiencia actoral de su juventud, con Francisco la cosa toma otro carácter. Ya no se trata sólo de saber desenvolverse ante multitudes, sobre el tablado: ahora hay que hablar de los travestimentos y metamorfosis más o menos patentes a quien aún conserve el sentido de la vista, del empeño puesto en persuadir, en influir de modo casi magnético, ocultando el verdadero rostro. Del actor (hypokrités), al menos esta cualidad le es común al Papa reinante.

Lo supo señalar ya hace algunos meses, pese a las elocuentes trazas de «pensamiento débil» típicas de las izquierdas -pese a confundir en una misma frase los conceptos de evolución y revolución, y pese a mil otras levedades propias de caletres progres-, uno de esos curas remanentes del sesenta y ocho que, apresurado por llevar más lejos la demolición emprendida por Bergoglio, llega a reprocharle a éste, a propósito del notable cambio del rictus avinagrado de antaño en la sonrisa inmutable de hogaño, que el tal «es un gesto muy estudiado, toda su gestualidad lo está. Es una puesta en escena», y que Bergoglio «está lidiando en el mismo escenario» que las sectas protestantoides. «Es decir, mediáticamente, haciendo un gran show como las iglesias electrónicas». ¿Hay alguien, acaso, que todavía no lo haya advertido?

En uno de sus artículos juveniles sobre cine, Borges ponderaba a una película en particular -no recordamos ahora cuál- como «una de las mejores que haya dado el cine argentino, es decir, una de las peores del mundo». Señaladamente, las actuaciones han sido siempre muy deficitarias en nuestras latitudes: por lo lentas, por lo previsibles, por lo sobreactuadas, como gusta decirse ahora. Bergoglio reproduce esas malas cualidades y sin embargo se lo aplaude, lo que da cuenta de una degradación del gusto del público orbital, que al menos antes pedía un mayor verismo en las tablas.


El drama de la Iglesia se convierte, a instancias de Francisco, en alegre mojiganga, en mascarada festiva. Lo suyo, depuesto el enojoso ceremonial y los paramentos otrora de rigor, ha devenido un unipersonal voluntariamente ascético en recursos escénicos, desharrapado si se quiere, que podría incluso llevar por lema el cínico programa que Lope señaló para sus comedias:
... como las paga el vulgo, es justo 
hablarle en necio para darle gusto.

Pero que, no habiendo nada oculto que no llegue a descubrirse, deja ver por esas siempre condenadas, mal selladas rendijas, cuánto toque a la ficción y cuánto a la realidad. Porque ocurre a menudo que, a expensas de un muy declamado irenismo, se agazapa un Robespierre. Como bien lo señala por estos días un entonado Cesare Baronio:

tener un Papa que se pone la nariz de payaso ya es bastante. Alguno pensará que sufre de algún trastorno de la personalidad: explíquenle quién es el Papa y qué debe hacer, de lo contrario la próxima vez ya nadie le prestará atención. Quizás es justo esto lo que quieren Scalfari & Co.

A menos que...

A menos que no se trate sino de una máscara: mientras todos suponen hallarse ante un inofensivo simpaticón, se quita la nariz de clown y -¡epa!- le reaparece la tiara pontificia en la cabeza, en virtud de la cual remueve a Burke de la Congregación de los Obispos y manda a paseo al cardenal Piacenza y se apresura a reformar la liturgia. Porque, no lo olvidemos, puede incluso bailar el tango y chacotear con los futbolistas, pero sabe muy bien dónde quiere llegar y, Papa o no Papa, tiene los instrumentos para lograrlo.