sábado, 28 de diciembre de 2013

MAGISTERIO MORTAL

Hay un entretenimiento (sin dudas cruel) al que se aplican nuestros paisanos en estas tórridas y húmedas noches del verano austral, y consiste en arrojar las colillas encendidas de los cigarrillos a los sapos que se concitan a la caza de bichos bajo el farol de la vereda, a la entrada del boliche. Se trata de una especie de cacería pasiva, en la que más cuenta la ingenuidad de la víctima que la destreza del cazador. El sapo, en efecto, persuadido tal vez de hallarse ante luciérnaga, engulle agradecido lo que pronto será su perdición.

Algo así ocurre con la feligresía entusiasta que sorbe las perlas de doctrina que Francisco le lanza con notorio cálculo y diseño. Y no se tenga lo de sapos por alegoría remota, inapropiada: si algo ha logrado tanta anfibología diseminada en el magisterio post-conciliar es crear anfibios, esto es, seres cuyo elemento vital es doble, seres -digamos- de tierra y agua a la vez. Es lo que cabalmente ocurrió: si, en virtud del desenvolvimiento arrollador de ese proceso llamado "secularización" parecía correrse el albur de que un abismo infranqueable se abriera entre Iglesia y mundo, no faltaron operarios solícitos que se ocuparon en llenar el hueco, prohijando a una generación de neo-cristianos de doble morada, bilingües, ambidextros. Averroes tuvo así sus personeros en la ya secular puja contra el tomismo, y el zigzagueo y el bamboleo vinieron a ser el modo correcto de andar. En esa constante marcha pendular y simultánea entre Evangelio y siglo, con un pie aquí y el otro allá (tan propio de órdenes surgidas en este especial contexto de época, como el Opus Dei), con tan rendida concesión a las tesis del "doble principio" derivantes en un improbable "doble servicio" (nemo potest duobus dominis servire, Mt 6, 24), el equilibrio psíquico ha venido a menudo a menos, y el Evangelio -al que se termina prestando una adhesión meramente emocional, sin soporte en la inteligencia- mudó en fraseología sin sustancia.

Sólo la astucia del demonio podía valerse de asociar dos cosas tan contrapuestas como la atávica devoción al Pontífice (reforzada en el último siglo y medio por la proclamación solemne del dogma de la infalibilidad) y el culto de la personalidad, tal como ha sido éste explotado por el star system. Aprovechando lo que ambas tienen de análogo, de coincidencia si apenas tangencial y aparente, se alcanzó una colusión genial que no excluye el "factor sorpresa", con el resultado visible de la adhesión histérica de las masas al Papa en la más completa abstracción del contenido concreto de su enseñanza. El «caso Francisco», precedido por una escalada de "popularidad" que afectó a los dos pontificados precedentes (con las JMJ, la cobertura mediática de los más nimios asuntos del Papa, el cotillón alusivo y, finalmente, el twitter) acaba por significar, no sin ironía, la demolición del papado por las vías más imprevistas, justo cuando la figura pública del Papa alcanza la cresta de la ola de la popularidad.

La demolición del papado por vía, de todas, la menos sospechada: a instancias del mismísimo Papa. Que, apenas elegido, emprendió una tenaz guerra de nervios contra todo aquel que, conservándose católico, aún tenga «oídos para oír» el menoscabo de la doctrina, y ojos para horrorizarse ante la ruina abrupta de todos los símbolos denotativos de esa Monarquía de raigambre celestial a la que la persona del Papa debería servir, y de la que no le es lícito servirse. Que no deja pasar la ocasión (sean discursos, homilías o entrevistas gustosamente concedidas) para introducir una o varias locuciones de esas sobre las que, antaño, hubiese pesado anatema: cuando no por heréticas, al menos por «temerarias, escandalosas, ofensivas a los oídos píos». ¡Y prorrumpen de los labios mismos del pontífice!


Hasta los guardias suizos guardaron una mayor compostura
que el Papa durante la bendición Urbi et Orbi

Mundo al revés en el que vinimos a parar, éste es el balance sucinto que nos deja este año, ya que se acostumbra para estas fechas hacer los balances. Año que, a poco comenzar, nos deparó la bomba de la renuncia de Benedicto, a la que el todavía cardenal Bergoglio saludó como a «gesto revolucionario» y que el canadiense cardenal Ouellet (¡y éste es uno de los que se tenían por más potables entre los papables!) acaba de calificar como «la novedad más grande en la historia de la Iglesia» (sic!), que nos obliga a «estar muy agradecidos al papa Benedicto XVI por haber abierto este horizonte y por hacer posible esta novedad del papa Francisco».

Año que, para concluir, a la zaga del magisterio demasiado ordinario -quasi stridor horribilis- del jesuita entronizado, nos ofrece con ocasión de la Navidad un discurso de lo más insulso que haya salido de un sucesor de Pedro, un centón de alusiones al deseo de paz entre las naciones (con especial referencia a Siria, República Centroafricana, Sudán, Palestina, Irak, Congo, Nigeria, Cuerno de África) y al drama de las emigraciones, la trata de personas, los desastres naturales, etc., dejando apenas lugar para alguna que otra arrastrada mención -y flaca de toda consideración que toque al Misterio- al Nacimiento de Cristo. Lo mismo se diga del discurso inspirado por la evocación de los Santos Inocentes: «no es posible que todavía haya injusticias como las que sucedían hace 2000 años (...) Hay que respetar las vidas, y más las de los niños (...) Tenemos que hacer un mundo como el que nos dijo Jesús que hiciéramos», logorrea cuyo estribillo versó sobre los niños muertos en conflictos bélicos, omitiendo cuidadosamente toda alusión a los niños masacrados por las prácticas abortivas. Ya lo dijo Francisco alguna vez: no creo necesario insistir sobre ciertos temas.

Bien lo anticipó el padre Julio Meinvielle al tratar del mysterium iniquitatis de que se habla en II Thess. 2, 7: «el misterio de iniquidad consiste precisamente en que el "Aparato publicitado de la Iglesia" que debía servir para llevar las almas a Jesucristo, sirve en cambio para perderlas y esclavizarlas al demonio. Aquí está el "misterio de perversidad": que la sal se corrompa y deje de salar (Mt 5, 13)». Es el trueque del contenido sobrenatural y revelado de la fe por otro de carácter estrechamente naturalista, tal como desde hace más de cien años lo viene preconizando el modernismo. Vale decir: puchos encendidos para los sapos.


domingo, 22 de diciembre de 2013

ROCIAD, CIELOS...





Rociad, cielos, desde lo Alto;
nubes, llovednos al Justo,
que, saciados de disgusto
en viña tan devastada,
¿dónde hincar ya la mirada
que no sea para susto?
¡Cede, Oriente, el paso augusto
al Vencedor de esta nada!

Ora que tantos se ufanan
de vivir sin ley ni Dios,
nos dejasteis solos, Vos
que erais la nuestra compaña.
Veis que el mundo más se ensaña
flagelándonos empós.
¡Traedlo, nubes, que ya nos
pena una pena tamaña!

Rociadlo, cielos, aprisa,
que nos le niegan los mismos
ministros de parasismos
que nos debieran el pasto.
Llovedlo, que no hay abasto
de ácimos, sí de sismos,
y en par en par los abismos
se abrieron. Y es hondo y vasto

el roquedal al que invita
la progenie de Iscariota,
e irremontable y remota
su caída y mala paga.
¡Ya no tardéis, que naufraga
desnortada la galeota!
Venid, Señor, gota a gota
o como rayo que apaga
la luenga noche y aciaga
en gloria imprevista, ignota.


 Fray Benjamín de la Segunda Venida



martes, 17 de diciembre de 2013

LA VIRGEN SANTA Y EL LATÍN LITÚRGICO


por el R.P. Alfredo M. Morselli
(traducción del original italiano por F.I.)



A despecho de alguna ligera y reprensible opinión vertida en alguna oportunidad por el autor a propósito de monseñor Lefebvre, y a pesar también de su cuestionable concepto de «obediencia» esgrimido a propósito del sonado caso de los Franciscanos de la Inmaculada (véanse un artículo del mismo autor sobre el tema, y la réplica de que fue objeto, aquí y aquí), no nos parece falto de provecho el texto que aquí presentamos, a añadir en la sección de nuestro blogue que hemos llamado Jugo de doctrina sobre fe y liturgia. Sabemos bien que no estriba sólo en el cambio de lengua (de la latina a la vernácula) la degradación sufrida por la liturgia después de la desdichada reforma del papa Montini, pero es menester detenerse también sobre este fundamental ítem.

No hace falta ir muy a los detalles para reconocer que el autor es de los que sostienen, respecto del concilio Vaticano II, la tesis "continuista" ya bastante declamada por Benedicto XVI. De hecho, y en este mismo texto que ahora ofrecemos, cita Morselli aquel discurso del renunciatario Papa al clero romano el 14 de febrero de 2013, en el que éste atribuye todos los males sobrevenidos después del Concilio a una hermenéutica falaz movida por los medios de prensa, que habrían presionado tanto como para desvirtuar la aplicación de los programas (de inspiración católica sin mengua) dimanados de aquella asamblea. Todavía se espera una hermenéutica de aquel a modo de "testamento espiritual" del papa Ratzinger, exposición cumplida de las vacilaciones y miramientos de un espíritu que, pese a sus parciales aciertos, permanece fundamentalmente liberal, y en cuya renuncia -clave de su pontificado- debía cumplirse un nuevo hito en la autodemolición de la Iglesia. 

Con todo, y en atención al provecho que esperamos pueda recabarse de este artículo (escrito por un sacerdote que se precia de celebrar todos los días la Misa de san Pío V), es que aquí lo ofrecemos.





LA VIRGEN SANTA Y EL LATÍN LITÚRGICO



1. La paciencia del tradicionalista a dura prueba

Una de las objeciones que somete a más dura prueba la paciencia del así llamado tradicionalista es aquella que suena del modo siguiente: «pero yo no sé latín y no entiendo la misa; la Misa en latín es incomprensible y yo deseo entender la Misa... quiero participar activamente, etc etc».

Y así el tradicionalista, a su disgusto, vuelve a ser identificado como aquel que no quiere entender la Santa Misa, y/o como aquel que ni siquiera quiere hacer entender a los demás la santa Misa, y/o como aquel que no quiere absolutamente participar activamente en la Santa Misa, ¡y todo esto -o tempora, o mores- después del Concilio! O sea, nada menos que en la "edad de oro" de la liturgia, donde ciertas cosas no tendrían que pasar ni aun por la antecámara del cerebro.

A lo que el tradicionalista, habiéndose acostumbrado al enchiridion stupiditatum, o bien al Denzinger de los nuevos dogmas de la ideología paraconciliar -para algunos los únicos dogmas indiscutibles- sacude la cabeza y retoma con mayor celo su bonum certamen.

Estas líneas no quieren ser otra cosa, en obsequio a la naturaleza racional de la fe, que la búsqueda del intellectus -id est: de la credibilidad y el buen tino- de la plurisecular praxis de la Santa Madre Iglesia, asistida por el Espíritu Santo no sólo en los últimos cincuenta años.


2. Una curiosa pretensión: entender la Misa

Ante todo, la expresión "quiero entender la Misa" es casi blasfema (si se la entiende en el sentido de entender perfectamente todo): esta pretensión, a menudo enunciada triunfalmente, es la prueba más evidente de la derrota de una cierta praxis pastoral-litúrgica postconciliar. La Misa no se entiende, como no se entiende la Santísima Trinidad o la Unión hipostática. Para explicar estas afirmaciones, quisiera hacer algunas consideraciones acerca de cómo, verosímilmente, la Virgen Santísima asistíría a la primeras Santas Misas celebradas por los Apóstoles. ¡Aparte de ser modelo de nuestra participación litúrgica, no se podrá decir que no participaba activamente!


3. La Virgen y las primeras Misas celebradas por los Apóstoles

El santo evangelista Lucas nos narra dos episodios de la vida de Jesús, en los que se dice que la Virgen conservaba en su Corazón los hechos acontecidos: se trata de la visita de los pastores al Niño Jesús (Lc 2,19: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón») y del hallazgo de Jesús entre los doctores del Templo (Lc 2, 52: «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón»). Podemos suponer razonablemente que María guardaba en su Corazón Inmaculado no sólo estos misterios de la santa Infancia, sino todos los misterios de la vida de su Hijo.

Pensemos ahora cuando la Virgen asistía a las primeras santas Misas celebradas por los Apóstoles. La Santa Misa es ante todo -simpliciter- la  renovación del Santo Sacrificio del Calvario, pero -secundum quid- contiene todos los misterios de la vida de Cristo: por un lado, como afirma Dionisio Cartujano, «toda la vida de Jesucristo ha sido una celebración de la Santa Misa, en la cual Él mismo era el altar, el templo, el sacerdote y la víctima»; por el otro, como afirma Sánchez, quien asiste a una Misa es «como si hubiese vivido en los tiempos del Salvador y hubiese asistido a todos sus misterios» (cit. en Martino de Cochem O.M.C., La Santa Messa, Milano, 1932, p. 62). Y san Buenaventura afirma que en la Santa Misa hay tantos misterios «cuantas gotas de agua hay en el mar, cuantos átomos de polvo en el aire y cuantos ángeles en el cielo» (cit. en ibidem, p.36).

En consecuencia de ello, cuando la Virgen asistía a la Misa, repasaba y repensaba todos los misterios de la vida de su Hijo, misterios guardados en su Corazón Inmaculado.


4. Cómo la Virgen guardaba en el Corazón los misterios de la vida de su Hijo, y por lo tanto de la Misa

La Virgen guardaba los Misterios de la vida de su Hijo a la luz de la fe; nosotros sabemos que la fe de la Virgen ha sido siempre íntegra y jamás adulterada por ninguna duda (cf. Lumen Gentium, 63); pero aquella visión de fe no era aún la comprensión perfecta que ella ahora tiene en el Cielo: su fe era certísima, pero no evidente.

Como dice santo Tomás: «la fe comporta una cognición imperfecta (...) Trasciende la opinión en cuanto comporta una firme adhesión; respecto de la ciencia, en cambio, falla en el hecho de no poseer la evidencia» [S. Th. I-IIae q.67 a.3 co.]; y todavía el Aquinate: «el hecho de creer supone una adhesión firme a una cierta cosa, y en esto aquel que cree se encuentra en la condición de quien conoce por ciencia o por intuición; con todo, su conocimiento no se cumple merced a una percepción evidente; y por este lado quien cree está en la condición de quien duda, de quien sospecha y de quien elige una opinión. Y bajo este aspecto es propio del creyente meditar aprobando: y es así que el hecho del creer se distingue de todos los otros hechos intelectivos que tienen por objeto lo verdadero y lo falso» [S. Th. II-IIae  q.2 a.1 co].

La perfecta fe de María no implicaba entonces que Ella tuviese claros todos los misterios de la fe y que no hiciese algún esfuerzo para creer: los misterios de la fe sobrepujaban incluso la capacidad del intelecto de la Virgen y por lo tanto también María sufría la no-evidencia de los mismos misterios. También Ella meditaba aprobando.

Pensemos ahora en cuando la Virgen asistía a los Apóstoles que, trémulos y conmovidos, cumplían en sus primeras ocasiones el mandato «haced esto en memoria mía»: Ella recorría de nuevo todos los misterios de la vida de su Hijo, no los comprendía aún como en el Cielo, no poseía la evidencia, pero los guardaba a todos en su Corazón (teniendo de ellos firme aprobación).


5. La palabra-hecho 

San Lucas, cuando quiere indicar aquello que María guardaba en su Corazón, emplea el término griego rêma, que no significa simplemente palabra, sino que corresponde al hebreo dabar, que significa palabra-hecho. El cristianismo no es una teoría, es una Persona, es el Reino de Dios vuelto cercano en la persona de Jesucristo; pero no es tampoco una experiencia irracional, sino que comprende más bien y necesariamente la adhesión a una doctrina y la formulación de juicios.

La palabra hebrea dabar, en su significado de palabra-hecho, es entonces particularmente apta para indicar los misterios de la vida de Nuestro Señor, que no son hechos sin pensamiento, ni pensamientos sin hechos.

Cierra entonces la puerta al misterio quien hipertrofia la importancia de la comprensión racional explícita respecto al hecho, quien confunde la catequesis litúrgica con la celebración (pensemos en las constantes mociones durante el transcurso de la Misa, a menudo abusivas, hechas para explicar el misterio que, justamente porque asaz explicitado, queda sustancialmente incomprendido). La liturgia puesta totalmente en lengua vulgar a los fines de entender no es otra cosa que un torpe intento de volver more geometrico demonstrato aquello que no es demostrable, pero sobre lo que sólo se puede meditar asintiendo, en la escuela de la Virgen María. En otras palabras: una banalización, de la que nos ha puesto en guardia Benedicto XVI en sus últimas intervenciones:

Inteligibilidad no quiere decir banalidad, porque los grandes textos de la liturgia —aunque se hablen, gracias a Dios, en lengua materna— no son fácilmente inteligibles; necesitan una formación permanente del cristiano para que crezca y entre cada vez con mayor profundidad en el misterio y así pueda comprender. Y también la Palabra de Dios. Cuando pienso día tras día en la lectura del Antiguo Testamento, y también en la lectura de las epístolas paulinas, de los evangelios, ¿quién podría decir que entiende inmediatamente sólo porque está en su propia lengua? Sólo una formación permanente del corazón y de la mente puede realmente crear inteligibilidad y una participación que es más que una actividad exterior, que es un entrar de la persona, de mi ser, en la comunión de la Iglesia, y así en la comunión con Cristo.
[...]
Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de comunicación fue accesible a todos. Así, esto era lo dominante, lo más eficiente, y ha provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias: seminarios cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el verdadero Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse; el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real. Pero la fuerza real del Concilio estaba presente y, poco a poco, se realiza cada vez más y se convierte en la fuerza verdadera que después es también reforma verdadera, verdadera renovación de la Iglesia.

6. La lengua sagrada

Cuando decimos sagrado y profano no decimos bueno y malo, sino que hablamos de dos cosas óptimas en sí mismas, pero de dos distintos órdenes.

Escuchemos aún a santo Tomás: «de las diferencias de tales bienes brotan las diferencias del amor de Dios hacia la criatura. Hay de hecho un amor universal, con el cual "Él ama todas las cosas existentes", como dice la Escritura;  y en virtud de éste resulta donada la existencia natural a todas las cosas creadas. Hay luego un amor especial, del que Dios se sirve para elevar a la criatura racional, por encima de la condición de la naturaleza, a la participación del bien divino. Y en este último caso se dice que Dios ama a una persona en sentido absoluto: ya que con este amor Dios desea sin más a la criatura aquel bien eterno que es Él mismo» (S. Th. I-IIae q. 110 a. 1 co.)

Cuando la Sacrosanctum Concilium describe la acción litúrgica como sagrada por excelencia (­§ 7), quiere indicar que la liturgia es el lugar donde por excelencia y en el mayor grado se experimenta aquel amor especial por el que Dios desea a la criatura racional aquel bien eterno que es Él mismo.

Cuando Dios nos sostiene mientras comemos, trabajamos, obramos, sin dudas Dios nos ama: pero cuando Dios se nos dona a sí mismo, nos ama al grado máximo.

Lamentablemente la banalización de las instancias de la nouvelle théologie produjo un desastre. De Lubac, considerando inútil el concepto de naturaleza pura, proveyó una base para toda desacralización futura (ciertamente no querida o pensada por el mismo De Lubac); en efecto, si no se salva la naturaleza, real y concretamente, no tiene más sentido hablar de "sobrenatural", como no tiene sentido hablar de un segundo plano si no hay un primero. Todo es sobrenatural coincide con todo es natural, con resultados en los que De Lubac de cierto no pensaba ni quería, lógicamente panteístas.

Decía el gran Garrigou-Lagrange, en el intento -históricamente vano pero, en lo doctrinal, perennemente eficacísimo- de detener los equívocos de la nouvelle théologie: si non est natura proprie dicta, nec est supernaturale proprie dictum De evolutionismo et de distinctione inter ordine naturale et ordine supernaturale», en A.A.V.V., El evolucionismo en filosofía y teología, Barcelona, Juan Flors, 1955, p.277).

¿Por qué entonces lengua sagrada, canto sacro, paramentos sacros, sacros utensilios, balaustrada o iconostasio que delimitan el espacio sagrado...? No para mantener afuera a los laicos o para impedirles entender la Misa, sino porque -si la liturgia es la máxima expresión del amor especial con el que Dios se dona directamente a sí mismo- a los misterios, que son fruto de un amor especial, debe corresponderles, en rigor de verdad, una lengua especial, vestidos especiales, un ámbito especial, un canto especial, gestos especiales...

7. En conclusión...

¿Participar de una conversación, o bien entrar en el misterio? Si participamos de una conversación, la única cosa importante es entender la lengua del interlocutor. Pero mientras el vaticanosegundista, férreamente alineado, se horroriza ante el mínimo Dominus vobiscum, el buen católico no es tan maniqueo. Estará bien que se asigne una parte más amplia a la lengua vernácula (SC § 36); pero, si la Misa no es una conversación, si aquello de lo que participamos es un misterio; si, pidiendo prestado a la Virgen Santísima algún pensamiento de su Corazón, tratamos de contemplar los misterios de la vida de Jesucristo... entonces una lengua que nos recuerda que aquello que nos envuelve es un amor especial y que aquello que meditamos asintiendo es un dabar, una palabra-hecho objetivamente incomprensible, o bien comprensible cuando nos contemos entre los bienaventurados -comprendedores, justamente-, la lengua sagrada es indispensable y necesaria. Con el Vaticano II decimos. que su uso sea conservado (SC § 36).

Y si el vaticanosegundista férreamente alineado me dice: «finalmente entiendo la Misa», le respondo: «entenderías algo de la Misa si me dijeras: he entendido que la Misa es incomprensible».

viernes, 13 de diciembre de 2013

CAINISMO EN LA IGLESIA

A veces, cuando se atiende al estropicio en que derivó la Iglesia en estos años, se tiene la impresión de que el mal -conforme a una conocida atribución que se ha hecho del bien- es también diffusivum sui. Se han revelado múltiples y eficaces los recursos del Enemigo para ahogar el trigal con la cizaña: insidia tesonera, décadas de asedio e infiltración capilar hasta lograr clavar victoriosamente la pica de una fórmula insanablemente ambigua en una constitución conciliar, en una encíclica. Las consecuencias de esta acción deletérea en el seno de la Iglesia son suficientemente obvias: bastan los escombros a testimoniar. Si de cualquier palabra ociosa que profiramos se nos pedirá cuenta, ¿cuál no ha de ser la tonitronante interpelación que sufran, el día de la Justicia justiciera, aquellos que se esmeraron para introducir una palabra venenosa en el magisterio de la Verdad?

El gobierno colegiado de la Nueva Iglesia, estando a cómo hablan sus sujetos, parece empeñado en una profundización abisal del declinante camino iniciado. Así el cardenal Pell, negando campanudamente la historicidad de los capítulos iniciales del Génesis, esputa contra dos documentos emanados en su momento por la Pontificia Comisión Bíblica en 1909 y 1948 y la Humani Generis de Pío XII. Éstas enseñan, en efecto, que los hechos allí narrados contienen narraciones conformadas a lo realmente ocurrido, sin mezcla de mitologías, y que no son meras imágenes elaboradas para inculcar verdades religiosas de otro modo inasequibles a las mentes presumiblemente rudas de los hombres de los siglos que nos precedieron. Lo mismo cabe decir del bavarés cardenal Reinhold Marx, negando con el mayor de los cinismos la existencia del purgatorio y el infierno («la Iglesia -abundó- debe arrepentirse por este alarmismo con imágenes, que es una invención maliciosa»), contra la explícita enseñanza de los Concilios de Florencia y de Trento relativa a la purificación final de los elegidos, contra la economía de sufragios e indulgencias que la Iglesia aplica desde siempre en favor de las almas del purgatorio, y contra la doctrina acerca de la eternidad de las penas del infierno, apoyada en las alusiones del Señor a la gehenna y al «fuego que no se apaga» (Mt. 13,42) y en multitud de documentos del Magisterio (cfr. Dz. 40, 321, 457, etc.). El cardenal Maradiaga, por su parte, se encargó de rehabilitar el modernismo condenado por san Pío X y por Benedicto XV alegando que «no era para tanto» el anatema, poco más o menos. En una anterior entrada dimos cuenta de algunas de estas temeridades orales de los purpurados más cercanos a Francisco, que harían preguntarse si el controvertido «subsistit in» de la Lumen gentium no deba aplicarse, en interrogación retórica y poniendo por sujeto a la fe: ...in Ecclesia catholica, a successore Petri et Episcopis in eius communione gubernata?

Esta aversión por las fórmulas precisas, esta pretendida rectificación (a título enteramente personal y a instancia de hombres mismos de la Jerarquía) de enseñanzas transmitidas desde siempre por la Iglesia, y en un momento de tanta zozobra espiritual, deben ser tenidos por otros tantos «signos de los tiempos», no menos audaces en su manifestación a los ojos del espíritu que lo fueran el tambaleo de los astros o el oscurecimiento del sol a los carnales ojos. Pero algo más debe decirse de esta suerte de "nominalismo teológico" de cuño modernista, y trata de las derivas prácticas de esta doctrina sin contornos, de este abandono de las certezas a título de "apertura misericordiosa al mundo". Lo han señalado Gnocchi y Palmaro en un reciente artículo:

Desde el momento en que decidió abrazarlo, la Iglesia comenzó a dirigirse al mundo haciendo propio su bon ton, que en los años cincuenta era burgués y de derechas y hoy es burgués y de izquierdas, pero con todo siempre un poco radical y un poco chic. Por esto han sido puestos de lado intelectuales genuinamente populares como Guareschi, que al espíritu mundano le enrostraban su pecado de orgullo con una ferocidad que incluso hoy resulta ejemplar (...) Aquel que quiera socorrer a una época en la que la revolución manifiesta sus éxitos más blasfemos debe ofrecer en limosna la moneda límpida y sonante de la tradición. Para restituir el sentido de la libertad a un hombre oprimido por la tiranía de la historia que registra lo meramente acontecido, es menester inducirlo a contemplar la nobleza de la tradición que representa lo posible y, por ello, lo universal (...) Pero la Iglesia de hoy, meaculpista por su pasado constantiniano y el matrimonio con un poder al que, con todo, sabía mantener a raya, acaba por fornicar con un poderoso que no quiere saber nada de vínculos espirituales y morales,
premiando ya sin el menor pudor a un rabino Skorka o cantando las loas fúnebres a un Mandela. Este revesamiento, que empieza por ser de los conceptos y prosigue por las estimaciones y las simpatías declaradas, no impide el que la Iglesia continúe ofreciendo a los hombres una apariencia oscura, incomprensible, como la de los exteriores de las viejas catedrales, sin obtenerles la plétora lumínica que resulta del internarse en ellas.
El intento de explicar la Iglesia al mundo usando palabras mundanas está destinado a mostrar a los hombres el simple contorno de una sombra lúgubre. Es un habla exigida por los hospitales de campaña, dominada por el pathos, que acaba por mundanizar en condescendencia la misericordia.
Muy otro el "hospital de campaña" ante el que se detuvo Simone Weil en el umbral de la conversión, en el que le fue revelada la naturaleza de
una iglesia pura porque tremenda, piadosa porque inflexible, en total contradicción con el mundo, tetragonal y ardiente, [que] no era ciertamente para aterrorizar a Simone Weil sino sólo, justamente, aquello de lo que en Simone Weil, Simone Weil sobre todo deseaba que muriese: la partie médiocre de l'àme. Quien ofrezca menos, aun queriendo hacer un bien, está embaucando, y quien acepta menos pierde. Y esto ocurre porque, casi siempre, en la Iglesia de hoy se truecan los lugares y los roles: se distribuye misericordia donde es menester el rigor, y se aplica el rigor donde haría falta la misericordia.
Padre Manelli, sitiado por leones
trituradores de hombres
Y aquí queríamos llegar. Que lo digan sino los hijos espirituales del padre Stefano Manelli, fundador de la orden de  los franciscanos de la Inmaculada, que está pagando un duro precio por el avío dado a la restauración -siquiera en islotes- de la Iglesia. Según consta en una noticia recientemente difundida, es el propio médico que intervino quirúrgicamente a Manelli quien desmiente las informaciones que el padre Fidenzio Volpi, comisario apostólico designado por la Santa Sede, vino dando sobre la suerte del anciano y flagelado fraile. No siéndole bastante con la prohibición de celebrar en el Vetus Ordo; con la remoción para todo cargo de los frailes fieles al carisma del fundador y la consecuente promoción de aquellos que impulsan la "nueva línea"; con la sustitución de los más eminentes profesores del instituto por otros de muy mediano cacumen, uno de los cuales no completó siquiera el bachillerato en teología; con el traslado compulsivo de unos y el literal exilio del padre Manelli, «privado de la posibilidad de recibir visitas incluso de parte de los propios parientes de sangre, bajo pena de pecado grave y después de haberle prohibido recibir llamadas telefónicas y de haberle impedido todo contacto directo con el mundo»; con toda esta guerra movida sin tregua, a la que se añade la suspensión de todas las actividades de los laicos pertenecientes a la Misión de la Inmaculada Mediadora y al Tercer Orden de Franciscanos de la Inmaculada, más la prohibición dada a los terciarios de vestir el hábito, el comisario P. Volpi no se privó de continuar la persecución de su desdichada víctima aun entre los muros del hospital. En palabras del médico en cuestión, «puedo afirmar que, en el trato con el padre Stefano, durante la totalidad de la internación, no se obró ninguna forma de caridad cristiana; no hubo una sola llamada telefónica del comisario a los fines de verificar sus condiciones de salud (...) Y lo más grave es la prescripción canónica, añadida por el comisario sin ningún motivo plausible, que supuso, durante el tiempo íntegro de su internación, la prohibición de decir misa y de confesar. Un hecho gravísimo que creo no tiene precedentes». Disposición tiránica a la que no le faltó el estrambote cínico y amenazador del propio comisario: «conociendo bien el celo sacerdotal del hermano, temo en efecto que él, en el deseo de procurar el bien de las almas, se vea tentado a transgredirla».

De esta pasta están hechos los tránsfugas encumbrados, y esta saña criminal es lo que los cainitas nombran como misericordia. Porque la caridad no puede subsistir sin la fe, y el plan de aplicación de la remozada evangelización de Francisco se resume en un solo ítem, dedicado a quienes -para vergüenza ulcerosa de los renunciatarios- insisten en guardar la fe de siempre : «os perseguirán creyendo hacer una ofrenda agradable a Dios».

domingo, 8 de diciembre de 2013

A LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

Zurbarán, La Inmaculada



Debió ser sin desmayo subidísima
-allí donde urde el Trino su designio-
la hora, previa al tiempo, en que el aliño
se aparejó para la flor santísima.

Dealbado lampo, aurora toda lis, y más
que el ojo sepa, al par lo ebúrneo y lo ígneo.
Tomó Madre el Criador para su Niño,
de entre sus maravillas, la honestísima.

Previstos culpa y pena, y prevenido
el santo precio del rescate nuestro,
Dios se quedó suspenso en su criatura

y, al cabo de un eterno tris, sin ruido
dio forma al mundo, y su cincel maestro
posó sobre la que es nuestra ventura.




jueves, 5 de diciembre de 2013

INSANABLE EXTEMPORANEIDAD DE LA «EVANGELII GAUDIUM»

No hace falta dejar decantar la temible Exhortación Apostólica del pope Francisco para comprobar el espesor de la borra, del limo remanente. Aguas ciertamente no para beber, de turbiedad acaso par a las del Ganges, con sus miríadas de bañistas que acuden a rendirle su tributo en sudor y deyecciones. Parejamente es como vienen a concitarse aquí, en un solo volumen, varios de los exabruptos soltados por Bergoglio en estos casi nueve siglos de su pontificado. Reiteración que no es sino señal de lo acotado de sus cavilaciones.

Alguno notó que era el documento más extenso escrito por los últimos papas, cosa sorprendente si quien lo emana es el pontífice peor hablado en siglos, tal vez de la historia. Otro señaló la ausencia total de citas del Magisterio anterior al Vaticano II, omisión tan taimada como previsible. Quien observó que, para tratarse de un texto supuestamente enfocado en la evangelización, no contiene ni la menor alusión a los novísimos ni al destino eterno del hombre, temas siempre reputados como medulares en la predicación de la Buena Nueva. Y finalmente, y a propósito de ese críptico párrafo 222 en el que el collage verbal de Bergoglio alcanza el prodigio de poner al magisterio eclesiástico bajo la tutela de Heidegger -con suerte dispar, según los entendidos-, no faltó quien advirtiera que oponer "plenitud" a "límite" comportaba, junto al más craso desconocimiento de Aristóteles, «la peor metafísica jamás puesta en un documento pontificio». En un vecino blogue este párrafo suscitó, entre tantos otros, un comentario que merece ser reproducido, firmado por Ludovicus:

Es notable el efecto espejo de la prosa bergogliana. Hay una cierta genialidad en caracterizar como "pelagianos" a quienes si algo no son, efectivamente, es pelagianos. Y al mismo tiempo, ¿qué es toda esta inmanencia populista sino pelagianismo?
    Ahora agregó una nueva injuria: "prometeicos". Y precisamente, este texto es claramente prometeico. Leyéndolo, uno llega a la conclusión de que si hay un élan fundamental en este pensamiento, no sólo "no es de derechas" como ha dicho, sino claramente progresista. La izquierda puede definirse como la rebelión contra la naturaleza concebida como tal, es decir, creada, y su sustitución por una voluntad prometeica de utopía. La naturaleza se revela como límite significativo, es decir, como delimitación de dinamismos perfectivos que brotan de la esencia. El límite, la forma, es necesaria para la plenitud, por lo que no tiene sentido hablar de una oposición bipolar entre ambas ni de utopía, toda vez que la causa final ya está incoada en la naturaleza desde el origen. Y esto vale tanto para el todo sustancial como para la sociedad. Pretender la utopía sin estar contenido, contento, limitado por la propia naturaleza, núcleo de orientaciones perfectivas, es la clave del pensamiento progre, sea "adolescente", sea propio de una "estrategia sin tiempo" (Mao).

Lo que implicaría la consumación de un nuevo tránsito en la Iglesia: del naturalismo hoy vigente a la más cruda exaltación de la ideología («la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae», p. 222), pese a los correctivos insinuados unos pocos párrafos después («la idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces», 233). Aparte de todo lo que se le pueda reprochar al autor de este desdichado texto, esto de ponderar la utopía para luego rechazar el idealismo equivale a escanciar el veneno para ofrecer seguidamente su antídoto. Pecado de inconsecuencia lógica, o de confusionismo deliberado, rastreable por lo demás a profusión en los ágrafa bergoglianos, la tragedia de la presente hora de la Iglesia adopta -a causa de la incurable mediocridad del pontífice increíblemente reinante, obstinado en meter neologismos inconsultos e interjecciones a final de frase (¡eh!)- un tono muy más módico, como de entremés. Como si hubiera que concluir, sin mayor consuelo, que el tarado nos oculta al incendiario.

Se trata, para no extendernos demasiado en lo textual, de un escrito que enristra muchos de los exabruptos del Obispo de Roma desde el día de su elección, notándose la ya acostumbrada inquina hacia todo lo que huela a doctrina y tradición católicas. Baste apenas un florilegio para dar idea de esto último: «a quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, [la diversidad] puede parecerles una imperfecta dispersión», 40; «a veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano», 45; «más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde (sic) nos sentimos tranquilos», 49; «... el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas o se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado», 94; «no hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable», 129. Creemos innecesario glosar estos pasajes, que hablan por sí solos. Véanse también, a propósito, los números 95, 161, 165, etc.

Pero lo más digno de atención, supuesto el documento lo menos como sapiens haeresii en muchos de sus pasajes, quizás sea la extemporaneidad de aquellas propuestas en las que, según el caletre del pontífice y sus consejeros, reposarían el acierto y la motivación de la Evangelii gaudium. Las dos más salientes, confrontadas con su contexto histórico inmediato, resultan ser al cabo respuestas febles, exánimes, a los terribles desafíos en plena vigencia. A saber: la zarandeada «opción preferencial por los pobres» y la no menos sacudida invitación al diálogo interreligioso. Veamos la primera.

Bergoglio atornilla a fondo el «sentido social» de la Redención (178 y ss.), apuntando a la «liberación y promoción de los pobres» como cometido de todo cristiano (187). Y sobre este argumento vuelve una y otra vez, reduciendo visiblemente el mensaje de redención a sus más conspicuos lindes terrenales. La inspiración de su curiosa antropología, en la que el dramatismo derivado del pecado parece no tener lugar -a no ser a partir del solo pecado de las estructuras sociales erróneas-, insta al «desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación» (87). Aparte lo caótico de la concepción que lo anima -a juzgar por su propia confesión-, late aquí un desconocimiento total de la realidad de los pobres de nuestro tiempo. Francisco parece dictar sus remilgos pauperistas para los días de la revolución industrial, del proletariado naciente que, pese a lo desgraciado de su condición, no estaba sometido a la sobredevastación que obran (como añadidura de plomo a la pobreza) el crimen organizado, el tránsito incesante de droga, la cretinización asfixiante de la TV y el reggaeton. Los pobres de nuestras grandes ciudades, los pobres coterráneos de Bergoglio, viven oprimidos por unas causas que, primera y remotamente espirituales, acaban por ser tan seguidamente complejas que ya no se curan con programas socioeconómicos, sino con el llamado inequívoco y universal a la conversión.

Allí donde proliferó tan hondamente la desesperación no cabe ya la «promoción humana» sino el exorcismo. Que debería administrarse no sólo a los pobres, sino a las incontables multitudes cebadas en superfluidades, cuya conducta perpetúa la exclusión social. Sin una enérgica cruzada, v.g., contra la televisión y el cine, seguirán cundiendo casos como los de aquel violador capturado por la policía por cuarta o quinta vez, que pedía sensatamente lo matasen «porque no podía evitar seguir violando» pese a la aquiescencia de los jueces. O aquel otro narcotraficante que en un alarde de cinismo y sentido común, ambos a dúo, entendió que la solución a la marginalidad estribaba en algo imposible, a saber: «muchos millones de dólares gastados organizadamente, con un gobernante de alto nivel, una inmensa voluntad política, crecimiento económico, revolución en la educación, urbanización general y todo [...] bajo la batuta casi de una “tiranía esclarecida” que saltase por sobre la parálisis burocrática secular, que pasase por encima del Legislativo cómplice. Y del Judicial que impide puniciones». Graficando el hiato existencial en términos incontestables: «nosotros tenemos métodos ágiles de gestión. Ustedes son lentos, burocráticos. Nosotros luchamos en terreno propio. Ustedes, en tierra extraña. Nosotros no tememos a la muerte. Ustedes mueren de miedo. Nosotros estamos bien armados. Ustedes tienen calibre 38. Nosotros estamos en el ataque. Ustedes en la defensa. Ustedes tienen la manía del humanismo. Nosotros somos crueles, sin piedad». En las villas miseria, en las que mover droga constituye la única posibilidad de elevación económica, no basta el sentimentalismo sino el ardiente testimonio.

Pero la Evangelii gaudium no ha sido escrita en atención a la barriga de los pobres, sino del paladar de los burgueses, siempre lo bastante amigos de novedades como para desdeñar fidelidades incómodas, sobre todo a la ortodoxia. Que lo diga cualquiera que haya osado contrariar alguna cursilería de Francisco en la familia, en el trabajo, si no ha comprobado cuánto se aliente con esto, más que el esclarecimiento teológico, un mero épater le burgueois. «La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!» (55). Pero, ¿es usted, o se hace, Santidad? ¿No teme que se lo entienda en clave antropocéntrica, crasamente atea? ¿No hay suficientes interesados en cabalgar sobre la grupa del pontífice para clarinear la buena nueva de la divinización del hombre? «Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz» (56). ¿Puede llamársela de veras feliz por la abundancia de sus haberes? ¿Ni se advierte que el precio habitual para gozar de cuanto hoy se nos ofrece es ni más ni menos que la prostitución, una prostitución universalizada, con muchas variantes, pero que compromete siempre y precisamente la felicidad? ¿O acaso está aquí la clave de su insistencia en el tema, una escondida afirmación inmanentista según la cual la felicidad es la posesión de bienes terrenos? Este es, al cabo, el secreto motor de las izquierdas que contertulian con Francisco: polarización, magnetismo, imantación por las riquezas, siempre embozada por el recurso lloroso a los opuestos (los pobres), para quienes se reclama una mayor participación en aquello reputado como lo unum necessarium. Porque no se trata de denunciar lo consabido hasta la obviedad (la injusticia), sino de recaer como por embudo en el mismo y único argumento incluso hasta exceder lo lícito, reincidiendo en el reproche que se escuchó alguna vez en Betania, el día de una célebre unción.

La segunda nota de extemporaneidad la da el afán ecuménico, ara en la que acaba por sacrificarse la propia identidad y aun el Evangelio. Afirmar que con los judíos «acogemos la común Palabra revelada» (247) es de una enormidad todavía no explorada -ni con tan pingüe explicitud- por el vacilante magisterio post-conciliar, y es, a la postre, de una categórica falsedad, opuesta a cuanto consta en la Escritura. «Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra» (249). Las «algunas convicciones» divergentes son el Credo, a secas. Y la Palabra sobre la que se insiste con insolente equívoco es precisamente aquella (Verbum Dei) que los judíos no acogieron ni acogerán sin antes convertirse. Otrosí dígase del ya clásico «[los musulmanes] adoran con nosotros a un Dios único» (252) cuando ellos no admiten la Trinidad ni la Encarnación, siendo que Mahoma, habiendo enseñado su doctrina con posterioridad al Hecho cristiano del que tuvo pleno conocimiento, pretendió por ello mismo superarlo.

Como lo dijimos más arriba: no se sabe si deplorar más los errores y equívocos que abarrotan el documento o la mediocridad ostensible de su redacción, indigna de ser atribuida ni aun al portero de los Sacros Palacios. Pero volvamos a aquello que constituye el objeto de los desvelos de los progresistas y -si conquistado- su timbre de honor: hacer consonar el kerygma con el espíritu y el tono de los tiempos corrientes. Lo recuerda la Evangelii gaudium, 41: «los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad». ¿Qué ocurre mientras nuestros pastores insisten en practicar esa empalagosa bonhomía con judíos e islamitas? Que en Medio Oriente recrudece el odio muslim anticristiano, siendo aquellas latitudes regadas cada día con sangre de mártires, y que en los países de tradición católica la masonería judaica no sólo impone las reglas del juego de la política, sino que continúa una persistente acción desde las sombras contra todo lo que remita a Cristo y a su Iglesia. Las "buenas intenciones" de esta jerarquía medrosa y acomodaticia no han sido correspondidas por sus destinatarios, cuya acción sin contraste amenaza con extirpar el nombre cristiano de la faz de la tierra.

La patria misma de Bergoglio (donde, si no por auténtica moción espiritual, lo menos por chauvinismo podía esperarse una adhesión bastante amplia e informe a la persona del papa, tal como hasta ahora cunde) viene siendo escenario de violentas agresiones contra iglesias catedrales en varias de sus principales ciudades. Recientemente, en la ciudad de San Juan -y sin merma de que el papa declarara innecesario insistir con la bioética y se reputara incompetente para juzgar a un gay-, una horda rabiosa de lesbianas abortistas le prendieron fuego en la plaza pública a un pelele que representaba al Francisco, para luego avanzar sobre la catedral con la intención de profanarla -profanación fallida gracias a un grupo de jóvenes católicos que acudieron en defensa del templo. Está visto que los enemigos de la Iglesia se pasan por el traste esta política de brazos tendidos

Temblamos de sólo pensar que a Conferencias Episcopales presididas por hombres como monseñor Arancedo, más bien semejantes al simpático y titubeante cerdito Porky que a los santos obispos Cornelio y Cipriano, pueda atribuírseles «alguna autentica autoridad doctrinal» (32). Y nos horroriza reconocer en el vértice de la Iglesia, codo a codo con Bergoglio, al Tucho Fernández y al rabino Skorka. Nada de ingeniosas ecuaciones entre el Evangelio y el presente histórico: la única coincidencia advertible corresponde a la de la pasión de la Iglesia con la gloria del hampa.

La Evangelii gaudium, en consonancia con un pensamiento ya largamente instalado en la Iglesia, trueca la soteriología por la eudemonía social, y ni siquiera aporta nada a esta última. No puede evitarse la referencia a I Thess. 5, 3: cum enim dixerint pax et securitas..., ni al célebre diálogo de Soloviev, cuando se alude a aquella obra pronto vertida a todas las lenguas para universal regocijo, escrita por "el Hombre venidero" y titulada «El camino abierto a la paz universal y el bienestar».



miércoles, 27 de noviembre de 2013

UNA EXHORTACIÓN A DEFECCIONAR

No debía sorprender demasiado el primer texto escrito que Bergoglio remite a consagrados y fieles, excluida la encíclica Lumen fidei, escrita casi íntegramente por su predecesor aunque firmada por Franciscus. Si es cierto que ésta cargaba demasiado las tintas sobre la «doctrina de la experiencia», ya denunciada por San Pío X como propia de la apologética modernista -cuya táctica consiste en emplazar al sentimiento, y ya no a la inteligencia, como motor y nervio de la fe-, la Evangelii gaudium, a séquito de aquellas rancias premisas, ahora remacha el no menos añoso programa de la "evangelización a toda vela", sin contenidos ciertos y sin principio de coherencia pero lleno de bríos febriles, como esas gallinas a las que, después de tronchárseles la testa, corren y aletean todavía unos instantes, los últimos antes de la faena.

Y no es imagen descomedida, que la revolución apunta siempre a la cabeza, como lo ilustra acabadamente su instrumento y símbolo por excelencia: la guillotina. Una Iglesia cuyo rostro cambia a tenor de los tiempos, como quien se probara sucesivas máscaras, supone -toda vez que el rostro mora en la cabeza, y no en los miembros- una Iglesia con su cabeza velada, cuando no trunca. Esto es: una Iglesia sin Cristo, caput Ecclesiae (Ef 5, 23). Malo aserto que se confirma en algunos parágrafos de la Exhortación, cuando trata del papado:
tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable «descentralización» (n. 16),
lo que parece -de paso y junto con la capitis diminutio del Sumo Pontificado- favorecer pretensiones como las de aquellos obispos alemanes que vienen reclamando la comunión para los divorciados en segunda (y no canónica) unión, entre otras afines bravatas. Y aun:
dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado (!). Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle (n. 32).
El sofisma es notorio: la conversión a la que Bergoglio debiera aludir es la suya propia, y no la del papado. Que resulta, de paso, escarnecido en la persona de sus predecesores, implícitamente acusados de no haber ejercido su ministerio en fidelidad «al sentido que Jesucristo quiso darle». A más de hacerse el programa susceptible a la más sonora reductio ad absurdum: aquel que se arroga el inaudito poder de "reducir" el papado es el mismo papa, erigido su pontificado y por propia voluntad en punto de inflexión. La verdad es que a la vista de textos como éste, el fidem servavi del Apóstol -que hubiera debido ser el lema para el ya declinado «Año de la Fe», de la declinante fe- acaba por trocarse en su contrario.

No hemos leído íntegro el documento; no estamos dispuestos a apurar este mal trago hasta las heces. Pero un paseo por el mismo a tranco ligero alcanza y sobra para reconocer, munido hasta la más cruda explicitud, lo mismo que Francisco venía desparramando en homilías, reportajes y demás intervenciones. Para que no se diga que a las palabras se las lleva el viento. Cayo Tito lo estampó: scripta manent. Y Pilatos, de más pertinente memoria: quod scriptum, scriptum. Nada de cambio de rumbo, sino confirmación del emprendido: el texto que Bergoglio entrega viene a ser como un apéndice, no más, de sus boutades habituales. Érase un hombre a una nariz pegado. Y un manual de aplicación del derrumbe consumado.

No faltan, como era de esperar, los neologismos de tenaz regusto plebeyo («la Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan...», n. 24), ni las antítesis forzadas y nunca explicadas, como la de contraponer misionalidad (instada con vehemencia) y proselitismo (desaprobado sin más: «la Iglesia no crece por proselitismo, sino "por atracción"», n. 14). Ídem la recurrentísima invitación a la «creatividad» en la evangelización, contestada ya en sus días por Romano Amerio cuando debió salirle al cruce a la aberrante catequesis post-conciliar, fija en este mismo y falaz principio. Dijo entonces el brillante profesor suizo: «la creatividad es un absurdo metafísico y moral, y cuando no lo fuera, no podría ser el fin de la catequesis, ya que el hombre no puede autofinalizarse: el fin le es dado y él debe sólo aceptarlo».

Párrafo aparte merece la ya conocida crudeza con la que Francisco se dirige a los que parecen sus únicos enemigos, a quienes dedica una efusión de bilis poco reconocible en sus más bien frecuentes e irrestrictas contemporizaciones con quienquiera (n. 95, 96):
el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confian en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado (!). Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario (...) Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las reales necesidades concretas de la historia. Así la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos...
El latiguillo progresista que hace del cuidado por la liturgia, la doctrina y el prestigio de la Iglesia cosas «del pasado», «piezas de museo», tasando como inexorables los nuevos usos al ponerlos en ecuación directa con el devenir temporal (éste sí incontestable), no expresa sino el trasvase de la idolátrica mitología moderna al interior mismo de la Iglesia, y el drama de una sustitución ya consumada. El empirismo auto-exaltatorio que disuelve la fe objetiva en «experiencia», que invierte el orden metafísico por el que el conocer y el obrar siguen al ser, y que postula a la fe como mero «encuentro» pre-racional, afectivo: he aquí (pasadas al papel y membretadas para su pronta y orbital circulación) las máximas que antaño merecieron la más explícita condena de los papas, hoy incorporadas tenebrosamente al magisterio.

Heridos a profusión los oídos, reos en tierra extranjera, ¿invertiremos los sujetos del salmo para pedirles a nuestros captores, los que llevan el timón de la barca de Pedro: «cantadnos un cantar de Sión»?



viernes, 22 de noviembre de 2013

PASTORAL DE LA INANICIÓN

Fue monseñor Brunero Gherardini quien señaló sagazmente que la pastoral adogmática cobijada por el Concilio Vaticano II (pronto e inevitablemente, dadas la premisas, trocada en anti-dogmática) entrañaba un oxímoron o «contradicción en sus términos». Porque pastoral, pastor, son términos dimanados de pascor, «pacer», «alimentarse», siendo el pasto el alimento por excelencia del rebaño. Análogamente, el dogma -y como es ya sabido- constituye la sustancia nutricia de la inteligencia informada por la fe. Por lo que el buen prelado italiano, a la vista de los frutos del Concilio, propuso remitir la tan sobada «pastoral» postconciliar a Pasteur, y hablar ergo de la «pasteurización de la fe» para mejor precisar el contenido de la palabra-talismán socorrida por tanto parlero de mitra. Una pasteurización, digámoslo, tan abusiva, que avanzó una de-sustanciación del «pasto», con la consecuente anemia y endeblez de sus víctimas. Pastoral de la inanición o dieta de hambre, lo mismo da.

Ya lo había dicho Von Hildebrand: «el desconocimiento de la verdadera naturaleza del aspecto pastoral va acompañado de la preponderancia de lo pastoral con relación a lo dogmático. Si debemos pensar que toda alteración de la Revelación de Cristo, escudada en motivos pastorales, es una ofensa a Dios, hemos de pensar también que la pastoral pierde su sentido y su justificación cuando se la coloca más alto que la verdad divina de la Revelación». Y es que ocurre una reversión similar a la que hoy se nota en la enseñanza escolar; esto es: una hipertrofia de los recursos pedagógicos con visible abandono del objeto mismo de la enseñanza. Lo que, comprobado hasta la saciedad en tantos otros aspectos de la realidad humana de nuestro tiempo -que sería largo y digresivo detenernos a especificar-, debe llevarnos a hablar de patología, más aún: de una penosa patología pneumática consistente en el desprecio de los fines a trueque de una morosa indefinida permanencia en los medios o, lo que es lo mismo, de tomar los medios por fines, lo que supone un violentar la realidad.

Éste es el caldo fofo en el que se cuecen los programas pastorales en boga, en una indistinción ya demás flagrante entre Iglesia y mundo. Lo que causa particular escozor si nos volvemos a la doctrina perenne de la Iglesia, que hace pastores de los obispos, y a éstos encargados de ejercer el ministerio de los apóstoles: apacentar a la Iglesia. Es una realidad que ya echaba de menos un Rosmini, al recordar con nostalgia que «en los primeros siglos, la casa del obispo era el seminario de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida santa de su prelado resultaba ser una lección candente, continua, sublime, en la que se aprendía conjuntamente la teoría en sus doctas palabras y la práctica en sus asiduas ocupaciones pastorales. Y así, se veía crecer magníficamente a los jóvenes Atanasios junto a los Alejandros. Junto a los Sixtos, los Lorenzos. Casi cada gran obispo preparaba de entre su gran familia alguien digno de sucederle, un heredero de sus méritos, de su celo, de su sabiduría». ¡Ea, monsignori: esta es la pastoral que reclamamos!

Nos consta a todos que los modos de la sucesión hoy son ¡ay! muy diferentes de aquellos. Queremos decir: la fidelidad al original ya raya en el calco. Tanto, que si pudiera creerse posible la clonación de una sustancia incorpórea, ya tendríamos caso en el que confirmarlo. Porque a monseñor Poli hay que admitirlo el perfecto facsímil espiritual de su predecesor, hoy con jurisdicción en Roma. ¿O no es gesto aprendido en la escuela de Bergoglio esa macanuda invitación a "tomar unos mates" a los imberbes que profanaron la Iglesia de san Ignacio, mientras se insta a la B'nai B'rith a profanar la catedral con una liturgia ecuménica?

Al verlo, nadie podrá suponer que se halla ante un san Ignacio de Antioquía, ni siquiera ante el Cipriano cartaginés que, todavía no maduro para el ulterior martirio, supo huir de las milicias de Decio. Creemos que un estudio fisiognómico de monseñor Poli podría reconocer más bien en él los rasgos de un despachante de aduanas, de un funcionario cualquiera de la administración pública aquejado de un cierto disgusto por las rutinas cotidianas. Pero no a un héroe de la resistencia católica frente a los embates llegados desde los cuatro ángulos.

Se podrá objetar que no es serio vincular a una obra o a un programa con una facha, pero la disposición del alma que delatan ciertos rostros no parece fácil de ignorar. Omitido, en todo caso, el gris sujeto portador de una tal credencial, todo nos lleva a volver al punto en que empezamos: la pastoral, la pastoral.

viernes, 15 de noviembre de 2013

LA CATEDRAL PROFANADA Y UNA VISIÓN DEL PADRE CASTELLANI

LA CATEDRAL DEL PERIODISMO. Los hechos del pasado martes en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires («liturgia de conmemoración» de la llamada Noche de los cristales rotos, entorpecida por cuarenta o cincuenta jóvenes y un sacerdote acudidos a rezar en voz alta el rosario al tiempo en que se pretendía celebrar el peculiar "oficio"), pese a la exigüidad numérica de los protagonistas y a la consabida indiferencia hacia todo cuanto huela a religión, suscitaron tal interés en los medios, que no podrían concitar sino otro y sucesivo interés en los católicos avenidos, como los búhos, a otear en la oscuridad reinante.

Salta a la vista, primero, la perfecta monolítica unanimidad de medios que se supondrían muy dispares (digamos, La Nación y Página 12), contestes todos en flagelar por diestra y por siniestra a jóvenes e incluso niños -convocados sólo a rezar, de rodillas, de cara al presbiterio- con el temible remoquete de "nazis". Era sabido que a los periodistas, paridos todos por la misma perra y amamantados de una misma ubre, el salario de la prostitución les llega puntualmente desde las usinas orbitales de la usura, que no descuidan conceder su parte a los más rapaces políticos, a los pedagogos de la revolución de las conciencias, a los científicos de estirpe prometeica y a otros centinelas solícitos de la civitas Diaboli. Pero acá el celo guardián se les exasperó hasta lo imprevisto, al punto de vérselos en el absurdo de calificar de "asesinos" a pibes que no matan ni una mosca, entre otras hilarantes reivindicaciones instadas por el paisanaje que copó la catedral («Jesús y María eran judíos. Los católicos son nazis»), sin merma de que estaban siendo hospedados por católicos, siquier nominales. Y es que en este clima enrarecido creado por el Tribunal de la Profana Inquisición, donde no haya malevolencia habrá pura demencia, y lo que no responda a cobardía se ajustará a venalidad, a angurria de ascenso, a babeante apego a la prebenda.

Nazis. Causaría sorpresa, si no nos supiéramos rehenes de la sociedad de la tolerancia, el ver aplicado con tanto furor -y empleado incluso como proyectil- un término alusivo a una opción política entre tantas. ¡Caramba! ¿O habrá que comprobar, por enésima vez, que rechazado el dogma religioso se acaba por dogmatizar incluso en el terreno de lo opinable, y que en la sociedad pluralista cabe la proscripción seca y áspera? Ya que el demonio no existe, que exista al menos Hitler. Y para los que buscan la verdad histórica y pongan en duda el relato oficial y amañado de los hechos -como ocurre en el caso de la "Noche de los cristales"- recaiga el más sonoro anatema, cuando no la expeditiva e ilevantable reductio ad hitlerum.

En este contexto cumple soportar, como es de rigor en democracia, la fiscalización agresiva de los necios. Como ese sodomita impenitente que sometió al superior de la FSSPX a una repugnante petición de principios (http://www.radiolared.multimediosamerica.com.ar/empezando_el_dia/noticia/11702), interrogándolo de paso acerca de su posición sobre el nazismo, y osando afirmar con temeridad: «qué lejos que siento que está usted de ese amor (de Cristo)» por el sólo hecho de oponerse a la consumación de una liturgia falsa en el principal templo católico de la Argentina. Inútil resulta aducir ante este tribunal, repentinamente interesado en los asuntos del culto, que no hay posibilidad de una communio in sacris con los infieles; inútil es blandir el Código de Derecho Canónico y traer la Mortalium animos de Pío XI en ristre: ellos cuentan con argumentos emocionales de mayor peso y, sobre todo, con el capital financiero suficiente para imponerlos.

«A veces se tiene la impresión de que nuestra sociedad tiene necesidad de un grupo, por lo menos, al cual no concederle ninguna tolerancia, contra el cual poder tranquilamente arremeter con odio. Y si alguno osa acercárseles, pierde también él el derecho a la tolerancia y puede también él ser tratado con odio, sin temor y sin reservas» (Benedicto XVI, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la remisión de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el Arzobispo Lefebvre, 10 de marzo de 2009). ¡Si lo sabrán los deudos de Priebke, y aquellos curas que le concedieron exequias y cristiana sepultura contra los decretos remozados de Creonte! El relato no admite fisuras, y así como Pearl Harbor lo tramaron los japoneses, la Kristallnacht hay que endilgársela al Tercer Reich, sin discusiones. Y para más, remembrar el inicio della Shoah en el templo mayor del catolicismo con una liturgia interreligiosa que resulta, por definición, profanatoria. Como para que no haya algún malpensado que musite, temeroso de que lo oigan las paredes: «los judíos quieren quedarse también con nuestros templos».


La señora quiso emular, para el fotógrafo, un contraste
similar al que se observa en la pintura del Bosco.





CUESTIÓN DEBATIDA ENTRE CATÓLICOS (queremos decir, entre católicos) es la de la conveniencia o no de esta reacción. El argumento de que el mismo abuso se lleva consumado por cuarto año consecutivo contra la Catedral -y otras muchas veces contra otras iglesias- sin que en las anteriores ocasiones nadie lo impidiera, para extraer de esto una tesitura adversa, supone incurrir en una de esas falacias del género extra dictionem: la medida adoptada no resulta buena o mala por su novedad. Acaso pudo recién ahora organizarse más eficazmente una resistencia, o quizás -¿por qué no?- quienes la emprendieron recién ahora sienten su paciencia colmada y la necesidad de intervenir. En fin: no es serio traer este tipo de argumentos, que acaban invariablemente por juzgar las intenciones -lo único que no se puede juzgar.

Otros recuerdan la actitud de ciertos cristianos en tiempos del imperio romano, que derribaban ídolos públicamente para atraer sobre sí la persecución. La Iglesia los condenó con justicia: no es lícito provocar el martirio, que en todo caso es una gracia que Dios concede no habitualmente ni a los cobardes ni a los temerarios. En la novela de R. H. Benson, Señor del mundo, una acción de este género (la voladura de la catedral sacrílega de Félsenburgh a manos de un comando de cristianos hartos de tanto circo blasfemo) es la que provoca el posterior bombardeo y destrucción de Roma y el encarnizamiento de la persecución anticatólica. Pero el caso que nos ocupa no es el de una acción ofensiva contra un templo o imagen paganos, sino la defensa de la Catedral y el desagravio de la Real Presencia en el sagrario.

Ni puede juzgarse la iniciativa por sus efectos. Es cierto que la profanación se consumó de todos modos, pero, ¿acaso Dios nos pide la victoria, o más bien el combatir honrosamente? En las manos de quienes a la sazón intervinieron no estaba mucho más que entorpecer o demorar la consumación de un agravio, y dar testimonio visible de un malestar que la Jerarquía de la Iglesia no puede desconocer.

Se ha llegado, muy posiblemente, a la hora de la división de aguas. El cisma no lo promueven quienes desobedecen a sus superiores, sino aquellos que -aun viviendo del altar y ejerciendo altos cargos en la Iglesia- rechazan la doctrina inmutable y por todos conocida. ¿Podrán los católicos fieles permanecer indiferentes ante las tropelías que, con renovado furor y ya sin embozo, preparan los enemigos intramuros?¿Pueden rechazarse acremente acciones quizás desesperadas, pero atentas a confirmar en la Iglesia el decoro que se pretende hacerle perder?

Liturgia de monseñor Poli, con rabinos y pastoras a sus flancos


LA CLAVE DE ESTE INOPINADO INTERÉS DE TANTOS A-CATÓLICOS por lo que ocurrió en estas circunstancias es la misma que explica el auge de Francisco, aclamado por aquellos a quienes hasta ayer nomás se les importaba un ardite del Papa y de la Iglesia. Deseosos de una "apertura" de la Iglesia según sus gustos, les ha repugnado de ésta lo que todavía conservaba de obediencia obsequiosa al Legislador celestial, y después de juzgarla lejana y desdeñosa de los hombres, ellos, los desdeñosos, por un inexplicable giro de la fortuna, se han visto repentinamente halagados con la idea de ingresar a su privilegiado cerco sin deponer el orgullo -condición primerísima para tal tránsito. En el fondo ansiaban entrar al redil que rechazaban, pero no para rendirse ante el Omnipotente sino para cumplir el oficio de jabalíes en la viña. El veneno de la democracia (que no es un mero régimen político, sino una cosmovisión y un estilo de vida), tenazmente inoculado, les hizo creer que esta pertenencia era un derecho que no se les podía negar.

La herejía judeo-cristiana, síntesis imposible y sustituto vil de la conversión de los judíos (que debemos ansiar con caridad ardiente, según las promesas que a ésta asocia san Pablo en su Epístola a los Romanos), es una modalidad de las más significativas de este rechazo de los designios y de la ley de Dios, a la vez que una eficaz impulsora de ulteriores desvaríos religiosos. Trazando una semblanza del entonces cardenal Bergoglio, Antonio Caponnetto supo exponer en La Iglesia traicionada cómo esta laya de pastores mercenarios no quieren sino «exhibirse impúdicamente ante la sociedad no como maestros de la Verdad, crucificados por ella, sino como garantes del pensamiento único, tramado en las logias y en las sinagogas». Ellos, que fingen excusar las irreductibles distancias que nos separan de los judíos, viven para extender «las más innecesarias majaderías y adulaciones a los deicidas, empezando por la más grave de todas, cual es precisamente la de exculparlos del crimen de deicidio, renunciando a su conversión».

Esta intentona sombría por amalgamar Evangelio y Talmud, denunciada hace treinta años por Carlos Disandro en La herejía judeo-cristiana, supone por fuerza «la eliminación de la teología trinitaria, teándrica (...) para disolverla en un monoteísmo semítico». Contra esta impostura flagrante, bien hace el autor en señalar como «más sabia la disyunción, verdadera y más auténtica según la perspectiva de san Ignacio de Antioquía. Esa disyunción significa que el "judaísmo" debe retornar al hebraísmo, es decir a la filiación abrahámica, y por aquí a un nuevo encuentro con Melquisedec, desde cuya perspectiva quizás se pueda entender el misterio de su conversión. En cambio el cristianismo no debe retroceder a nada, porque se funda no sólo ni principalmente en revelaciones doctrinales o místicas, sino en realidades nuevas, que han irrumpido en el cosmos y en la historia, y han relegado definitivamente la contextura del monoteísmo hebraico a un pasado perimido. Y así lo dice también en su estilo san Ignacio de Antioquía: absurdum est Jesu Christum sonare lingua, et habere in mente abolitum judaismum». Y en otro lugar el mismo santo: christinianismus non in judaismum credidit, sed judaismus in christianismum.



LA VISIÓN DE CASTELLANI.    Los lectores del p. Leonardo Castellani, pocos pero fieles, recordarán el cuadro fantasmagórico que éste traza en Su majestad Dulcinea, novela acabada de escribir en 1956 y cuyo trago urge apurar en nuestros días. Allí se nos habla de la rebelión de los viejo-cristianos, cristóbales o cristeros (como sus homónimos y antecesores mexicanos) contra un gobierno civil impío y una jerarquía eclesiástica rendida al servicio de aquél. Son los tiempos inmediatamente pre-parusíacos, en los que una ley abyecta e inicua emanada por el poder civil (imposición de una «marka» con implícita connotación apostática) motiva una respuesta armada aunque desesperada, sin la menor expectativa de éxito, por parte de este «pequeño rebaño» finistemporal.
Dulcinea Argentina, por Mariano Gabriel Pérez

También los cristóbales reciben maliciosamente el mote de "nazis" de parte de los principales diarios: EL TÁBANO, órgano del Partido Comunista Cristiano, LA FAROLA, órgano de la Masonería Escocesa-Argentina y LA TRIBUNA DE DOCTRINA, órgano del Movimiento Vital Católico. Así, el editorialista de este último «ponía seriamente en guardia al mundo entero "enfrente" de los peligros aún existentes de la infiltración nazi. Era poco cuerdo "banalizar" ese peligro (...) El nazismo sólo podía ser extirpado de raíz con medidas de máximo rigor de parte del Gobierno y con la vuelta a los principios de la civilización cristiana, como tantas veces lo "hubiera" dicho el ilustradísimo Capellán del Virreinato -no a los aforismos adventicios madurados por un clero fanático y rebelde, sino por la verdadera doctrina de Jesús de Nazaret, compendiada en estas tres palabras: Dulzura, Democracia y Prosperidad; y encarnadas en forma tan espléndida en el Movimiento Vital Católico, que unía en lazo de fraternidad a todo el Nuevo Continente, cuna de la paz del mundo».

Son tiempos aciagos, de cisma explícito, con dos papas: el falso, residente en Roma, que adoptó tras su elección un nombre que no había tenido ninguno de sus predecesores (Cecilio I) y el legitimo, León XIV, residente en secreto en Jerusalén, sañudamente perseguidos él y los suyos por la policía de un régimen de alcance mundial. El sermón de uno de estos últimos, el Cura Loco, da cuenta clara del estado de las cosas:

A la manera que la Iglesia dice: extra Ecclesiam nulla salus, ahora esta Contra-Iglesia, o mejor dicho Pseudo-Iglesia proclama: fuera de la "democracia" no hay salvación. A los que no admitimos esta sublimación ilegítima de un sistema político en dogma religioso, nos llaman peralistas o nazis o cristóbales. El ser “nazi” corresponde a una nueva categoría de crimen, peor que el robo, el asesinato, el adulterio y cualquier delito común; no de balde a la policía que lo persigue llaman Sección Especial. En realidad, corresponde al delito que en otro tiempo se llamó “herejía”; por eso dije que este “liberalismo” triunfante ahora es una cosa religiosa: es una religión falsa, peor que el mahometismo. (...) Se ha inventado y puesto en acción contra nosotros una Inquisición mucho peor que la antigua, “diametralmente” peor —como sería por ejemplo la inversión sexual con respecto a la simple lujuria—. Se está repitiendo lo que pasó en Inglaterra en los siglos XVII y XVIII con la palabra “papista”, y con los que ella designaba, que eran los cristianos mejores, que fueron extirpados limpios del país en forma total: con la diferencia que ahora el proceso es mundial, y se esconde detrás de una hipocresía mucho más adelantada. ¡Nos matan en nombre de la libertad y en nombre de Cristo!

Toda esta persecución se hace en nombre del Cristianismo, del cual se han conservado los nombres vaciados y los ritos falsificados, llegándose hasta el fingir una adhesión zalamera y enteramente inefectiva al Sumo Pontífice de Roma. Se mantiene el aparato burocrático de las Curias y aún se fomenta su hipertrofia, pero todas las asisas sobre que el Cristianismo romano se asienta… como la independencia de la familia y la propiedad privada, la justicia social, el principio de legitimidad de los gobiernos, el control sobre los gobernantes, la decencia pública, la convivencia caritativa… la Ley en fin… todo eso ha sido aniquilado, de sobra lo sabéis, lo habéis sufrido en carne propia… haciendo al mismo tiempo mucho ruido con todas esas palabras. Se favorece al clero menos digno, en una diabólica selección al revés, y de hecho se ha creado un cisma en él, con el sencillísimo arbitrio de dar las sillas episcopales, no a los más dignos, que son los más doctos… no a los más inteligentes y espirituales, sino a los más políticos y puerilmente “piadosos”. Pero ¿a qué seguir? Todos lo conocéis por haberlo sufrido, mejor que yo. La adoración de Dios está siendo sustituída imperceptiblemente por la adoración del Hombre; y eso sin suprimir a Cristo, sino reduciéndolo súbdolamente a hombre. El misterio de iniquidad, que consiste en la inversión monstruosa del movimiento adoratorio de hacia el Creador en hacia la Creatura se ha verificado del modo más completo posible, sin suprimir uno solo de los dogmas cristianos, como la Virgen Madre, el Santísimo Sacramento, el Crucificado, solamente con convertirlos en “mitos”, es decir, en símbolos de lo divino que ES lo humano.

En este marco de adulteración nauseante del cristianismo, una Jerarquía cómoda y obesa se reunía cierta vez en la sede de la Curia local -justamente la actual catedral de Buenos Aires- para tratar las medidas a adoptar contra el Cura Loco, «enemigo número uno del país» y del episcopado. Entonces los monseñores Panchampla, Papávero y Fleurette debieron contemplar, azorados, cómo el rostro del cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que adornaba la Sala Capitular, «regalado a la Curia por la Santería General Consolidada Satanowski and Co.» se mudaba imprevistamente en «el rostro humoroso del Cura Loco, anguloso y ojizarco», que venía a perpetrar allí escondido -y a expensas de una pequeña bomba atómica de fabricación casera con que contaban los cristóbales- uno de sus temibles atentados justicieros. Sobre el finiquito de lo que había sido la Catedral porteña, profanada de continuo por la presencia y por los actos de estos clérigos cuya sola existencia resultaba una odiosa infamia contra el sacramento del Orden, Castellani supo escribir estos párrafos, dignos de su genial fantasía y de su humor:

Catedral de Buenos Aires, hoy,
antes de que se cumplan
 los hechos narrados por Castellani
La casa comenzó a deshacerse como un helado. Este fue el primero bien observado de los fenómenos de disocie de la materia que convulsionaron la Argentina y pusieron un momento de rodillas a su legítimo gobierno ante los cristóbales. El testimonio de los canónigos fue el primero que publicaron los diarios, tal y como los tomó la Federal (...)

Lo que vio el Vicario Fleurette fue lo siguiente: las paredes se iluminaron de golpe por dentro de un lívido fulgor fosforescente, a conjuros de un extraño silbido "como el escape de vapor de una caldera". Todos los colores se disiparon y los muros se pusieron blanco lechosos. El material se iba poniendo poroso, como algodón o piedra pómez, la piedra se desvanecía y se iba venciendo lentamente sobre los consternados eclesiásticos, con una lentitud mortal, con una pachorra de siglos, con una especie de siniestra premeditación; pero parecía más liviana que la nieve, más irreal que el humo. Cuando el polvo impalpable llegó hasta sus cabezas, no vieron nada más; pero el tacto de los manoteos desesperados no hallaba resistencia, parecia nadar en crema chantilly. Sus gritos desesperados no sonaban. Cuando dos horas después los sacaron, estaban afónicos; y si embargo, nadie los había sentido. Salieron de un médano de polvo blanco, impalpable e impóndero de ocho metros de alto por media cuadra de base por lo menos -que era lo que había devenido en pocos instantes, por obra de la energía atómica (o el demonio, mejor dicho) el soberbio rascacielos de mármol de la Curia Metropolitana, construido magnánimamente a expensas del Superior Gobierno de la Nación, que ocupara el lugar de la antigua Catedral de Rivadavia, sobre la Plaza Roosevelt, antigua Plaza de Mayo.



martes, 12 de noviembre de 2013

NEWMAN Y LAS «TRES EDADES» DE LA IGLESIA

Así como el de la «conciencia» (casi un tópico, una preferencia de los abusadores de la reflexión teológica de nuestros días), éste del desenvolvimiento histórico de la Iglesia, discernible en «edades», fue uno de los hierros candentes que Newman no se abstuvo de aferrar. Y supo salir ileso de la prueba aquel que pudo con justicia jactarse, al recibir el biglietto por el que era creado cardenal, de haber «durante treinta, cuarenta, cincuenta años (...) resistido con lo mejor de mis fuerzas al espíritu del liberalismo en religión».

El suyo había sido el siglo de Lamennais, que no por nada Daudet motejara como «el siglo estúpido». Alborozo o alboroto de que se trate (porque las tesis progresistas se formulan tapando con ruido de palabras las evidencias que les son contrarias, en una especie de vocinglero optimismo), Newman supo rechazar esa tentación de sustituir la fe en la resolución meta-histórica de la Historia (Parousía) por su parodia cruel -y su negación, en suma-. como es la de la evolución inexorable de la historia en el sentido del bien y por sus puras virtualidades.

Abundan, a Dios gracias, las rectificaciones del desafuero evolucionista. En nuestra lengua y en temprana hora supo salirle al cruce el padre Juan G. Arintero o.p., mostrando que una correcta idea cristiana de «progreso» debe reflejar ese deseo paulino (Ef. 4,13) de «que todos lleguemos a la unidad de la fe y al conocimiento completo del Hijo de Dios, y a constituir el estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo». Tal la feliz analogía entre el progreso espiritual del cristiano y el de la Iglesia, que
el progreso místico es el único y verdadero progreso integral, el único en que la naturaleza logra realmente adquirir la plenitud de sus perfecciones, a la vez que con esplendores divinos se realza. Es un continuo incremento de vida y de energías en que, creciendo en todo según el verdadero Ejemplar, podemos llegar a la medida del Varón perfecto. Con este progreso se explican todos los que puede haber en la Iglesia, sin peligro de incurrir en esas aberraciones modernas que tratan de reducirlos a otras tantas series de contradicciones y destrucciones, pues todo progreso real es la creciente manifestación de algún aspecto de la vida cristiana, que siempre crece y nunca se destruye o desmiente (La evolución mística, B.A.C., Madrid, 1968, 2ª ed.).

Esa certeza es la que se nos ofrece como antídoto contra la infestación de hegelianismo que sufre hoy la Iglesia, tanto más inaudita cuanto que su guarda se ha confiado a sus más sañudos dilapidadores. Que a éstos les responda Newman, sobre quien ofrecemos, para mayor esclarecimiento, un excelente artículo aparecido días atrás bajo el título de «El jesuita como problema» en el blogue italiano Vigiliae Alexandrinae, sin mención de autor.

Beato cardenal J. H. Newman
En el comienzo de The mission of St. Benedict, el beato cardenal Newman, siguiendo probablemente una indicación tomada de Auguste Compte, considera evolutivamente las apariciones de san Benito, santo Domingo y san Ignacio de Loyola:
«Digamos que san Benito recibió la formación intelectual antigua, santo Domingo la  medieval y san Ignacio la moderna... Paso entonces a contraponer entre sí a estos grandes maestros del pensamiento cristiano. A san Benito entonces, a este gran santo dejadme asignarle, como marca distintiva, el elemento de la poesía; a santo Domingo el elemento de la ciencia, y a san Ignacio el práctico. Estas características, que pertenecen respectivamente a las escuelas de los tres grandes maestros, brotan de las circunstancias en las que ellos asumieron sus respectivas obras. Benito, a quien es confiada su misión cuando era casi un muchacho, le infundió la simplicidad romántica de la juventud. Domingo, un hombre de cuarenta y cinco años laureado en teología, cura y canónico, llevó a la religión la madurez y la plenitud que había adquirido en las escuelas. Ignacio, hombre de mundo antes de la conversión, dejó en herencia a sus discípulos aquel conocimiento de la humanidad que no puede ser adquirido en los claustros. Y así los tres distintos órdenes dieron nacimiento, por decirlo así, a la poesía, a la ciencia y al sentido práctico».
Newman, que dedica todo el ensayo a explicar qué deba entenderse por la "poesía" de los monjes benedictinos (la oración, la liturgia y una vida ordenada y, en este sentido, poética), y que individualiza en la metafísica la "ciencia" medieval de los hijos de santo Domingo, se detiene en el carácter específico del "sentido práctico" de los jesuitas, definiéndolo una "prudencia":
«La palma de la prudencia religiosa, en el sentido completo que esta palabra tiene en Aristóteles, corresponde a la casa religiosa de la que san Ignacio es fundador. Aquella gran orden es la clásica fuente..., la escuela, el modelo de discernimiento, de sentido práctico, de gobierno sabio. Concepciones más sublimes  o más profundas especulaciones pueden haber sido creadas o elaboradas en otros lugares; pero, sea que consideremos a la ilustre Compañía en su constitución, o bien en las reglas de instrucción o de dirección, vemos que su peculiaridad consiste en el preferir esta excelentísima prudencia a cualquier otro don, y en preocuparse poco de la poesía y de la ciencia, a no ser que le resulten útiles».
El positivismo de una visión en la que poesía, ciencia y prudencia se suceden como expresiones de tres distintas épocas -antigua, media y moderna- es corregido pronto por Newman, que, recurriendo al concepto mismo de Tradición, observa oportunamente: 
«Es cierto que la historia, a través de estos tres santos, en cierta manera se presenta según la línea predicada por la teoría que cité; de la poesía pasa, a través de la ciencia, al sentido práctico, es decir, a la prudencia; sin embargo y al mismo tiempo, se debe retener mentalmente aquella importante cláusula condicional que la Iglesia nunca dejó perder cuando acometió algún cambio. Nunca ha añorado el pasado, ni lo ha odiado nunca. En vez de pasar de un estadio de la vida a otro, ha llevado consigo hasta su período reciente la propia juventud y la propia media edad. Nunca mudó las propiedades que le son propias, sino que las acumuló, y de su arcón extrajo cosas nuevas y antiguas, según la ocasión. No perdió a Benito al encontrar a Domingo, y tiene todavía consigo a Benito y a Domingo, aunque se haya hecho la madre de Ignacio. Imaginación, ciencia, prudencia, son todas buenas, y ella todas las posee. Aspectos incompatibles por naturaleza, coexisten en ella; su prosa es por un lado poética, por el otro, filosófica».
Se quiere aquí decir que en la Iglesia cualquier momento -inteligencia de las imágenes litúrgicas, definición filosófica y teológica y sentido práctico- entra con los otros en una tal tensión que sin los otros resultaría imperfecto y apócrifo. Bien vistas las cosas, es justamente en el olvido positivista de esta contextualidad y en la propensión a creer que en la prudencia (hoy se dice "pastoralidad") se realiza el sentido histórico del catolicismo romano, reside la impresionante contribución del jesuitismo novecentista a la actual crisis modernista de la Iglesia católica.
Una prudencia sin "poesía" y sin "ciencia" explica a la par el evolucionismo de Marie-Joseph Pierre Teilhard de Chardin s.j., del que la Gaudium et Spes fue una gran continuación; la exégesis histórica del cardenal Bea s.j.; la doctrina de la "corrupción" de Josef Jungmann s.j., en la cual confluyen arqueologismo, simplificación y pastoralidad, es decir, todos los presupuestos teóricos de la reforma litúrgica (consúltese sobre otros particulares el análisis de dom Alcuin Reid, o.s.b., Lo sviluppo organico della liturgia, Siena, 2013); el "giro antropológico" de Karl Rahner s.j.; la agresión disolvente del derecho natural y la moral del caso concreto de Joseph Fuchs s.j., que son la inmediata consecuencia de aquel "giro"; la funesta pastoral ambrosiana y las "zonas de sombra" del cardenal Martini s.j; las extrañas divagaciones de los jesuitas de San Fidel en Milán (sobre lo cual volveremos); y de alguna manera también el mismo nominalismo de Jorge Mario Bergoglio s.j. 
Por otro lado, en la escandalosa respuesta a Scalfari sobre la autonomía de la conciencia, Francisco no hizo más que citar, casi a la letra, un teólogo jesuita "in gamba": 
«Aquel que sigue la propia conciencia, sea que afirme ser cristiano o no cristiano, sea que afirme ser ateo o creyente, un tal individuo es acepto y aceptado por Dios y puede alcanzar aquella vida eterna que en nuestra fe cristiana nosotros confesamos como fin de todos los hombres. En otras palabras: la gracia y la justificación, la unión y la comunión con Dios, la posibilidad de alcanzar la vida eterna, todo esto solamente encuentra un obstáculo en la mala conciencia de un hombre» (Karl Rahner, El esfuerzo de creer).


[Nota: coincidencias como esta última, en nada casuales, podrá encontrar seguramente quien indague en las ocurrencias de Francisco a la luz de la "genealogía" (post-) jesuítica arriba propuesta. Sin ánimo de extendernos más, hemos hallado al azar una del extinto cardenal Martini, mentor de Bergoglio en el cónclave que consagró a Benedicto XVI, quien no tuvo empacho en afirmar, en un libro publicado en vísperas de su muerte, que «la historia nos señala cómo la Iglesia, en su conjunto, no ha estado jamás tan floreciente como lo está ahora» (Il comune sentire, Rizzoli, Milano, 2011). Francisco dijo lo mismo hace poco, de lo que ya dimos cuenta (ver aquí).

Conocemos cuál es el carácter de este optimismo. Encarna por lo común en sujetos que, después de haber proscrito sin pausa y sin misericordia a cuantos pudieran estorbar sus planes, se encuentran en soledad encaramados allí donde su estrategia los condujo. Ahora sí, secretamente satisfechos, pueden tronar contra el ajeno carrerismo y decorar el statu quo resultante, convictos de que "las cosas nunca estuvieron mejor"]