jueves, 26 de septiembre de 2013

UNOS ABREN LOS OJOS, OTROS LOS BLINDAN

A sólo medio año de la elección del Neopapa, es todo un intercambio de obsequios el que parece entablarse entre éste y mundo, al punto que ya no se sabe quién es quién, tan perfecta la reciprocidad. Sin agravio de lo mudable de sus máximas, el mundo pontifica, impone, y el Papa asiente; y la confusión de las lenguas -y de las personas- es un hecho, pese al pensamiento único. Lo peor es que cuando el uno sofistica, el otro -a sabiendas de ello- lo celebra, y viceversa. Es tanta, al fin, la complicidad en la falsía como para que no quepan dudas de que unas miasmas de veras irrespirables se han apoderado de la atmósfera común, al punto de urgir la fuga al yermo para evitar la muerte por asfixia.

¿Un papa que, no bastándole la mole de insulseces proferidas a instancias de reiterada y ordenada prevaricación, se permite al fin proponer una «relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea», como consta en la trajinada entrevista que le hizo el director de La Civiltà Cattolica, sin advertir que es exactamente al revés, que es el Evangelio aquel a cuya luz debe «releerse» o bien medirse toda cultura y todo tiempo histórico? ¿Un papa que, a propósito de los homosexuales, lanza la enormidad de que «la religión tiene derecho de expresar sus propia opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal», trocando al mismo tiempo el deber por el derecho, la certeza por la opinión, poniendo al libre albedrío poco menos que como garante del pecado, y haciendo de la exhortación una injerencia? «Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto. Después de aquello, aquella mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?», pregunta retórica esta última que sugiere la extensión de la comunión a aquellos que incurren -a no ser se corrija y expurgue el Evangelio (Mt 5,32; 19,9)- en adulterio. La «paz» a la que alude aquí Bergoglio, ¿según cuál de sus acepciones debe entenderse?

Se comprende que para el insultante historicismo de esta ralea de pastores sea poco menos que una reliquia paleolítica aquel pasaje del Código de Derecho Canónico -tanto en su vieja redacción como en la más reciente- que recuerda que «no deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (can. 915, incluyéndose en este último caso, según manifiesta enseñanza, a los divorciados vueltos a casar siquiera por civil). El propio Juan Pablo II recordó categóricamente en la Familiaris consortio que «la Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez (...) dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio». En verdad, lo que hace Bergoglio una y otra vez es ensalzar aquella misma moral situacional que oportunamente, advertido su peligro, condenara sin titubeos el papa Pío XII.

En ese haz de páginas que vierten la entrevista mencionada no faltan alusiones sinuosas a todos los temas sobre los que hoy se cierne la controversia más amañada (la situación de la mujer en la Iglesia, el Vetus Ordo Missae y la tradición católica, etc.). Resulta penoso tener que seguirlo, oponiendo a la campanada de sus auténticas provocaciones (repetidas según una obvia clave interpretativa por los medios) estas sordas quejas desde la espelunca, desde la propia y prosaica "periferia existencial", para un puñado de benévolos lectores. Baste comprobar lo ya sabido a su respecto: la tesis común a todos los temas abordados se reduce a la variabilidad de la moral y los contenidos de fe según los tiempos corran. Lo sugiere el Papa -y usamos a conciencia términos como «insinuar» o «sugerir», que si algo evita deliberadamente Francisco es la precisión argumentativa- trayendo a cuento a san Vicente de Lerins, que «compara el desarrollo biológico del hombre con la transmisión del depositum fidei de una época a la otra... El hombre, con el tiempo, cambia su modo de percibirse. Una cosa es el hombre que se expresa esculpiendo la Nike de Samotracia, otra la de Caravaggio, otra la de Chagall y, todavía, otra la de Dalí». Más desacordado no podía ser el símil: permaneciendo una y la misma la naturaleza humana, la auto-percepción del hombre ha cambiado, en efecto, con el tiempo, según los accidentes que afectan al proceso cognitivo, cuyos resultados son siempre provisionales. En el caso del auto-conocimiento del hombre, uno mismo es el objeto y el sujeto del conocer. De los dogmas, en cambio, expresivos de una verdad sobrehumana e inmutable, cabe decir que si el modo de exponerlos varía con las épocas y las lenguas, su sentencia -que equivale, como es dable observar, a la "percepción" de los mismos: ex sentire sententia- no cambia, siendo bien célebre el apotegma de Lerins, que reconoce en todo caso que, aunque puedan variar los modos de la expresión, se conservan siempre el sentido y la sentencia: eodem sensu eademque sententia. Traer en este punto a un autor sacro para hacerle decir lo contrario de lo que enseña, ya nos parece demasiado.

Autorretrato del cardenal Bergoglio en el tren subterráneo
de Buenos Aires, vulgo "Sute".
De ese mismo mundo que Francisco se esmera en lisonjear, y que comparte con él las veleidades progresistas, no han faltado últimamente voces que delatan el hastío ante lo que ya resulta una demasía actoral. Así, desde las Galias, uno se sirvió llamarlo «demagogo» y «autócrata», sin menoscabo de admitir que considera a éstas las cualidades más oportunas para el gobierno de la Iglesia en esta difícil sazón. A nuestra mayor deshonra y con no poca razón (casi un eco más atinado de aquel ¿de Galilea puede salir algo bueno?) el mismo escriba espetó que "no podía esperarse otra cosa del país que había parido a Perón y al Che Guevara". Otro, tenido en Italia en la categoría de los "ateos devotos" (es decir, intelectuales ajenos a la Iglesia pero que le reconocen a ésta al menos su inestimable carácter civilizador), no se abstuvo de asociar la lejana experiencia docente del Papa -que a través de la lectura de obras como «La casada infiel», de García Lorca, conducía a sus alumnos por las ulterioridades menos sensuales de la filosofía- con la condición hodierna de la Iglesia católica, esposa infiel toda vez que deviene meramente «pobre para los pobres, hospital de campaña de la misericordia, de las gasas y los buenos sentimientos (...) Es menester apuntar al fortalecimiento de los cuerpos y a la curación de cualquiera de sus partes mucho más que a la salvación de las almas o a las virtudes. Ahora el Evangelio se yergue contra la doctrina. Aquel libro bellísimo y salvaje, que es también un memorial misterioso y confuso, ese libro que desde hace veinte siglos buscamos explicarnos, porque la simplicidad es difícil de comprender, se convierte en la fiebre de bien y comprensión humana contra el cinismo catequético de la doctrina, contra los pequeños preceptos». Para rematar: «qué hallazgo genial, qué huevo de Colón. No sólo la Iglesia absuelve al mundo, sino que asume sus medios, se arrastra evangélicamente hacia un subjetivismo modernista de tipo antiguo, hacia su raíz, hacia la moral de la intención (...) Ahora la Iglesia se hace hija del mundo y su adulterio sentimental está a la vista de todos».

Sería irritante reconocer que un pontífice, en el insalubre intercambio verbal con el mundo moderno al que se ve conminado por razón de su oficio, anteponga la prudentia carnis a la proclamación de la verdad. Pero no debe ser éste el caso de Francisco, o al menos no principalmente, aunque a una primera vista pudiera parecer así. No son fácilmente compatibles con la psicología del cobarde los ascensos meteóricos que Bergoglio experimentó a lo largo de su carrera eclesiástica, ni su frecuente y exhibida coyunda con agentes anticristianos -en un alarde de "libertad evangélica" que parece más su grotesco remedo que otra cosa-, ni su deliberado abordaje de las cuestiones morales más incómodas desde perspectivas que, al menos, ponen en riesgo la afirmación de la doctrina común.

Huelga advertir, entonces, en relación a las profusas semidicciones de Francisco -y pese a la poca provisión de colirio en un mundo dado a tantas distracciones visuales- que quedan ojos aún activos, y que no faltan quienes le van tomando el pulso al sujeto: «el que habla puede ser malinterpretado por malicia ajena o por propia ambigüedad. Ser constantemente malinterpretado por todos, sin embargo, sólo puede significar dos cosas: o hay una conjura de todos los medios de comunicación amigos del incomprendido, o bien es el mismo malinterpretado aquel que quiere serlo, porque usa un lenguaje que se presta muy bien a este juego. Si el incomprendido no hace nada por desmentir a quien constantemente lo malinterpreta y aun más, le va bien que así sea, queda una de dos: o cuando habla no le interesa hacerse entender, o bien, simplemente, quien lo interpreta lo ha entendido a la perfección. El presunto incomprendido resulta, en cambio, perfectamente comprendido».

Que tomen nota de ello los "teólogos" laicos -y consagrado- del sitio InfoCatólica, atareados fatigosamente en cargar, como Sísifo su peñón, las boutades de Su Santidad, demostrando ser ya casi los únicos en no haberlo comprendido. ¿No es risible venir a recordar, cuando este ramillete semestral de anfibologías pontificias ya derrama su fragancia por todos lados, que la enseñanza del Papa no se ve comprometida mientras éste no se pronuncie ex cathedra? Estas manifestaciones de confianza a toda costa, este ponerle buena cara al tan mal tiempo, ¿las inspira venalidad o tontería?

Bastante tenemos que soportar y contestar el contrapunto que el mundo opone a la buena doctrina para que sea el propio Papa quien viene a proponer una «relectura» del Evangelio y de la misión de la Iglesia como un capítulo de la evolución dialéctica. Llevados a sus últimas consecuencias sus contrastes y antinomias, la reversibilidad de las certezas a que induce su calculado fraseo, ya nos parece ver estampada (en una encíclica-bomba, o poco menos) aquella blasfema fórmula de Proudhon: Dios es el mal. Mientras, y en tanto no cruce el umbral del sacrilegio explícito, la doctrina católica viene a ser en sus labios como esas míseras aves embreadas por la contaminación marina que, no pudiendo poner los pies en tierra, tampoco alcanzan a levantar vuelo, ennegrecidas y mustias, una auténtica y luctuosa sombra de lo que eres.


jueves, 19 de septiembre de 2013

FRANCISCO, O EL TRIUNFALISMO DE LAS RUINAS

No se puede disfrazar las evidencias, y menos cuando éstas cobran una magnitud incontrastable. Las tenemos tan a la vista que su descripción podría multiplicarse hasta el hastío. Baste como muestra lo que Mons. Brunero Gherardini estampa en su Concilio Vaticano II. Un discorso mancato (2011) a propósito de los desquicios al uso, y después de hacer penosa reseña de algunos entre tantos:
aberraciones y sumidero dan la medida del post-concilio. Pero la medida a la que me refiero no es sino una pequeñísima parte de un volcán que está aún en ebullición. La riada febril y arrolladora de su lava ardiente está amenazando con reducir toda realidad eclesial a camposanto. Las cifras de la frías estadísticas asustan: otra que humo de Satanás, otra que "averías" post-conciliares, éstas recuerdan los escombros humeantes y polvorientos luego de los bombardeos al ras de la segunda guerra mundial. La publicación oficial de los curas casados asegura que su número asciende (la estadística es de hace algunos años) a más de 100.000, o sea, a un cuarto de los 408.000 incardinados en las distintas diócesis: cuántos de éstos viven todavía con gozosa coherencia su sacerdocio, nadie puede decirlo, pero se sabe que, especialmente en algunas partes de la Iglesia, su número es holgadamente inferior a los curas convivientes more uxorio con una mujer. Desde el cierre del Vaticano II (1965) al 2005, se registró aquello que puede considerarse un abandono en masa de las religiosas -el porcentaje es del 45,5%, de 961.000 a 522.000. No es mejor la condición de los religiosos, disminuidos en un 35%.
Es obvio que el autor no pretende hacer una cuestión de cifras; de hecho, quienes permanecen en la Iglesia a fuer de parásitos no son mejores que los que han puesto pies en polvorosa. La merma cuantitativa no ensombrece ni pizca a la cualitativa.
Respecto a los obreros que trabajan, la cosecha, que el Señor ya dijo era grande (Mt 9,37; Lc 10,2), tiene proporciones inmensas y el número de los obreros es cada vez más reducido. En medio de ellos y del mismo pueblo de Dios se respira una atmósfera contaminada y casi nadie se da cuenta. Los instrumentos de la comunicación social están al servicio de una sociedad de divorcistas, abortistas, pacifistas, liberales en todo sentido, para los cuales discriminar entre creyentes y no creyentes, cristiano-católicos y budistas, islámicos y hebreos, homosexuales y heterosexuales parece absurdo. Un espantoso relativismo ético-teológico hipnotiza la conciencia de la verdad y del error.
Conste que en otros pasajes de su diagnóstico el prelado no excluye la obvia repugnancia por los difusos casos de pedofilia, ni la comprobación del caos resultante de la tan alentada «creatividad» litúrgica y doctrinal. Conste, ídem, que no pudo prever que a sólo dos años de escribir estas líneas el Papa iba a renunciar, vertiendo un manto de estupor sobre el galope tendido, el ostinato cum iocunditate de todos los escándalos desatados, "vatileaks" incluso. A menudo concluimos que ya ni vale la pena seguir barajando, por demasiado sabidos, los pormenores de tanta debacle.

Sin merma de todo lo cual, Francisco se atreve a decir sin pestañear que «la Iglesia no se derrumba... al contrario, me atrevo a decir que nunca ha estado tan bien y atraviesa un momento muy hermoso»Afirmación que no se sabe ya a qué atribuir: si al cinismo, si a la ebria suficiencia de quien cree poder crear las realidades con sólo nombrarlas, o a qué otra peligrosa embriaguez, supuesta la obvia autorreferencialidad a que lo induce tanto aplauso que le tienen programado. Resulta notable, por lo demás, la paradoja de que sean aquellos mismos que, dados a cuestionar a la Iglesia en su historicidad, tiznando con el despectivo mote de "triunfalista" a la historia eclesiástica entre el edicto de Constantino (313) y el Concilio Vaticano II (1963-65), se esfuercen ahora en presentar como a un triunfo de la Iglesia lo que no es sino su más deshonrosa capitulación. O su «autodemolición», según lo confesó el Papa del inmediato post-concilio.

¿Podrían ser más dramáticamente aplicables las palabras dirigidas a la Iglesia de Laodicea (Ap 3,17)?:
Dices: «soy rico y próspero, a mí no me falta nada». Y no sabes que eres desdichado y miserable, y pobre, y ciego, y desnudo. 

(Para nuestro consuelo, el buen Dios no deja sin señalarnos a continuación los remedios para tan malos males: contra la ceguera el colirio del arrepentimiento y la conversión; contra la desnudez, la vestidura blanca de la gracia; contra toda miseria y tiniebla espiritual, el oro acrisolado de la sabiduría y la santidad. Roguemos porque la Iglesia de Laodicea no siga desechándolos con disgusto).

lunes, 16 de septiembre de 2013

LO CORTÉS QUE QUITA LO VALIENTE

El dialoguismo ebrio al que la Iglesia parece haberse encomendado sin reservas necesitaba aún encontrar su más indecorosa expresión, tanto como la más amplia radiación imaginable: cometido que suponía conquistar el Trono para tronar, desde allí, los aperturismos más increíbles. Hacía falta un papa querendón y zalamero, uno que, a la zaga de la Nostra Aetate y la Dignitatis Humanae, se resolviera a promover una teología de nuevo cuño que, por la exaltación frenética del diálogo, llegara incluso a bendecir a aquel al que Eva se prestó con la serpiente.

Ya se sabe que para los «inquisidores de signo inverso» la certeza es arrogancia, y la doctrina católica debe imitar la técnica otrora practicada por el impresionismo pictórico: contornos difusos, líneas vagas. S. S. Francisculus -lo llamaremos así en honor a la nimiedad de su enseñanza y a la familiaridad que quiere inspirar a todos, reclamando a los muchachotes que lo traten del tú, como a un igual- vino a ser el ungido por ese destino devorador de toda majestad, que ahora se ceba a grandes bocados con aquella institución que constituía la única garantía cierta de una victoria sobre las fuerzas disolventes del acaso, el único refugio indemne a los agravios de la naturaleza y la necesidad, la plaza fuerte ante los asaltos del tiempo y el espacio.

Un luengo artículo aparte merecería la judeofilia de Bergoglio. En el último que aquí publicamos, hicimos mención de la carta pública que S. S. Francisculus remitió a Eugenio Scalfari, director del diario italiano La Repubblica, en el que -junto a los miramientos dispensados a los más empedernidos ateos, representados por el propio Scalfari- no faltan las sólitas lambidas a la Sinagoga. Grave es que el Papa, en su enésimo conato de diálogo con los enemigos de Cristo, se haya prestado a un intercambio con alguien para quien, al decir de Francesco Colafemmina «no existen ni Dios ni el pecado. Pero que tienta al Papa, y quiere inducirlo por mera cortesía verbal -y a través de un juego de insincera apertura a sus respuestas- a afirmar que sí, que la misericordia de Dios perdona siempre (...) No es una ovejita perdida, sino un pecador convicto, un ateo animado sólo por una insensata hybris», a cuyo «jueguito soberbio y autorreferencial» el Papa no tuvo el valor de sustraerse. Sí lo hizo en su momento Benedicto, provocado de continuo por este venenoso agitador antiteísta a un diálogo imposible que aquél supo rechazar con su silencio.

Pues bien, otra de las probadas debilidades de Bergoglio han sido los de la medialuna, mucho más honrados por él que los cristianos masacrados allí donde arrecia el satánico odio musulmán: de estos recentísimos y admirables mártires, en rigor, no dijo aún ni mu. Como sea que a veces, siquiera para descansar de sus pesadas tareas, los aplaudidores de rigor se toman su momento de reposo, y en medio de ese saludable silencio hasta puede ocurrir el prodigio de que un sacerdote se decida a poner blanco sobre negro, así lo hizo el padre Guy Pagès, de la arquidiócesis de París, en una carta abierta al Papa que no tiene desperdicio. Traducimos, de su versión al italiano, algunos de sus fragmentos más significativos:

Saludando con «gran placer» a los musulmanes con ocasión del Ramadam, tiempo empleado para «el ayuno, la oración y la limosna», Ud. parece ignorar que el ayuno del Ramadam es tal que «el gasto medio de una familia que lo practica aumenta en un 30 %», que la limosna musulmana está destinada sólo a los musulmanes menesterosos y que la oración musulmana consiste en rechazar cinco veces al día la fe en la Trinidad y en Jesucristo, pidiendo la gracia de no seguir el camino de los extraviados, o sea, de los cristianos... Por lo demás, durante el Ramadam la criminalidad se incrementa de manera vertiginosa. ¿Hay en estas prácticas algún motivo posible de elogio?
Su carta de Ud. afirma que debemos tener estima por los musulmanes y «sobre todo por sus líderes religiosos», pero no se dice a título de qué. ¿Qué es el Islam para un cristiano si, desde el momento en que niega al Padre y al Hijo (I Jo. 2, 22) se presenta como uno de los más poderosos Anticristos existentes, en número y en violencia (Ap. 20, 7- 10)? ¿Cómo podemos estimar sea a Cristo, sea a aquello que se Le opone?
¿Qué tipo de «paralelos» alcanza a encontrar entre «la dimensión de la familia y de la sociedad musulmana» y «la fe y la práctica cristiana», desde el mismo momento en que el estado de la familia musulmana prevé la poligamia (Corán 4, 3, 33, 49; 52, 59), el divorcio (Corán 2, 230), la inferioridad ontológica y jurídica de las mujeres (Corán 4, 38; 2, 282; 4, 11), la posibilidad, para el marido, de pegarle a su esposa (Corán 4, 34), etc.? ¿Qué analogías puede haber entre la sociedad musulmana, construida para la gloria del Único y que, de hecho, no puede tolerar la alteridad ni la libertad ni, en consecuencia, distinguir las esferas religiosa y espiritual del resto? «Entre nosotros y vosotros habrá enemistad y odio por siempre, hasta que no creáis en el único Allah» (Corán 60, 4). ¿Qué analogías con la sociedad cristiana, construida para la gloria de Dios Uno y Trino que promueve el respeto de las legítimas diferencias? Por «paralelo», ¿no habría que comprender, más bien que aquello que no se asemeja pero se aproxima, aquello otro que no se acerca en absoluto? ¿No resulta sólo en este caso evidentemente clara su declaración? 
Usted propone a sus interlocutores reflexionar acerca de la «promoción del respeto recíproco a través de la educación», sugiriendo que ellos comparten con Usted los mismos valores de humanidad, de «respeto recíproco». Pero no es éste el caso. Para un musulmán, no es la naturaleza humana la que sirve de referencia, ni tampoco el bien cognoscible de la razón: el hombre y su bien no son aquello a lo que apela el Corán. El Corán enseña a los musulmanes que los cristianos, en tanto cristianos, «son impureza» (Corán 9, 28), «lo peor de la Creación» (Corán 98, 6), «los más viles de entre los animales» (Corán 8, 22; cfr. 8, 55). Porque el Islam es la verdadera religión (Corán 2, 208; 3, 19, 85) que dominará a todas las otras para erradicarlas por completo (Corán 2, 193); aquellos que no son musulmanes sólo pueden ser perversos y malditos (Corán 3, 10, 82, 110; 4, 48, 56, 76, 91; 7, 44 ; 9, 17,34; 11, 14; 13, 15, 33; 14.30 , 16,28-9; 18, 103-6; 21, 98; 22, 19-22, 55; 25, 21; 33, 64; 40, 63; 48,13); que los musulmanes deben combatir constantemente (Corán 61, 4,10-2; 8, 40; 2, 193) con el engaño (Corán 3, 54; 4, 142; 8, 30; 86,16), el terror (Corán 3,151; 8, 12, 60; 33, 26; 59, 2) y todo tipo de penas (Corán 5, 33; 8, 65; 9, 9, 29, 12; 25, 77), tales como la decapitación (Corán 8, 12; 47, 4) o la crucifixión (Corán 5, 33), para eliminarlos (Corán 2, 193; 8, 39; 9, 5, 111, 123; 47, 4) y finalmente destruirlos (Corán 2, 191; 4, 89, 91; 6, 45; 9, 5, 30, 36, 73; 33, 60-2: 66, 9). «¡Oh, vosotros que creéis! ¡Combatid a muerte a los incrédulos que están junto a vosotros, y que hallen en vosotros crueldad!» (Corán 9, 124). «¡Que Allah los maldiga!» (Corán, 9, 30 cfr. 31, 51; 4, 48)...
Santo Padre, ¿se puede acaso olvidar, cuando uno se dirige a los musulmanes, que éstos no pueden remitirse a otra cosa que al Corán? Usted apela al «respeto hacia cada persona (...) Antes que nada hacia su vida, hacia la integridad física, hacia su dignidad, con los derechos que le son derivados, hacia su reputación, su patrimonio, su identidad étnica y cultural, sus ideas y sus elecciones políticas». No puede influir sobre las disposiciones dadas por Allah, que son inmutables, y he citado algunas entre ellas. Pero si nosotros respetamos «las ideas ajenas y las elecciones políticas», ¿cómo podemos, entonces, oponernos a la lapidación, a la amputación, y a todo tipo de otras prácticas abominables exigidas por la Sharia? Su bello discurso no puede conmover a los musulmanes, pues éstos no tienen que aprender lecciones de nosotros, que somos «impureza» (Corán 9, 28). Y si a pesar de todo lo aplauden, como han hecho en Italia, es porque la política de la Santa Sede sirve notablemente a sus intereses haciendo pasar su religión como respetable a los ojos del mundo. Lo aplaudirán en tanto sean, como en Italia, una minoría. Pero cuando no lo sean más, ocurrirá lo que ocurre en todos los lugares en los que son mayoría: todo grupo no musulmán tendrá que desaparecer (Corán 9,1; 47, 4; 61, 4; etc.) o pagar la jyzaia para obtener el derecho de sobrevivir (Corán 9, 29). Usted no puede ignorar todo esto, pero ¿cómo puede, escondiéndolo a los ojos del mundo, promover la expansión del Islam ante inocentes o ingenuos engañados de tal guisa? ¿Acaso admite usted los cumplidos que le han sido tributados como signo de la fecundidad de su postura? Entonces Ud. ignora el principio de la takyia que manda besar la mano que el musulmán no puede cortar (Corán 3, 28; 16, 106)? Pero, ¿qué valen tales intercambios de cortesía? ¿No dijo san Pablo: «si busco agradar a los hombres, no seré servidor de Cristo» (Gal 1, 10)? Jesús ha declarado malditos a aquellos que son objeto de veneración de parte de todos (Lc. 6, 26). ¿La misión de la Iglesia es enseñar los buenos modales para vivir en sociedad? ¿Habría muerto san Juan Bautista si hubiera simplemente querido desear una bella fiesta a Herodes? 
Quizás se dirá que no hay comparación con Herodes, porque Herodes vivía en el pecado y que era el deber de un profeta denunciar el pecado. Pero si cada cristiano ha venido a ser un profeta el día de su bautismo, y si el pecado es no creer en Jesús, Hijo de Dios, Salvador (Jo. 16, 9), aquello de lo que precisamente se gloría el Islam, ¿cómo podría el cristiano no denunciar el pecado que es el Islam y llamar a la conversión «en toda ocasión oportuna e inoportuna» (2 Tim. 4, 2)? Desde el mismo momento en que la finalidad del Islam es sustituir al cristianismo, que habría pervertido la revelación del puro monoteísmo con la fe en la Santa Trinidad, y ya que Jesús no es Dios, ni habría muerto ni resucitado, no habría habido Redención y su misión se reduciría a nada, ¿por qué no denunciar al Islam como al impostor preconizado (Mt. 24, 4; 11, 24) y el depredador por excelencia de la Iglesia? En lugar de echar al lobo, la diplomacia vaticana parece preferir alimentarlo con adulaciones, no advirtiendo que éste sólo espera hallarse bien nutrido para hacer lo que hace allí donde se ha vuelto suficientemente fuerte y vigoroso. ¿Hay necesidad de recordar los cristianos mártires de Egipto, Pakistán, y todos los países en los que el Islam tiene el poder? ¿Cómo puede la Santa Sede asumir la responsabilidad de avalar al Islam presentándolo como un cordero, mientras que es un lobo disfrazado de cordero? En Akita, la Virgen María nos advirtió: «el Diablo se introducirá en la Iglesia porque está llena de gente que acepta compromisos».
Oh, ciertamente, asociarse al gozo de buenas personas ignorantes de la voluntad de Dios deseándoles un feliz Ramadam no puede parecer una cosa mala en sí misma, exactamente como pensaba san  Pedro cuando justificaba los usos hebraicos...  temeroso de los proto-musulmanes, o sea de los nazarenos hebreos. Pero san Pablo lo corrigió en presencia de todos demostrando que tenía cosas más importantes que hacer que buscar contentar a los falsos hermanos (Gal 24, 11-14; 2 Cor 11, 26; Corán 21, 93; 60, 4, etc.). Si Pablo tiene razón, ¿cómo se puede decir que «no podemos criticar la religión de los otros, sus enseñanzas, sus símbolos y valores»? No queriendo criticar al Islam, su carta justifica también a los obispos que asisten a la ceremonia de colocación de la piedra inaugural de una mezquita. Cuanto ellos hacen es, también en su caso, una cuestión de cortesía en el deseo de complacer a todos y favorecer la paz civil.
Mañana, cuando sus fieles se hagan musulmanes, dirán que fue su obispo quien, en vez de conservarlos en el cristianismo, les indicó el camino haca la mezquita. Y podrán decir la misma cosa respecto a la Santa Sede, ya que habrán aprendido a no pensar la verdad sobre el Islam, sino a honrarlo como a bueno y respetable en sí mismo...
Muchos musulmanes me han expresado su alegría por el hecho de que Ud. honra su religión. ¿Cómo podrán nunca convertirse, si la Iglesia los estimula a practicar el Islam? ¿No favorece todo esto el relativismo religioso por el cual las diferencias entre religiones serían de poca monta, mientras lo importante sería cuanto haya de bueno en el hombre, que se salvaría independientemente de las religiones?
Y aunque amemos al prójimo, cualquiera éste sea, comprendidos los musulmanes en tanto miembros -como nosotros- de la especie humana, querida y amada desde toda la eternidad por Dios y redimida con la Sangre del Cordero sin mancha, Jesús nos ha enseñado a negar todo ligamen humano que se opone a su amor (Mt 12, 46-50; 23, 31; Lc 9, 59-62; 14, 26; Jo 10, 34; 15,25). ¿Con qué fraternidad, pues, se podría llamar «hermanos» a los musulmanes (vea su declaración del 29.03.2013)? ¿Hay una fraternidad que trasciende todas las cosas humanas, entre ellas la de la comunión con Cristo, rechazada por el Islam, y que debiera ser la única importante? 
Su carta hace referencia al testimonio de san Francisco, pero no dice que san Francisco envió frailes para evangelizar Marruecos sabiendo que muy probablemente hubieran sido martirizados, como efectivamente ocurrió. No dice que se empeñó él mismo en evangelizar al sultán Al Malik Al Kamil. La caridad denuncia la mentira y llama a la conversión.
Santísimo Padre, nos resulta muy difícil encontrar en su carta a los musulmanes el eco de la caridad de san Pablo que manda: «no os unáis con los infieles bajo un yugo que no es para vosotros, pues, ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿O cuál comunión entre la luz y las tinieblas? ¿Y qué acuerdo entre Cristo y Belial? ¿O qué relación hay entre el creyente y el infiel?» (2 Cor 6, 14-15), o aquellas del dulce san Juan de no acoger a nadie que rechace la fe católica, de no saludarlo siquiera, bajo pena de participar de sus «malas acciones» (2 Jo 7, 11). Saludando a los musulmanes con ocasión del Ramadam, ¿no se participa de sus obras malvadas?
Santo Padre, Ud. ha leído la carta abierta de Magdi Cristiano Allam, ex musulmán bautizado por Benedicto XVI en 2006, que anunció su alejamiento de la Iglesia a causa de su compromiso con la islamización de Occidente. ¡Esta carta es un terrible trueno en el cielo ante la tibieza y la cobardía de la Iglesia, y tendría que ser un gran aviso para nosotros! 
Santísimo Padre, ya que la diplomacia no está cubierta por el carisma de la infalibilidad y su mensaje a los musulmanes con ocasión del fin del Ramadam no es un acto magisterial, me tomo la libertad de criticarlo abierta y respetuosamente (can. 212 § 3). Seguramente Ud. ha considerado que antes de hablar de «teología» con los musulmanes, era necesario disponer su corazón enseñándoles el deber, sin falta elemental, de respetar a los demás. Quería decirle que nos parece que una tal enseñanza debía ser hecha sin ninguna referencia al Islam, con el fin de evitar cualquier ambigüedad a su respecto. ¿Por qué no con ocasión del Año Nuevo, o en Navidad?

viernes, 13 de septiembre de 2013

TIEMPO E HISTORIA COMO OBJETOS DE AGRAVIO

Lo haga o no explícito, es un hecho que para ese difuso entrevero de doctrinas que cabría llamar "modernistas", el progreso evolutivo de la historia en el sentido del bien (de un bien indefinido e indefinible) resulta inexorable. En qué dato se funde tamaña presunción que no sea en el simple hecho de una aspiración o pálpito cordial (en una "corazonada", decimos por acá), nunca sabrán sus propios exponentes exponerlo. El caso es que voces como "retardatario" o "regresivo" obran, de cuarenta o cincuenta años a esta parte, como baldones ilevantables, y el solo oponer alguna cautela a la corriente necesariamente evolutiva de los tiempos constituye algo así como un delito «de leso progreso».

Sabemos que el modernismo, nombre siempre equívoco pero lo bastante sugestivo para membretar el caos doctrinal calculadamente extendido, obra un múltiple agravio en varios frentes. Ciñámonos pues, para abordar apenas una de sus injurias más significativas, al sentido del tiempo y de la historia, sabedores de que un error en este terreno acaba presto por repercutir -como a diario se comprueba- en la eclesiología, de la que luego se extiende -como no podría ser de otra manera- a la misma disciplina eclesiástica.

Deudor en esto del empirismo, del materialismo y de todas las tuertas concepciones derivadas de una aprehensión deformada de la realidad (tal como suele resultar de la sobrecivilización), el modernismo no ve en el tiempo sino su aspecto material, es decir: no lo concibe sino como mera sucesión. Omite que es el espíritu obrando en el tiempo quien garantiza la continuidad y la identidad de los pueblos y las culturas, haciendo del pasado una imborrable actualidad e introduciendo una aspiración de plenitud («vocación») a la que el tiempo se lanza como a su realización hipertélica.

El modernismo se agota en un "hodiernismo", en un presente continuo sin memoria ni esperanza, toda vez que ignora principios y fines, parasitados por unos medios declarados en rebeldía. La misma noción de "progreso indefinido" entraña una recusación del fin -y no ya del fin como término, sino incluso como completud y culmen. La indeterminación, aquí, y contra la doctrina perenne de la libertad, se sitúa claramente en el terreno de los fines, mientras que en cuanto a los medios se tendrá por lícita toda coacción mirante a favorecer la transitividad, la movilidad continua. Esto ocurre cabalmente en el culto del Estado (incluidas sus formas no declaradas, como cuando el Estado moderno se erige en educador y en planificador familiar), y ocurrirá en esa expresión novísima del cesaropapismo que encarnará el Anticristo. Y esto porque, una vez depuesto el fin, no queda sino ofrecer un fin espurio tomado de la misma costilla de los medios. Es la hoy tan frecuente absolutización de lo relativo, ilustrada (en insuperable síntesis de lo ridículo y lo demencial) en aquellos que hacen una causa, la causa de sus vidas, del rescate de los perros abandonados o de la salvaguarda de las ballenas.

Hans Küng, digna gárgola para una catedral progresista
Este espíritu penetró en la Iglesia de tal manera que apenas se salvó -como lo registra el Apocalipsis (11, 1) en el pasaje de la «Medición del templo»- el tabernáculo y los que allí se concitan en adoración. Que en la encíclica "a cuatro manos" ratzin-bergogliana Lumen fidei no comparezca ni una sola vez (pese al tema que la inspira) la palabra «dogma», esto es todo un síntoma. Porque el dogma, en tanto verdad a contemplar, pertenece al plano de los fines, de lo infranqueable, y en tanto dato que reclama nuestro asentimiento y afirmación, es un puro principio inamovible, cosas ambas que repugnan con fuerza a la mentalidad contemporánea, incluida la Iglesia de-dogmatizada y "peregrina". En cambio, el diálogo, ese fetiche tout court post-conciliar (tanto, que Amerio lo encuentra veintiocho veces mentado en los documentos del Vaticano II, contra ninguna en todo el Magisterio de los veinte siglos anteriores), como concepto que asume razón de medio, goza de la más empalagosa predilección en la homilética y la enseñanza de nuestros días. Así Francisco, en la reciente carta abierta al director del diario La Repubblica, no cabe en sí del gozo al señalar que «ha llegado la hora, y precisamente el Vaticano II ha inaugurado este ciclo, de iniciar un diálogo abierto y sin ideas preconcebidas que reabra las puertas a un encuentro serio y fecundo» nada menos que entre la Iglesia y la cultura moderna, que él mismo reconoce como «de matriz iluminista». Esto, y defecar sobre ese último artículo que el Syllabus de Pionono recogió en su condena («el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna») es todo uno. Se está dejando rezagado nada menos que a un Küng, quien al menos se contentó con el diálogo interreligioso, sin expresar tal encanto de coyunda con la Aufklärung.

Esta recusación de los fines y su consiguiente hipertrofia de los medios multiplicó y seguirá multiplicando, pese a las veleidades espontaneístas de Francisco, todo lo que sea burocracia, oficinismo, tráfico de influencias, nepotismo y carrerismo en la Iglesia, quitándole el vigor necesario para testimoniar el escándalo de la Cruz al mundo autosuficiente. Así, al tiempo de la poda, se acaba por aplicar la sierra a las raíces. Y esto porque se subordina la fidelidad, es decir, la fe, a un titánico afán creativo que admite -entre otras aberraciones- la disolución voluntaria de la historia y el rechazo de la tradición. Como consta en el cuestionario que se les dirigió a los recientemente intervenidos Franciscanos de la Inmaculada, en el que se les pregunta capciosamente si la Misa Tradicional, celebrada con asiduidad en las casas de la Orden, «constituye un bien y ayuda a la comunión entre los miembros«, si «responde a las exigencias de la evangelización y a las exigencias de espiritualidad del hombre contemporáneo», si es «reclamada por el Vaticano II» y si «responde a la mens del Santo Padre», malocultando la evidente aversión a una forma litúrgica que, pese a remontarse a los tiempo apostólicos y a haber servido a santificar a tantas generaciones, se pretende finalmente perimida.
 Un templo modernísimo y pintón.

La piedra que desecharon los constructores modernistas, pagados de un creacionismo veleidoso y persuadidos en mala hora de que a Dios se lo puede corregir, ha venido a ser otra vez la piedra angular con la que tropiezan. Porque la Iglesia es, ante todo, tradición no interrumpida hasta la vuelta del Señor. El nuevo Sanhedrín se ha vuelto tolerante y mimético para congraciarse con los tiempos. Su pecado de historicismo agravia a la historia. Y hacerlo supone negar la eternidad, pues sólo un principio inmaterial y eterno puede introducir un sentido en la sucesión temporal, de otro modo mecánica y ciega.

jueves, 5 de septiembre de 2013

SOBRE LA REHABILITACIÓN DEL ERROR Y LA «IGLESIA INVISIBLE»


Chesterton decía que tantísimos cristianos eran "monofisitas sin saberlo", remitiendo la afirmación a cierta opinión tristemente difundida en sus días según la cual Jesús había sido capaz de soportar los dolores de Su pasión sólo en virtud de su condición divina (negando con ello el mérito en la obra de la Redención). Hoy podría estirarse el argumento hasta arracimar un vasto elenco de herejías en el credo implícito de tanto deschavetado feligrés, tanto que la tesis protestante de la «Iglesia invisible» podría gozar de heteróclita comprobación. No ya invisible, como lo quería Lutero, por "despojada de estructura jerárquica y de temporalidades": digámosla mucho más prosaica su invisibilidad. Tanto que, si alguien echara las redes en nuestras parroquias a los fines de obtener muestrario, lejos de embolsar multitud de peces de doctrina indeficiente (al modo de Simón Pedro y sus compañeros en Lc. 5, 6 ss., que vieron llenarse las redes casi hasta reventar, y hasta las barcas peligraban hundirse por lo copioso de la pesca), haría seguro acopio de toda otra suerte de fauna marina: moluscos, crustáceos, que no peces, cuando no botas raídas y algún herrumbrado arpón. Según esta acepción, la Iglesia se ha vuelto invisible porque ha negado el testimonio visible y vivo de su fe al negar su asentimiento y su homenaje a la Verdad. Se ha vuelto invisible, en fin, porque expulsó al Invisible de su cátedra.

De esta suerte, el naturalismo acabó por hacer mella e infección generalizada en el Cuerpo Místico. Al punto que, si no necesitáramos otro «signo de los tiempos» en unos tiempos que ven adensarse y condensarse los signos, como pasa con las nubes cuando la tormenta es próxima (Lc. 12, 54), ahí tenemos al error otrora condenado hoy rehabilitado, como gradualmente lo venimos comprobando en relación a la funesta «teología de la liberación». Que el mismo Papa Benedicto -que, en sus tiempos de Prefecto de la Doctrina de la Fe, señaló categóricamente la incompatibilidad de la «teología de la liberación» con la doctrina católica- acabara por designar al frente de la Congregación para la Doctrina a un notorio afecto a la tesis condenada, como lo es Mons. Müller, ya era cosa digna del mayor desconcierto. Ahora sobreviene, de parte de L´Osservatore Romano, la campaña laudatoria para con los fautores de aquel estropicio. La reivindicación de la «teología de la liberación», señala Vatican Insider en alusión a un artículo aparecido en aquel otro medio, «no es un accidente, sino una situación bien sopesada, destinada a cerrar, por lo menos en las intenciones, el capítulo de las guerras teológicas del pasado», y como si fuéramos tontos «el mismo Müller describe los factores políticos y geopolíticos que condicionaron a lo largo de los años ciertas acusaciones en contra de la TDL, en una época en la que cierto capitalismo era percibido como "definitivamente victorioso"», de lo que resulta que no fueron los errores inherentes a la doctrina sino una mera conveniencia política transitoria lo que motivó antaño el rechazo católico de las pamplinas tercermundistas. Es demasiado para el estómago.

Leonardo Boff, un bofe que nos meten de contrabando
Las herejías encuentran expresión y aun cunden en medio de una atmósfera turbia que las favorece. Lo indicó hace ciento y tantos años Félix Sardá y Salvany en su El liberalismo es pecado: «el error en la sociedad es como una fea mancha en una tela de primoroso tejido. Se le ve claramente, pero cuesta precisar sus límites; son vagas sus fronteras (...) Preceden al error, que es negra sombra, y le siguen y le rodean unas como vagas penumbras (...) Así todo error claramente formulado en la sociedad cristiana tuvo en torno de sí otra como atmósfera del mismo error, pero menos denso y más tenue y mitigado. El arrianismo tuvo su semi-arrianismo, el pelagianismo su semi-pelagianismo...». Así es que, por una propensión típica del hombre, a quien le cuesta sostener largamente la tensión defensiva, la resistencia victoriosa contra el error manifiesto suele malograrse por la condescendencia con el mismo error mitigado. Lo supo y lo denunció entre nosotros el glorioso mártir Carlos Sacheri que, casi retomando y precisando la observación de Sardá y Salvany, supo ver en los movimientos intraeclesiales de inspiración marxista una continuidad con la herejía modernista:
según una constante histórica frecuentemente verificada, a todo movimiento herético condenado por la Iglesia sigue una semiherejía o herejía mitigada. El nuevo movimiento retoma una parte de las tesis ya condenadas y varía, por lo general, su formulación, con el objeto de hacer creer que su doctrina no es la ya condenada sino otra nueva. Esto tiene la ventaja de "ablandar" los espíritus menos formados, fácilmente encandilables, los cuales, una vez pasado el "grave peligro" de la herejía condenada, se dejan seducir por la nueva formulación pues ésta les parece mucho más sensata y aceptable. El rechazo de la posición herética extrema no basta para inmunizar a los fieles contra una doctrina cuya perversidad no siempre han percibido con precisión; la decisión de la autoridad eclesiástica sirve de freno eficaz, pero su acción debe prolongarse en una actividad pastoral de formación intensa de las conciencias.

Es cabalmente lo que ocurrió con la «teología de la liberación», que aparece ahora como desbastada y ofrecida así a muchos que hubieran rechazado su expresión más extrema, pero que aceptan con gusto su refrito. Y no estará de más repetir la obviedad de que, detrás de la ventilada «opción preferencial por los pobres» no hay sino la opción de Judas en Betania (Jo. 12, 4 ss.).

La «teología de la liberación», como lo expuso cínicamente uno de sus corifeos, no ha sido sino la «liberación de la teología», a la par que una óptima oportunidad para alcanzar prestigio mundano, ser invitado a congresos internacionales con aditamento de lujosa hotelería y contar con unos ahorros en el banco. Los pobres son una excusa y el trajinado rehén dialéctico de este naturalismo antropocéntrico, que parece la floración más adecuada (la superestructura, hablando en marxista) de la infausta civilización de la técnica, una de las epifanías más desagradables de eso que la Escritura llama superbia vitae. Y la Iglesia, con asumirla, se ha vuelto finalmente invisible, esto es: ha perdido su carácter de signo.

lunes, 2 de septiembre de 2013

LA IGLESIA Y LA GUERRA INMINENTE

A la modernidad podría definírsela sucintamente, enfocando apenas uno de sus rasgos más salientes, como aquel período histórico que vio erigirse imperios fundados en la sola fuerza, y que entendió y alentó la guerra como expedición comercial del más lato alcance, sin escrúpulo ni freno al ansia de botín. Guerra total que no se aviene a derecho alguno de guerra, con blancos cada vez más mayoritariamente civiles, en una progresión demoníaca que obliga a balbucear las más indecentes patrañas para ensayar su imposible justificación.

Muy a diferencia del Imperio Romano, que asume el dominio a los fines de la elevación de los súbditos (imperium, antes y al margen de la expansión imperial, es vocablo castrense que se amplía al orden moral, remitiendo a una disciplina fundada en las leyes y mirante al perfeccionamiento del conjunto social); muy a diferencia también del Imperio Macedónico, que decide extender el radio de acción política de la Hélade a partir de la certeza inquebrantable de que la naturaleza racional del hombre establece una común dignidad y una universalidad que exigen una expresión política vasta y unificadora (recuérdese que Alejandro había sido formado por Aristóteles); obviamente demasiado lejos del semirrealizado ideal medieval del Sacro Imperio, entendido éste como una confederación de naciones cuyo quicio -magüer todas las previsibles deficiencias humanas- es la justicia en su bíblica acepción de «santidad», el imperio moderno pervierte y extenúa la acepción propia del término, asociándola entrañablemente a la praxis «imperialista», esto es, a la política sistemática de expansión territorial a costa de los vecinos -y aun de los que no lo son tanto-, tirando por la borda toda referencia al derecho internacional y toda reticencia de carácter ético. La maquiavélica sustitución de bien útil por bien honesto aplicado a la teleología política y la cínica invención de Hobbes (la de un Estado totalitario con nombre de serpiente marina) sitúan en los albores mismos de la modernidad el motivo inspirador más o menos declarado -esto es, más o menos oculto- de la política sucesiva.

«Leviatán», por Thomas Hobbes
Basta constatar que la ruptura de la unidad religiosa en Occidente propició la boga del absolutismo regio, y que derrocado éste se elevó aquella otra forma de absolutismo que hoy padecemos (el del número, tal la democracia) para evidenciar cuánto la suerte de esta mitad del mundo se mimetizó con aquel carácter que se ha atribuido siempre al Oriente: el del fatalismo quietista, garantía espiritual del despotismo. Y nótese que no hablamos de «fatalismo quietista» de balde: pese al hormigueante trajín al que se ha lanzado el mundo occidental en los últimos siglos, pese al activismo exterior y a la operosidad transformadora del orbe, el hombre contemporáneo vive convicto de la ficción ideológica del progreso necesario, de un sentido de los acontecimientos no improntado por el espíritu, del positum rector y del descrédito más efectivo de la libertad, sobre todo cuanto más se entienda ésta en su acepción más elevada: la de la opción incluso heroica por el puro bien. Todo esto no es sino fatalismo y rendición incondicional a la tiranía -de los hechos, de los gobiernos, cualquiera sea.

Los cristianos sabemos muy bien que la proyección última de la moderna concepción de «imperio», fundada en los rasgos arriba citados, lleva invariablemente al Anticristo. Sabemos que éste, apoyándose en una doctrina falaz, opugnadora de todo lo que refiera a Dios (es más: que le robará a Dios los honores sólo a Él debidos), ejercerá un dominio orbital incontrastable. Y que la única respuesta efectiva a todas las tendencias orientadas a este catastrófico término consiste -tal como lo comprendieron acuciantemente los papas desde León XIII hasta Pío XII- en la consagración de todas las cosas, de la sociedad humana, a Cristo Rey. Pío XI trazó en la Quas Primas la síntesis de ese itinerario de perdición que le debemos al liberalismo ya condenado en el siglo diecinueve, y que prolonga sus tesis en el progresismo que hoy se enseñorea de las cátedras episcopales, incluida la romana: «Comenzóse por negar la soberanía de Cristo sobre todas las gentes. Negóse a la Iglesia, el derecho, que es consecuencia del derecho de Cristo, de enseñar al linaje humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden claro a la bienaventuranza eterna. Luego paso tras paso se equiparó a la Iglesia de Cristo con las falsas, poniéndola ignominiosamente al nivel de ellas. Después se la sujetó al poder civil y poco faltó para que se la entregara al arbitrio de soberanos y gobernantes. Más lejos fueron aquellos que pensaron en sustituir la religión divina por una cierta religión natural, por un cierto sentimiento natural. Ni tampoco faltaron naciones que juzgaron poderse pasar sin Dios y hacer religión de la impiedad y del menosprecio de Dios». 

La idea moderna de «imperio» condiciona, como es obvio, la idea moderna de «guerra», que ya no se cura sea justa. La inminencia de un ataque estadounidense a Siria -con la posibilidad cierta de dilatar orbitalmente las consecuencias de una tal acción- involucra a la Iglesia de manera no menos ineludible que al mundo. Y la involucra no por la recurrencia a generalidades del tipo «nada de lo humano me es ajeno», a lo Terencio, o por haber sido motejada alguna reciente vez como «experta en humanidad». [En verdad, y sobre esto último, debe decirse que la Iglesia, al reproducir el misterio teándrico de su Fundador, se hace también «experta en divinidad», al menos en tanto ministrante la gracia y animada íntimamente por el divino Paráclito]. A la Iglesia el caso la compromete con la urgencia de recordar, a un mundo sordo ya a estas verdades, a un mundo que se amotina «contra el Señor y su Ungido» (Ps. 2), que fuera de la libre aceptación del llevadero yugo de Cristo no puede prometerse sino ruina, que no hay paz verdadera sino como la da el Señor, que sólo el cetro de Cristo es cetro de justicia. Constan en cambio, y a trueque del mensaje inequívoco que las circunstancias exigen, las siempre anodinas palabras del papa Francisco, que no pueden sino agregar más mortificación a quienes sufren muerte y desolación en la castigada nación siria: «hago una fuerte apelación por la paz... pido a las partes en conflicto escuchar la voz de la propia conciencia, mirar al otro como a un hermano y emprender con coraje y con decisión el camino del encuentro y de la negociación... el empleo de las armas conduce a la guerra». Por el mismo precio, regaló a la teleplatea mundial el clásico «la violencia engendra violencia», voceando luego a través de su cuenta de túiter un tan corajudo como utopista «¡nunca más la guerra! ¡Nunca más la guerra!». Con razón el patriarca maronita Bechara Boutros Rai, luego de denunciar el «proyecto de destrucción del mundo árabe, aumentando en la medida de lo posible los conflictos interconfesionales en el mundo musulmán entre sunitas y chiítas» para mejor posar el garfio en el petróleo -y al precio ulterior, que bien sensible debiera ser a la conciencia de un católico urgido por la caridad fraterna, de la muerte de millares de hermanos en la fe y la destrucción de templos y comunidades cristianas antiquísimas-, exprime su desazón ante la sosa locuela del Santo Padre, «que sólo habla de paz y reconciliación».

Conforme a esa ley metafísica que hace repercutir la actividad de las facultades y los seres superiores sobre los inferiores incluso a manera de reflejo, la fidelidad y la piedad de la Iglesia son el "fiel de la balanza" para medir cuánta equidad se practica en el mundo. Se podrá objetar que en sus casi trescientos primeros años de existencia la Iglesia ofreció suficientes ejemplos de santidad y heroísmo mientras el mundo pagano y la sociedad civil se iban degradando sin pausa. Lo cierto es que mal podía entablarse entonces en el cosmos social -como cuerpo extraño que era la Iglesia, a su pesar- una factible ecuación entre Iglesia y mundo. Bastó que éste la aceptara y permitiera la acción de su levadura para que ambos, en los mejores momentos, se beneficiaran recíprocamente: el Estado dispensando su protección a la Iglesia, y ésta informando al corpus social con su doctrina y auspiciando, como añadidura de la evangelización, el recto orden civil.



Si esta correspondencia es real, ¿qué cabe esperar de los líderes políticos en tiempos en que la Iglesia ha desistido de su misión proclamadora de la verdad? Los respetos humanos y el sentimiento de inferioridad ante el mundo moderno han llevado de hecho a la Iglesia a admitir -en una mutilación monstruosa de su doctrina social- la aconfesionalidad del Estado, olvidando aquel principio de que la pax Christi sólo se alcanza in regno Christi. El término inevitable de una tal deserción es el acabar justificando -y ya no más por el silencio, sino con la expresión explícita, con un contra-magisterio enajenado- todas las pretensiones del poder secular, incluso las que más se alejan de la enseñanza cristiana. El reciente besamanos de Francisco a la reina de Jordania, creemos que inédito en la historia del papado (siempre fueron los príncipes seculares quienes se inclinaron a besar el anillo del pontífice),
Ni el fotógrafo lo puede creer

es un gesto en el que debe verse algo más que mera galantería, tan farolera como inoportuna: es el signo de la sumisión voluntaria del poder religioso al poder político, ahora ensayado en relación a un actor de menor envergadura, pero listo a ser aplicado -cuando las circunstancias derivadas de un eventual colapso internacional subsiguiente acaso a una guerra- eleven a un tirano mundial presentado como "pacificador de los pueblos".

Nadie sabe el día ni la hora -ni quiénes vayan a ser los actores de tal estafa finistemporal-, pero el Señor nos manda velar y atender los signos cuanto más patentes.