viernes, 26 de abril de 2013

BENEDICTO XVI Y EL VATICANO II, SOBRE EL DECORO DEL CULTO

Nunca serán muy deploradas las aberraciones que cunden en el terreno de la liturgia, ni será exagerado afirmar que éstas son el signo más visible de la apostasía en crudo vigor. Vale la pena, entonces, recoger lo más significativo del legado de Benedicto XVI, que tanto bregó en esta materia, para mantener viva la conciencia acerca del culto debido a Dios y las lamentables derivas auto-celebratorias de las misas novus novus ordo, hechas de sentimentalismo y cotillón. Ni será demasiado obvio rectificar a los que, como el brasileño monseñor Armando Bucciol (ver anterior post), remiten el abandono del latín y el gregoriano a los textos dimanados del Concilio Vaticano II, adelantando la reforma litúrgica de Annibale Bugnini en cinco o seis años. Jerarquía como ésta comprueba cuánto la confusión descienda desde lo alto, haciendo a nuestros tiempos testigos de lo inaudito: eso que podría llamarse la "verticalidad del caos".

En fin, pocos podrían hoy alegar aquella sensible convicción del beato cardenal Ildefonso Schuster, para quien la liturgia era el «poema sagrado en el que verdaderamente han puesto mano el Cielo y la tierra». Se refería, sí,  a una liturgia que, merced a un desenvolvimiento orgánico e imperceptible, había permanecido casi inalterada durante mil años hasta ser fijada en Trento, y desde entonces vigente por otros cuatrocientos años.

Ofrecemos, para consuelo y para lección, estos párrafos que el prof. Mattia Rossi publicó hace tres semanas, a propósito de ciertos notorios gestos "pauperizantes" del papa Francisco en relación con su ministerio y con el culto.

El decimoprimer volumen de la Opera omnia de Joseph Ratzinger, aquel sobre la «Teología de la liturgia», refiere en su contracubierta una no tan velada declaración: «en la relación con la liturgia se decide el destino de la fe y de la Iglesia». Estos primeros días de pontificado (o más bien: ¿de episcopado?) del papa Francisco la vuelven tremendamente actual y nos imponen inevitablemente una reflexión sobre la relación entre la pobreza (y no pauperismo) y la liturgia. Una reflexión que -y no lo subestimamos- se da entre una dimensión humana, la pobreza, y aquella divina, la liturgia. Y ya, porque se ha perdido, en estos años de convulsiones postconciliares, la naturaleza exquisitamente divina de la liturgia: un asomarse el Cielo sobre la tierra, la prefiguración terrena de la Jerusalem que, por esto mismo, debe exigir la majestad y la gloria. En la liturgia, actualización incruenta del Sacrificio de Cristo en la cruz, es Dios quien se encuentra con el hombre: ésta no es hecha por el hombre -de lo contrario sería idolatría- sino que es divina, como lo expresa también el Concilio Vaticano II.
En este contexto asume evidentemente una notable importancia también el discurso relativo a los paramentos. Lo ha ya subrayado magistralmente Annalena Benini en sus «Nostalgias benedictinas» en Il Foglio del 23 de marzo pasado: «Benedicto XVI se revestía de símbolos y de tradición mostrando a todos que él no se pertenecía más a sí mismo, ni mucho menos al mundo». Era de Cristo, era el alter Christus que es el sacerdote en la liturgia. Con el paramento él no es más un hombre privado, sino que "prepara" (parare) el lugar a un otro; y ese otro es el Rey del Universo. Empobrecer la majestuosidad del paramento significa, inevitablemente, empobrecer a Cristo. Y es justamente Jesús mismo quien separó el concepto de pobreza personal de aquella de la institución Iglesia. Lo hace en el evangelio de Juan, al aceptar la unción de una mujer de Betania: «María, entonces, habiendo tomado una libra de aceite perfumado de nardo auténtico, asaz precioso, lo derramó sobre los pies de Jesús y los enjugó con sus cabellos, y toda la casa se llenó con el aroma del ungüento. Entonces Judas Iscariote, uno de sus discípulos, que debía luego traicionarlo, dijo: "¿por qué este aceite perfumado no se vendió por trescientos denarios para luego darlos a los pobres?". Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era ladrón y, como llevaba la bolsa, tomaba de lo que metían adentro. Jesús entonces dijo: "déjala hacer, para que lo conserve para el día de mi sepultura. A los pobres, de hecho, los tenéis siempre entre vosotros, pero a mí no me tenéis siempre. Volcando este aceite sobre mi cuerpo lo ha hecho en vista de mi sepultura. En verdad os digo: en todo lugar en el que sea predicado este evangelio, en el mundo entero, será contado también lo que ella ha hecho, para su recuerdo» (Jn. 12, 3-5). Ante todo, Él justifica el culto con aceites costosos (y, atendamos la coincidencia, Juan recuerda que es Judas quien lamenta el desperdicio de dinero que, en cambio, podría haber sido destinado a los pobres) y, sobre todo, emerge el hecho de la existencia de una bolsa común para los Doce.
¿Volvemos a los orígenes? Entonces habrá que volver a los paños de oro y púrpura hallados en la tumba de Pedro. Es evidente, entonces, que, no siendo el pauperismo un rasgo distintivo de la vida cultual de la Iglesia, ésta nos transmite «aquello que ha recibido», para usar una afirmación del Apóstol Pablo (I Cor. 15, 3). Se dice que Pío XII, emblema colectivo de la excelencia litúrgica, dormía sobre tablas de madera desnudas y crudas y seguía dietas modestísimas. Pero en privado. El anclaje litúrgico de la tradición hecha de mucetas, casullas y fanones, es una parcial manifestación de la Jerusalem celeste, de la liturgia de los ángeles, como dice san Gregorio. Una tradición hecha de canto gregoriano, que es encarnación sonora de la palabra de Dios, es garantía de correcta respuesta a la Palabra misma. Una tradición hecha de una lengua sagrada, el latín, inmutable, en la cual cada palabra es ya ella misma teología.
Benedicto XVI, en la escuela de liturgia de sus misas papales, nos ha enseñado magníficamente esto: restablecer el primado de la liturgia, fuente y culmen de la vida de la Iglesia, y el primado de Cristo. «No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí», afirma san Pablo.  El sacerdote, con los paramentos, se "reviste" de Cristo (Gal. 3, 27), del "hombre nuevo" (Ef. 4, 24) para hacerse "por Cristo, con Cristo y en Cristo". El Padre misericordioso, nos ha enseñado Joseph Ratzinger, después de haber abrazado al hijo a su regreso, que es una resurrección espiritual, ordena que vayan a buscar «el mejor vestido» (Lc. 15, 22).
Y esto no es sino la aplicación de aquel Concilio Vaticano II al cual muchos apelan para demostrar la definitiva superación del arte sagrado de la tradición. «Tengan los Ordinarios una vigilancia especial en evitar que los sagrados utensilios o las obras preciosas, que son ornamento de la casa de Dios, resulten enajenados o dispersos» (Sacrosanctum Concilium, 126). Además, la Prescripción general del Misal romano precisa: «en los días más solemnes se pueden usar vestes festivas más preciosas» (n. 346).