viernes, 12 de abril de 2013

UN PAPA PARA EL GUINESS, o bien LA NIVELACIÓN DEL PAPADO

Cumplido ya el primer mes de su elección al trono más alto, el papa Francisco acumula una tal foja de novedades que bien podría hacérselo acreedor a un lugar destacado en el célebre «Libro Guiness». Como un recordman de esos que engullen  sucesivas marcas, o bien como marejada dispuesta a borrar todas las cotas, el nuevo papa se ha hecho un reivindicador de la subtilitas contra todo enojoso reato de honores y exteriorizaciones, tanto que éstos parecen pesar a sus hombros como capa de plomo. El papa venido «del fin del mundo» -según expresión que los malaugurios admiten profética- ostenta (y conste no somos para nada exhaustivos):

- nombre nuevo, no tenido por ninguno de sus predecesores (caso único en los últimos 1100 años, y queda bien exceptuado Juan Pablo I, que adoptó, componiéndolos, los nombres de sus dos inmediatos antecesores);
- omisión del acto de bendecir ya desde su presentación ante el pueblo reunido en la plaza San Pedro el mismo día de su elección (gesto repetido poco después ante los periodistas convocados a la primera audiencia, a los que no bendijo "para no herir la conciencia de los no creyentes allí acreditados");
- adopción de la cruz de hierro en vez del pectoral de oro;
- de zapatos negros y no rojos, como corresponde al consueto uso pontifical;
- de simple talar blanca sin muceta ni estola;
- el definirse reiteradamente a sí mismo como «obispo de Roma», evitando escrupulosamente la denominación más claramente universalizante de Papa o de Sumo Pontífice;
- predicación hecha de pie y sin uso de la mitra;
- celebración del ritual del lavatorio de los pies del Jueves Santo en una penitenciaría de menores, contra la plurisecular costumbre de hacerlo en Letrán, y con expresa contravención de aquella rúbrica del misal que dice que los que reciben tal lavatorio han de ser «varones bautizados» (había en la ocasión dos mujeres, y una musulmana);
- trueque del Palacio Apostólico como lugar de residencia por el albergue Santa Marta;
- el no cantar ni la misa ni el final del Ángelus dominical;
- sustitución del trono papal por un sillón.

Son todos gestos discontinuistas respecto de costumbres ancestrales que afectan al papado, a los que se deben agregar al menos dos que rompen visiblemente con su predecesor:

- la vuelta al altar móvil («altar postizo») en la Capilla Sixtina. Benedicto, celebrando versus absidem, había recobrado el hermoso altar original, en desuso por décadas;
- la readopción de la férula de Paulo VI, luego heredada por Juan Pablo I y II, y puesta a buen recaudo por Benedicto XVI después de llevarla pacientemente durante dos años -con exquisito cuidado de no exteriorizar un gesto que podía interpretarse como "de ruptura" con sus antecesores. Ratzinger, en efecto, sustituyó la espantable férula pergeñada por Scorzelli por aquella que llevaron ininterrumpidamente los pontífices desde Pío Nono hasta el papa Montini, que ordenó su cambio.

Estas dos últimas medidas quieren sugerir lo que no ya no reviste ninguna novedad: que el pontificado Ratzinger fue, en muchos respectos, un interreño en el que la aplicación de las novedades postconciliares encontró una brusca desaceleración. Cuanto al conjunto de las celerísimas "reformas" bergoglianas, no se requiere la lupa para constatarlas: basta sólo con no tener los ojos vendados. Y si es cierto que podrían atribuirse -y es de notar la paradoja, tratándose nada menos que del papa- al designio de un espíritu vulgar, desdeñoso para con todo cuanto señale alguna excelencia, incapaz de comprender el simbolismo que entraña cada uno de los objetos archivados, para explicarlas hay una tesis más inquietante (si cabe) por lo siniestra. Porque es sabido que el plebeyismo fue una nota de distinción del entonces Arzobispo de Buenos Aires, al que se le han conocido traspiés también litúrgicos, y en abundancia, a despecho de aquel comprometedor adagio que reza lex orandi, lex credendi.  Que la liturgia sea signo de alteridad y de divinidad no parece haber convencido bastante a Su Eminencia.


Y es plenamente admisible recurrir a la explicación de la impostura, de la humildad fingida en detrimento de una institución que no se agota en una persona, toda vez que el papa debiera saber que quien se reviste de los paramentos que él desecha no es Bergoglio sino el Vicario de Cristo, cuya dignidad debe ser visible. Es torpísima y falaz la pretensión de volver a este coste a la presunta sencillez evangélica: mutilar la historia, la historia de la Iglesia -tal como se comprobó en las  herejías re-pristinizadoras y pauperistas de la Edad Media- es desconocer el misterio de la Encarnación. Pero nos quedaríamos, con esta explicación, en un examen -por certero que sea- del mero resorte subjetivo de estos desdichados gestos. Lo que más aterra es lo que ya varios autores han señalado, y eminentemente De Mattei en un artículo publicado hace un par de semanas, en el que reseña el programa de la llamada Escuela de Boloña -compartido por no pocas testas curiales, presumiblemente aquellas mismas que elevaron a Bergoglio al solio- consistente en reflotar la condenada tesis del conciliarismo, verdadero peligro para la supervivencia de la Iglesia a la salida del Gran Cisma de los siglos catorce y quince. Según se deduce de Giuseppe Alberigo, uno de los portavoces de esta escuela,

el enemigo de fondo es la idea de la «soberanía pontificia», nacida en la Edad Media, que se encontraría en el origen de la desviación del papado respecto de su espíritu originario. Desde la mitad del 1400, según otro historiador boloñés, Paolo Prodi, se desenvolvió una metamorfosis del papado que tocó a la institución en su conjunto, llevando no sólo a una mutación de las connotaciones institucionales del estado pontificio, transformado en principado temporal, sino también a una reformulación del concepto de soberanía eclesiástica, plasmada sobre la soberanía política (...) El centro del discurso es el pasaje de una visión jurídica de la Iglesia, basada en el criterio de jurisdicción, a una concepción sacramental, basada en la idea de comunión (...) Las relaciones entre el Papa y los obispos, después del Vaticano II, según Dianich, no pueden ya más forjarse por los poderes y la subordinación. El Papa no gobierna a la Iglesia "desde lo alto", sino que la guía en el orden de la comunión.
Su poder de jurisdicción lo recibiría de hecho del sacramento y, bajo el aspecto sacramental, el Papa no es superior a los obispos. Él, antes de ser pastor de la iglesia universal, es obispo de Roma, y el primado que ejercita sobre la iglesia universal no es de gobierno sino de amor, justamente porque, ontológicamente y como obispo, el Papa está en el mismo plano que los otros obispos. Por esto Dianich quisiera atribuir mayor poder al colegio episcopal, atribuyéndole la posibilidad de legislar con autoridad. El Papa debería ejercitar su primado de manera nueva, asociando a su poder órganos deliberativos o consultivos, como conferencias episcopales, sínodos, o en todo caso organismos permanentes, que lo coadyuven en el gobierno de la Iglesia.
Se trataría de un primado de "honor" o de "amor", pero no de gobierno y de jurisdicción de la Iglesia. Estas tesis son, de todos modos y en primer lugar, históricamente falsas. La historia del papado no es, de hecho, la historia de formas históricas distintas y contrastantes entre sí, sino la evolución homogénea de un principio de suprema jurisdicción presente en las palabras de Jesucristo que a san Pedro, y sólo a él, le dijo: Tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia. 
El poder de jurisdicción es, eminentemente, poder de gobierno. El Papa es tal porque gobierna a la Iglesia ejercitando una jurisdicción doctrinal y disciplinaria que no puede delegar: no existe, en los hechos, una diferencia entre el poder de gobierno y su ejercicio, como si se pudiese imaginar la posibilidad de un gobierno cuya característica sea la de no gobernar. La esencia del papado tiene en este sentido características inmutables: es un gobierno absoluto que no puede ser delegado a otros ni totalmente ni en parte (...) Frente al relativismo, ¿la Iglesia tendrá que dejar de lado la infalibilidad para presentarse al mundo débil y renunciataria, o más bien servirse de este carisma, que sólo ella posee, para contraponer su soberanía religiosa y moral a las ruinas de la modernidad? La alternativa es dramática, aunque ineludible. 

Mucho nos tememos que, de los términos de la alternativa, la malhadada inspiración que anima al vertiginoso pontificado «del fin del mundo» escoja el del encogimiento y retracción, cuyo lema podría ser -muy a su manera- el pasaje de Isaías (40, 4): omnis vallis exaltabitur, et omnis mons et collis humiliabitur. Es decir: a imagen de lo que ocurrió en la moderna sociedad civil, el reemplazo de una constitución monárquica y jerárquica a una republicana y deliberativa, para lo que al poder creciente de la Secretaría de Estado y los diversos dicasterios, y a la atomización instada por las conferencias episcopales -datos ya crudamente verificados en los últimos años- se le agregue, ahora sí, la humillación más ostensible del papado. Con lo que el quicio sobre el que gira la garantía de perdurabilidad y unidad de la Iglesia resultaría, finalmente, removido, siendo el propio papa el ejecutor de tal programa.

Resultaría admirable la inteligencia de la estratagema, si no contáramos con la certeza del triunfo definitivo de Cristo y del fin que les está anunciado a aquellos que no quieren que Él reine.