jueves, 19 de septiembre de 2013

FRANCISCO, O EL TRIUNFALISMO DE LAS RUINAS

No se puede disfrazar las evidencias, y menos cuando éstas cobran una magnitud incontrastable. Las tenemos tan a la vista que su descripción podría multiplicarse hasta el hastío. Baste como muestra lo que Mons. Brunero Gherardini estampa en su Concilio Vaticano II. Un discorso mancato (2011) a propósito de los desquicios al uso, y después de hacer penosa reseña de algunos entre tantos:
aberraciones y sumidero dan la medida del post-concilio. Pero la medida a la que me refiero no es sino una pequeñísima parte de un volcán que está aún en ebullición. La riada febril y arrolladora de su lava ardiente está amenazando con reducir toda realidad eclesial a camposanto. Las cifras de la frías estadísticas asustan: otra que humo de Satanás, otra que "averías" post-conciliares, éstas recuerdan los escombros humeantes y polvorientos luego de los bombardeos al ras de la segunda guerra mundial. La publicación oficial de los curas casados asegura que su número asciende (la estadística es de hace algunos años) a más de 100.000, o sea, a un cuarto de los 408.000 incardinados en las distintas diócesis: cuántos de éstos viven todavía con gozosa coherencia su sacerdocio, nadie puede decirlo, pero se sabe que, especialmente en algunas partes de la Iglesia, su número es holgadamente inferior a los curas convivientes more uxorio con una mujer. Desde el cierre del Vaticano II (1965) al 2005, se registró aquello que puede considerarse un abandono en masa de las religiosas -el porcentaje es del 45,5%, de 961.000 a 522.000. No es mejor la condición de los religiosos, disminuidos en un 35%.
Es obvio que el autor no pretende hacer una cuestión de cifras; de hecho, quienes permanecen en la Iglesia a fuer de parásitos no son mejores que los que han puesto pies en polvorosa. La merma cuantitativa no ensombrece ni pizca a la cualitativa.
Respecto a los obreros que trabajan, la cosecha, que el Señor ya dijo era grande (Mt 9,37; Lc 10,2), tiene proporciones inmensas y el número de los obreros es cada vez más reducido. En medio de ellos y del mismo pueblo de Dios se respira una atmósfera contaminada y casi nadie se da cuenta. Los instrumentos de la comunicación social están al servicio de una sociedad de divorcistas, abortistas, pacifistas, liberales en todo sentido, para los cuales discriminar entre creyentes y no creyentes, cristiano-católicos y budistas, islámicos y hebreos, homosexuales y heterosexuales parece absurdo. Un espantoso relativismo ético-teológico hipnotiza la conciencia de la verdad y del error.
Conste que en otros pasajes de su diagnóstico el prelado no excluye la obvia repugnancia por los difusos casos de pedofilia, ni la comprobación del caos resultante de la tan alentada «creatividad» litúrgica y doctrinal. Conste, ídem, que no pudo prever que a sólo dos años de escribir estas líneas el Papa iba a renunciar, vertiendo un manto de estupor sobre el galope tendido, el ostinato cum iocunditate de todos los escándalos desatados, "vatileaks" incluso. A menudo concluimos que ya ni vale la pena seguir barajando, por demasiado sabidos, los pormenores de tanta debacle.

Sin merma de todo lo cual, Francisco se atreve a decir sin pestañear que «la Iglesia no se derrumba... al contrario, me atrevo a decir que nunca ha estado tan bien y atraviesa un momento muy hermoso»Afirmación que no se sabe ya a qué atribuir: si al cinismo, si a la ebria suficiencia de quien cree poder crear las realidades con sólo nombrarlas, o a qué otra peligrosa embriaguez, supuesta la obvia autorreferencialidad a que lo induce tanto aplauso que le tienen programado. Resulta notable, por lo demás, la paradoja de que sean aquellos mismos que, dados a cuestionar a la Iglesia en su historicidad, tiznando con el despectivo mote de "triunfalista" a la historia eclesiástica entre el edicto de Constantino (313) y el Concilio Vaticano II (1963-65), se esfuercen ahora en presentar como a un triunfo de la Iglesia lo que no es sino su más deshonrosa capitulación. O su «autodemolición», según lo confesó el Papa del inmediato post-concilio.

¿Podrían ser más dramáticamente aplicables las palabras dirigidas a la Iglesia de Laodicea (Ap 3,17)?:
Dices: «soy rico y próspero, a mí no me falta nada». Y no sabes que eres desdichado y miserable, y pobre, y ciego, y desnudo. 

(Para nuestro consuelo, el buen Dios no deja sin señalarnos a continuación los remedios para tan malos males: contra la ceguera el colirio del arrepentimiento y la conversión; contra la desnudez, la vestidura blanca de la gracia; contra toda miseria y tiniebla espiritual, el oro acrisolado de la sabiduría y la santidad. Roguemos porque la Iglesia de Laodicea no siga desechándolos con disgusto).