martes, 15 de octubre de 2013

DIÁLOGO ENTRE CARDENALES CONCLAVISTAS

¿Chanchullo en el cónclave? La prensa mundial descuidó una noticia que hubiera reportado no poco interés ni exiguas ventas y que, soslayada sin más ni más, urge al menos mencionar para aplacar la ira de Plutón, curiosamente desatendido por esta rara vez. Según parece constar en las Actae Apostolicae Sedis del 14 de marzo último, ya conocido el nombre del nuevo Papa al atardecer del día previo, y cuando «los miembros de la Cámara Apostólica -el organismo encargado de "regir" la Santa Sede durante el cónclave-, acompañados por dos oficiales de las guardias suizas se dirigieron a quitar los sellos puestos en algunos de los accesos a los apartamentos papales, notaron que éstos ya habían sido cortados» (ver aquí). Por colmo, y como en una calculada y bromista referencia a la más neta simbología esjatológica, habían resultado rotos seis de los siete precintos. «El vice camerlengo y los presentes -se lee en el texto que describe las operaciones de anulación de los sellos colocados luego de la renuncia de Ratzinger- advierten que los accesos susodichos (entre éstos, el acceso al ascensor privado del Papa desde el atrio Sixto V, la puerta que accede a la sala clementina y a la biblioteca privada, por un total de 6 sobre 7), con la excepción de uno, habían sido privados del precintado puesto en precedencia» (aquí).


Parece que el portavoz papal, p. Federico Lombardi, salió a aclarar y se hizo el eclipse. «Los sellos removidos no eran sellos del Departamento Papal (situado en la Tercera Logia, como es sabido) sino sellos colocados en ambientes de la Tercera Logia» (aquí). Como si no hubiera nada de maloliente en la violación de unos sellos puestos en ámbitos tan próximos a las estancias papales para garantizar la transparencia del cónclave. Y del tema ya no se habló más.

Desconocemos en qué medida una irregularidad semejante alcanza a vulnerar la canonicidad de un cónclave. Concretamente: si lo afecta hasta la nulidad del mismo, o si no es para tanto. Consta, sí -por éste y otros muchos hechos-, la vigencia de un fatalismo que impregna a la modernidad como a esponja, y que ya goza de carta de ciudadanía en la misma Iglesia. Se trata, para decirlo sin demora, de la «tiranía de los hechos consumados», de los hechos como burladores del derecho, de la ley hipostasiada en la voluntad del gobernante. La modernidad -y la Iglesia bajo su contagio-, pese a su prédica del movilismo y del cambio inexorable, parece lanzada al precipicio con la secreta inconfesable esperanza de detenerse, de conocer al fin la quietud, pero quietud de muerte. Es la actitud del suicida, la del que mata a todo y a todos consigo. Tal el secreto que late en el ostensible desprecio de las normas, retén de las subjetividades febriles, desbocadas.

En el sombrío contexto de una abdicación por razones no creíbles («propter ingravescentem aetatem»), y de circunstancias poco claras como las que ahora se nos revelan pese al denuedo esclarecedor del padre Lombardi, y sobre todo del resultado puesto, definitivamente impensable en punto al mérito del ungido, imaginamos un caluroso coloquio entre cardenales antes de sesionar la primera vez, un ajetreado corrillo en los Sacros Palacios para convencer el uno al otro de la conveniencia de optar por el candidato propio. Llamémosles los cardenales Pestalozzi y Ming 'O Pyang, o bien Schwartzbergschweiner y Bunga-bunga. A esta altura, y habiéndose cumplido la predicación del Evangelio a todas las naciones, la nota de catolicidad en los padres conclavistas (salvas queden las excepciones) se reduce a la sola etimología del término, es decir: a la diversidad étnica de los mismos en la unidad del Sacro Colegio.

[Hasta Francisco se sirvió recordar que kath'holon vale por «universal». Al fin de cuentas, atenerse a la etimología es una forma bastante más potable e inofensiva del «volver a las fuentes». Pero vayamos al hipotético diálogo]


- Usté sabe, Sueminencia, que la Iglesia sufre asedio. Y que el Benedicto fue como un catalizador de todas las rabietas de la prensa anticatólica: resulta ahora que al arrimo de su pontificado, la podredumbre de la Iglesia vino a invadir toda por junto. Como esas enredaderas exuberantes que no dejan ver el frente: así le taparon el rostro a la Iglesia con escándalos reales e imaginarios exhibidos con secreto regocijo. ¿No le parece bastante?

- Sí, ¿y entonces?

- Y entonces necesitamos un dux que sepa bienquistarse con los cagatintas, con los pregoneros de vergüenzas eclesiales, uno capaz de arrostrar el trabajo sucio de sonreírles a los delincuentes que gestionan los medios de masas. Eso: un encantador de serpientes necesitamos, un.., un...

- Bah... política, pura política, Eminencia. ¿Crê usté que a los buitres se los sacia con palabras y sonrisas?

- No los creo tan insensibles a la benevolencia o, a lo menos, a una dulzona diplomacia. Uno que cultive el arte de requebrar necesitamos, uno que aplique artilugios líricos al trato inevitable con las fieras. Piense usté en una tregua con los poderes del mundo, procul discordibus armis, como Virgilio retrató a los dichosos campesinos, cada cual labrando su solar propio. La autonomía de los dos órdenes es el mejor negocio para todos. Ya lo sentenció ese poema semi-salvaje, de convoys, el Martín Fierro (¿o fue acaso el Tarás Bulba?): cada lechón a su teta / es el modo de mamar. Podría haberla suscrito el Dante gibelino del De monarchia.


- Está muy bien, Vuecelencia, pero yo creo menester algo más que concertar una módica paz con el mundo. No dudo que nos alancean a diestra y siniestra, como en esa pintura de Rubens, «La caza del hipopótamo», y que a nuestra edad uno no está para sufrir tanto embate e incertidumbre. A ninguno de nosotros conviene que la marea de secularismo e inquina anticlerical se extienda hasta el despojo de las temporalidades de la Iglesia: eso nos privaría del derecho a una decorosa pensión. ¡Qué tanto! ¡Si me habré despertado a medianoche repitiendo tembloroso las palabras de aquel administrador cesante: "cavar, no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza"! Con todo, y para aventar más eficazmente el temor al porvenir, creo que se requiere la máxima audacia. Al mundo hay que desconcertarlo cambiándole el rostro a la Iglesia, y ya los enemigos dejarán de amenazarla, confundidos. Nosotros tenemos un candidato comprometido a sepultar siglos de superchería que pusieron a la Iglesia en un atolladero, en vana pugna con el progreso. Llegó la hora de dar un salto: venit hora, et nunc est. El Vaticano II abrió la brecha en el viejo y obstinado muro: acá estamos, pica en mano, para la deconstrucción concertada.

- Ah, si supiera cuánto estamos de acuerdo en que el Concilio «fue un regalo de Dios para la Iglesia del siglo XX». Pero no concuerdo en que debamos ir tan a prisa en la renovación de la Iglesia. Confiemos en la obra de la Providencia, que irá adaptando paulatinamente la ética, la disciplina y aun la dogmática a una configuración más humana. Estamos de acuerdo en que la eclesiología del tercer milenio no puede ser la de la Unam Sanctam, pero lo que hoy urge es amigarse con tantos cristianos anónimos que nos cascotean.

- Y el único modo consecuente de lograrlo no es halagándolos con promesas y melindres, sino lavándonos de veras la cara y mudando ropa. Cuando afuera vean que el celibato se ha vuelto opcional, que la mujer es admitida al sacerdocio, que se da al traste con la rigidez jerárquica y que el papa es uno más, entonces se levantará el asedio y todo el mundo será una única Iglesia.

- Sea. Pero empecemos el día con una sonrisa. La revolución es una enfermedad eruptiva que empece al legítimo progreso y lo obliga a contramarchas indeseables. Mejor es pactar, y salomónicamente. Todos podemos ceder una mitad de nuestras convicciones para alcanzar la deseable síntesis sin el precio de la sangre, sustancia ésta ciertamente repugnante. El papa que proponemos lo demostrará acabadamente. Veremos en él, a diferencia de otros pontífices recientes, que la poliglosia ya no recomienda: le bastará un modesto bilingüismo, entendido como un decir "negro" aquí y "blanco" allá. La consigna es ofrecer un mensaje reversible según la ocasión convide. Por lo demás, yo le guardo afecto a Sueminencia, y no quisiera ver que pierde el tren por testarudo. Usted sabe: puesto el resultado, pronto quedarán evidenciados los que no quisieron darle el voto al electo. Esto ha venido a ser un circuito de influencias y venganzas, y no nos sorprenda. Conviene, pues, encolumnarse con el seguro vencedor.

- No puedo resignar tan fácilmente unas promesas ciertas de cambio, de ruptura, como las que encarna aquel que yo me sé, por un simple pronóstico. ¿Y cómo sabe, Eminentísimo, quién ha de ser el tal?

- Apoyo explícito -aval coactivo, usté me entienda- de fuerzas extrínsecas así nos lo demandan. Es, como se dice en el hipódromo, una "fija". ¿No fue acaso vetado el cardenal Rampolla por Francisco José I de Austria, en aquel cónclave que acabó por ungir a Pío X? Cierto que entonces el veto obedeció a la presunta connivencia de Rampolla con la masonería: hoy se veta a alguien por contrarias razones. ¿Y el pacto de Metz? ¿Dígame si no amordazó a los padres conciliares? ¿Dónde vive usté, si crê que no hay injerencia secular en las decisiones de los purpurados? Conocido el Neopapa, la señal de los festejos será indisimulada: ya verán sus ojos la unanimidad laudatoria de los periodistas para con aquél, y hasta los trespuntistas depondrán todo recato para colar su parabién en los periódicos.

- Dígame, al menos, ya que conoce al vencedor, a quién debo votar. Ardo por saberlo: ya chirrían mis sesos en su propia cocción y los nervios no se me asujetan.

- ¡Ah, Eminencia! ¿No le digo que es uno que conoce el sinuoso oficio de la comunicación con las masas, para quien la macro-sofística no guarda secreto alguno? Mire: tanta aclamación ha de rendírsele, que no me extrañaría -si tiempo se lo dan- que alcance la canonización en vida. Es literalmente lo que necesitamos: un caradura [un facciatosta; ein unverschämter Kerl]. En cuanto congreso participó en todos estos años cautivó siempre por su desfachatez, desdeñando el vehículo oficial que ponían a su servicio para abordar el bus o el metro, llegando siempre tarde y sudoroso, pero dando la nota. Pedía lo tuteasen los camareros, la señora de la limpieza. Aseguran haberlo visto con el plumero en mano, desempolvando los asientos durante las disertaciones ajenas...

- ¡Eh! ¡Pero entonces hablamos de la misma persona! Los de mi línea lo promueven por su chocante libertad de acción, virtud tan necesaria para acometer los cambios. Por ser, ¿cómo diríamos?, tan despreocupado [tanto spensierato, so sorglos], capaz de lavarse la propia ropa y confiárselo a la prensa. Sí, sí: es el mismo que, según dicen, de resultar electo depondría los paramentos para adoptar el mate...


Y acá ya no se pudieron contener y ambos, como dos vetas que confluyen, felices por la coincidencia no prevista, exclamaron a viva voz un mismo nombre.