miércoles, 27 de noviembre de 2013

UNA EXHORTACIÓN A DEFECCIONAR

No debía sorprender demasiado el primer texto escrito que Bergoglio remite a consagrados y fieles, excluida la encíclica Lumen fidei, escrita casi íntegramente por su predecesor aunque firmada por Franciscus. Si es cierto que ésta cargaba demasiado las tintas sobre la «doctrina de la experiencia», ya denunciada por San Pío X como propia de la apologética modernista -cuya táctica consiste en emplazar al sentimiento, y ya no a la inteligencia, como motor y nervio de la fe-, la Evangelii gaudium, a séquito de aquellas rancias premisas, ahora remacha el no menos añoso programa de la "evangelización a toda vela", sin contenidos ciertos y sin principio de coherencia pero lleno de bríos febriles, como esas gallinas a las que, después de tronchárseles la testa, corren y aletean todavía unos instantes, los últimos antes de la faena.

Y no es imagen descomedida, que la revolución apunta siempre a la cabeza, como lo ilustra acabadamente su instrumento y símbolo por excelencia: la guillotina. Una Iglesia cuyo rostro cambia a tenor de los tiempos, como quien se probara sucesivas máscaras, supone -toda vez que el rostro mora en la cabeza, y no en los miembros- una Iglesia con su cabeza velada, cuando no trunca. Esto es: una Iglesia sin Cristo, caput Ecclesiae (Ef 5, 23). Malo aserto que se confirma en algunos parágrafos de la Exhortación, cuando trata del papado:
tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable «descentralización» (n. 16),
lo que parece -de paso y junto con la capitis diminutio del Sumo Pontificado- favorecer pretensiones como las de aquellos obispos alemanes que vienen reclamando la comunión para los divorciados en segunda (y no canónica) unión, entre otras afines bravatas. Y aun:
dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado (!). Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle (n. 32).
El sofisma es notorio: la conversión a la que Bergoglio debiera aludir es la suya propia, y no la del papado. Que resulta, de paso, escarnecido en la persona de sus predecesores, implícitamente acusados de no haber ejercido su ministerio en fidelidad «al sentido que Jesucristo quiso darle». A más de hacerse el programa susceptible a la más sonora reductio ad absurdum: aquel que se arroga el inaudito poder de "reducir" el papado es el mismo papa, erigido su pontificado y por propia voluntad en punto de inflexión. La verdad es que a la vista de textos como éste, el fidem servavi del Apóstol -que hubiera debido ser el lema para el ya declinado «Año de la Fe», de la declinante fe- acaba por trocarse en su contrario.

No hemos leído íntegro el documento; no estamos dispuestos a apurar este mal trago hasta las heces. Pero un paseo por el mismo a tranco ligero alcanza y sobra para reconocer, munido hasta la más cruda explicitud, lo mismo que Francisco venía desparramando en homilías, reportajes y demás intervenciones. Para que no se diga que a las palabras se las lleva el viento. Cayo Tito lo estampó: scripta manent. Y Pilatos, de más pertinente memoria: quod scriptum, scriptum. Nada de cambio de rumbo, sino confirmación del emprendido: el texto que Bergoglio entrega viene a ser como un apéndice, no más, de sus boutades habituales. Érase un hombre a una nariz pegado. Y un manual de aplicación del derrumbe consumado.

No faltan, como era de esperar, los neologismos de tenaz regusto plebeyo («la Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan...», n. 24), ni las antítesis forzadas y nunca explicadas, como la de contraponer misionalidad (instada con vehemencia) y proselitismo (desaprobado sin más: «la Iglesia no crece por proselitismo, sino "por atracción"», n. 14). Ídem la recurrentísima invitación a la «creatividad» en la evangelización, contestada ya en sus días por Romano Amerio cuando debió salirle al cruce a la aberrante catequesis post-conciliar, fija en este mismo y falaz principio. Dijo entonces el brillante profesor suizo: «la creatividad es un absurdo metafísico y moral, y cuando no lo fuera, no podría ser el fin de la catequesis, ya que el hombre no puede autofinalizarse: el fin le es dado y él debe sólo aceptarlo».

Párrafo aparte merece la ya conocida crudeza con la que Francisco se dirige a los que parecen sus únicos enemigos, a quienes dedica una efusión de bilis poco reconocible en sus más bien frecuentes e irrestrictas contemporizaciones con quienquiera (n. 95, 96):
el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confian en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado (!). Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario (...) Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las reales necesidades concretas de la historia. Así la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos...
El latiguillo progresista que hace del cuidado por la liturgia, la doctrina y el prestigio de la Iglesia cosas «del pasado», «piezas de museo», tasando como inexorables los nuevos usos al ponerlos en ecuación directa con el devenir temporal (éste sí incontestable), no expresa sino el trasvase de la idolátrica mitología moderna al interior mismo de la Iglesia, y el drama de una sustitución ya consumada. El empirismo auto-exaltatorio que disuelve la fe objetiva en «experiencia», que invierte el orden metafísico por el que el conocer y el obrar siguen al ser, y que postula a la fe como mero «encuentro» pre-racional, afectivo: he aquí (pasadas al papel y membretadas para su pronta y orbital circulación) las máximas que antaño merecieron la más explícita condena de los papas, hoy incorporadas tenebrosamente al magisterio.

Heridos a profusión los oídos, reos en tierra extranjera, ¿invertiremos los sujetos del salmo para pedirles a nuestros captores, los que llevan el timón de la barca de Pedro: «cantadnos un cantar de Sión»?