miércoles, 23 de octubre de 2013

LA FE O EL CAOS

De lo que se trata ya, según parece -y admitidas las mitologías contra la Revelación, para no ofender el pluralismo- es de proponer un recorrido inverso al que Hesíodo describe en su Teogonía, y hacer que todas las cosas vuelvan al caos. Ya que la posibilidad de un redditus ad nihilo escapa a la industria e ingenio de los hombres, no será poco restituir todo cuanto se pueda ad chao, cumpliendo así la acariciada ofensa contra la omnipotencia y el designio creador y ordenador de Dios.

Tal objetivo se consuma a instancias de sucesivos golpes maestros, fiándose de que los hechos consumados son más que hechos para la impresionable percepción de nuestros contemporáneos, adscriptos (al menos desde el evolucionismo, o mejor aun desde Hegel) a todas las fábulas fatalistas, de amplia difusión. Los hechos consumados son otras tantas epifanías, son signos de una voluntad tan caprichosa e indoblegable como la de los olímpicos; los hechos consumados no admiten réplica: en su sola evidencia estriba la razón última de su credibilidad, ya que se debe "ver para creer", y el nuestro es mundo de fenómenos.

Y ahí están los hechos, para quien quiera comprobarlos: una Iglesia de contornos cada vez más difusos, nada que ver con el hortus conclusus, fons signatus del Cantar de los Cantares, ni con la Jerusalem descendida del cielo, con doce puertas y doce fundamentos y la medida bien notoria de su muralla. ¿Que se trata de un símbolo numérico de la totalidad? Totalidad, sí, pero no "identidad de los opuestos"; riqueza insondable del ser, que no caos. Y con los nombres de los doce apóstoles del Cordero en cada fundamento (nota bene: la integridad de la fe transmitida por los Doce, sin mermas ni adiciones. Y esto es también una totalidad).

Dikê, diosa de la justicia, honrada en la segunda mayor
basílica católica del mundo.
El hecho ya incontrovertible es la Iglesia confundida con el mundo, en una progresiva asimilación que lleva ya varias décadas y que parece alcanzar su clímax en nuestros días. Por citar sólo un ejemplo entre millares: que se haga ingresar al santuario mariano de Aparecida, en Brasil, a una imagen de bulto representativa de la diosa griega Dikê, y esto durante la mismísima Novena a la Patrona y con la condescendencia alegre del arzobispo, el obispo auxiliar y el rector, es -y perdónese la repetición- una abominación y escándalo de bulto (ver aquí). Que sobre ninguno de estos desertores caiga la condigna sanción canónica tampoco ha de sorprender mucho en esta hora, habituadas las dos o tres últimas generaciones de católicos a convivir con novedades y traiciones. Sistemáticamente mancilladas tantas diócesis y seminarios de todo el mundo, faltaba acaso un último bastión que abatir, después de que el post-concilio lo picara de viruelas: el Trono de la unidad y la doctrina. Hoc opus, hic labor.

Según consta en otras palabras en la carta abierta al Papa que cobró difusión por estos días, el entonces cardenal Bergoglio supo lucirse en sucesivos congresos hemisféricos de "teología" periférica, en esas latitudes en las que el rigor especulativo resulta no menos excepcional que el avistaje de la aurora boreal o de la mítica ciudad de los Césares. El ámbito más promisorio, al cabo, para la expansión de un modernismo de cuño tropical: una emulación tardía y pintoresca, entre mosquitos y vistosas cacatúas, de las tesis agnóstico-naturalistas condenadas antaño por los pontífices y brotadas en aquel entonces en la enjuta tierra europea.

¿Cuál es el -digamos- "común denominador" de este magma pseudo-teológico que suscita simposios continentales, comprometiendo antes a la industria editorial, a la hotelería y la sponsorización que a la inteligencia de la fe, y que acabó por ser -si debemos dar crédito a los testimonios como el apuntado más arriba- el trampolín de Bergoglio hacia el solio petrino devenido, por la renuncia de su predecesor, locus desertus? Posiblemente deba responderse: la «teología del anuncio», del kerygma, acuciada ésta por colmo por la agresiva campaña proselitista de las sectas protestantes en la América ex-hispana. El caso es que el acento puesto sobre el «anuncio» con prescindencia de todo auxilio racional, de la necesaria concordia entre fe y razón, de los motivos de credibilidad que la Iglesia siempre sostuvo como obligados «preámbulos de la fe», no ha servido sino a desnaturalizar la misma fe, promoviendo un emotivismo que nada tiene de católico y mucho sí de caótico. Fideísmo de pura estampa protestante, reacio a las intermediaciones que la Iglesia siempre supuso obligadas en la relación del alma con Dios (y, entre ellas, la identidad histórico-cultural). Las consecuencias de este viraje suicida son ya crudamente transparentes en la locuela del Obispo de Roma, que -y sin aparente mella del kerygma-,  luego de confirmar a judíos, musulmanes y animistas en sus respectivas creencias, pasa a fustigar elíptica pero furiosamente a los católicos que aún guardan la fe de sus ancestros. Lo exponen Gnocchi y Palmaro, felizmente vueltos a la carga con nuevo artículo, revisando algunos de los epítetos que Francisco les prodigó recientemente a quienes parecen ser ya sus únicos enemigos:

No pasa homilía, no pasa entrevista, no pasa baño de multitud en el cual el papa no encoja los hombros ante una fe que se objetiva en la rigurosa relación con la razón. Nomina nuda tenemus: parece éste el mensaje de Francisco, el mismo del franciscano Guillermo de Occam [...] La fe no busca más un intelecto al que considera inhábil para conocer verazmente, productor de objetivaciones que corren el riesgo de volverse un obstáculo en el encuentro con Cristo. 
La instrumentalización del Nazareno para otros fines, se sabe, es un problema antiguo. El cardenal Giacomo Biffi denunció tiempo atrás que «Jesús se ha convertido en un pretexto que los cristianos usan para hablar de otra cosa». Hace decenios que esta «otra cosa» está representada por ecologismo, promoción de la legalidad, ecumenismo mediático, lucha contra las narco-mafias, protección de la selva amazónica y otras amenidades. Todo a despecho de la doctrina moral, de la bioética, del rigor litúrgico y doctrinal. Con el riesgo de encontrarse en presencia de un Cristo sin doctrina y sin verdad, un personaje bueno para todas las estaciones, un contenedor para ser rellenado con cuanto desee cualquier consumidor de la religión «hágala usted mismo». 
De lo que se deduce cuán sorprendente e irracional resulta, en tanto que extraño a la historia de la Iglesia, que aquel que hoy eleva preguntas y objeciones doctrinales sea tachado de rígido, moralista, eticista, sin bondad. Una acusación que, bien vistas las cosas, podría ser transferida a papas del pasado reciente. Paulo VI,  en 1968, escribe la encíclica Humanae vitae para confirmar la condena moral de la anticoncepción: un rígido eticista sin bondad. Juan Pablo II redactó en 1995 una suma de la bioética en la Evangelium vitae: pero haciendo así demuestra insistir en tesis duras y difíciles, que alejan a los hombres de la Iglesia en lugar de acercarlos. Benedicto XVI explica al Bundestag, en un memorable discurso, que cuando las leyes civiles contradicen la ley natural no son más leyes sino sólo simulacros a los que se les debe desobediencia: un intolerante que cierra la puerta de la Iglesia en el rostro del Estado laico y se va con la llave en el bolsillo.
Pero el artificio dialéctico que transforma a cuantos quieren defender la doctrina católica en fariseos despiadados, faltos de un corazón que palpita por el Cristo herido y crucificado, es débil. Jesús no invita a los fariseos a irse porque profesan una fe equivocada, sino a ser los primeros en observar la ley. Mientras que aquí parece más apropiado decir que el objetivo final, aparte del juicio temerario sobre la intimidad de la conciencia, resulte el principio mismo, reputado como obstáculo en el diálogo con el mundo.  
Llevado hacia el perímetro de la iglesia, todo esto produce un catolicismo sin doctrina, emotivo, empático, pneumático [...] Una religión que, en la incapacidad de dar respuestas, impone con prepotencia dudas y preguntas y alumbra un catolicismo que "sabe que no sabe", de gusto prearistotélico. Acá dentro se encuentran las coordenadas del encuentro con el mundo moderno, del que salen pelotones de católicos que no creen en el Credo porque no lo conocen, pero acuden presurosos a la plaza San Pedro o a Copacabana.
De ahí que resulten despreciados los usos y observancias de la Iglesia como norma de fe, y que esta última acabe por ser redefinida como un subjetivo «encuentro» con el Redentor, por el que toda institución dimanada de la apostolicidad de la Iglesia quedaría librada a la obsolescencia. No otra cosa hicieron hace cien años los modernistas con el concepto de «Revelación», trocándolo en ridícula "experiencia personal" de la Divinidad. Es, por enésima vez, la desconfianza -de raíz protestante- hacia toda manifestación objetiva del culto.

La misma confusión que induce a la oposición inexistente entre fe y razón, entre recta doctrina y misericordia, es la que introduce un hiato insalvable entre la oración vocal, prescrita, que aun los más empinados maestros de la mística aconsejaban no abandonar, y la «oración» a secas, en seguimiento de la cual habría que desechar la primera. ¡Y después se nos corre con la monserga de un cristianismo inclusivo!
Una fe hipodoctrinal, resuelta en un simple encuentro, acaba por ver en el aspecto formal de la Iglesia un obstáculo a la propia manifestación. Y sería difícil demostrar que el papa Bergoglio, desde la tarde misma de su elección, no haya evidenciado con las palabras y los hechos su aversión a la forma y a la formalidad. De acá desciende la distinción entre el "decir oraciones" y el "rezar", que es mucho más que un calembour porque pone en discusión la armonía entre lex orandi y lex credendi.
Pero es necesaria la disciplina, es necesaria la ascesis que el actual pontífice se saltea a pie ligero, dirigiéndose demasiado pronto a la mística. «Aquel que deja de rezar con regularidad», escribe el cardenal Newman en un sermón sobre la oración de 1829, «pierde el medio principal para recordar que la vida espiritual es obediencia al Legislador, no un simple sentimiento o gusto».
Suena impiadoso el juicio de quien desprecia el "decir oraciones" sin imaginar que, en el fondo de estas fórmulas de las que nadie puede cambiar una tilde, está quien ve las llagas de Cristo y alcanza quizás a tocarlas y besarlas. En aquellas palabras consideradas piedra de tropiezo de una fe verdadera se encuentra encerrada, en cambio, una sabiduría que abre al sentido más profundo de los instantes terribles que toda creatura tendrá que vivir en el umbral del último respiro. Son ritmos celestes que encantan al alma y la arrancan al mundo, y la nutren con aquel anticipo de vida sobrenatural que es la ceremonia. 


martes, 15 de octubre de 2013

DIÁLOGO ENTRE CARDENALES CONCLAVISTAS

¿Chanchullo en el cónclave? La prensa mundial descuidó una noticia que hubiera reportado no poco interés ni exiguas ventas y que, soslayada sin más ni más, urge al menos mencionar para aplacar la ira de Plutón, curiosamente desatendido por esta rara vez. Según parece constar en las Actae Apostolicae Sedis del 14 de marzo último, ya conocido el nombre del nuevo Papa al atardecer del día previo, y cuando «los miembros de la Cámara Apostólica -el organismo encargado de "regir" la Santa Sede durante el cónclave-, acompañados por dos oficiales de las guardias suizas se dirigieron a quitar los sellos puestos en algunos de los accesos a los apartamentos papales, notaron que éstos ya habían sido cortados» (ver aquí). Por colmo, y como en una calculada y bromista referencia a la más neta simbología esjatológica, habían resultado rotos seis de los siete precintos. «El vice camerlengo y los presentes -se lee en el texto que describe las operaciones de anulación de los sellos colocados luego de la renuncia de Ratzinger- advierten que los accesos susodichos (entre éstos, el acceso al ascensor privado del Papa desde el atrio Sixto V, la puerta que accede a la sala clementina y a la biblioteca privada, por un total de 6 sobre 7), con la excepción de uno, habían sido privados del precintado puesto en precedencia» (aquí).


Parece que el portavoz papal, p. Federico Lombardi, salió a aclarar y se hizo el eclipse. «Los sellos removidos no eran sellos del Departamento Papal (situado en la Tercera Logia, como es sabido) sino sellos colocados en ambientes de la Tercera Logia» (aquí). Como si no hubiera nada de maloliente en la violación de unos sellos puestos en ámbitos tan próximos a las estancias papales para garantizar la transparencia del cónclave. Y del tema ya no se habló más.

Desconocemos en qué medida una irregularidad semejante alcanza a vulnerar la canonicidad de un cónclave. Concretamente: si lo afecta hasta la nulidad del mismo, o si no es para tanto. Consta, sí -por éste y otros muchos hechos-, la vigencia de un fatalismo que impregna a la modernidad como a esponja, y que ya goza de carta de ciudadanía en la misma Iglesia. Se trata, para decirlo sin demora, de la «tiranía de los hechos consumados», de los hechos como burladores del derecho, de la ley hipostasiada en la voluntad del gobernante. La modernidad -y la Iglesia bajo su contagio-, pese a su prédica del movilismo y del cambio inexorable, parece lanzada al precipicio con la secreta inconfesable esperanza de detenerse, de conocer al fin la quietud, pero quietud de muerte. Es la actitud del suicida, la del que mata a todo y a todos consigo. Tal el secreto que late en el ostensible desprecio de las normas, retén de las subjetividades febriles, desbocadas.

En el sombrío contexto de una abdicación por razones no creíbles («propter ingravescentem aetatem»), y de circunstancias poco claras como las que ahora se nos revelan pese al denuedo esclarecedor del padre Lombardi, y sobre todo del resultado puesto, definitivamente impensable en punto al mérito del ungido, imaginamos un caluroso coloquio entre cardenales antes de sesionar la primera vez, un ajetreado corrillo en los Sacros Palacios para convencer el uno al otro de la conveniencia de optar por el candidato propio. Llamémosles los cardenales Pestalozzi y Ming 'O Pyang, o bien Schwartzbergschweiner y Bunga-bunga. A esta altura, y habiéndose cumplido la predicación del Evangelio a todas las naciones, la nota de catolicidad en los padres conclavistas (salvas queden las excepciones) se reduce a la sola etimología del término, es decir: a la diversidad étnica de los mismos en la unidad del Sacro Colegio.

[Hasta Francisco se sirvió recordar que kath'holon vale por «universal». Al fin de cuentas, atenerse a la etimología es una forma bastante más potable e inofensiva del «volver a las fuentes». Pero vayamos al hipotético diálogo]


- Usté sabe, Sueminencia, que la Iglesia sufre asedio. Y que el Benedicto fue como un catalizador de todas las rabietas de la prensa anticatólica: resulta ahora que al arrimo de su pontificado, la podredumbre de la Iglesia vino a invadir toda por junto. Como esas enredaderas exuberantes que no dejan ver el frente: así le taparon el rostro a la Iglesia con escándalos reales e imaginarios exhibidos con secreto regocijo. ¿No le parece bastante?

- Sí, ¿y entonces?

- Y entonces necesitamos un dux que sepa bienquistarse con los cagatintas, con los pregoneros de vergüenzas eclesiales, uno capaz de arrostrar el trabajo sucio de sonreírles a los delincuentes que gestionan los medios de masas. Eso: un encantador de serpientes necesitamos, un.., un...

- Bah... política, pura política, Eminencia. ¿Crê usté que a los buitres se los sacia con palabras y sonrisas?

- No los creo tan insensibles a la benevolencia o, a lo menos, a una dulzona diplomacia. Uno que cultive el arte de requebrar necesitamos, uno que aplique artilugios líricos al trato inevitable con las fieras. Piense usté en una tregua con los poderes del mundo, procul discordibus armis, como Virgilio retrató a los dichosos campesinos, cada cual labrando su solar propio. La autonomía de los dos órdenes es el mejor negocio para todos. Ya lo sentenció ese poema semi-salvaje, de convoys, el Martín Fierro (¿o fue acaso el Tarás Bulba?): cada lechón a su teta / es el modo de mamar. Podría haberla suscrito el Dante gibelino del De monarchia.


- Está muy bien, Vuecelencia, pero yo creo menester algo más que concertar una módica paz con el mundo. No dudo que nos alancean a diestra y siniestra, como en esa pintura de Rubens, «La caza del hipopótamo», y que a nuestra edad uno no está para sufrir tanto embate e incertidumbre. A ninguno de nosotros conviene que la marea de secularismo e inquina anticlerical se extienda hasta el despojo de las temporalidades de la Iglesia: eso nos privaría del derecho a una decorosa pensión. ¡Qué tanto! ¡Si me habré despertado a medianoche repitiendo tembloroso las palabras de aquel administrador cesante: "cavar, no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza"! Con todo, y para aventar más eficazmente el temor al porvenir, creo que se requiere la máxima audacia. Al mundo hay que desconcertarlo cambiándole el rostro a la Iglesia, y ya los enemigos dejarán de amenazarla, confundidos. Nosotros tenemos un candidato comprometido a sepultar siglos de superchería que pusieron a la Iglesia en un atolladero, en vana pugna con el progreso. Llegó la hora de dar un salto: venit hora, et nunc est. El Vaticano II abrió la brecha en el viejo y obstinado muro: acá estamos, pica en mano, para la deconstrucción concertada.

- Ah, si supiera cuánto estamos de acuerdo en que el Concilio «fue un regalo de Dios para la Iglesia del siglo XX». Pero no concuerdo en que debamos ir tan a prisa en la renovación de la Iglesia. Confiemos en la obra de la Providencia, que irá adaptando paulatinamente la ética, la disciplina y aun la dogmática a una configuración más humana. Estamos de acuerdo en que la eclesiología del tercer milenio no puede ser la de la Unam Sanctam, pero lo que hoy urge es amigarse con tantos cristianos anónimos que nos cascotean.

- Y el único modo consecuente de lograrlo no es halagándolos con promesas y melindres, sino lavándonos de veras la cara y mudando ropa. Cuando afuera vean que el celibato se ha vuelto opcional, que la mujer es admitida al sacerdocio, que se da al traste con la rigidez jerárquica y que el papa es uno más, entonces se levantará el asedio y todo el mundo será una única Iglesia.

- Sea. Pero empecemos el día con una sonrisa. La revolución es una enfermedad eruptiva que empece al legítimo progreso y lo obliga a contramarchas indeseables. Mejor es pactar, y salomónicamente. Todos podemos ceder una mitad de nuestras convicciones para alcanzar la deseable síntesis sin el precio de la sangre, sustancia ésta ciertamente repugnante. El papa que proponemos lo demostrará acabadamente. Veremos en él, a diferencia de otros pontífices recientes, que la poliglosia ya no recomienda: le bastará un modesto bilingüismo, entendido como un decir "negro" aquí y "blanco" allá. La consigna es ofrecer un mensaje reversible según la ocasión convide. Por lo demás, yo le guardo afecto a Sueminencia, y no quisiera ver que pierde el tren por testarudo. Usted sabe: puesto el resultado, pronto quedarán evidenciados los que no quisieron darle el voto al electo. Esto ha venido a ser un circuito de influencias y venganzas, y no nos sorprenda. Conviene, pues, encolumnarse con el seguro vencedor.

- No puedo resignar tan fácilmente unas promesas ciertas de cambio, de ruptura, como las que encarna aquel que yo me sé, por un simple pronóstico. ¿Y cómo sabe, Eminentísimo, quién ha de ser el tal?

- Apoyo explícito -aval coactivo, usté me entienda- de fuerzas extrínsecas así nos lo demandan. Es, como se dice en el hipódromo, una "fija". ¿No fue acaso vetado el cardenal Rampolla por Francisco José I de Austria, en aquel cónclave que acabó por ungir a Pío X? Cierto que entonces el veto obedeció a la presunta connivencia de Rampolla con la masonería: hoy se veta a alguien por contrarias razones. ¿Y el pacto de Metz? ¿Dígame si no amordazó a los padres conciliares? ¿Dónde vive usté, si crê que no hay injerencia secular en las decisiones de los purpurados? Conocido el Neopapa, la señal de los festejos será indisimulada: ya verán sus ojos la unanimidad laudatoria de los periodistas para con aquél, y hasta los trespuntistas depondrán todo recato para colar su parabién en los periódicos.

- Dígame, al menos, ya que conoce al vencedor, a quién debo votar. Ardo por saberlo: ya chirrían mis sesos en su propia cocción y los nervios no se me asujetan.

- ¡Ah, Eminencia! ¿No le digo que es uno que conoce el sinuoso oficio de la comunicación con las masas, para quien la macro-sofística no guarda secreto alguno? Mire: tanta aclamación ha de rendírsele, que no me extrañaría -si tiempo se lo dan- que alcance la canonización en vida. Es literalmente lo que necesitamos: un caradura [un facciatosta; ein unverschämter Kerl]. En cuanto congreso participó en todos estos años cautivó siempre por su desfachatez, desdeñando el vehículo oficial que ponían a su servicio para abordar el bus o el metro, llegando siempre tarde y sudoroso, pero dando la nota. Pedía lo tuteasen los camareros, la señora de la limpieza. Aseguran haberlo visto con el plumero en mano, desempolvando los asientos durante las disertaciones ajenas...

- ¡Eh! ¡Pero entonces hablamos de la misma persona! Los de mi línea lo promueven por su chocante libertad de acción, virtud tan necesaria para acometer los cambios. Por ser, ¿cómo diríamos?, tan despreocupado [tanto spensierato, so sorglos], capaz de lavarse la propia ropa y confiárselo a la prensa. Sí, sí: es el mismo que, según dicen, de resultar electo depondría los paramentos para adoptar el mate...


Y acá ya no se pudieron contener y ambos, como dos vetas que confluyen, felices por la coincidencia no prevista, exclamaron a viva voz un mismo nombre.






miércoles, 9 de octubre de 2013

ESTE PAPA NO NOS GUSTA

A fuerza de combatir, la lucha se vuelve más cuesta arriba y arrecia la tentación de desistir. Jesús fue tentado cuando llegaba al término de su cuaresma, y no falta la lección de aquellos santos que debieron enfrentar las más arduas pruebas -la llamada «noche del espíritu»- cuando ya entreveían la cima, el día pleno. Según consta por tan admirables ejemplos, es entonces cuando más urge la perseverancia.

En la situación de anomalía sin descuentos en que se encuentra la Iglesia, no nos está siendo ahorrada -incluso entre las voces críticas de este pontificado, tan dolorosamente singular- alguna que otra señal de cansancio. Al fin de cuentas el sol sigue saliendo cada día, y un papa proclive a escandalizar en cada parada no alcanza a detener la costumbre rotatoria de los astros. Y entonces se cierne la tentación de absorber la anomalía en la regla, y de atenuar la horrísona verba papal por el recurso a alguna que otra dicción correcta, y de reconocerle incluso algunas virtudes -que, sin duda, las ha de tener. Estas cosas no atemperan nada; en rigor, no hacen más que confirmar el tenor de las falencias que, exhibidas como triunfos, acaban por herir gravemente la dignidad papal en el hombre que de momento la inviste.

Para provecho y aliento en la contienda, ofrecemos la traducción de un artículo aparecido ayer en el diario Il Foglio y reproducido en varios sitios italianos. Ellos nos recuerdan que hay un contexto aún más amplio que el párrafo del que se entresaca alguna afirmación malsonante de Francisco, y que incluso el párrafo que se trae en su defensa puede ser un testigo comprometedor. Que de nada sirve meter el sensus fidei en el alambique para ahorrarle mortificaciones, y que el análisis urge la síntesis, sin escapatorias.



ESTE PAPA NO NOS GUSTA

por Alessandro Gnocchi y Mario Palmaro


Cuánto haya costado la imponente exhibición de pobreza de la que el papa Francisco fue protagonista el 4 de octubre en Asís, no es cosa que se sepa. Cierto es que, en tiempos en los que está tan de moda la simplificación, se nos ocurre que la histórica jornada ha tenido muy poco de franciscano. Una partitura bien escrita y bien interpretada, si se quiere, pero privada del quid que hizo que el espíritu de Francisco, el santo, resultara único: la sorpresa que desaira al mundo. Francisco, el papa, que abraza a los enfermos, que se apretuja con la multitud, que bromea, que improvisa discursos, que asciende al Panda, que abandona a los cardenales durante el almuerzo con las autoridades para ir a la mesa de los pobres, era cuanto menos descontado que pudiera esperarse, y ocurrió puntualmente. Naturalmente con gran concurso de prensa católica y para-católica lista a exaltar la humildad del gesto y soltando un suspiro de alivio porque, esta vez, el papa habló del encuentro con Cristo. Y de la prensa laica diciendo que, ahora sí, la Iglesia se pone a tono con los tiempos. Toda buena mercadería para el titulador de medio calibre que quiere cerrar de prisa el diario y mañana se verá.

No hubo ni siquiera la sorpresa del gesto clamoroso. Pero incluso ésta sería bien poca cosa, en vistas de cuánto el papa Bergoglio ha dicho y hecho en sólo medio año de pontificado concluido con los guiños a Eugenio Scalfari y con la entrevista a Civiltà Cattolica.

Los únicos que se vieron derrotados, en este caso, habrían sido los "normalistas", aquellos católicos que se esfuerzan patéticamente en convencer al prójimo, y aún más patéticamente en convencerse a sí mismos, de que nada ha cambiado. Es todo normal y, como de costumbre, es culpa de los diarios que tergiversan al papa a gusto, el cual diría sólo de manera distinta las mismas verdades enseñadas por sus predecesores.

Aunque el periodismo sea el oficio más antiguo del mundo, resulta difícil dar crédito a esta tesis. «Santidad», pregunta por ejemplo Scalfari en su entrevista, «¿existe una visión única del Bien? ¿Y quién la establece?». «Cada uno de nosotros», responde el papa, «tiene una visión del Bien y del Mal. Nosotros debemos animar a cada uno a dirigirse a lo que piensa que es el Bien». «Usted, Santidad» acosa jesuíticamente Eugenio, a quien no le parece real, «ya lo escribió en la carta que me mandó. La conciencia es autónoma, dijo, y cada uno debe obedecer a la propia conciencia. Creo que esta es una de las frases más valientes dichas por un Papa». «Y aquí lo repito», confirma el papa, a quien tampoco le parece cierto: «cada uno tiene su propia idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y combatir el Mal como él lo concibe. Bastaría eso para cambiar el mundo».

A Vaticano II ya concluido y a post-concilio más que aviado, en el capítulo 32 de la Veritatis Splendor Juan Pablo II escribía, refutando a «algunas corrientes de pensamiento moderno» que «se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categóricamente e infaliblemente acerca del bien y el mal (...), al punto que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral». Incluso el "normalista" más antojadizo debiera encontrar difícil conciliar el Bergoglio 2013 con el Wojtyla 1993.

En presencia de un tal cambio de ruta, los diarios hacen su honesto y descontado trabajo. Retoman las frases del papa Francisco en evidente contraste con aquello que los papas y la Iglesia han enseñado siempre y las transforman en titulares de primera página. Y entonces el "normalista", que dice siempre y doquiera aquello que piensa L' Osservatore Romano, sacan el contexto a colación. Las frases extrapoladas del bendito contexto no reflejarían la mens de aquel que las pronunció. Sin embargo -y es la historia de la Iglesia quien así lo enseña-, ciertas frases de sentido completo tienen sentido y son juzgadas con prescindencia del contexto. Si en una larga entrevista alguien sostiene que «Hitler ha sido un benefactor de la humanidad», difícilmente podrá evadirse ante el mundo invocando el contexto. Si un papa dice en una entrevista «yo creo en Dios, no en un Dios católico», es que el pastiche se ha consumado sin atenuantes. Hace dos mil años que la Iglesia juzga las afirmaciones doctrinales aislándolas del contexto. En 1713, Clemente XI publica la constitución Unigenitus Dei Filius, en la que condena 101 proposiciones del teólogo Pasquier Quesnel. En 1864, Pío IX publica en el Syllabus un elenco de proposiciones erróneas. En 1907, san Pío X adjunta a la Pascendi dominici gregis 65 frases incompatibles con el catolicismo. Y son sólo algunos ejemplos para decir que el error, cuando se encuentra, se reconoce a ojos vista. Un repasito al Denzinger no haría mal.

Por otro lado, en el caso de las entrevistas de Bergoglio, el análisis del contexto puede incluso empeorar las cosas. Cuando, por ejemplo, el papa Francisco le dice a Scalfari que «el proselitismo es una solemne tontería», el "normalista" explica de prisa que se está hablando del proselitismo agresivo de las sectas sudamericanas. Lamentablemente, en la entrevista, Francisco dice a Scalfari «no quiero convertirlo». Se sigue que, en la interpretación auténtica, cuando se define "solemne tontería" el proselitismo, se entiende el esfuerzo hecho por la Iglesia para convertir a las almas al catolicismo.

Sería difícil interpretar el concepto de otra manera, a la luz de las bodas entre Evangelio y mundo, que Francisco bendijo en la entrevista de Civiltà Cattolica. «El Vaticano II», explica el papa «supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea. Produjo un movimiento de renovación que viene sencillamente del mismo Evangelio. Los frutos son enormes. Basta recordar la liturgia. El trabajo de reforma litúrgica hizo un servicio al pueblo, releyendo el Evangelio a la luz de una situación histórica completa. Sí, hay líneas de continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la dinámica de lectura del Evangelio actualizada para hoy, propia del Concilio, es absolutamente irreversible». Así, justamente: no más el mundo medido a la luz del Evangelio, sino el Evangelio deformado a la luz del mundo, de la cultura contemporánea. Y quizás cuántas veces tendrá aún que ocurrir, a cada vuelta del cambio cultural, emplazando cada vez la relectura precedente: no otra cosa que el "concilio permanente" teorizado por el jesuita Carlo Maria Martini.

Suguiendo este surco se va elevando sobre el horizonte la idea de una nueva Iglesia, el «hospital de campaña» evocado en la entrevista a Civiltà Cattolica donde resulta que los médicos, hasta el día de hoy, parecen no haber cumplido bien su oficio. «Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto», continúa diciendo el papa. «Después de aquello esta mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?». Un discurso construido sabiamente para ser rematado con una pregunta después de la cual se vuelve al comienzo para mudar argumento, casi destacando la incapacidad de la Iglesia para responder. Un pasaje desconcertante si se piensa que la Iglesia satisface desde hace dos mil años tal dilema con  una regla que permite la absolución del pecador, con la condición de que esté arrepentido y que se esfuerce en no permanecer en el pecado. Y sin embargo, subyugadas por la desbordante personalidad del papa Bergoglio, legiones de católicos se han tragado la fábula de un problema que en realidad no ha existido jamás. Todos allí, con sentimiento de culpa por dos mil años de presuntas supercherías a expensas de los pobres pecadores, a agradecerle al obispo venido desde el fin del mundo, no el haber resuelto un problema que no existía, sino el haberlo inventado.

El aspecto inquietante del pensamiento subentendido en tales afirmaciones es la idea de una alternativa insanable entre rigor doctrinal y misericordia: si está el uno, no puede estar la otra. Pero la Iglesia, desde siempre, enseña y vive exactamente lo contrario. Son la percepción del pecado y el arrepentimiento por haberlo cometido, junto al propósito de evitarlo en lo futuro, los que hacen posible el perdón de Dios. Jesús salva a la adúltera de la lapidación, la absuelve, pero la despide diciendo «vete y no peques más». No le dice: «vete, y date por segura de que mi Iglesia no ejercitará ninguna injerencia espiritual en tu vida personal».

Visto el consenso prácticamente unánime del pueblo católico y el enamoramiento del mundo, contra el cual y no obstante el Evangelio debiera poner sobre aviso, diríase que seis meses del papa Francisco han cambiado una época. En realidad se asiste al fenómeno de un líder que dice a la multitud aquello que la multitud quiere que se le diga. Pero es innegable que esto se ejecuta con gran talento y mucho oficio. La comunicación con el pueblo, que se ha convertido en pueblo de Dios allí donde de hecho no hay más distinción entre creyentes y no creyentes, es sólo -en una pequeñísima parte- directa y espontánea. Incluso los baños de multitud en la plaza San Pedro, en la Jornada Mundial de la Juventud, en Lampedusa o en Asís, son filtrados por los medios de comunicación que se encargan de suministrar los acontecimientos juntamente con su interpretación.

El fenómeno Francisco no se substrae a la regla fundamental del juego mediático sino que, más aún, se sirve de él casi hasta volvérsele connatural. El mecanismo fue definido con gran eficacia a comienzos de los años ochenta  por Mario Alighiero Manacorda en un provechoso librito con el provechosísimo título de El lenguaje televisivo. O la loca anadiplosis. La anadiplosis es una figura retórica que, como ocurre en este renglón, hace empezar una frase con el término principal contenido en la frase precedente. Tal artificio retórico, según Manacorda, se ha convertido en la esencia del lenguaje mediático. «Estos modos puramente formales, superfluos, inútiles e incomprensibles en lo tocante a la sustancia» decía, «inducen al oyente a seguir la parte formal, es decir la figura retórica, y a olvidar la parte sustancial».

Con el tiempo, la comunicación de masas ha terminado por sustituir definitivamente el aspecto formal por el sustancial, la apariencia a la verdad. Y lo ha hecho, en particular, gracias a las figuras retóricas de la sinécdoque y de la metonimia, con las cuales se representa el todo por la parte. La velocidad crecientemente vertiginosa de la información impone descuidar el conjunto y lleva a concentrarse sobre algunos particulares elegidos con pericia para dar una lectura del fenómeno complexivo. Cada vez más a menudo, diarios, tv, sitios de internete, resumen los grandes eventos en un detalle.

Desde este punto de vista, parece que el papa Francisco estuviera hecho para los mass media y que los mass media estuvieran hechos para el papa Francisco. Basta sólo con citar el ejemplo del hombre vestido de blanco que desciende por la escalera del avión llevando un andrajoso bolso de cuero negro: perfecta utilización de sinécdoque y metonimia a la vez. La figura del papa resulta absorbida por aquel bolso negro que anula la imagen sacral transmitida por siglos para devolver otra completamente nueva y mundana: el papa, el nuevo papa, está todo presente en aquel particular que exalta la pobreza, la humildad, la entrega, el trabajo, la contemporaneidad, la cotidianidad, la proximidad a cuanto de más terreno se pueda imaginar.

El efecto final de tal proceso lleva a disponer el concepto impersonal de papado como telón de fondo, y a la contemporánea salida a escena de la persona que lo encarna. El efecto es tanto más detonante si se observa que los destinatarios del mensaje asumen el significado exactamente opuesto: exaltan la gran humildad del hombre y piensan que éste le da lustre al papado.

Por efecto de sinécdoque y de metonimia, el paso sucesivo consiste en identificar la persona del papa con el papado: una parte por el todo, y Simón ha destronado a Pedro. Este fenómeno logra ciertamente que Bergoglio, aun expresándose formalmente como doctor privado, transforme de hecho cualquiera de sus gestos y cualquiera de sus palabras en un acto de magisterio. Si luego se piensa que aun la mayor parte de los católicos está convencida de que todo lo que dice el papa sea sólo y siempre infalible, el juego está completo. Por más que se pueda protestar que una carta a Scalfari o una entrevista a quien sea valgan incluso menos que el parecer de un doctor privado, en la época mass-mediática el efecto que producirán resultará inconmensurablemente mayor que el de cualquier pronunciamiento solemne. Es más: cuanto más formalmente pequeños e insignificantes resulten el gesto o el discurso, tanto mayor efecto tendrán y serán considerados como irreprochables e irrecusables.

No por caso la simbología que sostiene este fenómeno está hecha de pobres cosas cotidianas. El bolso negro llevado en la mano en el avión es un ejemplo de escuela. Pero también cuando se habla de la cruz pectoral, del anillo, del altar, de los objetos sagrados o de los paramentos, se habla del material con el que están hechos y ya no más de lo que representan: la materia informe le ha sacado ventaja a la forma. De hecho, Jesús ya no se encuentra más en la cruz que el papa lleva al cuello porque la gente es inducida a contemplar el hierro con el que el objeto fue producido. Una vez más la parte se engulle al Todo, que acá se escribe con T mayúscula. Y a la «carne de Cristo» se la busca en otra parte y cada uno acaba por identificar donde quiere el holocausto que más le viene a gusto. En estos días, en Lampedusa; mañana, quién sabe.

Es el éxito de la sabiduría del mundo, que san Pablo rechazaba como estulticia y que hoy es empleada para releer el Evangelio con los ojos de la tv. Pero ya en 1969 Marshall McLuhan escribía a Jacques Maritain: «los ambientes de la información electrónica, que han sido completamente etéreos, nutren la ilusión del mundo como sustancia espiritual. Éste es un razonable facsímil del Cuerpo Místico, una ensordecedora manifestación del anticristo. Al fin de cuentas, el príncipe de este mundo es un destacadísimo ingeniero electrónico».

Más tarde o más temprano tendremos que despertarnos del gran sueño mass-mediático y volver a cotejarnos con la realidad. Y será también necesario aprender la verdadera humildad, que consiste en someterse a Alguien más grande, que se manifiesta a través de leyes inmutables incluso por el Vicario de Cristo. Y será necesario recobrar el coraje de decir que un católico sólo puede sentirse turbado ante un diálogo en el que cualquiera, en homenaje a la pretendida autonomía de la conciencia, sea incitado a caminar hacia una suya y personal visión del bien y del mal. Porque Cristo no puede ser una opción entre tantas. Al menos para su Vicario.


jueves, 3 de octubre de 2013

...Y HABLABA COMO SERPIENTE...

No estamos aún en condiciones de saber si aquellas terribles palabras que se leen en el Apocalipsis pueden aplicarse ya sin dilaciones al caso presente, a saber:

«Et vidi aliam bestiam ascendentem de terra, et habebat cornua duo similia agni, et loquebatur sicut draco» (13, 11),

imagen que resulta aclarada un poco más arriba, cuando dice

 «draco ille magnus, serpens antiquus (est)» (12, 9).

El caso -si atendemos a las exégesis más autorizadas- es que el mundo ha de ser azotado, en pago a sus iniquidades, por un poder religioso falsificado cuyo atributo más saliente ha de ser el bilingüismo viperino, como aquel que empleara Satanás contra nuestros primeros padres. Y que las vacilaciones y ambigüedades cada vez más malsonantes en boca de quien ocupa el Trono más alto -única criatura, por otra parte, a quien asiste nada menos que el carisma de infalibilidad-, redobladas éstas y crecientes en punto a confusión, no parece que puedan atribuirse ya a mera "incontinencia verbal", ni al efecto de la desproporción entre el Cargo y la persona, que ésta misma -nolente- se encargara de delatar a los custro vientos.

Que a la «bestia terrestre» del Apocalipsis, semejante al Cordero, puedan aplicársele aquellas palabras que sus contemporáneos dijeron de Jesús: «nunca nadie ha hablado como este hombre» (Io 7,46), no hace sino reforzar la similitud paródica. Nunca nadie, ningún papa, ha dicho lo que éste en su más reciente entrevista:

«El mal más grave que afecta al mundo en estos años es el paro juvenil y la soledad de los ancianos»
«El proselitismo es una solemne tontería, no tiene sentido. Es necesario conocerse, escucharse y hacer crecer el conocimiento del mundo que nos rodea»
«Cada uno tiene su propia idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y combatir el Mal como él lo concibe»
«- Santidad, se ha dicho que usted no tiene intención de convertirme y creo que no lo conseguiría.
- Esto no se sabe, pero no tengo ninguna intención»
«Este es el inicio de esa Iglesia con una organización no vertical sino horizontal»
«Yo creo en Dios, no en un Dios católico; no existe un Dios católico»

La retahíla de bergoglemas con que se nos asedia ya sin pausa, ¿acabará por hacernos contraer una patología como aquella de los soldados afectados a la guerra, que a menudo no perciben más la metralla y las detonaciones, de tan oídas? Dios no lo permita. En esta sazón, sufrir es un deber.

martes, 1 de octubre de 2013

SI ÉSTOS CALLAN, HABLARÁN LAS PIEDRAS

No será quizás un nuevo Teodosio, pero las palabras del presidente ruso Vladimir Putin en el foro internacional Club Valdai -el pasado 19 de setiembre, ante politólogos de su nación y extranjeros- dejan el ánimo renovado (el texto completo en inglés, aquí). De sobra nos consta a todos que si la religión, por ventura, aparece hoy en el discurso de algún estadista, es a los fines de estrecharle aún más el cerco, de avanzar un paso más en la separación de la Iglesia y el Estado y en la restricción de toda manifestación pública del culto.

Fue san Gregorio VII quien empleó el símil de los dos ojos para referirse a las dos espadas: el poder secular y el sacro, que deben -como los órganos de la vista- iluminar y conducir al fin último sobrenatural a los hombres que están bajo su jurisdicción. Gobernantes apóstatas y papa "rotario de honor" urgen, por ello mismo, el recurso discrecional al colirio ofrecido por el ángel de Laodicea. Bienvenido pues este adarme, si no de religiosidad explícita, al menos de sentido común que nos llega desde el remoto Novgorod, aquella región que el propio Putin llamó el «centro espiritual, ya que no geográfico, de Rusia». Bienvenida la sensatez de quien dirige la única nación que puede acaso detener la expansión degenerativa de Occidente, fijándole unas fronteras al «mundo unipolar» y fundando la resistencia sobre premisas veraces. Enhorabuena que haya un gobernante que recuerde que no vivimos en un mundo de puros contemporáneos, sino que contamos también con antepasados y descendientes. He aquí una traducción parcial del texto en cuestión:

Necesitamos hoy nuevas estrategias para preservar nuestra identidad en un mundo de rápidos cambios, un mundo que devino más abierto, transparente e interdependiente. Para nosotros (y estoy hablando sobre los rusos y Rusia), cuestiones como quiénes somos y qué queremos ser son cada vez más relevantes en nuestra sociedad. Hemos dejado atrás la ideología soviética, y no habrá retorno. Partidarios de un conservadurismo básico que idealizan la Rusia anterior a 1917 parecen estar igualmente lejos de la realidad, del mismo modo que los adeptos a un extremo liberalismo al estilo occidental.

Es evidente que es imposible ir hacia adelante sin una autodeterminación espiritual, cultural y nacional. Sin éstas no seremos capaces de resistir los retos internos y externos, ni podremos sobrellevar las competencias globales. Y hoy vemos un nuevo giro en estas competencias. El mundo se está volviendo más rígido, y a menudo renuncia no sólo al derecho internacional, sino incluso a la elemental decencia.

Entendemos también que la identidad y la idea nacional no pueden ser impuestas desde arriba, no pueden fundarse en un monopolio ideológico. Una construcción tal es muy inestable y vulnerable; conocemos esto por experiencia personal. Esto no tiene futuro en el mundo moderno. Necesitamos creatividad histórica, una síntesis de las mejores ideas y prácticas nacionales, una comprensión de nuestras tradiciones culturales, espirituales y políticas desde diferentes puntos de vista, y comprender que la identidad nacional no es algo rígido que perdurará por siempre, sino más bien un organismo viviente.

Otro serio desafío para la identidad de Rusia está relacionado con los eventos que tienen lugar en el mundo. Acá se encuentran la política extranjera y el aspecto moral. Podemos apreciar cómo muchas de las naciones euro-atlánticas están rechazando sus raíces, incluyendo los valores cristianos que constituyen el fundamento de la civilización occidental. Están negando los principios morales y toda identidad tradicional: nacional, cultural, religiosa e incluso sexual. Están implementando políticas que equiparan las familias numerosas con las parejas del mismo sexo, la fe en Dios con la fe en Satanás.

Los excesos de la corrección política alcanzaron un punto tal que la gente habla en serio acerca de registrar partidos políticos cuya aspiración es promover la pedofilia. La gente en muchas naciones europeas se siente avergonzada o temerosa de hablar de su filiación religiosa. Las fiestas religiosas son abolidas o bien toman un nombre distinto; su significado permanece oculto, tanto como su origen moral. Y se está tratando de exportar agresivamente este modelo a todo el mundo. Estoy convencido de que esto abre un camino directo a la degradación y al primitivismo, acabando en una profunda crisis demográfica y moral.

¿Qué otra cosa mejor que la pérdida de la capacidad de reproducirse puede ofrecer el testimonio de la crisis moral que enfrenta una sociedad humana? Hoy día casi todas las naciones desarrolladas están incapacitadas para perpetuarse, incluso con la ayuda de la inmigración. Sin los valores incorporados del cristianismo y de las otras religiones históricas, sin las normas de moralidad que tomaron forma a lo largo de milenios, los pueblos perderán inevitablemente su dignidad humana.

Al mimo tiempo, notamos intentos por hacer revivir de alguna manera un modelo estandarizado de mundo unipolar y de ofuscar las instituciones de derecho internacional y la soberanía nacional. Un tal mundo unipolar y estandarizado no requiere Estados soberanos: requiere vasallos. En un sentido histórico, esto equivale al reniego de la propia identidad, a la diversidad del mundo donada por Dios.

En la memoria de santa Teresa del Niño Jesús, gústanos recordar aquellas palabras que le atribuyen como pronunciadas en su lecho de muerte, y que bien podríamos hacer nuestra jaculatoria: «¡cuánto quisiera vivir en los días del Anticristo, para poder combatirlo con la verdad!».