miércoles, 27 de noviembre de 2013

UNA EXHORTACIÓN A DEFECCIONAR

No debía sorprender demasiado el primer texto escrito que Bergoglio remite a consagrados y fieles, excluida la encíclica Lumen fidei, escrita casi íntegramente por su predecesor aunque firmada por Franciscus. Si es cierto que ésta cargaba demasiado las tintas sobre la «doctrina de la experiencia», ya denunciada por San Pío X como propia de la apologética modernista -cuya táctica consiste en emplazar al sentimiento, y ya no a la inteligencia, como motor y nervio de la fe-, la Evangelii gaudium, a séquito de aquellas rancias premisas, ahora remacha el no menos añoso programa de la "evangelización a toda vela", sin contenidos ciertos y sin principio de coherencia pero lleno de bríos febriles, como esas gallinas a las que, después de tronchárseles la testa, corren y aletean todavía unos instantes, los últimos antes de la faena.

Y no es imagen descomedida, que la revolución apunta siempre a la cabeza, como lo ilustra acabadamente su instrumento y símbolo por excelencia: la guillotina. Una Iglesia cuyo rostro cambia a tenor de los tiempos, como quien se probara sucesivas máscaras, supone -toda vez que el rostro mora en la cabeza, y no en los miembros- una Iglesia con su cabeza velada, cuando no trunca. Esto es: una Iglesia sin Cristo, caput Ecclesiae (Ef 5, 23). Malo aserto que se confirma en algunos parágrafos de la Exhortación, cuando trata del papado:
tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable «descentralización» (n. 16),
lo que parece -de paso y junto con la capitis diminutio del Sumo Pontificado- favorecer pretensiones como las de aquellos obispos alemanes que vienen reclamando la comunión para los divorciados en segunda (y no canónica) unión, entre otras afines bravatas. Y aun:
dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado (!). Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle (n. 32).
El sofisma es notorio: la conversión a la que Bergoglio debiera aludir es la suya propia, y no la del papado. Que resulta, de paso, escarnecido en la persona de sus predecesores, implícitamente acusados de no haber ejercido su ministerio en fidelidad «al sentido que Jesucristo quiso darle». A más de hacerse el programa susceptible a la más sonora reductio ad absurdum: aquel que se arroga el inaudito poder de "reducir" el papado es el mismo papa, erigido su pontificado y por propia voluntad en punto de inflexión. La verdad es que a la vista de textos como éste, el fidem servavi del Apóstol -que hubiera debido ser el lema para el ya declinado «Año de la Fe», de la declinante fe- acaba por trocarse en su contrario.

No hemos leído íntegro el documento; no estamos dispuestos a apurar este mal trago hasta las heces. Pero un paseo por el mismo a tranco ligero alcanza y sobra para reconocer, munido hasta la más cruda explicitud, lo mismo que Francisco venía desparramando en homilías, reportajes y demás intervenciones. Para que no se diga que a las palabras se las lleva el viento. Cayo Tito lo estampó: scripta manent. Y Pilatos, de más pertinente memoria: quod scriptum, scriptum. Nada de cambio de rumbo, sino confirmación del emprendido: el texto que Bergoglio entrega viene a ser como un apéndice, no más, de sus boutades habituales. Érase un hombre a una nariz pegado. Y un manual de aplicación del derrumbe consumado.

No faltan, como era de esperar, los neologismos de tenaz regusto plebeyo («la Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan...», n. 24), ni las antítesis forzadas y nunca explicadas, como la de contraponer misionalidad (instada con vehemencia) y proselitismo (desaprobado sin más: «la Iglesia no crece por proselitismo, sino "por atracción"», n. 14). Ídem la recurrentísima invitación a la «creatividad» en la evangelización, contestada ya en sus días por Romano Amerio cuando debió salirle al cruce a la aberrante catequesis post-conciliar, fija en este mismo y falaz principio. Dijo entonces el brillante profesor suizo: «la creatividad es un absurdo metafísico y moral, y cuando no lo fuera, no podría ser el fin de la catequesis, ya que el hombre no puede autofinalizarse: el fin le es dado y él debe sólo aceptarlo».

Párrafo aparte merece la ya conocida crudeza con la que Francisco se dirige a los que parecen sus únicos enemigos, a quienes dedica una efusión de bilis poco reconocible en sus más bien frecuentes e irrestrictas contemporizaciones con quienquiera (n. 95, 96):
el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confian en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado (!). Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario (...) Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las reales necesidades concretas de la historia. Así la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos...
El latiguillo progresista que hace del cuidado por la liturgia, la doctrina y el prestigio de la Iglesia cosas «del pasado», «piezas de museo», tasando como inexorables los nuevos usos al ponerlos en ecuación directa con el devenir temporal (éste sí incontestable), no expresa sino el trasvase de la idolátrica mitología moderna al interior mismo de la Iglesia, y el drama de una sustitución ya consumada. El empirismo auto-exaltatorio que disuelve la fe objetiva en «experiencia», que invierte el orden metafísico por el que el conocer y el obrar siguen al ser, y que postula a la fe como mero «encuentro» pre-racional, afectivo: he aquí (pasadas al papel y membretadas para su pronta y orbital circulación) las máximas que antaño merecieron la más explícita condena de los papas, hoy incorporadas tenebrosamente al magisterio.

Heridos a profusión los oídos, reos en tierra extranjera, ¿invertiremos los sujetos del salmo para pedirles a nuestros captores, los que llevan el timón de la barca de Pedro: «cantadnos un cantar de Sión»?



viernes, 22 de noviembre de 2013

PASTORAL DE LA INANICIÓN

Fue monseñor Brunero Gherardini quien señaló sagazmente que la pastoral adogmática cobijada por el Concilio Vaticano II (pronto e inevitablemente, dadas la premisas, trocada en anti-dogmática) entrañaba un oxímoron o «contradicción en sus términos». Porque pastoral, pastor, son términos dimanados de pascor, «pacer», «alimentarse», siendo el pasto el alimento por excelencia del rebaño. Análogamente, el dogma -y como es ya sabido- constituye la sustancia nutricia de la inteligencia informada por la fe. Por lo que el buen prelado italiano, a la vista de los frutos del Concilio, propuso remitir la tan sobada «pastoral» postconciliar a Pasteur, y hablar ergo de la «pasteurización de la fe» para mejor precisar el contenido de la palabra-talismán socorrida por tanto parlero de mitra. Una pasteurización, digámoslo, tan abusiva, que avanzó una de-sustanciación del «pasto», con la consecuente anemia y endeblez de sus víctimas. Pastoral de la inanición o dieta de hambre, lo mismo da.

Ya lo había dicho Von Hildebrand: «el desconocimiento de la verdadera naturaleza del aspecto pastoral va acompañado de la preponderancia de lo pastoral con relación a lo dogmático. Si debemos pensar que toda alteración de la Revelación de Cristo, escudada en motivos pastorales, es una ofensa a Dios, hemos de pensar también que la pastoral pierde su sentido y su justificación cuando se la coloca más alto que la verdad divina de la Revelación». Y es que ocurre una reversión similar a la que hoy se nota en la enseñanza escolar; esto es: una hipertrofia de los recursos pedagógicos con visible abandono del objeto mismo de la enseñanza. Lo que, comprobado hasta la saciedad en tantos otros aspectos de la realidad humana de nuestro tiempo -que sería largo y digresivo detenernos a especificar-, debe llevarnos a hablar de patología, más aún: de una penosa patología pneumática consistente en el desprecio de los fines a trueque de una morosa indefinida permanencia en los medios o, lo que es lo mismo, de tomar los medios por fines, lo que supone un violentar la realidad.

Éste es el caldo fofo en el que se cuecen los programas pastorales en boga, en una indistinción ya demás flagrante entre Iglesia y mundo. Lo que causa particular escozor si nos volvemos a la doctrina perenne de la Iglesia, que hace pastores de los obispos, y a éstos encargados de ejercer el ministerio de los apóstoles: apacentar a la Iglesia. Es una realidad que ya echaba de menos un Rosmini, al recordar con nostalgia que «en los primeros siglos, la casa del obispo era el seminario de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida santa de su prelado resultaba ser una lección candente, continua, sublime, en la que se aprendía conjuntamente la teoría en sus doctas palabras y la práctica en sus asiduas ocupaciones pastorales. Y así, se veía crecer magníficamente a los jóvenes Atanasios junto a los Alejandros. Junto a los Sixtos, los Lorenzos. Casi cada gran obispo preparaba de entre su gran familia alguien digno de sucederle, un heredero de sus méritos, de su celo, de su sabiduría». ¡Ea, monsignori: esta es la pastoral que reclamamos!

Nos consta a todos que los modos de la sucesión hoy son ¡ay! muy diferentes de aquellos. Queremos decir: la fidelidad al original ya raya en el calco. Tanto, que si pudiera creerse posible la clonación de una sustancia incorpórea, ya tendríamos caso en el que confirmarlo. Porque a monseñor Poli hay que admitirlo el perfecto facsímil espiritual de su predecesor, hoy con jurisdicción en Roma. ¿O no es gesto aprendido en la escuela de Bergoglio esa macanuda invitación a "tomar unos mates" a los imberbes que profanaron la Iglesia de san Ignacio, mientras se insta a la B'nai B'rith a profanar la catedral con una liturgia ecuménica?

Al verlo, nadie podrá suponer que se halla ante un san Ignacio de Antioquía, ni siquiera ante el Cipriano cartaginés que, todavía no maduro para el ulterior martirio, supo huir de las milicias de Decio. Creemos que un estudio fisiognómico de monseñor Poli podría reconocer más bien en él los rasgos de un despachante de aduanas, de un funcionario cualquiera de la administración pública aquejado de un cierto disgusto por las rutinas cotidianas. Pero no a un héroe de la resistencia católica frente a los embates llegados desde los cuatro ángulos.

Se podrá objetar que no es serio vincular a una obra o a un programa con una facha, pero la disposición del alma que delatan ciertos rostros no parece fácil de ignorar. Omitido, en todo caso, el gris sujeto portador de una tal credencial, todo nos lleva a volver al punto en que empezamos: la pastoral, la pastoral.

viernes, 15 de noviembre de 2013

LA CATEDRAL PROFANADA Y UNA VISIÓN DEL PADRE CASTELLANI

LA CATEDRAL DEL PERIODISMO. Los hechos del pasado martes en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires («liturgia de conmemoración» de la llamada Noche de los cristales rotos, entorpecida por cuarenta o cincuenta jóvenes y un sacerdote acudidos a rezar en voz alta el rosario al tiempo en que se pretendía celebrar el peculiar "oficio"), pese a la exigüidad numérica de los protagonistas y a la consabida indiferencia hacia todo cuanto huela a religión, suscitaron tal interés en los medios, que no podrían concitar sino otro y sucesivo interés en los católicos avenidos, como los búhos, a otear en la oscuridad reinante.

Salta a la vista, primero, la perfecta monolítica unanimidad de medios que se supondrían muy dispares (digamos, La Nación y Página 12), contestes todos en flagelar por diestra y por siniestra a jóvenes e incluso niños -convocados sólo a rezar, de rodillas, de cara al presbiterio- con el temible remoquete de "nazis". Era sabido que a los periodistas, paridos todos por la misma perra y amamantados de una misma ubre, el salario de la prostitución les llega puntualmente desde las usinas orbitales de la usura, que no descuidan conceder su parte a los más rapaces políticos, a los pedagogos de la revolución de las conciencias, a los científicos de estirpe prometeica y a otros centinelas solícitos de la civitas Diaboli. Pero acá el celo guardián se les exasperó hasta lo imprevisto, al punto de vérselos en el absurdo de calificar de "asesinos" a pibes que no matan ni una mosca, entre otras hilarantes reivindicaciones instadas por el paisanaje que copó la catedral («Jesús y María eran judíos. Los católicos son nazis»), sin merma de que estaban siendo hospedados por católicos, siquier nominales. Y es que en este clima enrarecido creado por el Tribunal de la Profana Inquisición, donde no haya malevolencia habrá pura demencia, y lo que no responda a cobardía se ajustará a venalidad, a angurria de ascenso, a babeante apego a la prebenda.

Nazis. Causaría sorpresa, si no nos supiéramos rehenes de la sociedad de la tolerancia, el ver aplicado con tanto furor -y empleado incluso como proyectil- un término alusivo a una opción política entre tantas. ¡Caramba! ¿O habrá que comprobar, por enésima vez, que rechazado el dogma religioso se acaba por dogmatizar incluso en el terreno de lo opinable, y que en la sociedad pluralista cabe la proscripción seca y áspera? Ya que el demonio no existe, que exista al menos Hitler. Y para los que buscan la verdad histórica y pongan en duda el relato oficial y amañado de los hechos -como ocurre en el caso de la "Noche de los cristales"- recaiga el más sonoro anatema, cuando no la expeditiva e ilevantable reductio ad hitlerum.

En este contexto cumple soportar, como es de rigor en democracia, la fiscalización agresiva de los necios. Como ese sodomita impenitente que sometió al superior de la FSSPX a una repugnante petición de principios (http://www.radiolared.multimediosamerica.com.ar/empezando_el_dia/noticia/11702), interrogándolo de paso acerca de su posición sobre el nazismo, y osando afirmar con temeridad: «qué lejos que siento que está usted de ese amor (de Cristo)» por el sólo hecho de oponerse a la consumación de una liturgia falsa en el principal templo católico de la Argentina. Inútil resulta aducir ante este tribunal, repentinamente interesado en los asuntos del culto, que no hay posibilidad de una communio in sacris con los infieles; inútil es blandir el Código de Derecho Canónico y traer la Mortalium animos de Pío XI en ristre: ellos cuentan con argumentos emocionales de mayor peso y, sobre todo, con el capital financiero suficiente para imponerlos.

«A veces se tiene la impresión de que nuestra sociedad tiene necesidad de un grupo, por lo menos, al cual no concederle ninguna tolerancia, contra el cual poder tranquilamente arremeter con odio. Y si alguno osa acercárseles, pierde también él el derecho a la tolerancia y puede también él ser tratado con odio, sin temor y sin reservas» (Benedicto XVI, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la remisión de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el Arzobispo Lefebvre, 10 de marzo de 2009). ¡Si lo sabrán los deudos de Priebke, y aquellos curas que le concedieron exequias y cristiana sepultura contra los decretos remozados de Creonte! El relato no admite fisuras, y así como Pearl Harbor lo tramaron los japoneses, la Kristallnacht hay que endilgársela al Tercer Reich, sin discusiones. Y para más, remembrar el inicio della Shoah en el templo mayor del catolicismo con una liturgia interreligiosa que resulta, por definición, profanatoria. Como para que no haya algún malpensado que musite, temeroso de que lo oigan las paredes: «los judíos quieren quedarse también con nuestros templos».


La señora quiso emular, para el fotógrafo, un contraste
similar al que se observa en la pintura del Bosco.





CUESTIÓN DEBATIDA ENTRE CATÓLICOS (queremos decir, entre católicos) es la de la conveniencia o no de esta reacción. El argumento de que el mismo abuso se lleva consumado por cuarto año consecutivo contra la Catedral -y otras muchas veces contra otras iglesias- sin que en las anteriores ocasiones nadie lo impidiera, para extraer de esto una tesitura adversa, supone incurrir en una de esas falacias del género extra dictionem: la medida adoptada no resulta buena o mala por su novedad. Acaso pudo recién ahora organizarse más eficazmente una resistencia, o quizás -¿por qué no?- quienes la emprendieron recién ahora sienten su paciencia colmada y la necesidad de intervenir. En fin: no es serio traer este tipo de argumentos, que acaban invariablemente por juzgar las intenciones -lo único que no se puede juzgar.

Otros recuerdan la actitud de ciertos cristianos en tiempos del imperio romano, que derribaban ídolos públicamente para atraer sobre sí la persecución. La Iglesia los condenó con justicia: no es lícito provocar el martirio, que en todo caso es una gracia que Dios concede no habitualmente ni a los cobardes ni a los temerarios. En la novela de R. H. Benson, Señor del mundo, una acción de este género (la voladura de la catedral sacrílega de Félsenburgh a manos de un comando de cristianos hartos de tanto circo blasfemo) es la que provoca el posterior bombardeo y destrucción de Roma y el encarnizamiento de la persecución anticatólica. Pero el caso que nos ocupa no es el de una acción ofensiva contra un templo o imagen paganos, sino la defensa de la Catedral y el desagravio de la Real Presencia en el sagrario.

Ni puede juzgarse la iniciativa por sus efectos. Es cierto que la profanación se consumó de todos modos, pero, ¿acaso Dios nos pide la victoria, o más bien el combatir honrosamente? En las manos de quienes a la sazón intervinieron no estaba mucho más que entorpecer o demorar la consumación de un agravio, y dar testimonio visible de un malestar que la Jerarquía de la Iglesia no puede desconocer.

Se ha llegado, muy posiblemente, a la hora de la división de aguas. El cisma no lo promueven quienes desobedecen a sus superiores, sino aquellos que -aun viviendo del altar y ejerciendo altos cargos en la Iglesia- rechazan la doctrina inmutable y por todos conocida. ¿Podrán los católicos fieles permanecer indiferentes ante las tropelías que, con renovado furor y ya sin embozo, preparan los enemigos intramuros?¿Pueden rechazarse acremente acciones quizás desesperadas, pero atentas a confirmar en la Iglesia el decoro que se pretende hacerle perder?

Liturgia de monseñor Poli, con rabinos y pastoras a sus flancos


LA CLAVE DE ESTE INOPINADO INTERÉS DE TANTOS A-CATÓLICOS por lo que ocurrió en estas circunstancias es la misma que explica el auge de Francisco, aclamado por aquellos a quienes hasta ayer nomás se les importaba un ardite del Papa y de la Iglesia. Deseosos de una "apertura" de la Iglesia según sus gustos, les ha repugnado de ésta lo que todavía conservaba de obediencia obsequiosa al Legislador celestial, y después de juzgarla lejana y desdeñosa de los hombres, ellos, los desdeñosos, por un inexplicable giro de la fortuna, se han visto repentinamente halagados con la idea de ingresar a su privilegiado cerco sin deponer el orgullo -condición primerísima para tal tránsito. En el fondo ansiaban entrar al redil que rechazaban, pero no para rendirse ante el Omnipotente sino para cumplir el oficio de jabalíes en la viña. El veneno de la democracia (que no es un mero régimen político, sino una cosmovisión y un estilo de vida), tenazmente inoculado, les hizo creer que esta pertenencia era un derecho que no se les podía negar.

La herejía judeo-cristiana, síntesis imposible y sustituto vil de la conversión de los judíos (que debemos ansiar con caridad ardiente, según las promesas que a ésta asocia san Pablo en su Epístola a los Romanos), es una modalidad de las más significativas de este rechazo de los designios y de la ley de Dios, a la vez que una eficaz impulsora de ulteriores desvaríos religiosos. Trazando una semblanza del entonces cardenal Bergoglio, Antonio Caponnetto supo exponer en La Iglesia traicionada cómo esta laya de pastores mercenarios no quieren sino «exhibirse impúdicamente ante la sociedad no como maestros de la Verdad, crucificados por ella, sino como garantes del pensamiento único, tramado en las logias y en las sinagogas». Ellos, que fingen excusar las irreductibles distancias que nos separan de los judíos, viven para extender «las más innecesarias majaderías y adulaciones a los deicidas, empezando por la más grave de todas, cual es precisamente la de exculparlos del crimen de deicidio, renunciando a su conversión».

Esta intentona sombría por amalgamar Evangelio y Talmud, denunciada hace treinta años por Carlos Disandro en La herejía judeo-cristiana, supone por fuerza «la eliminación de la teología trinitaria, teándrica (...) para disolverla en un monoteísmo semítico». Contra esta impostura flagrante, bien hace el autor en señalar como «más sabia la disyunción, verdadera y más auténtica según la perspectiva de san Ignacio de Antioquía. Esa disyunción significa que el "judaísmo" debe retornar al hebraísmo, es decir a la filiación abrahámica, y por aquí a un nuevo encuentro con Melquisedec, desde cuya perspectiva quizás se pueda entender el misterio de su conversión. En cambio el cristianismo no debe retroceder a nada, porque se funda no sólo ni principalmente en revelaciones doctrinales o místicas, sino en realidades nuevas, que han irrumpido en el cosmos y en la historia, y han relegado definitivamente la contextura del monoteísmo hebraico a un pasado perimido. Y así lo dice también en su estilo san Ignacio de Antioquía: absurdum est Jesu Christum sonare lingua, et habere in mente abolitum judaismum». Y en otro lugar el mismo santo: christinianismus non in judaismum credidit, sed judaismus in christianismum.



LA VISIÓN DE CASTELLANI.    Los lectores del p. Leonardo Castellani, pocos pero fieles, recordarán el cuadro fantasmagórico que éste traza en Su majestad Dulcinea, novela acabada de escribir en 1956 y cuyo trago urge apurar en nuestros días. Allí se nos habla de la rebelión de los viejo-cristianos, cristóbales o cristeros (como sus homónimos y antecesores mexicanos) contra un gobierno civil impío y una jerarquía eclesiástica rendida al servicio de aquél. Son los tiempos inmediatamente pre-parusíacos, en los que una ley abyecta e inicua emanada por el poder civil (imposición de una «marka» con implícita connotación apostática) motiva una respuesta armada aunque desesperada, sin la menor expectativa de éxito, por parte de este «pequeño rebaño» finistemporal.
Dulcinea Argentina, por Mariano Gabriel Pérez

También los cristóbales reciben maliciosamente el mote de "nazis" de parte de los principales diarios: EL TÁBANO, órgano del Partido Comunista Cristiano, LA FAROLA, órgano de la Masonería Escocesa-Argentina y LA TRIBUNA DE DOCTRINA, órgano del Movimiento Vital Católico. Así, el editorialista de este último «ponía seriamente en guardia al mundo entero "enfrente" de los peligros aún existentes de la infiltración nazi. Era poco cuerdo "banalizar" ese peligro (...) El nazismo sólo podía ser extirpado de raíz con medidas de máximo rigor de parte del Gobierno y con la vuelta a los principios de la civilización cristiana, como tantas veces lo "hubiera" dicho el ilustradísimo Capellán del Virreinato -no a los aforismos adventicios madurados por un clero fanático y rebelde, sino por la verdadera doctrina de Jesús de Nazaret, compendiada en estas tres palabras: Dulzura, Democracia y Prosperidad; y encarnadas en forma tan espléndida en el Movimiento Vital Católico, que unía en lazo de fraternidad a todo el Nuevo Continente, cuna de la paz del mundo».

Son tiempos aciagos, de cisma explícito, con dos papas: el falso, residente en Roma, que adoptó tras su elección un nombre que no había tenido ninguno de sus predecesores (Cecilio I) y el legitimo, León XIV, residente en secreto en Jerusalén, sañudamente perseguidos él y los suyos por la policía de un régimen de alcance mundial. El sermón de uno de estos últimos, el Cura Loco, da cuenta clara del estado de las cosas:

A la manera que la Iglesia dice: extra Ecclesiam nulla salus, ahora esta Contra-Iglesia, o mejor dicho Pseudo-Iglesia proclama: fuera de la "democracia" no hay salvación. A los que no admitimos esta sublimación ilegítima de un sistema político en dogma religioso, nos llaman peralistas o nazis o cristóbales. El ser “nazi” corresponde a una nueva categoría de crimen, peor que el robo, el asesinato, el adulterio y cualquier delito común; no de balde a la policía que lo persigue llaman Sección Especial. En realidad, corresponde al delito que en otro tiempo se llamó “herejía”; por eso dije que este “liberalismo” triunfante ahora es una cosa religiosa: es una religión falsa, peor que el mahometismo. (...) Se ha inventado y puesto en acción contra nosotros una Inquisición mucho peor que la antigua, “diametralmente” peor —como sería por ejemplo la inversión sexual con respecto a la simple lujuria—. Se está repitiendo lo que pasó en Inglaterra en los siglos XVII y XVIII con la palabra “papista”, y con los que ella designaba, que eran los cristianos mejores, que fueron extirpados limpios del país en forma total: con la diferencia que ahora el proceso es mundial, y se esconde detrás de una hipocresía mucho más adelantada. ¡Nos matan en nombre de la libertad y en nombre de Cristo!

Toda esta persecución se hace en nombre del Cristianismo, del cual se han conservado los nombres vaciados y los ritos falsificados, llegándose hasta el fingir una adhesión zalamera y enteramente inefectiva al Sumo Pontífice de Roma. Se mantiene el aparato burocrático de las Curias y aún se fomenta su hipertrofia, pero todas las asisas sobre que el Cristianismo romano se asienta… como la independencia de la familia y la propiedad privada, la justicia social, el principio de legitimidad de los gobiernos, el control sobre los gobernantes, la decencia pública, la convivencia caritativa… la Ley en fin… todo eso ha sido aniquilado, de sobra lo sabéis, lo habéis sufrido en carne propia… haciendo al mismo tiempo mucho ruido con todas esas palabras. Se favorece al clero menos digno, en una diabólica selección al revés, y de hecho se ha creado un cisma en él, con el sencillísimo arbitrio de dar las sillas episcopales, no a los más dignos, que son los más doctos… no a los más inteligentes y espirituales, sino a los más políticos y puerilmente “piadosos”. Pero ¿a qué seguir? Todos lo conocéis por haberlo sufrido, mejor que yo. La adoración de Dios está siendo sustituída imperceptiblemente por la adoración del Hombre; y eso sin suprimir a Cristo, sino reduciéndolo súbdolamente a hombre. El misterio de iniquidad, que consiste en la inversión monstruosa del movimiento adoratorio de hacia el Creador en hacia la Creatura se ha verificado del modo más completo posible, sin suprimir uno solo de los dogmas cristianos, como la Virgen Madre, el Santísimo Sacramento, el Crucificado, solamente con convertirlos en “mitos”, es decir, en símbolos de lo divino que ES lo humano.

En este marco de adulteración nauseante del cristianismo, una Jerarquía cómoda y obesa se reunía cierta vez en la sede de la Curia local -justamente la actual catedral de Buenos Aires- para tratar las medidas a adoptar contra el Cura Loco, «enemigo número uno del país» y del episcopado. Entonces los monseñores Panchampla, Papávero y Fleurette debieron contemplar, azorados, cómo el rostro del cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que adornaba la Sala Capitular, «regalado a la Curia por la Santería General Consolidada Satanowski and Co.» se mudaba imprevistamente en «el rostro humoroso del Cura Loco, anguloso y ojizarco», que venía a perpetrar allí escondido -y a expensas de una pequeña bomba atómica de fabricación casera con que contaban los cristóbales- uno de sus temibles atentados justicieros. Sobre el finiquito de lo que había sido la Catedral porteña, profanada de continuo por la presencia y por los actos de estos clérigos cuya sola existencia resultaba una odiosa infamia contra el sacramento del Orden, Castellani supo escribir estos párrafos, dignos de su genial fantasía y de su humor:

Catedral de Buenos Aires, hoy,
antes de que se cumplan
 los hechos narrados por Castellani
La casa comenzó a deshacerse como un helado. Este fue el primero bien observado de los fenómenos de disocie de la materia que convulsionaron la Argentina y pusieron un momento de rodillas a su legítimo gobierno ante los cristóbales. El testimonio de los canónigos fue el primero que publicaron los diarios, tal y como los tomó la Federal (...)

Lo que vio el Vicario Fleurette fue lo siguiente: las paredes se iluminaron de golpe por dentro de un lívido fulgor fosforescente, a conjuros de un extraño silbido "como el escape de vapor de una caldera". Todos los colores se disiparon y los muros se pusieron blanco lechosos. El material se iba poniendo poroso, como algodón o piedra pómez, la piedra se desvanecía y se iba venciendo lentamente sobre los consternados eclesiásticos, con una lentitud mortal, con una pachorra de siglos, con una especie de siniestra premeditación; pero parecía más liviana que la nieve, más irreal que el humo. Cuando el polvo impalpable llegó hasta sus cabezas, no vieron nada más; pero el tacto de los manoteos desesperados no hallaba resistencia, parecia nadar en crema chantilly. Sus gritos desesperados no sonaban. Cuando dos horas después los sacaron, estaban afónicos; y si embargo, nadie los había sentido. Salieron de un médano de polvo blanco, impalpable e impóndero de ocho metros de alto por media cuadra de base por lo menos -que era lo que había devenido en pocos instantes, por obra de la energía atómica (o el demonio, mejor dicho) el soberbio rascacielos de mármol de la Curia Metropolitana, construido magnánimamente a expensas del Superior Gobierno de la Nación, que ocupara el lugar de la antigua Catedral de Rivadavia, sobre la Plaza Roosevelt, antigua Plaza de Mayo.



martes, 12 de noviembre de 2013

NEWMAN Y LAS «TRES EDADES» DE LA IGLESIA

Así como el de la «conciencia» (casi un tópico, una preferencia de los abusadores de la reflexión teológica de nuestros días), éste del desenvolvimiento histórico de la Iglesia, discernible en «edades», fue uno de los hierros candentes que Newman no se abstuvo de aferrar. Y supo salir ileso de la prueba aquel que pudo con justicia jactarse, al recibir el biglietto por el que era creado cardenal, de haber «durante treinta, cuarenta, cincuenta años (...) resistido con lo mejor de mis fuerzas al espíritu del liberalismo en religión».

El suyo había sido el siglo de Lamennais, que no por nada Daudet motejara como «el siglo estúpido». Alborozo o alboroto de que se trate (porque las tesis progresistas se formulan tapando con ruido de palabras las evidencias que les son contrarias, en una especie de vocinglero optimismo), Newman supo rechazar esa tentación de sustituir la fe en la resolución meta-histórica de la Historia (Parousía) por su parodia cruel -y su negación, en suma-. como es la de la evolución inexorable de la historia en el sentido del bien y por sus puras virtualidades.

Abundan, a Dios gracias, las rectificaciones del desafuero evolucionista. En nuestra lengua y en temprana hora supo salirle al cruce el padre Juan G. Arintero o.p., mostrando que una correcta idea cristiana de «progreso» debe reflejar ese deseo paulino (Ef. 4,13) de «que todos lleguemos a la unidad de la fe y al conocimiento completo del Hijo de Dios, y a constituir el estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo». Tal la feliz analogía entre el progreso espiritual del cristiano y el de la Iglesia, que
el progreso místico es el único y verdadero progreso integral, el único en que la naturaleza logra realmente adquirir la plenitud de sus perfecciones, a la vez que con esplendores divinos se realza. Es un continuo incremento de vida y de energías en que, creciendo en todo según el verdadero Ejemplar, podemos llegar a la medida del Varón perfecto. Con este progreso se explican todos los que puede haber en la Iglesia, sin peligro de incurrir en esas aberraciones modernas que tratan de reducirlos a otras tantas series de contradicciones y destrucciones, pues todo progreso real es la creciente manifestación de algún aspecto de la vida cristiana, que siempre crece y nunca se destruye o desmiente (La evolución mística, B.A.C., Madrid, 1968, 2ª ed.).

Esa certeza es la que se nos ofrece como antídoto contra la infestación de hegelianismo que sufre hoy la Iglesia, tanto más inaudita cuanto que su guarda se ha confiado a sus más sañudos dilapidadores. Que a éstos les responda Newman, sobre quien ofrecemos, para mayor esclarecimiento, un excelente artículo aparecido días atrás bajo el título de «El jesuita como problema» en el blogue italiano Vigiliae Alexandrinae, sin mención de autor.

Beato cardenal J. H. Newman
En el comienzo de The mission of St. Benedict, el beato cardenal Newman, siguiendo probablemente una indicación tomada de Auguste Compte, considera evolutivamente las apariciones de san Benito, santo Domingo y san Ignacio de Loyola:
«Digamos que san Benito recibió la formación intelectual antigua, santo Domingo la  medieval y san Ignacio la moderna... Paso entonces a contraponer entre sí a estos grandes maestros del pensamiento cristiano. A san Benito entonces, a este gran santo dejadme asignarle, como marca distintiva, el elemento de la poesía; a santo Domingo el elemento de la ciencia, y a san Ignacio el práctico. Estas características, que pertenecen respectivamente a las escuelas de los tres grandes maestros, brotan de las circunstancias en las que ellos asumieron sus respectivas obras. Benito, a quien es confiada su misión cuando era casi un muchacho, le infundió la simplicidad romántica de la juventud. Domingo, un hombre de cuarenta y cinco años laureado en teología, cura y canónico, llevó a la religión la madurez y la plenitud que había adquirido en las escuelas. Ignacio, hombre de mundo antes de la conversión, dejó en herencia a sus discípulos aquel conocimiento de la humanidad que no puede ser adquirido en los claustros. Y así los tres distintos órdenes dieron nacimiento, por decirlo así, a la poesía, a la ciencia y al sentido práctico».
Newman, que dedica todo el ensayo a explicar qué deba entenderse por la "poesía" de los monjes benedictinos (la oración, la liturgia y una vida ordenada y, en este sentido, poética), y que individualiza en la metafísica la "ciencia" medieval de los hijos de santo Domingo, se detiene en el carácter específico del "sentido práctico" de los jesuitas, definiéndolo una "prudencia":
«La palma de la prudencia religiosa, en el sentido completo que esta palabra tiene en Aristóteles, corresponde a la casa religiosa de la que san Ignacio es fundador. Aquella gran orden es la clásica fuente..., la escuela, el modelo de discernimiento, de sentido práctico, de gobierno sabio. Concepciones más sublimes  o más profundas especulaciones pueden haber sido creadas o elaboradas en otros lugares; pero, sea que consideremos a la ilustre Compañía en su constitución, o bien en las reglas de instrucción o de dirección, vemos que su peculiaridad consiste en el preferir esta excelentísima prudencia a cualquier otro don, y en preocuparse poco de la poesía y de la ciencia, a no ser que le resulten útiles».
El positivismo de una visión en la que poesía, ciencia y prudencia se suceden como expresiones de tres distintas épocas -antigua, media y moderna- es corregido pronto por Newman, que, recurriendo al concepto mismo de Tradición, observa oportunamente: 
«Es cierto que la historia, a través de estos tres santos, en cierta manera se presenta según la línea predicada por la teoría que cité; de la poesía pasa, a través de la ciencia, al sentido práctico, es decir, a la prudencia; sin embargo y al mismo tiempo, se debe retener mentalmente aquella importante cláusula condicional que la Iglesia nunca dejó perder cuando acometió algún cambio. Nunca ha añorado el pasado, ni lo ha odiado nunca. En vez de pasar de un estadio de la vida a otro, ha llevado consigo hasta su período reciente la propia juventud y la propia media edad. Nunca mudó las propiedades que le son propias, sino que las acumuló, y de su arcón extrajo cosas nuevas y antiguas, según la ocasión. No perdió a Benito al encontrar a Domingo, y tiene todavía consigo a Benito y a Domingo, aunque se haya hecho la madre de Ignacio. Imaginación, ciencia, prudencia, son todas buenas, y ella todas las posee. Aspectos incompatibles por naturaleza, coexisten en ella; su prosa es por un lado poética, por el otro, filosófica».
Se quiere aquí decir que en la Iglesia cualquier momento -inteligencia de las imágenes litúrgicas, definición filosófica y teológica y sentido práctico- entra con los otros en una tal tensión que sin los otros resultaría imperfecto y apócrifo. Bien vistas las cosas, es justamente en el olvido positivista de esta contextualidad y en la propensión a creer que en la prudencia (hoy se dice "pastoralidad") se realiza el sentido histórico del catolicismo romano, reside la impresionante contribución del jesuitismo novecentista a la actual crisis modernista de la Iglesia católica.
Una prudencia sin "poesía" y sin "ciencia" explica a la par el evolucionismo de Marie-Joseph Pierre Teilhard de Chardin s.j., del que la Gaudium et Spes fue una gran continuación; la exégesis histórica del cardenal Bea s.j.; la doctrina de la "corrupción" de Josef Jungmann s.j., en la cual confluyen arqueologismo, simplificación y pastoralidad, es decir, todos los presupuestos teóricos de la reforma litúrgica (consúltese sobre otros particulares el análisis de dom Alcuin Reid, o.s.b., Lo sviluppo organico della liturgia, Siena, 2013); el "giro antropológico" de Karl Rahner s.j.; la agresión disolvente del derecho natural y la moral del caso concreto de Joseph Fuchs s.j., que son la inmediata consecuencia de aquel "giro"; la funesta pastoral ambrosiana y las "zonas de sombra" del cardenal Martini s.j; las extrañas divagaciones de los jesuitas de San Fidel en Milán (sobre lo cual volveremos); y de alguna manera también el mismo nominalismo de Jorge Mario Bergoglio s.j. 
Por otro lado, en la escandalosa respuesta a Scalfari sobre la autonomía de la conciencia, Francisco no hizo más que citar, casi a la letra, un teólogo jesuita "in gamba": 
«Aquel que sigue la propia conciencia, sea que afirme ser cristiano o no cristiano, sea que afirme ser ateo o creyente, un tal individuo es acepto y aceptado por Dios y puede alcanzar aquella vida eterna que en nuestra fe cristiana nosotros confesamos como fin de todos los hombres. En otras palabras: la gracia y la justificación, la unión y la comunión con Dios, la posibilidad de alcanzar la vida eterna, todo esto solamente encuentra un obstáculo en la mala conciencia de un hombre» (Karl Rahner, El esfuerzo de creer).


[Nota: coincidencias como esta última, en nada casuales, podrá encontrar seguramente quien indague en las ocurrencias de Francisco a la luz de la "genealogía" (post-) jesuítica arriba propuesta. Sin ánimo de extendernos más, hemos hallado al azar una del extinto cardenal Martini, mentor de Bergoglio en el cónclave que consagró a Benedicto XVI, quien no tuvo empacho en afirmar, en un libro publicado en vísperas de su muerte, que «la historia nos señala cómo la Iglesia, en su conjunto, no ha estado jamás tan floreciente como lo está ahora» (Il comune sentire, Rizzoli, Milano, 2011). Francisco dijo lo mismo hace poco, de lo que ya dimos cuenta (ver aquí).

Conocemos cuál es el carácter de este optimismo. Encarna por lo común en sujetos que, después de haber proscrito sin pausa y sin misericordia a cuantos pudieran estorbar sus planes, se encuentran en soledad encaramados allí donde su estrategia los condujo. Ahora sí, secretamente satisfechos, pueden tronar contra el ajeno carrerismo y decorar el statu quo resultante, convictos de que "las cosas nunca estuvieron mejor"]

miércoles, 6 de noviembre de 2013

LA DERIVA GNÓSTICA DE LA IGLESIA

Está visto que esto de la apostasía ya parece un safari descomedido, en el que la rapacidad de los demonios no se sacia de sumar piezas de caza. «Caerán mil a tu izquierda; a tu diestra, otros diez mil». Como en el cuento en el que, junto a ciervos y rinocerontes, yacía vasta cantidad de aminobuanas (negritos que clamaban ante el arcabuz: "¡a mí no, bwana!"), así ahora se ensaya un sondeo de opinión previo al anunciado sínodo sobre la familia, en el que se invita hasta a los feligreses de la última parroquia rural a expedirse, verbigracia, sobre «cómo habría que comportarse pastoralmente, en el caso de uniones de personas del mismo sexo que hayan adoptado niños, en vista de la transmisión de la fe», entre otras sinuosas o insinuantes preguntas, que recuerdan a aquella con que la serpiente inició el diálogo con nuestros primeros padres. Que aunque no fueran tan maliciosas, fueran ociosas: ¿habrá que pedirles a los gobernandos cómo gobernarlos? Al paisano ocupado en tusar al zaino, maniáu bien cortito en el palenque, le sonsacarían -si mucho- respuestas del tenor de "a mí no, a mí no me me vengan con esas cuistiones". Que cuando las cuestiones son de tal bulto... vae homini illi, per quem scandalum venit!

Pero esto ya no es un alarde de destreza y buena puntería en el cazar: es un puro bombardeo, una carga micidial. Vienen al caso las palabras del hondureño cardenal Maradiaga, del grupo de ocho consejeros que el Papa nombró para la reforma de la Curia, que afirmó que «Jesús era laico», que el Concilio Vaticano II significó «el fin de las hostilidades entre la Iglesia y el modernismo» y que «ni el mundo es el reino del mal y el pecado, ni la Iglesia es el único refugio del bien y la virtud». Y las del australiano cardenal Pell, otro brazo del fatídico octopus, al catequizar que los primeros capítulos del Génesis son pura mitología. Y para que la cosa no se reduzca sólo a febriles enunciados verbales, ahí está la nueva y espantosa férula de Francisco, presentada por su propio artífice declarando que «la imagen de Cristo -que desde la cruz seca y torcida, finalmente vaciada de sentido (!!!), se desvincula, se suelta lentamente- es tensión hacia la luz, liberación de una energía comprimida, intento de volar». Fraseología horripilante en la que ya no se reconoce la menor inspiración católica y sí las naderías de rigor en el gremio de los "artistas", invitados en tropel a profanar a gusto inter vestibulum et altare.

Nueva y pavorosa junta de deconstruccionismo iconográfico y mal gusto  


Ante una andanada tan sin respiro se alcanza un punto de saturación tal que las facultades mentales, espoleadas por el detalle y la anécdota escabrosos, por las imaginarias hipótesis de cómo se pudo llegar a esto, hurgando en la bruma de los despachos y las intrigas, del tráfico de influencias y de los pactos más ominosos, en la esfera -al fin- de la oscura política eclesial ("la mística devenida política" o el abuso de la religión, que diría Castellani), la mente, decimos, busca anhelosa una explicación ya no material sino formal del mirífico desmadre. Y la encuentra en una constatación que, como todas las más atinadas, supone algo de obvio, pero digno de recordarse.

La Iglesia ha sido gangrenada en todo su cuerpo por el mismo enemigo que viene acechando su calcañar desde antiguo, y que -bajo las más diversas denominaciones y con los más varios matices- constituye su antagonista en las sombras, clandestino por definición: el gnosticismo. Ambas, la gnóstica-cabalista y la cristiana, corresponden a dos opuestas actitudes ante la existencia y sus cuestiones fundamentales (a las que hacen corresponder opuestas afirmaciones), tanto que podemos reconocerlas quizás arquetípicamente en Caín y Abel, y luego en Israel y sus pueblos colindantes. Son las dos ciudades de que habla Agustín, dramáticamente irreductibles aunque vecinas en el escenario de este mundo.

Unos reconocen a la realidad como sacramento, esto es, como vestigio de la libre, omnipotente y amorosa actividad creadora de Dios, y se aprestan a rendir un asentimiento obsequioso a los datos exteriores a su conciencia. La fe comporta una actitud realista en lo fundamental, toda vez que el objeto al que se orienta es «Aquel que Es», y no el propio universo mental del sujeto. La adaecuatio, como disposición del cognoscente, constituye algo así como una premisa o pródromo de la fe, que no puede desdeñar su respectivo depositum sino a condición de morir. La otra actitud, tan contrapuesta a ésta como a menudo obstinada en mimetizarse con ella y en apoderarse de sus símbolos con el fin de aniquilarla, es la que origina la perversión gnóstica, de la que el modernismo -ese conjunto asistemático de tesis exaltatorias de la religión como "experiencia" y de la fe no como asentimiento, sino como sentimiento- es una de las manifestaciones más tardías. La gnosis, que en tanto «conocimiento» se propone como una «ciencia experimental del bien y del mal» (conforme a la oferta de Satanás en el Edén), no puede sino proponer una metafísica falaz.

La oposición que el gnosticismo y sus variantes le mueven a la doctrina católica se da, así, en el más primario de los niveles, el de la aprehensión misma de la realidad, pero de una aprehensión instada por una voluntad contraria al orden y al logos. Los politeísmos antiguos, los animismos, el culto de los astros y de las piedras (aun cuando la responsabilidad de sus iniciados pueda atenuarse por ignorancia invencible) son todas formas de esta corrupción inicial, que consiste -ante la aporía del mal que aflige a la Creación- en negar la unicidad del principio de todos los seres. Y la multiplicidad de principios se resuelve de modo irresistible en el dualismo, como éste acaba en consecuencia en el culto unívoco de uno de los dos principios reconocidos tácita o explícitamente como tales: el demonio. No por nada desde el siglo XIII comenzó a leerse el prólogo del Cuarto Evangelio al final de la Misa: la afirmación solemne y repetida cada vez de que uno es el principio, el Logos, «que estaba con Dios y era Dios desde el principio», debió ser el más eficaz antídoto contra la perenne tentación maniquea, poderosamente activa en aquellos años.

En sus Instituciones litúrgicas, Dom Guéranger señala acabadamente ciertas constantes heréticas que atraviesan casi toda la historia de la Iglesia hasta culminar en la ruptura protestante, adscritas todas a una común inspiración gnóstica. Así Vigilancio, en el siglo IV y pretextando una reconversión a los orígenes, se manifestaba contrario a la solemnidad del culto y al celibato de los sacerdotes. Los paulicianos de Armenia (s. IX), origen remoto de lo que luego serían las pestes cátara y albigense, manifestaban aversión a la representación iconográfica de la Cruz y negaban -como antes lo habían hecho los monofisitas- la humanidad de Jesucristo, lo que conllevaba entre otras cosas al rechazo del sacrificio redentor, de la Santa Eucaristía y del culto de María. Finalmente Lutero supo atacar la Tradición por la remisión a la sola Scriptura, por la supresión de los elementos del misterio en la liturgia, expurgada de todas las fórmulas que la Iglesia había elaborado a lo largo de los siglos, por el rechazo de las mediaciones entre Dios y el sujeto fiel, y por la abolición de la lengua latina y la reducción del ministerio sagrado a mero accidente, hasta confundir laicado y sacerdocio en una misma entidad indiferenciada.

Arqueologismo litúrgico con mujeres concelebrantes,
o bien Novus Horror Missae
Es notable cómo todos estos tics heréticos reaparecen, ante ojos ya incapaces de reconocerlos como tales, en todo el orbe católico. Al punto de que -a falta del  siempre arduo examen de las doctrinas bogantes, que pocos pueden tomar a su cargo- ni siquiera la manifiesta fealdad y anomalía del mensaje visual, Biblia pauperorum, alcanza para alertar a clérigos y fieles de lo dramático del giro operado. Adaptados mansamente a la deconstrucción iconográfica, con crucifijos a los que se hace expresar otra cosa que la que siempre manifestó la Cruz, con altares reducidos a simples mesas, la Iglesia, por una deliberada sustitución de sus símbolos, termina por sufrir una "mutación genética" irreversible. Y conste que no nos extendemos a la doctrina, en lo que habría tantísima ruina que revistar. De nada vale aducir que la Iglesia, en tanto artículo de fe, no se circunscribe por completo a las manifestaciones que señalan su devenir histórico, orientada como lo está a la gloria ultraterrena y habiendo conocido, de hecho, no una fijeza marmórea sino un desarrollo orgánico, al modo del grano de mostaza. Esto es incuestionable, pero ampararse en esta evidencia para acabar subordinando la fidelidad -la fe- a un titánico afán creativo, eso es francamente perverso. E indisimulable muestra de una desolada voluntad de poder. La acuciosa reforma de la Iglesia supone, como la palabra misma lo indica, un «devolverle a Ésta la forma», no anulársela.

«Algunos obispos y prelados junto con sus asistentes se han elevado a sí mismos a anti-Iglesia en el interior mismo de la Iglesia. Ellos no desean abandonar la Iglesia, no quieren separarse. No admiten estar quebrantando la unidad de la Iglesia. No entienden obliterar a la Iglesia, sino cambiarla en base a sus planes, y para sus cabezas resulta al día de hoy banal que sus planes sean inconciliables con el plan de Dios revelado (...) Ellos están convencidos de poder reconciliar a la Iglesia y a sus enemigos a través de un "compromiso decente", de ser los únicos que comprenden qué es lo que está ocurriendo, y de ser los únicos que pueden asegurar el éxito de la Iglesia de Cristo configurándola con aquella de los líderes del mundo» (Malachi Martin, The Keys of this Blood, 1990). La pesadilla gnóstica triunfante ha trocado el cristocentrismo en auto-idolatría, en culto angurriento del poder, tomando con descaro el nombre de Jesús como rehén y excusa para ejecutar los planes más protervos. En el día del Juicio no quisiéramos estar en el cuero de estos malditos.


viernes, 1 de noviembre de 2013

LA SANTIDAD EN SU QUICIO

De evangelización y nueva-evangelización se habla a raudales, por los poros: de tácticas y programas para presentar el Evangelio de modo que resulte atractivo. Pero nunca palabras fueron tan etéreas, para no decir erráticas. Lo que no consta en el raíd publicitario en vigor es esa exposición vibrante de la Verdad Amable, la convicción de los santos, que nunca fueron demasiado políticos y siempre un buen poco montaraces.

Y mucho es de notar que, detrás de las aparentes audacias de tanta «pastoral juvenil» -casi fuegos fatuos para encantar a las turbas-, late un programa menudamente político en el que el hálito sobrenatural, la espontaneidad del espíritu, parecen tan ausentes como lo estarían en la estrategia de cualquier príncipe moderno de la escuela de Maquiavelo. Por lo demás, si la evangelización hodierna no contempla el drama del alogos colectivo -tal como apellidó Belloc a la  moderna evidente propensión a estrangular la capacidad de juicio, contrapunto inevitable del racionalismo: tales los dos extremos del péndulo de la modernidad-, ésta se reducirá a un girar en el vacío, o a la mera ocasión para integrar comisiones sin tarea tangible.

Si vienen trocados los objetos de la imitatio Christi y del contemptus mundi, y del singular quiasmo resultara que las bienaventuranzas hay que aplicarlas a quienes renuncian a trasponer las fronteras del naturalismo, cuando no de la mera vulgaridad, entonces será lícito clamar que «necesitamos santos que tomen Coca-cola y coman hotdogs, que usen jeans, que sean internautas», como parece que decía el estribillo de una canción promocional de la última JMJ, que algunos la retrotraen a los tiempos de Juan Pablo II, beato express. Tanto como será lícito despreciar la lección perenne de los santos, tal como nos la presenta un himno cisterciense de esos quizás tan ásperos al paladar contemporáneo, pero que no queremos dejar de ofrecer como ocasión de ejercitar la dulía que la Iglesia siempre pidió para con tan indeclinable aristocracia celestial. Y aunque consta que celebra «a todos los santos de la orden del Císter» puede, en saludable analogía, aplicarse a todos todos los santos. Como alguien dijo alguna vez: en el alma de un santo rey o de un santo obispo o de un santo paterfamilias late siempre un monje, y no a la inversa.

(Al pie del vídeo, el texto del himno y su correspondiente versión -que no traducción literal- en verso)







AVETE SOLITUDINIS


Avete solitudinis     Claustrique mites incolæ,
Qui pertulistis impios     Cœtus furentis tartari.

Gemmas, et auri pondera,     Et dignitatum culmina,
Calcastis, et fœdissima,     Quæ mundus offert gaudia.

Vobis olus cibaria     Fuere vel legumina,
Potumque lympha, præbuit,     Humusque dura lectulum.

Vixistis inter aspides,     Sævisque cum draconibus,
Portenta nec teterrima     Vos terruere dæmonum.

Rebus procul mortalibus     Mens avolabat fervida,
Divumque juncta cœtui,     Hærebat inter sidera.

Summo Parenti Cœlitum,     Magnæque Proli Virginis,
Sancto simul Paraclito,     Sit summa laus et gloria.     Amen.



Salve, oh pobladores mansos     del yermo y de la clausura
Que al impío rechazasteis     y a las infernales furias.

A vosotros, que pisasteis    joyas y oro en tan gran junta
Y los degradantes gozos    del mundo, y su gloria muda,

Os bastaban las legumbres     en la mesa, y dos verduras,
Y el agua para la sed,     y un lecho de tierra nuda.

Convivisteis con serpientes     y dragones, sin que sufra
Vuestro adamantino temple     ni ante sus mayores puyas.

Lejos del suelo, las mientes     dabais a férvida altura
Para alcanzar la asamblea     de estrellas las más ocultas.

Al Padre excelso y celeste,     y al Hijo de la más Pura,
Al par que al Santo Paráclito,     sean loa y gloria sumas.     Amén.