sábado, 17 de agosto de 2013

APOSTASÍA Y TITANISMO

Así como hay quienes proponen leer el sucinto relato bíblico de la edificación de la Torre de Babel no como historia sino como profecía, aplicándolo a la consumación futura de la Civitas Hominis, así también -y sin la menor pretensión exegética, que sabemos cuánto nos huelga el sayo- creemos pueda interpretarse ese oscuro pasaje del Génesis (6, 1-4) antepuesto al relato del diluvio, al menos y un poco libremente como týpos  o figura de los sucesos preparusíacos. Hay un elemento que alienta esta hermenéutica, y es que el diluvio universal, por la latitud de su alcance y por su carácter punitivo, anticipa en la remota bruma antehistórica la universal conflagración del fin.

Dice el texto en cuestión: «viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí cuantas de entre ellas más les gustaron (...) En aquel tiempo había gigantes en la tierra, y también después de que los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres y éstas les engendraron hijos», a lo que Dios respondió con el diluvio.

Los exegetas han tropezado desde siempre con este pasaje: los hijos de Dios, ¿designan por ventura a la progenie de Set, mientras que «hijas de los hombres» se refiere a la estirpe cainita? ¿Y por qué de esa concupiscente cruza, de esa promiscuidad poligámica, nacerían gigantes? ¿O bien hay que entender este pasaje como cita implícita de ciertas tradiciones de pueblos próximos a Israel, que -como luego se reflejaría en la mitología griega- creían en una multitud de dioses, en la posibilidad de su connubio con humanos, y en el carácter titánico y depravado de su descendencia?

Para nuestra proyección antitýpica, los «hijos de Dios» evocan inevitablemente a los que adquirieron la divina filiación adoptiva, a los cristianos que, luego de sufrir la Iglesia prolongado asedio y de ver caer sus certezas como por cansancio, «tomaron para sí» cuantas máximas mundanas y espejismos de doctrinas más les gustaron. Se trata de la apostasía, de la que brota esa estirpe de gigantes (o Übermenschen, para usar la célebre pintura nietzscheana) capaces de pisotear toda ley. San Pablo (II Tes. 2, 8) emplea el término ánomos para retratar a este cíclope de las postrimerías.

Lo que ocurrió en la Iglesia después del último concilio ecuménico es una a modo de mimetización con la marcha de la historia moderna, en la que la hybris de la ruptura se impuso con tal poder de persuasión que las masas embriagadas están segurísimas de hallarse en tiempos cualitativamente superiores al vasto y ya incognoscible pasado que los parió. Así, ocupando el vagón de cola del vertiginoso y ciego tren de la modernidad, la jerarquía eclesiástica de nuestros días no oculta su desafección por la doctrina de siempre, ni le escuece en el ánimo el rechazar abiertamente los modos y la disposición adorante de los cristianos de dos milenios.

A imagen de la pandemia que cundió en el orbe de las artes en el último siglo (sin memoria de lo recorrido ni sospecha de la decantada riqueza resultante), que las instó a ofrecer ora la música atonal, ora la poesía pura o la pintura no figurativa, la Iglesia decidió crearse una nueva liturgia y revisar algunas de sus convicciones más irrenunciables. De resultas de ello, el Cristo que se predica en la Iglesia a-histórica y amnésica luce forzosamente desustanciado, y no podría ser de otro modo: un Verbo sin los efectos de su Encarnación, y por lo tanto inabordable, formulístico y vago; un Cristo para todos (pro omnibus), como si la redención no se nos diese por gracia sino por necesidad (y, como para todos, para nadie); un amabilísimo nombre de Jesús tratado no según lo que suscitara en un san Bernardo, con aquello de mel in ore, in aure melos, in corde iubilus, ya no: apenas una sonora sortija, un recurso por siempre aprehensible para las veleidades oratorias de tanto pastor de almas.

Consta que un desorden tal no puede resultar sino el medio nutricio del hombre fáustico. De allí la gravedad de la restricción para celebrar la Misa Tradicional que se impuso a una de las congregaciones religiosas más vigorosas de la Iglesia, notoria por contraste entre la marea de órdenes caducas. No sólo se deroga de facto la bula Quo Primum (1570) de san Pío V, que se adelantaba a cualquier eventual atropello en este terreno, concediendo una suerte de permiso sempiterno para celebrar la Misa fijada en Trento y remontable a los tiempos apostólicos; no sólo se pisotea el motu proprio Summorum Pontificum, de Benedicto XVI, que reivindicaba la liturgia ya penosamente en desuso como «sagrada para nosotros, porque lo fue para los que nos precedieron», facilitando los instrumentos para celebrarla. Lo que late en el fondo de este lamentable decreto es el avance del positivismo jurídico en el seno mismo de la Iglesia, por el que -según sabiamente lo señala Roberto De Mattei- «se reduce el derecho a un mero instrumento en las manos de quien tiene el poder. Según el positivismo jurídico que penetró en lo íntimo de la Iglesia, es justo aquello que la autoridad promulga». Éste «invierte los términos y sustituye el ejercicio de la lex a la legitimidad del ius. En la ley se ve sólo la voluntad del gobernante y no el reflejo de la ley divina, para la cual Dios es el fundamento de todos los derechos».

Un trágico malentendido en torno al concepto de obediencia permite que tales bravatas tengan cómodo curso, porque se prefiere obedecer a los hombres antes que a Dios. El fideísmo que se apoderó del corazón de tantos fieles auspicia una especie de sumisión a los "hechos consumados", identificándolos sin reservas con la Providencia y la Voluntad divinas. Y la pastoralidad en boga -léase pragmatismo, que no dudaría en corregir al Señor, haciendo de Marta «aquella que eligió la mejor parte»-, le sirve en bandeja el gobierno de la Iglesia a un hombre evidentemente hambriento de poderío, cuya actuación (promesa de titanismo demoledor, que no de auténtica reforma) todavía está ¡ay! por verse.