viernes, 10 de mayo de 2013

MÚSICA SACRA Y LITURGIA: VIGENCIA DE UNA DEMOLICIÓN

Ofende el portavoz del Papa, padre Federico Lombardi, cuando el 24 de abril pasado, entre otras poco afortunadas declaraciones, aduce no creer «que el Papa tenga, entre sus intereses mayores, la música sacra. De lo que pueden derivarse consecuencias diversas en el ámbito litúrgico». Y como no consta que haya sido desmentido por el Santo Padre, tendremos que creer que esta presunción del vocero es acertada. Lo que, por lo demás, implica ya en las palabras -que no en los hechos, en los que, en los últimos decenios, viene verificándose una penosa continuidad, para no decir una profundización del mal gusto- un acusado cambio de dirección en la materia.

Lo que nadie ignora, bien lo afirma Mattia Rossi en un artículo reciente: «la música sacra, a la merced de cualquier suerte, ha escapado totalmente del control de la Iglesia: el gusto (pésimo) de pocos ha dictado, de facto, la línea corriente, que desemboca en la música litúrgica más banal y mediocre. Es hoy más necesario que nunca volver a las fuentes de la reforma litúrgica que, musicalmente, nos ha "transmitido aquello que recibió"». Para luego recordar algunos pasajes de documentos del último concilio en los que se instaba a no abandonar el canto gregoriano, especialmente Sacrosanctum Concilium 116 («la Iglesia reconoce el canto gregoriano como el canto propio de la liturgia romana») y 117 («condúzcase a término la edición típica de los libros de canto gregoriano; es más, prepárese una edición crítica de los libros ya editados después de la reforma de san Pío X).

Este impulso, a lo menos de deseo y de palabra, fue confirmado por Paulo VI en la instrucción Musicam Sacram, del 5 de marzo de 1967: «ante todo promuévase el uso del canto gregoriano, que por sus peculiares características es un fundamento de gran importancia para el cultivo de la música sacra». Y, pese a los desvaríos musicales ya definitivamente experimentados y bogantes en los días de su pontificado, en el mensaje telegráfico que Juan Pablo II remitió al cardenal Baggio, en mayo de 1985, se lee que «la Iglesia reconoce al canto gregoriano como propio de la liturgia romana, y por ello en las funciones litúrgicas a éste se debe reservar el puesto principal, expresando el deseo (...) de que sea bien estudiado (...), valorado e interpretado en las ceremonias litúrgicas en sintonía con las altas finalidades de la música sacra, que son la gloria de Dios y la santificación de los fieles». También Benedicto XVI salió repetidamente al cruce de las aberraciones en asuntos de música y liturgia, y todavía siendo el cardenal Ratzinger señaló, aventando la argumentación utilitario-oportunista que pretendía rebajar la calidad de los cantos de misa para hacerla a ésta más accesible (¡!), que «la Iglesia no debe contentarse con lo que resulta útil a la comunidad; ella debe despertar la voz del cosmos y, al glorificar al Creador, tomar del cosmos su magnificencia, hacerlo espléndido y, de este modo, bello, habitable, amable». Ya en el solio, no nos ahorró, entre otras afines, la oportuna lección de que «aquello que para las generaciones pasadas era sagrado, permanece sagrado también para nosotros y no puede ser imprevistamente prohibido o, incluso, juzgado como dañoso».

Ya conoció Agustín, pese a los residuos de platonismo que pudieran hacerle desdeñar la noticia sensible, cuánto bien se reporta de una sensibilidad educada por el espíritu. «Todos los afectos del alma, en su gran diversidad, tienen su modo propio de expresarse con la voz y con el canto, que con no sé qué familiar y misteriosa afinidad excitan en ellos los afectos piadosos (...) Cuando recuerdo las lágrimas que derramé por el canto de la Iglesia en los primeros días de mi renacida fe; y cuando veo que aún ahora me siento conmovido no por el canto sino por la sustancia de las cosas que se cantan cuando se cantan con limpia voz y adecuada modulación, tengo que reconocer de nuevo la utilidad de esta institución»

Por eso, hasta que el vocero de Francisco no declarara el desinterés de éste hacia el particular, podía decirse que las directivas papales y la praxis litúrgica general iban, después del Vaticano II, por caminos divergentes. Tanto que, pese a las repetidas exhortaciones de los últimos papas y a expensas de una tolerancia mal entendida y aplicada, obtenemos que (y para volver a decirlo con Rossi) «quien quiera cantar propiamente el canto de la Iglesia en la iglesia se encuentra forzado a decir, con el salmista: ¿cómo cantar los cantos de Señor en tierra extranjera? (Ps. 136)». ¡Cuánto más penoso si la explícita enseñanza papal en la materia, maduros ya los tiempos, llegara a hacerse concorde con los abusos que se perpetran por doquier! Digamos con nuestro autor, colgadas con pena las cítaras en los sauces del Éufrates, que el canto de la Iglesia

es la total consubstancialidad entre palabra y pneuma, es la dependencia de la andadura musical respecto del sentido exegético que se quiere dar de aquel texto. Los expedientes retóricos, de los cuales se sirve la composición gregoriana, subrayan, por medio del fenómeno sonoro, aquella palabra particular para obtener aquel preciso significado que se inserta en aquel determinado contexto litúrgico.

La verdadera naturaleza del gregoriano es exegética todavía antes que musical: no es un simple pronunciamiento sonoro del texto, sino una explicación, una lectio divina de la Iglesia, es el Verbo hecho carne que se hace sonido. Y la Palabra divina no es colocada en la liturgia, sino que ella misma es liturgia; el canto, en tanto manifestación sonora de la Palabra de Dios, es liturgia. (...) La Iglesia propone el gregoriano porque éste es teofanía, es la epifanía sonora del Verbo. Es Dios que nos habla través de un canto plasmado por el espíritu, es una música que baja de la Jerusalem Celeste sobre la tierra y está en condiciones de infundir el gozo y la esperanza en el corazón.

Nos resultan bien conocidos los conflictos que, muy a menudo, tocan a nuestros celosos animadores litúrgicos. Su "intocable" espacio de acción (lector, cantor, guía de la asamblea, adepto a las ofrendas, etc.) responde a un mísero criterio de "activismo" litúrgico conforme a ópticas más sociológicas que pastorales. Esto es, por otro lado, una lógica consecuencia de la reducción de la liturgia a show, a una puesta en escena teatral: cada actor cumple su propio "rol" y requiere un reconocimiento público. Son el afanoso presbiterocentrismo, de un lado, y el desenfrenado "asamblearismo" litúrgico, del otro, los que comprometieron gravemente la estructura celebrativa: la educación litúrgica del pueblo de Dios devino des-educación sistemática.

¿Es posible que el único objetivo a perseguir sea la mediocridad? Es para la Iglesia el momento de cobrar conciencia de haberse introducido en un callejón sin salida: Aquella que es custodia de la exégesis y de la sagrada Escritura ha hecho apostasía de su música. No depauperemos a la Iglesia de un tesoro tan grande, el de su lex orandi.