jueves, 5 de diciembre de 2013

INSANABLE EXTEMPORANEIDAD DE LA «EVANGELII GAUDIUM»

No hace falta dejar decantar la temible Exhortación Apostólica del pope Francisco para comprobar el espesor de la borra, del limo remanente. Aguas ciertamente no para beber, de turbiedad acaso par a las del Ganges, con sus miríadas de bañistas que acuden a rendirle su tributo en sudor y deyecciones. Parejamente es como vienen a concitarse aquí, en un solo volumen, varios de los exabruptos soltados por Bergoglio en estos casi nueve siglos de su pontificado. Reiteración que no es sino señal de lo acotado de sus cavilaciones.

Alguno notó que era el documento más extenso escrito por los últimos papas, cosa sorprendente si quien lo emana es el pontífice peor hablado en siglos, tal vez de la historia. Otro señaló la ausencia total de citas del Magisterio anterior al Vaticano II, omisión tan taimada como previsible. Quien observó que, para tratarse de un texto supuestamente enfocado en la evangelización, no contiene ni la menor alusión a los novísimos ni al destino eterno del hombre, temas siempre reputados como medulares en la predicación de la Buena Nueva. Y finalmente, y a propósito de ese críptico párrafo 222 en el que el collage verbal de Bergoglio alcanza el prodigio de poner al magisterio eclesiástico bajo la tutela de Heidegger -con suerte dispar, según los entendidos-, no faltó quien advirtiera que oponer "plenitud" a "límite" comportaba, junto al más craso desconocimiento de Aristóteles, «la peor metafísica jamás puesta en un documento pontificio». En un vecino blogue este párrafo suscitó, entre tantos otros, un comentario que merece ser reproducido, firmado por Ludovicus:

Es notable el efecto espejo de la prosa bergogliana. Hay una cierta genialidad en caracterizar como "pelagianos" a quienes si algo no son, efectivamente, es pelagianos. Y al mismo tiempo, ¿qué es toda esta inmanencia populista sino pelagianismo?
    Ahora agregó una nueva injuria: "prometeicos". Y precisamente, este texto es claramente prometeico. Leyéndolo, uno llega a la conclusión de que si hay un élan fundamental en este pensamiento, no sólo "no es de derechas" como ha dicho, sino claramente progresista. La izquierda puede definirse como la rebelión contra la naturaleza concebida como tal, es decir, creada, y su sustitución por una voluntad prometeica de utopía. La naturaleza se revela como límite significativo, es decir, como delimitación de dinamismos perfectivos que brotan de la esencia. El límite, la forma, es necesaria para la plenitud, por lo que no tiene sentido hablar de una oposición bipolar entre ambas ni de utopía, toda vez que la causa final ya está incoada en la naturaleza desde el origen. Y esto vale tanto para el todo sustancial como para la sociedad. Pretender la utopía sin estar contenido, contento, limitado por la propia naturaleza, núcleo de orientaciones perfectivas, es la clave del pensamiento progre, sea "adolescente", sea propio de una "estrategia sin tiempo" (Mao).

Lo que implicaría la consumación de un nuevo tránsito en la Iglesia: del naturalismo hoy vigente a la más cruda exaltación de la ideología («la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae», p. 222), pese a los correctivos insinuados unos pocos párrafos después («la idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces», 233). Aparte de todo lo que se le pueda reprochar al autor de este desdichado texto, esto de ponderar la utopía para luego rechazar el idealismo equivale a escanciar el veneno para ofrecer seguidamente su antídoto. Pecado de inconsecuencia lógica, o de confusionismo deliberado, rastreable por lo demás a profusión en los ágrafa bergoglianos, la tragedia de la presente hora de la Iglesia adopta -a causa de la incurable mediocridad del pontífice increíblemente reinante, obstinado en meter neologismos inconsultos e interjecciones a final de frase (¡eh!)- un tono muy más módico, como de entremés. Como si hubiera que concluir, sin mayor consuelo, que el tarado nos oculta al incendiario.

Se trata, para no extendernos demasiado en lo textual, de un escrito que enristra muchos de los exabruptos del Obispo de Roma desde el día de su elección, notándose la ya acostumbrada inquina hacia todo lo que huela a doctrina y tradición católicas. Baste apenas un florilegio para dar idea de esto último: «a quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, [la diversidad] puede parecerles una imperfecta dispersión», 40; «a veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano», 45; «más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde (sic) nos sentimos tranquilos», 49; «... el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas o se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado», 94; «no hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable», 129. Creemos innecesario glosar estos pasajes, que hablan por sí solos. Véanse también, a propósito, los números 95, 161, 165, etc.

Pero lo más digno de atención, supuesto el documento lo menos como sapiens haeresii en muchos de sus pasajes, quizás sea la extemporaneidad de aquellas propuestas en las que, según el caletre del pontífice y sus consejeros, reposarían el acierto y la motivación de la Evangelii gaudium. Las dos más salientes, confrontadas con su contexto histórico inmediato, resultan ser al cabo respuestas febles, exánimes, a los terribles desafíos en plena vigencia. A saber: la zarandeada «opción preferencial por los pobres» y la no menos sacudida invitación al diálogo interreligioso. Veamos la primera.

Bergoglio atornilla a fondo el «sentido social» de la Redención (178 y ss.), apuntando a la «liberación y promoción de los pobres» como cometido de todo cristiano (187). Y sobre este argumento vuelve una y otra vez, reduciendo visiblemente el mensaje de redención a sus más conspicuos lindes terrenales. La inspiración de su curiosa antropología, en la que el dramatismo derivado del pecado parece no tener lugar -a no ser a partir del solo pecado de las estructuras sociales erróneas-, insta al «desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación» (87). Aparte lo caótico de la concepción que lo anima -a juzgar por su propia confesión-, late aquí un desconocimiento total de la realidad de los pobres de nuestro tiempo. Francisco parece dictar sus remilgos pauperistas para los días de la revolución industrial, del proletariado naciente que, pese a lo desgraciado de su condición, no estaba sometido a la sobredevastación que obran (como añadidura de plomo a la pobreza) el crimen organizado, el tránsito incesante de droga, la cretinización asfixiante de la TV y el reggaeton. Los pobres de nuestras grandes ciudades, los pobres coterráneos de Bergoglio, viven oprimidos por unas causas que, primera y remotamente espirituales, acaban por ser tan seguidamente complejas que ya no se curan con programas socioeconómicos, sino con el llamado inequívoco y universal a la conversión.

Allí donde proliferó tan hondamente la desesperación no cabe ya la «promoción humana» sino el exorcismo. Que debería administrarse no sólo a los pobres, sino a las incontables multitudes cebadas en superfluidades, cuya conducta perpetúa la exclusión social. Sin una enérgica cruzada, v.g., contra la televisión y el cine, seguirán cundiendo casos como los de aquel violador capturado por la policía por cuarta o quinta vez, que pedía sensatamente lo matasen «porque no podía evitar seguir violando» pese a la aquiescencia de los jueces. O aquel otro narcotraficante que en un alarde de cinismo y sentido común, ambos a dúo, entendió que la solución a la marginalidad estribaba en algo imposible, a saber: «muchos millones de dólares gastados organizadamente, con un gobernante de alto nivel, una inmensa voluntad política, crecimiento económico, revolución en la educación, urbanización general y todo [...] bajo la batuta casi de una “tiranía esclarecida” que saltase por sobre la parálisis burocrática secular, que pasase por encima del Legislativo cómplice. Y del Judicial que impide puniciones». Graficando el hiato existencial en términos incontestables: «nosotros tenemos métodos ágiles de gestión. Ustedes son lentos, burocráticos. Nosotros luchamos en terreno propio. Ustedes, en tierra extraña. Nosotros no tememos a la muerte. Ustedes mueren de miedo. Nosotros estamos bien armados. Ustedes tienen calibre 38. Nosotros estamos en el ataque. Ustedes en la defensa. Ustedes tienen la manía del humanismo. Nosotros somos crueles, sin piedad». En las villas miseria, en las que mover droga constituye la única posibilidad de elevación económica, no basta el sentimentalismo sino el ardiente testimonio.

Pero la Evangelii gaudium no ha sido escrita en atención a la barriga de los pobres, sino del paladar de los burgueses, siempre lo bastante amigos de novedades como para desdeñar fidelidades incómodas, sobre todo a la ortodoxia. Que lo diga cualquiera que haya osado contrariar alguna cursilería de Francisco en la familia, en el trabajo, si no ha comprobado cuánto se aliente con esto, más que el esclarecimiento teológico, un mero épater le burgueois. «La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!» (55). Pero, ¿es usted, o se hace, Santidad? ¿No teme que se lo entienda en clave antropocéntrica, crasamente atea? ¿No hay suficientes interesados en cabalgar sobre la grupa del pontífice para clarinear la buena nueva de la divinización del hombre? «Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz» (56). ¿Puede llamársela de veras feliz por la abundancia de sus haberes? ¿Ni se advierte que el precio habitual para gozar de cuanto hoy se nos ofrece es ni más ni menos que la prostitución, una prostitución universalizada, con muchas variantes, pero que compromete siempre y precisamente la felicidad? ¿O acaso está aquí la clave de su insistencia en el tema, una escondida afirmación inmanentista según la cual la felicidad es la posesión de bienes terrenos? Este es, al cabo, el secreto motor de las izquierdas que contertulian con Francisco: polarización, magnetismo, imantación por las riquezas, siempre embozada por el recurso lloroso a los opuestos (los pobres), para quienes se reclama una mayor participación en aquello reputado como lo unum necessarium. Porque no se trata de denunciar lo consabido hasta la obviedad (la injusticia), sino de recaer como por embudo en el mismo y único argumento incluso hasta exceder lo lícito, reincidiendo en el reproche que se escuchó alguna vez en Betania, el día de una célebre unción.

La segunda nota de extemporaneidad la da el afán ecuménico, ara en la que acaba por sacrificarse la propia identidad y aun el Evangelio. Afirmar que con los judíos «acogemos la común Palabra revelada» (247) es de una enormidad todavía no explorada -ni con tan pingüe explicitud- por el vacilante magisterio post-conciliar, y es, a la postre, de una categórica falsedad, opuesta a cuanto consta en la Escritura. «Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra» (249). Las «algunas convicciones» divergentes son el Credo, a secas. Y la Palabra sobre la que se insiste con insolente equívoco es precisamente aquella (Verbum Dei) que los judíos no acogieron ni acogerán sin antes convertirse. Otrosí dígase del ya clásico «[los musulmanes] adoran con nosotros a un Dios único» (252) cuando ellos no admiten la Trinidad ni la Encarnación, siendo que Mahoma, habiendo enseñado su doctrina con posterioridad al Hecho cristiano del que tuvo pleno conocimiento, pretendió por ello mismo superarlo.

Como lo dijimos más arriba: no se sabe si deplorar más los errores y equívocos que abarrotan el documento o la mediocridad ostensible de su redacción, indigna de ser atribuida ni aun al portero de los Sacros Palacios. Pero volvamos a aquello que constituye el objeto de los desvelos de los progresistas y -si conquistado- su timbre de honor: hacer consonar el kerygma con el espíritu y el tono de los tiempos corrientes. Lo recuerda la Evangelii gaudium, 41: «los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad». ¿Qué ocurre mientras nuestros pastores insisten en practicar esa empalagosa bonhomía con judíos e islamitas? Que en Medio Oriente recrudece el odio muslim anticristiano, siendo aquellas latitudes regadas cada día con sangre de mártires, y que en los países de tradición católica la masonería judaica no sólo impone las reglas del juego de la política, sino que continúa una persistente acción desde las sombras contra todo lo que remita a Cristo y a su Iglesia. Las "buenas intenciones" de esta jerarquía medrosa y acomodaticia no han sido correspondidas por sus destinatarios, cuya acción sin contraste amenaza con extirpar el nombre cristiano de la faz de la tierra.

La patria misma de Bergoglio (donde, si no por auténtica moción espiritual, lo menos por chauvinismo podía esperarse una adhesión bastante amplia e informe a la persona del papa, tal como hasta ahora cunde) viene siendo escenario de violentas agresiones contra iglesias catedrales en varias de sus principales ciudades. Recientemente, en la ciudad de San Juan -y sin merma de que el papa declarara innecesario insistir con la bioética y se reputara incompetente para juzgar a un gay-, una horda rabiosa de lesbianas abortistas le prendieron fuego en la plaza pública a un pelele que representaba al Francisco, para luego avanzar sobre la catedral con la intención de profanarla -profanación fallida gracias a un grupo de jóvenes católicos que acudieron en defensa del templo. Está visto que los enemigos de la Iglesia se pasan por el traste esta política de brazos tendidos

Temblamos de sólo pensar que a Conferencias Episcopales presididas por hombres como monseñor Arancedo, más bien semejantes al simpático y titubeante cerdito Porky que a los santos obispos Cornelio y Cipriano, pueda atribuírseles «alguna autentica autoridad doctrinal» (32). Y nos horroriza reconocer en el vértice de la Iglesia, codo a codo con Bergoglio, al Tucho Fernández y al rabino Skorka. Nada de ingeniosas ecuaciones entre el Evangelio y el presente histórico: la única coincidencia advertible corresponde a la de la pasión de la Iglesia con la gloria del hampa.

La Evangelii gaudium, en consonancia con un pensamiento ya largamente instalado en la Iglesia, trueca la soteriología por la eudemonía social, y ni siquiera aporta nada a esta última. No puede evitarse la referencia a I Thess. 5, 3: cum enim dixerint pax et securitas..., ni al célebre diálogo de Soloviev, cuando se alude a aquella obra pronto vertida a todas las lenguas para universal regocijo, escrita por "el Hombre venidero" y titulada «El camino abierto a la paz universal y el bienestar».