martes, 16 de abril de 2013

BOBISMO Y FEÍSMO EN LA REPRESENTACIÓN DE LO SAGRADO



De entre los múltiples estragos que se han colado -y no precisamente por la puerta- en el redil de las ovejas, dos que no encontraremos por cierto elencados entre las epizootias más reconocibles afectan directamente a la percepción que las mismas alcanzan de su Pastor. Y es que el ítem «las formas de la representación» resulta también alcanzado por la doctrina del Señor, tan inagotable ésta en hondura y vastedad como inapelable, como conviene a la verdad. La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará iluminado; si en cambio fuera vicioso («dúplice»), entonces tu cuerpo estará en tinieblas, donde «tu cuerpo» vale, como es casi obvio, por «tu alma».

Ahí están, opuestos y aberrantes, casi en correspondencia plástica con las dos extremas actitudes anímicas de optimismo y pesimismo, de un lado las imágenes que delatan la tontería, la ñoñez; del otro, las que celebran la fealdad. Ambas perversiones -de la vista al alma, en ida y vuelta y mutuo cebarse-, que podríamos llamar expeditivamente «bobismo» y «feísmo», ya se atornillaron bajo nuestras bóvedas, como tantos otros achaques de la modernidad tardía, increíblemente a cubierto del merecido anatema.

Con afirmar tal cosa no descubrimos la pólvora, que ese mérito le cabe, como es sabido, a Colón. Simplemente cantamos el treno que urge entonar en la devastación, sorprendiéndonos ante testimonios que, como el de Claudel, a cien años de distancia y cuando aún no había cundido lo que hoy, era capaz de afirmar que «para quien se atreve a mirarlas, las iglesias modernas tienen el interés y el patetismo de una confesión bien cargada. Su fealdad es la exhibición al exterior de todos nuestros pecados y de todos nuestros defectos: debilidad, indigencia, timidez de la fe, del sentimiento, sequedad del corazón, disgusto por lo sobrenatural, predominio de las convenciones y de las fórmulas, exageración de las prácticas individuales y desordenadas, lujo mundano, avaricia, jactancia, malos modos, fariseísmo, hinchazón».

El bobismo cunde en las «periferias existenciales» de la cristiandad, si es que este último término conlleva todavía alguna actualidad: parroquias de barrio, de pueblo, publicaciones casi pías que hojearán los feligreses en sus casas mientras miran televisión. El feísmo, en cambio, es predileccionado por esa intelligenzia quintacolumnista que trabaja como el cáncer, desde bien adentro. Como si dijéramos: el atrio y las naves serán hollados. ¡Sálvese al menos el tabernáculo!

Por su abrumadora multiplicación, no haría falta aportar ejemplos para graficar el bobismo. Me limito a uno, como homenaje a un caso conocido de cerca: el de una calcomanía entregada, como saludo pascual, a los chicos de una escuela católica de pueblo, en plena pampa gringa. Un intento que podría adscribirse, quizás, a eso que llaman «nueva evangelización».





Sólo le falta la palmera. Y la tabla de wind-surf. De más está aclarar que los muchachos no se sintieron con esto llamados a la conversión, sino a la chacota: se corrían por los pasillos, tratando de pegarse la calcomanía el uno al otro en la espalda. Una chica advirtió, entre risas: mirá si, de refilón, no parece el Che... Dijo lo que vio, sin conocer seguramente esos versos de Juan Luis Gallardo que tan bien encajarían al pie del texto


Detesto esas estampas de tenue colorido
          donde Cristo aparece rubión y relamido.
Sin embargo detesto también aquel cartel
donde el rostro de Cristo recuerda al de Fidel. 

A fuer de veraces, tenemos que decir que si el entonces cardenal Bergoglio promovió, o al menos toleró la difusión del bobismo como Arzobispo y Primado en el Lejano Sur (periferia del orbe y finisterre), ahora, aviado hasta el mismísimo ombligo del mundo otrora cristiano, parece en cambio favorecer el feísmo más desalentador. No otra cosa sugiere la cruz pectoral que viste desde su elección -y desmiéntanos el lector si puede-,



como también la reposición de la férula de Paulo VI, en uso hasta el segundo año del pontificado de Benedicto XVI, y que parece realmente una pica clavada por el enemigo para hacer señal de sus sigilosas conquistas.



Es una especie de manierismo de lo hórrido lo que transmite esta representación monstruosa,  cuya tan irónica como próspera fortuna la quiso empuñada por varios pontífices. Un Cristo sin rostro, de garfios crispados y piernas indecorosamente abiertas. En fin: el mismo regodeo en la contrahechura al que nos tiene acostumbrados el arte moderno en sus momentos de mayor cinismo. Se le podrían aplicar otros versos, esta vez del Arcipreste:

                   En el Apocalipsi Sant Joan Evangelista
                   non vido tal figura, nin de tan mala vista.

No nos sorprenden las opciones que Francisco hace en este terreno, toda vez que supo señalar alguna vez como su obra pictórica preferida la «Crucifixión blanca», de Chagall. Para explicar la admisión de tales engendros, como de tantísimos otros objetos adscriptos al culto en tantas diócesis, la hipótesis del mero mal gusto de los artistas comisionados y de los pastores comisionarios nos resulta demasiado ingenua. Acá se debe hablar de algo más dramático, como de una sutil enfermedad del espíritu que halla su complacencia en corromper el culto mediante guiños, una oblicua y estudiada forma de profanación que, por lo reiterada, ya constituye un síntoma, un "signo de los tiempos".

No formulamos exigencias de esteticista. Bien sabemos que el preciosismo aísla artificialmente a la belleza de la verdad y el bien, y cómo la procesión del ens al pulchrum no se cumple sin las transiciones necesarias. Más bien sería de notar, con tantos y tales ejemplos, cuánto la exploración de la fealdad -«las profundidades de Satán» es expresión escriturística adecuada- sea la actitud más consecuente con la apostasía, secreta o manifiesta que ésta sea. En estos asuntos, se sabe, hay amplio margen opinable, hay gustos y hay escuelas de la más variada sensibilidad que hacen de la imaginería de lo sacro algo como un vergel en el que las formas y los colores, no que los mismo aromas, sean muchos y en apacible convivencia. No estamos en el monocultivo, exigido por la bolsa de cereales. Pero hay una disposición eurítmica que lo gobierna todo, y la fealdad cabe sólo como falla y accidente, y no como premisa y disrupción.

Muy oportunamente, a propósito de la reposición de la llamada «férula de Scorzelli», Francesco Colafemmina reprodujo en su blogue el decreto del Santo Oficio condenando una serie de catorce dibujos del artista belga Albert Servaes representantes una Vía Crucis «transida de un fuerte pathos y una constante deformación de los cuerpos en su expresión de extremo dolor». Así, el 23 de febrero de 1921, los Inquisidores Generales en asuntos de fe y costumbres declararon sin ambages que

Imagines sacras cuiusdam novae scholae pictoricae (se refiere al expresionismo, y en particular a las obras antedichas) prohiberi ipso iure, ideoque statim removendas esse ab Ecclesiis, Oratoriis, etc., in quibus forte expositae inveniantur.

Pero la Iglesia ya no condena, y a esta nueva disposición abierta al mundo le debemos, entre otras bondades, el asalto de nuestros templos por estas oleadas de bobismo y de feísmo listas a sepultar la piedad  bajo una ingente mole de estiércol.



P.S. : Como alternativa a bobismo y feísmo, tertium quid que sería injusto soslayar, debemos mentar el «insignificantismo», es decir, esa corriente pictórica que hace un timbre de honor de la aversión a la figura, como el abstract art. Pero para exponer sobre esta auténtica nimiedad -para la que la política de austeridad inaugurada por Francisco no omitió derogar 2.8 millones de euros en el pabellón del Vaticano en la Bienal de Venecia-, tendríamos que cederle la palabra al cardenal Ravasi, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura.

Ravasi junto a Benedicto, recibiendo lecciones de  arte